39. Decisión del comando

—Bien, Boris. ¿Cómo encajan los mercurianos en su teología?

—Demasiado bien, comandante —replicó el teniente Rodrigo con una sonrisa sin humor—. Es el conflicto, viejo como el mundo, entre las fuerzas del bien y del mal. Y hay ocasiones en que los hombres deben tomar partido.

Yo sabía que reaccionaria así, pensó Norton. Esa situación debió significar un choque para Boris, pero él no era de los que se resignan a una aquiescencia pasiva. Los Cristianos del Cosmos eran gente enérgica, competente. Por cierto que en algunos sentidos se parecían notablemente a los mercurianos.

—Debo entender que tiene un plan, Boris.

—Sí, comandante, y es muy sencillo. Simplemente, debemos desmantelar la bomba.

—Ajá, ¿y cómo se propone hacerlo?

—Con un pequeño par de tenazas.

Si se hubiese tratado de cualquier otro, Norton habría pensado que bromeaba. Pero no Boris Rodrigo.

—Un momento, Boris. El lugar está erizado de cámaras. ¿Supone usted que los mercurianos se sentarán a contemplarlo a usted?

—Por supuesto; no podrán hacer otra cosa. Cuando les llegue la señal, será demasiado tarde. Puedo terminar fácilmente el trabajo en diez minutos.

—Comprendo. Se volverán locos de rabia. Pero ¿y si la bomba está preparada para estallar como un engañabobos a cualquier interferencia?

—Eso parece poco probable. ¿Cuál seria el propósito? La bomba fue construida para una misión especifica en el espacio profundo, y está sin duda provista de toda clase de dispositivos de seguridad para evitar su estallido excepto ante una orden determinada. Además, es un riesgo que estoy dispuesto a correr, y puedo realizar la tarea sin hacer peligrar la nave espacial.

Lo tengo todo pensado.

—Estoy seguro de que es así —asintió Norton.

La idea era fascinante. Le encantaba particularmente pensar en los frustrados mercurianos, y hubiera dado cualquier cosa por presenciar sus reacciones cuando se dieran cuenta, demasiado tarde, de lo que le estaba sucediendo a su mortífero juguete.

Pero habla otras complicaciones, y parecian multiplicarse a medida que examinaba el problema desde todos los ángulos. Lo cierto era que se enfrentaba con la rnás difícil, la más crucial decisión de toda su carrera.

Y eso era ridículamente decir poco. Afrontaba la decisión más difícil que comandante alguno había tenido que tomar alguna vez. El futuro de toda la especie humana bien podía depender de ella. Porque, ¿y si los mercurianos estaban en lo cierto?

Cuando Rodrigo se marchó, Norton encendió la luz del letrero que rezaba: —no molestar—. No recordaba cuándo lo habla utilizado por última vez, y se sorprendió de que funcionara. Ahora, en el corazón de esa nave atestada y activa, estaba completamente solo, exceptuando el retrato de¡ capitán James Cook que le contemplaba desde los corredores del tiempo.

Imposible consultar con la Tierra; ya le hablan advertido que cualquier mensaje podía ser interceptado, tal vez por dispositivos colocados en la misma bomba. Eso dejaba toda la responsabilidad en sus manos.

Había una historia que él oyó en alguna parte sobre un presidente de los Estados Unidos —¿era Truman o Pérez?— que tenía un letrero donde se leía: «El gamo se detiene aquí.» Norton no estaba muy seguro de saber qué era un gamo, pero si sabía cuándo se había detenido uno frente a su escritorio.

Podía optar por no hacer nada, y esperar hasta que los mercurianos le aconsejaran partir. ¿Cómo verían eso los historiadores del futuro? Aunque a Norton no le preocupaba gran cosa la fama o infamia póstuma, no quería ser recordado para siempre como el cómplice de un crimen cósmico que estuvo en su poder evitar.

Y el plan era perfecto. Como era de esperarse, Rodrigo había pensado en todo, pulido cada detalle, previsto cada posibilidad, aun el remoto peligro de que la bomba estallara al manipularla. Si eso ocurría, el Endeavour estaría a salvo detrás del bulto de Rama. En cuanto al propio Rodrigo, parecía considerar la posibilidad de una apoteosis instantánea con completa ecuanimidad.

Sin embargo, aun cuando la bomba pudiera ser desmantelada con éxito, la hazaña estaba lejos de poner Punto final al asunto. Era probable que los mercurianos hicieran un nuevo intento, a menos que se encontrara la manera de detenerlos. De todos modos, se habrían ganado semanas de tiempo; Rama estala ya lejos del perihelio antes de que otro misil pudiera darle alcance. Para entonces los peores temores de los alarmistas se habrían refutado…. o confirmado.

Actuar o no actuar, ésa era la cuestión. Nunca se había sentido Norton tan identificado con el príncipe de Dinamarca. Hacia cualquier lado que se inclinara, las posibilidades para el bien o el mal parecían estar en perfecto equilibrio. Afrontaba una de las decisiones más difíciles desde el punto de vista moral. Si decidía mal, lo sabría en seguida. Pero si lo hacía bien, tal vez jamás pudiera probarlo.

De nada servía seguir apoyándose en argumentos poco lógicos, y tampoco el interminable proyectar de alternativas futuras. En esa forma podía seguir dando vueltas eternamente. Había llegado el momento de escuchar las voces interiores.

Devolvió la serena y firme mirada de Cook a través de los siglos.

—Estoy de acuerdo con usted, capitán —murmuró—. La raza humana tiene que vivir con su conciencia. Cualesquiera que sean los argumentos de los mercurianos, la supervivencia no lo es todo.

Oprimió el timbre de llamada para el circuito del puente de mando y dijo con lentitud:

—Teniente Rodrigo, quisiera verle.

Luego cerró los ojos, enganchó los pulgares en las correas que sostenían su silla, y se preparó para disfrutar de un breve instante de total relajamiento físico y mental. Tal vez pasara tiempo antes de volver a experimentarlo.

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