Cuando Jimmy se disponía a regresar, el extremo septentrional se le antojó increíblemente lejano. Hasta las tres escaleras gigantes eran apenas visibles, como el débil trazo de una Y en la cúpula que cerraba el mundo. La franja del Mar Cilíndrico era una ancha y amenazadora barrera esperando para tragarlo, como a Icaro, si sus frágiles alas fallaban.
Pero había llegado hasta allí sin problemas, y aunque experimentaba un ligero cansancio, sentía ahora que no había motivos para preocuparse. No había tocado siquiera su alimento ni el agua, y la excitación le impidió descansar. En el viaje de retorno se relajaría y tomaría las cosas con más calma. También contribuía a animarle el pensamiento de que el viaje de regreso podría ser, llegado el caso, veinte kilómetros más corto que el de ¡da, porque, una vez cruzado el mar, estaría en condiciones de hacer un descenso de emergencia en cualquier lugar del hemisferio norte. Eso seria un fastidio, por supuesto, ya que le obligaría a hacer un largo camino a pie, y, peor aun, a abandonar su Libélula, pero de todas maneras le proporcionaba un confortable margen de seguridad.
Ahora estaba ganando altitud, subiendo de regreso al gran poste central. La aguja ahusada del Gran Cuerno se extendía todavía a un kilómetro por encima de su cabeza, y por momentos sentía como si fuese el eje alrededor del cual todo este mundo giraba.
Había alcanzado casi la punta cuando tomó conciencia de una curiosa impresión. Un mal presentimiento le dominaba y, por cierto, era una sensación de incomodidad fisica tanto como psicológica. Recordó, y ello no contribuyó a tranquilizarlo, una frase oída una vez: «Alguien está caminando sobre tu tumba».
Al principio se encogió de hombros y continuó su firme pedaleo. Por cierto no tenia intenciones de informar de algo tan vago a Control. Pero cuando la sensación fue en aumento experimentó la tentación de hacerlo. No podía ser que se tratase de algo puramente psicológico; y, si lo era, entonces su mente tenía más poder de lo que imaginaba. Podía, literalmente, sentir que se le ponía la carne de gallina.
Ahora, seriamente alarmado, se detuvo en el aire para considerar la situación. Lo que la hacía más peculiar era el hecho de que esa sensación opresiva, de abatimiento, no era nueva del todo; la había experimentado antes, pero no recordaba dónde.
Miró a su alrededor. Nada había cambiado. La punta aguda de Asta Grande se levantaba a unos cuantos cientos de metros arriba, con el otro lado de Rama abarcando el cielo más allá. Ocho kilómetros más abajo se extendía la complicada trama del continente sur, lleno de maravillas que ningún hombre vería jamás. En todo ese extraño, y sin embargo ahora familiar paisaje, no encontraba nada que justificara su malestar.
Algo le hacía cosquillas en el dorso de la mano. Por unos instantes pensó que era un insecto, y agitó la mano sin mirar. Pero sólo había completado a medias el movimiento cuando cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo y se contuvo sintiéndose un poco tonto. Por supuesto, nadie había visto insectos en Rama…
Levantó la mano y la miró, un tanto perplejo porque el cosquilleo persistía. Fue entonces cuando notó que el vello se le erizaba y no sólo en la mano sino también a lo largo de¡ brazo. Y también el pelo, cosa que comprobó cuando se llevó una mano a la cabeza.
Así pues «ése. era el problema. Se encontraba en un campo eléctrico tremendamente poderoso. Y la sensación de pesadez, de opresión, era la misma experimentada algunas veces en la Tierra en los momentos que preceden a una tormenta eléctrica.
El comprender súbitamente su situación puso a Jimmy al borde del pánico. Nunca antes en su vida había corrido un verdadero peligro. Como todos los astronautas, conoció momentos de frustración a causa de un equipo deficiente, y también momentos en que, por causa de errores o inexperiencia, creyó equivocadamente encontrarse en una situación peligrosa. Pero ninguno de esos episodios duró más que unos minutos, y generalmente pudo reírse de ellos casi en seguida.
Esta vez, sin embargo, no había escapatoria instantánea y fácil. Se sentía desnudo y solo en un cielo súbitamente hostil, rodeado de fuerzas titánicas que podían descargar sus furias en cualquier momento. La Libélula —ya bastante frágil de por sí— parecía ahora más insustancial que la más fina tela de araña. El primer estallido de la tormenta que se gestaba le reduciría a fragmentos.
—Control del Cubo —transmitió con urgencia—, una carga estática se está formando a mi alrededor. Creo que en cualquier momento se desatará una tormenta eléctrica. Apenas terminó de hablar cuando se produjo un relampagueo a su espalda; llegó a contar hasta diez y se oyeron los primeros ruidos sordos y prolongados. Tres kilómetros, calculó Jimmy; eso situaba el lugar alrededor de las Pequeñas Astas. Miró hacia ellas y vio que cada una de las cinco agujas parecía estar en llamas. Descargas fulgurantes, a cientos de metros de altura, bailoteaban desde sus puntas, como si fuesen conductores eléctricos gigantes.
Lo que estaba sucediendo allá atrás podría repetirse en escala mucho mayor cerca del ahusado extremo del Gran Cuerno. Lo mejor que podía hacer, pensó Jimmy, era alejarse lo más posible, de esta peligrosa estructura, y buscar aire despejado.
Comenzó a pedalear otra vez, acelerando cuanto podía sin perjudicar la Libélula con un esfuerzo excesivo. Al mismo tiempo comenzó a perder altitud; aun cuando esto significara penetrar en la región de más alta gravedad, estaba preparado para correr el riesgo. Una distancia de ocho kilómetros del suelo era demasiado para la paz de su mente.
La ominosa aguja negra del Gran Cuerno estaba aún libre de descargas visibles, pero él no dudaba que allá arriba se estaban formando tremendos potenciales. De tanto en tanto el trueno retumbaba a su espalda, y su estruendo se prolongaba alrededor de la circunferencia del mundo. Se le ocurrió de repente a Jimmy que era extraño semejante tormenta en un cielo perfectamente despejado. Luego comprendió que no se trataba en absoluto de un fenómeno meteorológico. En realidad, tal vez fuera sólo un trivial escape de energía de algún lugar profundo del casquete sur de Rama. Pero, ¿por qué ahora? Y lo que era más importante, ¿qué sucedería a continuación?
Ya había dejado atrás la punta ahusada de Asta Grande, y confiaba en encontrarse pronto fuera del alcance de cualquier descarga eléctrica. Pero ahora se le presentaba otro problema: el aire se volvía turbulento, y tenía dificultad en controlar la Libélula. Un viento parecía haber surgido de la nada, y si las condiciones actuales empeoraban, el frágil armazón de la bicicleta aérea correría peligro. Siguió pedaleando, ceñudo, tratando de contrarrestar las ráfagas con variaciones de impulso y movimientos del cuerpo. Como en esos momentos la Libélula era casi una prolongación de sí mismo, tuvo éxito en parte; pero no le gustaban nada los débiles crujidos de protesta provenientes del larguero principal, o la forma en que las alas se torcían con cada soplo.
Y había otra cosa que le preocupaba: un débil sonido, que iba aumentando de volumen minuto a minuto, y que parecía venir de la dirección del Gran Cuerno. Sonaba como el escape de gas de una válvula sometida a gran presión, y Jimmy se preguntó sí no tendría algo que ver con la turbulencia contra la cual luchaba. Cualquiera que fuese su causa, lo cierto era que le proporcionaba aún más motivos de inquietud.
A cada momento informaba de esa serie de fenómenos, brevemente y sin aliento, a Control. Nadie allí estaba en condiciones de aconsejarle o sugerir siquiera una causa probable de lo que estaba sucediendo; pero le tranquilizaba oír las voces de sus amigos, aun cuando empezaba a temer que no volvería a verlos.
La turbulencia seguía aumentando. Jimmy sentía casi como si penetrara en el chorro de un propulsor —cosa que había hecho una vez, a fin de establecer un récord, mientras volaba en un aeroplano de gravedad sin motor en la Tierra. Pero, ¿qué podía crear un chorro de propulsor en el interior de Rama?
Se había formulado la pregunta adecuada. Tan pronto como el interrogante cruzó por su mente, tuvo la respuesta.
El sonido que ola era el viento eléctrico que se llevaba la tremenda ionización formada alrededor del Gran Cuerno. El aire cargado se dispersaba a lo largo del eje de Rama, y más aire fluía en la región posterior de baja presión. Miró hacia atrás a esa gigantesca y ahora doblemente amenazadora aguja, procurando abarcar los límites del ventarrón que soplaba desde allí. Tal vez, se dijo, la. mejor táctica seria volar guiándose por el oído, alejándose cuanto fuera posible de ese ominoso soplido.
Rama le evitó la necesidad de decidir. Una sábana de fuego se encendió detrás de él cubriendo el cielo. Tuvo tiempo de verla escindirse en seis cintas de fuego, extendidas desde la punta del Gran Cuerno hasta cada una de las Pequeñas Astas.
Entonces el golpe le alcanzó.