30. La flor

Los esfuerzos de Jimmy le habían producido sed, y se sintió agudamente consciente del hecho de que en ese mundo no había agua que un hombre pudiese beber. Con el contenido de su botella probablemente sobreviviría una semana, pero, ¿con qué objeto? Los mejores cerebros de la Tierra estarían pronto concentrados en su problema, y sin duda el comandante Norton se vería bombardeado con sugerencias. Pero él no imaginaba modo alguno en que pudiera descender medio kilómetro por la cara de esa escarpa. Aun cuando contara con una soga suficientemente larga, no había lugar al cual sujetarla.

De cualquier manera era tonto, y de poco hombre, entregarse sin lucha. Cualquier ayuda tendría que venir del mar, y mientras marchaba hacia él seguiría con su trabajo como si nada hubiese sucedido. Ninguna otra persona tendría jamás oportunidad de observar y fotografiar las variadas regiones a través de las cuales debía pasar, y eso le aseguraría una inmortalidad póstuma. Aunque hubiera preferido muchos otros honores, eso era mejor que nada.

Se encontraba sólo a tres kilómetros del mar que la pobre Libélula habría podido cruzar, pero parecía poco probable que lo alcanzara en una línea recta; parte del terreno frente a él se convertiría quizá en un obstáculo demasiado grande. No era, empero, un problema, porque había otras rutas que podía seguir. Las veía todas en el gigantesco mapa curvado que se extendía hacia arriba y a ambos lados de él.

Tenía tiempo de sobra; comenzaría con el paisaje más interesante, aun cuando lo sacara de la ruta directa. Más o menos a un kilómetro de distancia, a la derecha, había un cuadrado de terreno que brillaba como si fuese cristal tallado o una gigantesca exhibición de joyas. Fue probablemente este pensamiento lo que hizo que Jimmy apretara el paso. Hasta de un hombre condenado se podía, razonablemente, esperar que demostrara algún interés en unos cuantos miles de metros cuadrados de gemas.

No se sintió particularmente decepcionado cuando las supuestas joyas resultaron ser cristales de cuarzo, millones de ellos, engastados en un lecho de arena. El adyacente cuadrado del tablero de ajedrez era más interesante. Estaba cubierto de columnas huecas de metal, colocadas muy cerca una de otra y de alturas que iban desde un metro a cinco. El lugar era completamente intransitable; sólo un tanque habría podido pasar a través de ese bosque de tubos.

Jimmy caminó entre los cristales y las columnas hasta que llegó al primer cruce de caminos. El cuadrado de la derecha era una enorme alfombra o tapiz, hecho de alambre entretejido; trató de soltar uno de los alambres, pero no pudo romperlo. A la izquierda habla un mosaico de baldosas hexagonales, tan bien colocadas que no se notaba ninguna unión entre ellas. Habría parecido una superficie formada de una sola pieza si las baldosas no hubiera tenido todos los colores del arco iris. Jimmy pasó varios minutos tratando de encontrar dos baldosas adyacentes del mismo color, para ver si así podía distinguir sus límites pero no descubrió un solo ejemplo de tal coincidencia.

Mientras hacía con la cámara una toma panorámica del cruce de caminos y los cuadrados, se quejó plañideramente a Control.

—¿Qué creen ustedes que es esto? Me siento como atrapado en un gigantesco rompecabezas. ¿0 acaso esto es la Galería de Arte de Roma?

—Estamos tan perplejos como usted, Jimmy —fue la respuesta—. Pero hasta ahora no hemos visto señales que los ramanes tuvieran inclinaciones artísticas. Esperemos hasta tener algunos otros ejemplos antes de llega una conclusión.

Los dos ejemplos que encontró en el siguiente cruce de caminos no le ayudaron mucho. Uno era un cuadra totalmente liso, de un gris neutro y uniforme, duro pero resbaladizo al tacto. El otro era una esponja suave, perforada por billones de agujeros diminutos. Lo tocó con punta del pie, y toda la superficie onduló debajo de él produciéndole náuseas como arenas movedizas apenas estabilizadas.

En el próximo cruce de caminos descubrió algo sorprendentemente parecido a un campo arado, con la diferencia de que los surcos eran de un metro de profundidad, y el material del cual estaban hechos tenía textura de una lima o escofina. Pero Jimmy prestó escasa atención a esta rareza, porque el cuadrado contiguo el más desconcertante de cuantos había visto. Por habla algo que podía comprender. Y era más que poco inquietante.

Todo el cuadrado estaba rodeado de una cerca, tan convencional que no la hubiera mirado dos veces si la hubiese visto en la Tierra. Había postes, aparentemente de metal, a cinco metros de distancia uno de otro, con seis hilos de alambre tendidos bien tensos entre ellos.

Detrás de esa cerca había otra idéntica, y detrás una tercera. Era otro ejemplo de la redundancia de Rama; lo que quedara encerrado en los límites de ese vallado, no tendría la mínima posibilidad de escapar. No había entrada, ninguna verja que pudiera abrirse para dar paso a la bestia o bestias que presumiblemente se guardaban allí. En cambio había un solo agujero, como una pequena versión de Copérnico, en el centro del cuadrado. Aún en circunstancias distintas, Jimmy quizá no hubiera vacilado; pero ahora no tenía nada que perder. Escaló con rapidez las tres cercas, se aproximó al agujero y miró adentro.

A diferencia de Copérnico, este pozo tenía sólo cincuenta metros de profundidad. Había tres salidas de túneles en el fondo; cada una parecía bastante grande para acomodar a un elefante, y eso era todo.

Después de estudiarlo un buen rato, Jimmy decidió que lo único que daría sentido a toda esa disposición seria que el piso del pozo fuera un ascensor. Pero qué levantaba nunca lo sabría; sólo podía presumir que era algo muy grande y posiblemente muy peligroso.

Durante las próximas horas caminó más de diez kilómetros a lo largo de la orilla del mar, y los cuadrados del tablero de ajedrez comenzaron a confundirse en su memoria. Había visto algunos por completo encerrados en estructuras de malla de alambre como si fuesen gigantescas pajareras. Otros parecían charcos de líquido congelado que mantenían la forma de remolinos; sin embargo, cuando probó su consistencia con mucha precaución descubrió que eran sólidos. Y había uno tan negro que casi no pudo verlo; sólo el sentido del tacto le reveló que allí había algo.

Ahora, empero, notaba una sutil modulación en algo que sí podía entender. Situados uno tras otro hacia el sur había una serie de (ninguna otra palabra serviría para el caso) carnpos. Podía haber estado pasando frente a un establecimiento agrícola experimenta¡ de su planeta. Cada cuadrado era una extensión regular de tierra cuidadosamente nivelada, la primera vista hasta entonces en el paisaje metálico de Rama.

Esos campos verdes estaban vírgenes, sin vida, a la espera de siembras que nunca fueron hechas. Jimmy se preguntó cuál seria el propósito de esas tierras de labranza, ya que parecía increíble que seres tan adelantados como los ramanes se dedicaran a ninguna forma de agricultura; aun en la Tierra, en la actualidad, cultivar la tierra no era más que un hobby popular, y una fuente proveedora de exóticos y costosos productos alimenticios. Pero habría podido jurar que ésos eran potenciales campos de siembra, inmaculadamente preparados. Nunca había visto tierra tan limpia; cada cuadrado aparecía cubierto de una gran lámina de plástico transparente, flexible y fuerte. Trató de cortar una parte para obtener una muestra, pero su cuchillo apenas raspó la superficie.

Más lejos había otros campos, y en muchos de ellos se advertían complicadas construcciones de varillas y alambres, presumiblemente destinadas a sostener plantas trepadoras. Esos campos parecían desiertos y desolados, como árboles sin hojas en pleno invierno. El invierno que conocieron debió ser realmente largo y terrible y esas pocas semanas de luz y calor podían significar sólo un breve intermedio antes de que nuevamente se asentara sobre Rama.

Jimmy nunca supo qué le hizo detenerse y mirar con más atención al laberinto de metal en dirección sur. En forma inconsciente, su mente debió estar estudiando todos los detalles a su alrededor y notó, en ese fantásticamente extraño paisaje, algo más anormal aún.

Más o menos a un cuarto de kilómetro de distancia, en medio de un enrejado de alambres y varillas, brillaba una singular mancha de color. Era tan pequeña e insignificante que quedaba casi en los límites de la visibilidad; en la Tierra, nadie la habría mirado dos veces. Sin embargo, indudablemente, una de las razones por las cuales reparó en ella ahora era porque le recordaba a la Tierra.

No informó de su hallazgo a Control hasta que estuvo seguro de que no se trataba de un error, de que su propia ansiedad no le provocaba alucinaciones. Sólo cuando, estuvo a unos pocos metros de distancia pudo tener la completa seguridad de que la vida, tal como él la conocía, se habla introducido en el estéril y aséptico mundo de Rama. Allí, abierta en solitario esplendor al borde del hemisferio sur, habla una flor.

Al acercarse, le resultó obvio a Jimmy que algo habla pasado. El forro exterior, esa lámina de plástico transparente que probablemente protegía la capa de tierra de la contaminación propagada por indeseables formas de vida, mostraba un agujero. A través de esta rotura pasaba un tallo verde, más o menos del grueso del dedo meñique de un hombre, que se enroscaba subiendo por el enrejado. A un metro del suelo estallaba en una florescencia de hojas azuladas, más parecidas a plumas que al follaje de cualquier planta conocida por Jimmy. El tallo terminaba, a nivel de los ojos, en lo que creyó al principio era una sola flor. Ahora comprobaba, sin la menor sorpresa, que eran en realidad tres flores unidas muy juntas.

Los pétalos eran tubos brillantemente coloreados, de unos cinco centimetros; habla por lo menos cincuenta en cada flor, y brillaban con tonalidades azules, violeta y verdes, tan metálicos que más parecían las alas de una mariposa que algo perteneciente al reino vegetal.

Prácticamente Jimmy no sabía nada de botánica, pero le dejó perplejo no ver vestigio alguno de cualquier estructura parecida a estambres o pistilos. Se preguntó si la semejanza con las flores terrestres podía ser una mera coincidencia; quizá eso fuera algo más afin a un pólipo de coral. En todo caso, parecería implicar la existencia de pequeños seres transportados por aire para servir ya como agentes fertilizantes o alimento.

En realidad, no importaba. Sea cual fuere la definición científica, para Jimmy eso era una flor. El extraño milagro, el accidente tan poco ramiano de su existencia en ese lugar, le recordaba todo lo que nunca vería otra vez; y estaba decidido a poseerla.

Eso no era fácil. La flor estaba a más de diez metros de distancia, separada de él por un enrejado hecho de delgadísimas varillas que formaban un esquema cúbico de menos de cuarenta centímetros de lado, repetido una y otra y otra vez. Jimmy no habría montado nunca en una bicicleta aérea si no hubiera sido delgado y fuerte, de modo que se consideraba capaz de pasar a través de los intersticios del enrejado. Pero salir nuevamente podía ser algo muy distinto. Ciertamente le resultaría de todo punto imposible darse la vuelta; de modo que tendría que ir retrocediendo de espaldas.

En Control se manifestaron encantados con su descubrimiento cuando describió la flor y la enfocó con la cámara desde todos los ángulos posibles. No le pusieron objeciones cuando anunció: —Voy a buscarla.— Tampoco esperaba que las hubiera; ahora su vida le pertenecía para hacer con ella lo que quisiera.

Se despojó de la ropa, agarró las lisas varillas de metal y comenzó a retorcer el cuerpo para hacerlo pasar por uno de los intersticios del enrejado. El espacio era reducidísimo; se sentía como un prisionero que intenta escapar pasando a través de los barrotes de su celda. Cuando logró insertarse por completo en el enrejado probó de salir, sólo para comprobar si había algún problema. Retroceder le resultaba considerablemente más difícil, ya que ahora debía usar sus brazos extendidos para empujar hacia atrás en lugar de hacia adelante, pero no vio razón para temer el quedarse allí atrapado sin remedio.

Jimmy era un hombre de acción e impulso, no de introspección. Mientras avanzaba dificultosamente por el estrechísimo corredor de varillas, no perdió tiempo en preguntarse por qué realizaba ese acto quijotesco. jamás en su vida le habían interesado las flores, y sin embargo ahora ponía en juego sus últimas energías para obtener una.

Cierto que este ejemplar era único y de enorme valor científico. Pero en realidad quería la flor porque la veía como el último eslabón con el mundo de la vida y el planeta de su nacimiento.

No obstante, cuando al fin la tuvo al alcance de la mano experimentó de pronto un escrúpulo de conciencia. Tal vez era esa la única flor que existía en todo Rama. ¿Se justificaba que la robara?

Si necesitaba una excusa, se consolaría con el pensamiento de que los propios ramanes no la habían incluido en sus planes. Se trataba evidentemente de una rareza, algo surgido de ese mundo siglos demasiado tarde…, o demasiado temprano. Pero en realidad no necesitaba una excusa, y su vacilación fue sólo momentánea. Tendió la mano, cogió el tallo, y dio un fuerte tirón.

La flor salió con facilidad. Recogió asimismo dos de las hojas antes de comenzar a retroceder con lentitud a través del enrejado. Ahora que sólo disponía de una mano libre, el progreso le resultaba difícil en extremo, hasta penoso, y pronto tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Fue entonces cuando observó que las hojas plumosas que quedaban en la extraña planta se cerraban, y que el tallo despojado de la flor se contraía poco a poco desprendiéndose de sus sostenes. Mientras miraba, con una mezcla de fascinación y congoja, vio que toda la planta iba desapareciendo en el suelo, semejante a una víbora herida de muerte que se arrastraba al interior de su agujero.

«He asesinado algo hermoso», se dijo Jimmy. Pero no era menos cierto que Rama le había matado a él. Sólo estaba recogiendo lo que le era debido.

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