43. Retirada

— Cuando salió apresurado por el agujero abierto con el rayo láser, a Norton le pareció que los seis soles de Rama estaban tan brillantes como siempre. Seguramente Rousseau está equivocado, pensó; aunque eso no era propio de él.

Pero Rousseau había previsto esa reacción de su parte.

—Ha sucedido tan paulatinamente que ha pasado bastante tiempo antes de que empezara a notar la diferencia —explicó, y su tono casi era de disculpa—. Pero ya no cabe duda. Acabo de hacer una medición: el nivel de la luminosidad ha descendido un cuarenta por ciento.

Y ahora, mientras sus ojos volvían a ajustarse a la luz después de la semipenumbra del templo de cristal, Norton le daba la razón. El largo día de Rama tocaba a su fin.

Hacia tanto calor como siempre, y sin embargo se sintió estremecer. Recordaba haber experimentado esta misma sensación una vez antes, en un hermoso día de verano en la Tierra. Se produjo un inexplicable debilitamiento de la luz, como si se aproximase la noche o el sol hubiese perdido su fuerza aunque no se veía una sola nube en el cielo. Después supo que se había iniciado un eclipse parcial.

—Esto lo decide todo —dijo ceñudamente—. Volvemos a la nave. Dejen todo el equipo. No volveremos a necesitarlo.

Ahora, así lo esperaba, una medida de precaución adoptada por él iba a probar su valor. Había escogido a Londres para esa visita, porque ninguna de las otras ciudades estaban tan próximas a una escalera. En efecto: el pie de Beta quedaba sólo a cuatro kilómetros.

Partieron, avanzando con el paso largo que era el modo más cómodo de viajar en esa gravedad. Norton impuso una velocidad que, estimaba, les llevaría al borde de la planicie sin agotamiento y en el mínimo de tiempo.

Estaba muy consciente de los ocho kilómetros que tendrían que subir cuando hubieran llegado a la escalera Beta, pero lo cierto era que se sentiría más seguro una vez iniciado el ascenso.

El primer temblor les alcanzó cuando casi habían pisado el primer escalón. Fue muy débil, e instintivamente Norton se volvió hacia el sur, esperando ver otra exhibición de fuegos de artificio en las astas. Pero Rama no parecía repetirse nunca con exactitud. Si se producían descargas eléctricas sobre esas montañas aguzadas, eran demasiado débiles para ser vistas desde allí.

—Control —llam6—, ¿ha observado eso?

—Sí, jefe. Ha sido una pequeña sacudida. Podría tratarse de otro cambio de posición. Estamos observando la girofrecuencia. Nada todavía… ¡Un momento! ¡Lectura positiva! ¿Puede detectarla?…. menos de un microradián por segundo, pero sostenido.

De modo que Rama empezaba a girar, aunque con una casi imperceptible lentitud. Aquellos primeros temblores pudieron ser una falsa alarma, pero esto de ahora, desde luego, no lo era.

—La velocidad aumenta. Cinco microradián. ¡Hola! ¿Ha notado esta sacudida?

—Ya lo creo que la hemos notado. Ponga todos los sistemas de la nave en funcionamiento. Es posible que debamos partir de prisa.

—¿Espera un cambio de órbita tan pronto, jefe? Todavía falta bastante para el perihelio.

—Yo no creo que Rama se guíe por nuestros textos. Ya casi estamos en Beta. Descansaremos allí cinco minutos.

Cinco minutos de descanso eran muy pocos, y sin embargo les parecieron interminables porque ahora ya no cabía duda de que la luz decrecía en intensidad, y con mucha rapidez.

Aunque todos estaban provistos de linternas, el pensamiento de la oscuridad allí les resultaba entonces intolerable. Se habían acostumbrado tanto psicológicamente al día interminable de Rama, que les costaba recordar en qué condiciones habían explorado por primera vez ese mundo. Experimentaban una casi abrumadora urgencia de escapar, de salir a la luz del sol, apenas a un kilómetro del otro lado de esas paredes cilíndricas.

—Cubo Control —llamó Norton—, ¿está el proyector en condiciones de funcionar? Podemos necesitarlo de un momento a otro.

—Sí, jefe. Ahí va.

Un tranquilizador haz de luz comenzó a brillar a Ocho kilómetros arriba de sus cabezas. Aun contra el ahora agonizante día de Rama aparecía sorprendentemente débil; pero les había servido antes, y les volvería a guiar si se presentaba la necesidad.

Esta —y Norton estaba consciente de ello— seria la más larga y agobiante de las subidas que realizaran hasta entonces. Sucediera lo que sucediese, no podrían apresurarse; si abusaban de sus fuerzas obligándose a un esfuerzo excesivo, simplemente se derrumbarían en cualquier punto de ese vertiginoso declive y tendrían que esperar hasta que sus músculos declarados en rebeldía les permitiesen continuar. A estas alturas, los cuatro debían constituir una de las dotaciones mejor adiestradas para cumplir una misión espacial, pero había límites para la resistencia del cuerpo humano.

Al cabo de una hora de prudentes afanes alcanzaron la cuarta sección de la escalera, más o menos a tres kilómetros de la planicie. A partir de ahí todo resultaría más fácil; la gravedad había descendido a un tercio del valor de la de la Tierra. Aunque de tanto en tanto se producían temblores leves, no hubo otros fenómenos inusitados, y aún había bastante luz. Empezaron a sentirse más optimistas, y hasta llegaron a preguntarse si no se habían apresurado demasiado. De todos modos, una cosa era cierta: no había retorno posible. Los cuatro hablan caminado por última vez sobre la Planicie Central de Rama.

Fue mientras se tomaban un descanso de diez minutos, en la cuarta plataforma, cuando Calvert exclamó:

—¿Qué es ese ruido, jefe?

—¿Ruido? Yo no oigo nada.

—Es un silbido agudo, que baja y sube de frecuencia. Tiene que oírlo.

—Sus oídos son más jóvenes que los míos, muchacho. ¡Oh, sí, ahora lo oigo!

El silbido parecía llegar de todos lados. Pronto se hizo fuerte, hasta penetrante, y fue decayendo suavemente de tono. Luego, de golpe, se cortó.

Unos segundos más tarde volvió otra vez, repitiendo la misma secuencia. Tenía toda la cualidad melancólica y dominante de la sirena de un faro que envía su advertencia en la noche amortajada de niebla. Habla un mensaje en ese silbido, y un mensaje urgente. No estaba destinado para sus oídos, pero lo comprendían. Luego, como para hacerlo doblemente seguro, fue reforzado por las propias luces.

Primeramente se oscurecieron hasta casi extinguirse, y en seguida comenzaron a lanzar destellos. Los destellos resbalaban como pelotitas luminosas a lo largo de los seis angostos valles que una vez iluminaran ese mundo. Se movían desde ambos polos hacia el mar con un ritmo sincronizado, hipnótico, que sólo podía tener un significado.

—¡Al mar! —llamaban las luces—. ¡Al mar!

Y la llamada era dificil de resistir; no hubo hombre que no sintiera el impulso de volverse y buscar el olvido definitivo en las aguas de Rama.

—¡Cubo Control! —llamó Norton con urgencia—. ¿Puede ver lo que está sucediendo?

La voz de Rousseau llegó a él. Por primera vez esa voz sonaba impresionada, y más que un poco temerosa.

—Sí,jefe. Desde aquí veo el Hemisferio Sur. Hay miles de —biots. allí, incluyendo algunos muy grandes. Grúas, tractores, tanques…. infinidad de recolectores de basura. Y todos corren hacia el mar más rápidamente de lo que jamás los he visto moverse. Allí salta una grúa…. ¡justo sobre el borde!… Igual que Jimmy, sólo que mucho más rápido… Se ha roto en mil pedazos al chocar… Y allí se acercan los tiburones; lo van a terminar de destrozar.. jufl…. no es un espectáculo agradable…

»Ahora estoy mirando la planicie. Hay un tanque que parece roto…. da vueltas en círculos. Ahora un par de cangrejos se lanzan sobre él y lo reducen a fragmentos… Jefe, pienso que harían bien en volver aquí cuanto antes.

—Créame —dijo Norton con profundo sentimiento—, que estamos subiendo lo más rápido que podemos.

Rama estaba cerrando las escotillas y asegurándolas, como un barco que se prepara para resistir la tormenta. Esa era la impresión abrumadora experimentada por Norton, aunque no habría sabido darle una base lógica. Ya no se sentía completamente racional. Dos impulsos luchaban en su mente: la necesidad de escapar por una parte, y por otra el deseo de obedecer esos relámpagos que atravesaban el cielo ordenándole unirse a los —biots. en su marcha hacia el mar.

Otra sección de escalera. Otra pausa de diez minutos para permitir que los venenos de la fatiga se escurrieran de sus músculos. Luego en marcha otra vez. Otros dos kilómetros para subir, aunque mejor no pensar en eso…

La enloquecedora secuencia de silbidos descendentes cesó bruscamente. Al mismo tiempo las pelotitas de fuego que corrían a lo largo de los canales de los Valles Rectos se detuvieron; los seis soles lineales de Rama eran otra vez franjas de luz sin solución de continuidad.

Pero esa luz se desvanecía rápidamente, y a veces fluctuaba, como si tremendas descargas de energía escaparan de fuentes de origen casi agotadas. De tanto en tanto se sentían ligeros temblores subterráneos. Desde la nave informaron que Rama seguía oscilando con imperceptible lentitud, semejante a una aguja de compás que responde a un débil campo magnético. Tal Yez esto era tranquilizador; cuando Rama detuviera su oscilación, Norton comenzarla realmente a preocuparse.

Todos los «biots. habían desaparecido, informó Rousseau. En el interior de Rama el único movimiento que se advertía era el de los seres humanos, reptando con penosa lentitud sobre la cara curvada de la cúpula norte.

Desde tiempo atrás Norton se había sobrepuesto al vértigo experimentado en aquel primer ascenso, pero ahora un nuevo temor empezaba a posesionarse de su mente. Eran perfectamente vulnerables alli, en el curso de esa interminable ascensión desde la planicie al cubo. ¿Y si Rama, cuando hubiera completado su cambio de posición, comenzaba a acelerar?

Presumiblemente su empuje sería a lo largo de¡ eje. Si era en dirección norte, no habría problema; ellos se verían sostenidos con más firmeza contra el declive por el que ascendían. Pero si era en dirección sur podrían ser despedidos al espacio, para caer finalmente en la planicie, allá abajo.

Trató de tranquilizarse con el pensamiento de que cualquier posible aceleración seria muy débil. Los cálculos, del doctor Perera habían sido muy convincentes. Rama no pedía acelerar a más de un quincuagésimo de gravedad, o el Mar Cilíndrico subiría hasta la escarpa austral e inundaría todo el continente. Pero Perera se encontraba en un confortable estudio allá en la Tierra, no con kilómetros de metal suspendido sobre su cabeza y al parecer al punto de venírsele encima. Y tal vez, ¿por qué no? Rama estaba sujeta a periódicas inundaciones.

Pero no, eso era ridículo. Era absurdo imaginar que todos esos trillones de toneladas pudieran empezar a moverse con la suficiente aceleración como para lanzarlo por el aire. De todas maneras, durante el resto de¡ ascenso, Norton no se soltó del pasamanos, que al menos le daba una ilusión de seguridad.

Siglos después, la escalera llegó a su fin. Sólo quedaban unos cuantos centenares de metros de escala vertical, semihundida en la pared. No era necesario que escalaran esta sección por sus propios medios, ya que un solo hombre desde el cubo, tirando de un cable, podía fácilmente izar a otro gracias a la gravedad que iba disminuyendo rápidamente. Al pie de la escalera un hombre pesaba menos de cinco kilos; arriba, virtualmente nada.

De modo que Norton se relajó, cogiéndose de uno de los escalones de cuando en cuando para contrarrestar la débil fuerza Coriolis que trataba de arrancarlo de la escala. Casi olvidó el dolor de sus músculos agarrotados, mientras captaba su última visión de Rama.

Estaba ahora tan brillante como la Tierra en noche de luna llena. El panorama en general surgía bien claro, pero ya no podía distinguir los detalles menores. El Polo Sur aparecía parcialmente oscurecido por una niebla fosforescente; sólo el pico de Gran Cuerno sobresalía: apenas un punto negro, visto desde esa distancia.

El continente al otro lado del mar, tan cuidadosamente trazado pero aún desconocido, era el mismo azaroso zurcido de parches que siempre habían visto. Estaba muy escorzado y demasiado lleno de complejos detalles, para compensar un examen visual, y Norton apenas pudo escudriñarlo brevemente.

Paseó la mirada alrededor de la franja circular del mar, y notó, por primera vez, que las aguas aparecían revueltas a distancias regulares, como si las olas se rompieran contra arrecifes colocados a intervalos geométricamente precisos. Las maniobras de Rama iban teniendo algún efecto, aunque no muy pronunciado. El estaba seguro de que la sargento Barnes se habría lanzado a navegar de muy buena gana en esas condiciones, si él hubiese pedido que cruzara el mar en su perdida Resolution.

Nueva York, Londres, París, Moscú, Roma… Se despidió de todas las ciudades del Hemisfério Norte, y confió en que los ramanes le perdonaran todo el daño causado. Tal vez ellos comprendieran que lo había hecho en provecho de la ciencia.

Después, por fin, se encontró en el cubo, y unas manos ansiosas le agarraron y le condujeron apresuradamente a través de los pasajes y aberturas. Le temblaban tan incontrolablemente las piernas y los brazos tras el prolongado esfuerzo que no habría podido valerse por si mismo, y se alegró de que le manejaran como a un inválido semiparalizado.

El cielo de Rama fue contrayéndose sobre su cabeza mientras descendía al cráter central del cubo. Cuando la compuerta interior de la última cámara de descompresión se cerró, dejando atrás para siempre la visión de ese mundo, pensó: ¡Qué extraño que caiga la noche sobre Rama, ahora que está más cerca del Sol!

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