El comandante Norton nunca había perdido a un hombre, y no tenía intención de perder uno ahora. Aun antes de que Jimmy hubiera partido hacia el Polo Sur, él ya estaba pensando en formas y medios para rescatarlo en caso de accidente. El problema, empero, se presentaba tan difícil que no halló la respuesta deseada. Lo único que consiguió hacer fue eliminar toda solución obvia.
¿Cómo trepa un hombre una escarpa vertical de medio kilómetro, aun a una gravedad reducida? Con el equipo adecuado y entrenamiento, sería fácil. Pero no había herramientas necesarias a bordo del Endeavour, y a nadie se le ocurría ninguna forma práctica de poner los cientos de clavos largos necesarios, en esa durísima superficie especular.
Norton consideró brevemente otras soluciones más exóticas, y algunas francamente descabelladas. Tal vez un chimpancé, provisto de almohadones de succión, pudiera realizar el ascenso. Pero aun si este plan era práctico, ¿cuánto tiempo se tardaría en fabricar y probar un equipo semejante, y enseñar a un chimpancé a utilizarlo? El dudaba que un hombre poseyera la fuerza precisa para realizar la hazaña.
Luego estaba la tecnología más avanzada. Las unida a — des de propulsión Eva eran tentadoras, pero su empuje seda demasiado débil ya que habían sido diseñados para operar en gravedad cero. No podrían levantar el peso de un hombre, ni aun en la modesta gravedad de Rama.
¿Y si enviaban un Eva de control automático que llevara una soga de rescate? Expuso la idea al sargento Myron, quien la vetó inmediatamente. Habla, señaló el ingeniero, graves problemas de estabilidad; podrían tal vez ser resueltos, pero se tardaría mucho tiempo, mucho más del que podían disponer.
¿Y un globo aerostático? Parecía haber allí una débil posibilidad, siempre y cuando pudieran idear una envoltura y una fuente de calor suficientemente segura. Esta fue la única solución posible que Norton no descartó cuando el problema dejó de ser teórico y se convirtió en asunto de vida o muerte para un hombre, dominando las noticias transmitidas en todos los mundos habitados.
Mientras Jimmy hacia su recorrido a lo largo de la orilla del mar, la mitad de los cerebros privilegiados del sistema solar estaban tratando de salvarlo. En el Cuartel General de la Flota se consideraban todas las sugerencias, pero a lo sumo una entre mil se remitían al Endeavour. Las del doctor Carlisle Perera llegaron dos veces; la primera por la propia cadena de Exploración del Espacio, y la segunda vía Planetcom, Prioridad Rama. Le había supuesto al distinguido científico aproximadamente cinco minutos de reflexión y una millonésima de segundo de tiempo de computadora.
Al principio, Norton pensó que se trataba de una broma del peor gusto. Luego leyó el nombre del remiten te y los cálculos que acompañaban el mensaje, y lo pensó mejor.
Tendió el mensaje a Karl Mercer.
—¿Qué piensas de esto? —preguntó, procurando que su voz sonara indiferente.
Karl lo leyó con rapidez y luego exclamó:
—¡Bueno , que me cuelguen! Tiene razón, por supuesto.
—¿Estás seguro?
—Perera acertó con lo de la tormenta, ¿no es así? Nosotros mismos debimos pensar en algo así. Me hace sentirme tonto.
—No sólo a ti. El siguiente problema es, ¿cómo se lo decirnos a Jimmy?
—No creo que debamos hacerlo…, hasta el último minuto posible. Así lo preferiría yo si estuviese en su lugar. Dígale simplemente que nos ponemos en camino.
Aunque abarcaba con la mirada todo el ancho del Mar Cilíndrico, y conocía la dirección por la que se acercaría la balsa Resolution, Jimmy no avistó la pequeña embarcación hasta que hubo pasado Nueva York. Parecía increíble que pudiera cargar a seis hombres y cualquier equipo que hubieran traído para rescatarlo.
Cuando sólo estuvo a un kilómetro de distancia, reconoció al comandante Norton y comenzó a saludar con la mano en el aire. Poco después el comandante le vela a su vez y hacia otro tanto.
—Me alegro de comprobar que su estado es bueno, Jimmy —transmitió—. Le prometí que no le dejaríamos en la estacada. ¿Me cree ahora?
No del todo, pensó Jimmy? Hasta este momento había estado preguntándose si todo eso no formaba parte de un bondadoso plan para mantener alta su moral. Pero el comandante no hubiera cruzado el mar tan sólo para decirle adiós. Debía haber urdido algo.
—Lo creeré cuando esté ahí abajo con ustedes, jefe —respondió— ¿Ahora, quiere explicarme cómo saldré de aquí?
La Resolution estaba llegando a unos cien metros de la base de la escarpa. Hasta donde Jimmy podía ver, no cargaba ningún equipo extra, aunque no estaba muy seguro respecto a lo que había esperado ver.
—Siento no haberle dicho nada hasta este momento, Jimmy, pero la verdad es que no queríamos preocuparle demasiado.
Ahora bien, eso sonaba siniestro. ¿Qué diablos quería significar el jefe?
La balsa se detuvo cincuenta metros más afuera y quinientos más abajo. Jimmy tuvo casi una visión a vuelo de pájaro del comandante, cuando éste habló por su micrófono.
—Es esto, Jimmy? no correrá el menor peligro, pero deberá tener nervios de acero. Nosotros sabemos que los tiene de sobra. Bueno… ahí va: tiene que saltar.
—¡Quinientos metros.
—Si, pero sólo a medio «g».
—¡Ajá! ¿Ha dado usted alguna vez un salto de doscientos cincuenta metros en la Tierra, jefe?
—Cállese, o le cancelaré la próxima licencia. Usted mismo debió pensar en ello. Es sólo una cuestión de velocidad terminal. En esta atmósfera no puede alcanzar más que noventa kilómetros por hora, ya caiga desde doscientos metros o de dos mil. Noventa es tal vez demasiado para sentirse cómodo, pero podemos reducirla aún más. Le diré lo que deberá hacer: escuche con atención.
—Sí, jefe —dijo Jimmy—. Eso será lo mejor.
No volvió a interrumpir al comandante y no hizo ningún comentario cuando Norton hubo terminado. Sí, tenia sentido, y era tan absurdamente sencillo que sólo a un genio podía ocurrírsele. Y tal vez a alguien que no esperaba tener que hacerlo él.
Jimmy nunca había practicado saltos artísticos y tampoco caídas diferidas en paracaídas, lo cual le hubiera dado alguna preparación psicológica para esta hazaña. Se le podía decir a un hombre que no habla ningún peligro en caminar por un tablón de madera a través de un abismo, y sin embargo, aun cuando los cálculos estructurales fueran impecables, el hombre podía sentirse incapacitado para hacerlo. Ahora Jimmy comprendía por qué el comandante se habla mostrado tan evasivo respecto a los detalles del rescate. No quiso darle tiempo para reflexionar o para pensar en excusas y objeciones.
—No quiero apresurarlo, Jimmy —dijo la voz persuasiva de Norton, medio kilómetro más abajo— pero opino que cuanto antes, mejor.
Jimmy miró su precioso souvenir, la única flor de Rama. La envolvió con cuidado en su sucio pañuelo, hizo un nudo, y lo arrojó sobre el borde del risco.
Flotó hacia abajo con tranquilizadora lentitud, pero tardó mucho tiempo, demasiado, haciéndose más y más y más pequeño, hasta que ya no pudo verlo. Pero en ese momento la Resolution avanzó unos metros, y supo que el pañuelo habla sido visto.
—¡Hermosa!—exclamó el comandante con entusiasmo—. Estoy seguro de que le pondrán su nombre. Bueno: estamos esperando.
Jimmy se quitó la camisa —la única prenda para la parte superior del cuerpo que todos usaban en ese clima ahora tropical— y la estiró pensativamente. En varias oportunidades durante la larga caminata, había estado a punto de deshacerse de ella ahora tal vez contribuiría a salvarle la vida.
Por última vez miró hacia atrás, al mundo desierto que sólo él había explorado, y a los distantes y amenazadores pináculos del Gran Cuerno y las Pequeñas Astas. Luego, cogiendo la camisa firmemente con la mano derecha, saltó al vacío, lo más lejos de la escarpa que le fue posible.
Ahora ya no corría prisa; tenía veinte segundos enteros para disfrutar de la experiencia. Pero no perdió tiempo, mientras el viento se fortalecía a su alrededor y la Resolution se expandía lentamente en su campo visual. Sosteniendo la camisa con ambas manos, extendió los brazos sobre la cabeza de modo que el aire llenara la prenda y la inflara como una vela.
Como paracaídas, no podía afirmarse que fuera un éxito. Los pocos kilómetros que restó a su velocidad fueron útiles, pero no vitales. Su utilidad era otra y mucho más importante: mantener su cuerpo vertical, para permitirle hundirse como una flecha en el mar.
Persistía la impresión de que éste no se movía, sino de que el agua subía a su encuentro. Una vez echada su suerte, no tenla sensación alguna de temor; más aún, experimentaba cierta indignación contra el comandante por haberle ocultado la verdad hasta el último momento. ¿De verdad pensaba el jefe que hubiera tenido miedo de saltar si le hubiesen dado más tiempo para pensarlo?
En los últimos instantes soltó la camisa, aspiró una bocanada de aire, y se apretó la boca y la nariz con las manos. Tal como le indicaran, puso el cuerpo tieso como una barra y unió los pies. Entrarla en el agua con tanta limpieza como una lanza impulsada por una mano fuerte.
—Será exactamente lo mismo —le prometió el comandante— como tirarse desde un trampolín alto en la Tierra. No le pasará nada, si hace una buena entrada en el agua.
—¿Y si no la hago? —había preguntado.
—En ese caso tendrá que volver al punto de partida e intentarlo nuevamente.
Algo le tocó los pies, con fuerza pero sin causarle daño. Un millón de manos viscosas parecían recorrerle el cuerpo; hubo un estruendo en sus oídos, una presión creciente, y aun cuando mantenía los ojos bien cerrados, percibía que la oscuridad aumentaba a su alrededor mientras se internaba en las profundidades del Mar Cilíndrico.
Apelando a todas sus fuerzas, comenzó a nadar hacia arriba, hacia la claridad desvaneciente detrás de sus párpados cerrados. No podía abrir los ojos sino para echar una brevísima mirada; sentía al hacerlo el agua ponzoñosa que le quemaba como un ácido. Se le antojaba haber estado bregando años, y más de una vez le acometió el temor de pesadilla de haber perdido toda orientación y estar en realidad nadando hacia abajo. Entonces arriesgaba otra rapidísima mirada, y comprobaba que la claridad iba en aumento.
Mantenía los ojos fuertemente cerrados cuando al fin surgió a la superficie. Inhaló unas preciosas bocanadas de aire, se puso de espaldas, y miró a su alrededor.
La Resolution se acercaba a toda velocidad. En cuestión de segundos, unas manos ansiosas le hablan apresado arrastrándolo a bordo.
—¿Ha tragado agua? —fue la primera pregunta ansiosa del comandante.
—No; creo que no.
—De todas maneras, enjuáguese la boca con esto. Muy bien. ¿Cómo se siente?
—No estoy muy seguro. Le responderé dentro de un minuto. ¡Oh…. gracias, gracias a todos!
El minuto apenas había pasado cuando Jimmy supo con seguridad cómo se sentía.
—Voy a vomitar —confesó avergonzado.
Los integrantes de la partida de rescate le miraron incrédulos.
—¿Está mareado… con esta calma chicha… en este mar llano? —protestó la sargento Barnes, que parecía considerar los apuros de Jimmy como una crítica directa a su capacidad para gobernar la balsa.
—Yo no diría que es llano —observó el comandante, abarcando con un ademán amplio la franja de agua que circundaba el cielo—. Pero no se sienta avergonzado, muchacho. Puede haber tragado sin darse cuenta algunas gotas de esa porquería. Líbrese de ella lo más rápido que pueda.
Jimmy seguía luchando con su estómago muy poco heroicamente y sin éxito alguno, cuando se produjo un relampagueo en el cielo detrás de ellos. Todas las miradas se volvieron hacia el Polo Sur, y Jimmy olvidó al punto lo mal que se sentía. Las Astas habían reanudado su exhibición de fuegos artificiales.
Allí estaban las lenguas de fuego de un kilómetro, bailando desde la varilla central hacia sus compañeras más bajas.
Una vez más iniciaban su imponente rotación, como si bailarines invisibles ataran sus cintas alrededor de un poste electrizado. Pero ahora empezaban a acelerar, moviéndose con más y más rapidez, hasta que se confundieron en un fluctuante cono de luz.
Era el espectáculo más aterrador de cuantos presenciaran allí hasta entonces, y brotaba con él un estruendo distante que agregaba a la impresión de poderío abrumador. La exhibición se prolongó durante unos cinco minutos, luego cesó tan bruscamente como si alguien hubiese accionado la llave de un conmutador.
—Me gustaría saber qué deduce el Comité Rama de esto —murmuró Norton, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Tiene alguien aquí alguna teoría?
No hubo tiempo de responder, porque en ese momento una voz excitada llamó desde Control.
—¡Resolution! ¿Están todos bien? ¿Han notado eso?
—¿Notar qué?
—Creemos que ha sido un terremoto. Ha debido ocurrir el instante mismo en que cesaron esos fuegos artificiales.
—¿Algún daño?
—No, parece que no. En realidad no ha sido violento, pero nos ha sacudido un poco.
—Nosotros no hemos sentido nada. Pero claro, no lo íbamos a sentir estando en el mar.
—sí, por supuesto, qué tontería. De todas maneras, todo parece tranquilo ahora… hasta la próxima vez.
—Sí, hasta la próxima vez —repitió Norton.
El misterio de Rama se acrecentaba; cuanto más cosas descubrían acerca de ese mundo, tanto menos lo entendían.
Alguien lanzó un grito desde el timón.
—Jefe!… ¡Mire… allá arriba, en el cielo!
Norton levantó la vista y rápidamente recorrió el circuito del cielo. No vio nada hasta que su mirada habla casi alcanzado el cenit y se encontró contemplando el otro lado del mundo.
—¡Dios mío! —murmuró con lentitud, mientras se daba cuenta de que la «próxima vez. ya la tenían casi encima.
Una ola gigantesca avanzaba hacia ellos por la eterna curva del Mar Cilíndrico.