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Jackie O era un macarra a la antigua usanza, de los que creían que un hombre debe vestirse conforme al papel que representa. Para su trabajo, normalmente se ponía un traje de color amarillo canario, realzado con una camisa blanca y una corbata rosa, y unos zapatos de charol blancos y amarillos. Cuando hacía frío, llevaba sobre los hombros un abrigo de piel largo y blanco con ribete amarillo, y completaba el conjunto un sombrero de fieltro blanco con una pluma rosa. Usaba un bastón negro antiguo que tenía una cabeza de caballo de plata por empuñadura. Desenroscando la cabeza, se podía extraer un cuchillo de cuarenta y cinco centímetros oculto en su interior. La policía sabía que portaba un bastón espada, pero nadie lo interrogó ni registró nunca. De vez en cuando Jackie O era una buena fuente de información, y su veteranía en el Point le había granjeado cierto respeto. Vigilaba de cerca a las mujeres que trabajaban para él y procuraba tratarlas bien. Pagaba las gomas, que era más de lo que hacían la mayoría de los chulos, y se aseguraba de que todas salieran a la calle provistas de una pluma cargada con gas mostaza. Jackie O también era lo bastante listo para saber que vestir ropa elegante y conducir un coche bonito no significaba que su oficio tuviese la menor clase, pero no sabía hacer otra cosa. Destinaba sus ganancias a la compra de arte moderno, pero a veces pensaba que aun las pinturas y esculturas más bellas quedaban empañadas por el modo en que había financiado su adquisición. Por eso le gustaba revender sus obras de arte y trocarlas por otras, con la esperanza de borrar así la mancha de su colección.

Jackie O no recibía muchas visitas en su apartamento de Tribeca, comprado por recomendación de su gestor muchos años antes y ahora la más valiosa de sus posesiones. Al fin y al cabo, se pasaba la mayor parte del tiempo rodeado de busconas y chulos, y éstos no eran la clase de personas que apreciaban el arte de sus paredes. Los verdaderos expertos en arte tenían poco trato con chulos. Podían hacer uso de los servicios que ofrecían, pero desde luego no se pasaban por su casa a tomar vino y queso. Por esa razón, Jackie O sintió un fugaz momento de placer cuando vio a Louis por la mirilla de su puerta blindada. Ése sí sabía valorar su colección, pensó, hasta que cayó en la cuenta del probable motivo de su visita. Sabía que tenía dos opciones: podía negarle la entrada, en cuyo caso seguro que empeoraría la situación, o franquearle el paso sin más con la esperanza de que la situación no estuviera tan mal como para no poder siquiera empeorar. Ninguna de las dos opciones le atraía especialmente, pero cuanto más se demoraba, más probabilidades tenía de poner a prueba la paciencia de su visitante.

Antes de abrir, volvió a poner el seguro a la H &K que sostenía en la mano derecha y la guardó en la funda adherida bajo la superficie de una mesa pequeña al lado de la puerta. En la medida en que el miedo se lo permitió, revistió sus facciones de algo parecido a una expresión de alegría y sorpresa, descorrió el cerrojo, abrió la puerta y consiguió pronunciar las palabras «¡Amigo mío! ¡Bienvenido!» antes de que la mano de Louis se cerrase en torno a su cuello. El cañón de una Glock se clavó en el hueco bajo el pómulo izquierdo de Jackie O, un hueco que aumentó de tamaño porque él se quedó boquiabierto. Louis cerró la puerta de un taconazo y empujó al chulo hacia el salón, donde lo lanzó al sofá. Eran las dos de la tarde, de modo que Jackie O todavía llevaba su bata roja de seda japonesa y un pijama lila. Vestido así, le costó más mantener la dignidad, pero lo intentó.

– Eh, ¿a qué viene esto? -protestó-. Te invito a entrar en mi casa y así me tratas. Mira… -Tiró del cuello de la bata mostrando un desgarrón de quince centímetros en la tela-. Me has roto la bata, y esta mierda es de seda.

– Cállate -ordenó Louis-. Ya sabes por qué he venido.

– ¿Y cómo voy a saberlo?

– No es una pregunta. Es una afirmación. Lo sabes.

Jackie O dejó de fingir. Con aquel hombre no se podía jugar. Jackie G se acordaba de la primera vez que vio a Louis, hacía casi una década. Ya por entonces había oído anécdotas, pero no conocía aún a su protagonista. En aquella época, Louis era distinto: un fuego ardía fríamente en su interior, a la vista de todos, aunque su ferocidad ya había empezado a disminuir poco a poco y las llamas, agitadas por vientos transversales, parpadeaban de modo confuso. Jackie O sospechaba que un hombre no podía dedicarse a matar y hacer daño una y otra vez sin pagar a la larga un alto precio por ello. Los peores -los sociópatas y psicópatas- simplemente no se daban cuenta de lo que sucedía, o tal vez ya estaban tan trastocados desde el principio que no podían deteriorarse más. Pero Louis no era así, y cuando Jackie O lo conoció, las consecuencias de sus acciones empezaban a pasarle factura.

Se había tendido un señuelo a un hombre que, después de asesinar a una muchacha en un país lejano, se estaba cebando en mujeres jóvenes. Personas muy poderosas habían sentenciado a muerte a ese hombre, y pereció ahogado en la bañera de su habitación en un hotel, atraído hasta allí por la promesa de una chica y la garantía de que nadie haría preguntas si ella sufría un poco, ya que era un hombre con dinero suficiente para permitirse sus caprichos. No era un hotel caro, y, en el momento de morir, el hombre no llevaba encima efectos personales aparte de la cartera y el reloj. Aún tenía el reloj puesto cuando murió. De hecho, estaba totalmente vestido cuando fue hallado, porque quienes ordenaron su muerte querían descartar toda posibilidad de que aquello se interpretase como un suicidio o una muerte natural. El asesinato debía servir de advertencia a otros de su ralea.

Cuando el asesino abandonaba la habitación, Jackie O tuvo la fatalidad de salir de otra en la misma planta del hotel después de dejar allí instalada a una mujer, una de sus putas ligeramente más caras, para iniciar su jornada de trabajo. Si bien él no sabía que aquel hombre era un asesino, no entonces, o desde luego no con certeza, percibió que algo se agitaba bajo la superficie en apariencia plácida, como el pálido espectro de un tiburón visto en aguas profundas. Sus miradas se cruzaron, pero Jackie siguió adelante en busca de la seguridad del gentío y el tumulto. Ignoraba adónde iba ese hombre y qué había hecho en aquella habitación, y no quería saberlo. Ni siquiera miró atrás hasta que llegó al recodo del pasillo, con la escalera ya a la vista, y para entonces el hombre había desaparecido. Pero Jackie O leía los periódicos, y no hacía falta ser matemático para sumar dos y dos. En ese momento se maldijo por tener una imagen tan reconocible entre los suyos, y maldijo su afición por la ropa elegante. Sabía que sería fácil encontrarlo, y no se equivocaba.

Así pues, ésa no era la primera vez que Louis el asesino invadía su espacio; ni era la primera vez que hundía su arma en la carne de Jackie. En aquella primera ocasión, Jackie estaba seguro de que moriría, pero su voz reveló firmeza cuando dijo: «No tienes nada que temer de mí, hijo. Si yo fuese más joven y tuviese agallas, quizás habría hecho lo mismo».

Louis apartó la pistola lentamente de su cara y se marchó sin mediar palabra, pero Jackie supo que estaba en deuda con él de por vida. Con el tiempo, Jackie descubrió más cosas sobre él, y las anécdotas que le habían llegado empezaron a cobrar sentido. Al cabo de unos años, Louis volvió a él, por entonces un tanto cambiado, y le dijo a Jackie O su nombre, y le pidió que cuidase de una joven con un ligero acento sureño y una creciente pasión por la aguja.

Jackie hizo por ella cuanto estuvo en sus manos. Procuró animarla a cambiar de vida mientras ella pasaba de un chulo a otro. Ayudó a Louis a seguirle la pista en las repetidas ocasiones en que él se empeñó en obligarla a buscar ayuda. Intercedió ante otros siempre que fue necesario, recordando a aquellos que la tenían a su cargo que era distinta, que si sufría algún daño, alguien se interesaría por lo ocurrido. Con todo, no fue un acuerdo satisfactorio, y él había visto el dolor en el rostro del hombre de menor edad cuando esa mujer, que era de su misma sangre, iba de hombre en hombre y moría un poco en cada mano. Gradualmente, Jackie empezó a preocuparse menos por la chica, conforme ella fue preocupándose menos por sí misma. Ahora había desaparecido, y su fracasado guardián pedía cuentas a los responsables.

– Era chica de G-Mack -explicó Jackie O-. Intenté hablar con él, pero se negó a escuchar a un viejo. Yo tengo que cuidar de mis propias chicas. No podía pasarme la vida vigilándola.

Louis se sentó en una butaca frente al sofá. Mantenía a Jackie O encañonado, y eso ponía nervioso al chulo. Louis estaba tranquilo. Su ira se había diluido con la misma prontitud con que se había manifestado, cosa que atemorizó aún más a Jackie. La ira y la rabia, al menos, eran emociones humanas. Lo que tenía en ese momento ante sí era a un hombre que se desprendía de dichos sentimientos y se preparaba así para infligir daño a otro.

– Veamos, con eso que acabas de decir hay un problema -respondió Louis-. En primer lugar, has dicho «era», en la idea de que «era» una chica de G-Mack. Eso es pasado, y da una sensación de permanencia que no me gusta. En segundo lugar, lo último que supe de ella es que estaba con Free Billy. En principio, tú debías informarme si esa situación cambiaba.

– Free Billy murió -dijo Jackie O-. Tú no estabas. Sus chicas se disgregaron.

– ¿Te quedaste a alguna?

– A una, sí. Era asiática. Sabía que traería dinero.

– Pero no a Alice.

Jackie O se dio cuenta de su error.

– Ya tenía demasiadas chicas.

– Pero sí encontraste hueco para una asiática.

– Oye, ésa era especial.

Louis se inclinó un poco.

– Alice también era especial. Para mí.

– ¿Te crees que no lo sé? Pero ya te dije hace mucho tiempo que no la aceptaría. No iba a permitir que me miraras a los ojos y vieras al hombre que se la entregaba a otros. Eso te lo dejé muy claro.

Louis parpadeó.

– Sí.

– Pensé que estaría bien con G-Mack, de verdad -dijo Jackie O-. Está empezando. Quiere labrarse una reputación. Nunca he oído hablar mal de él, así que no tenía ningún motivo para preocuparme por ella. G-Mack no quiso saber nada de mí, pero en eso no se diferencia de los otros jóvenes.

Poco a poco Jackie recobraba el valor. Aquello no estaba bien. Ésa era su casa, le estaban faltando al respeto, y encima por algo que no le atañía. Jackie O llevaba mucho tiempo en la brecha y no tenía por qué aguantar gilipolleces de ese tipo, ni siquiera de un hombre como Louis.

– Además, ¿de qué coño me acusas? Esa chica no era asunto mío. Era asunto tuyo. Si querías que alguien la vigilara a todas horas, deberías haberte ocupado tú mismo.

Las palabras brotaron de su boca tan atropelladamente que, en cuanto empezó a hablar, fue incapaz de detenerse. Ahora la acusación flotaba entre los dos, y Jackie O no sabía si iba a disiparse sin más o si le estallaría en la cara. Al final no sucedió ni lo uno ni lo otro. Louis dio un respingo, y Jackie O vio la culpabilidad en su rostro como una cortina de lluvia.

– Lo intenté -dijo en un susurro.

Jackie O asintió y clavó la mirada en el suelo. Había visto a esa mujer volver a la calle después de cada una de las intervenciones del hombre que tenía ante sí. Había abandonado hospitales públicos y prácticamente se había fugado de clínicas privadas. Una vez, la última que Louis intentó llevársela, le sacó un cuchillo. Después de eso, Louis pidió a Jackie O que siguiera haciendo lo que pudiera por Alice, pero poco era lo que él podía hacer, porque esa mujer caía, y caía en picado. Puede que hubiera hombres mejores que Free Billy para ella, pero Free Billy no era la clase de persona que cedía sus propiedades sin más. Por mediación de Jackie O, había sido advertido de lo que le ocurriría si no se portaba bien con Alice, pero al fin y al cabo no eran marido y mujer, ni Louis era el padre de la novia. Se trataba de la relación entre un chulo y su puta. Incluso con la mejor voluntad del mundo -y Free Billy distaba mucho de ser un hombre de buena voluntad-, había un límite en lo que un chulo podía o quería hacer por una mujer que se veía obligada a ganarse la vida con la prostitución. Y, un día, Free Billy murió, y Alice acabó con G-Mack. Jackie O sabía que debería haberla aceptado en su cuadra, pero la verdad es que no la quería, al margen de lo que le hubiera dicho a Louis. Era conflictiva, y a la luz del día pronto parecería un cadáver andante por toda la mierda que se metía en el cuerpo. Jackie O no admitía a yonquis en su cuadra. Eran imprevisibles y propagaban enfermedades. Jackie O siempre procuraba que sus chicas practicasen el sexo seguro, sin importar el dinero que un cliente ofreciese por un extra. Una mujer como Alice…, en fin, era imposible adivinar qué sería capaz de hacer si se le presentaba la necesidad. Otros chulos no eran tan exigentes como Jackie O. Carecían de conciencia social. Como ya había dicho, en su momento pensó que Alice estaría bien con G-Mack, sólo que por lo visto G-Mack no tenía la suficiente inteligencia para hacer las cosas como era debido.

Jackie O había sobrevivido mucho tiempo en la profesión que había elegido. Criado en la calle, fue un joven alocado. Robaba, vendía hierba, se agenciaba coches. Era poco lo que Jackie O no habría hecho por embolsarse un pavo, aunque siempre se impuso como límite el daño físico a sus víctimas. Por entonces llevaba un arma, pero nunca sintió la necesidad de usarla. En la mayoría de los casos, aquellos a quiénes robaba ni siquiera llegaban a verle la cara, porque reducía el contacto al mínimo. Ahora los yonquis entraban por la fuerza en los pisos mientras la gente dormía, y normalmente ésta, si se despertaba, no veía con buenos ojos que un fulano con los nervios a flor de piel por efecto del mono pretendiera llevarse su aparato de DVD, y la mayoría de las veces se producía un altercado. Había heridos de manera innecesaria, y Jackie O no toleraba esa clase de comportamiento.

Jackie O se inició en el oficio de manera accidental. Se vio convertido en chulo casi sin darse cuenta, a causa de la primera mujer de la que se enamoró de verdad. Cuando la conoció, Jackie O atravesaba una mala racha porque unos negros despreciables lo habían timado cuando compró cierto material que debía proporcionarle hierba para el resto del año. A raíz de eso, Jackie tuvo serios problemas de solvencia y se quedó en la calle después de agotar todos los favores que pudo reclamar. Al final, apenas había un sofá en el barrio sobre el que él no hubiera dormido en algún momento. Entonces conoció a una mujer en el bar de un sótano y una cosa llevó a la otra, como a veces sucede entre un hombre y una mujer. Ella era cinco años mayor que él, y le dejó una cama para una noche, luego para una segunda, luego para una tercera. Le contó que su trabajo la obligaba a trasnochar, pero hasta la cuarta noche, cuando la vio arreglarse para salir a la calle, no dedujo en qué consistía el trabajo. Aun así, siguió con ella en espera de que su situación mejorase, y algunas noches la acompañaba por el pequeño laberinto de calles donde ejercía su oficio, y la seguía discretamente hasta los solares en los que atendía a sus clientes sólo para asegurarse de que no le ocurría nada malo; a cambio, ella le pagaba diez pavos. En cierta ocasión, una lluviosa noche de jueves, la oyó gritar en la cabina de un camión de reparto y, al acercarse a toda prisa, se encontró con que el tipo la había abofeteado por alguna ofensa imaginaria. Jackie O se encargó de él, lo pilló por sorpresa y le golpeó la nuca con una cachiporra que llevaba en el bolsillo del abrigo para tales eventualidades. Después de eso se convirtió en la sombra de aquella mujer, y pronto pasó a ser también la sombra de otras.

Jackie O nunca volvió la vista atrás.

Procuraba no pensar demasiado en lo que hacía. Era un hombre temeroso de Dios y hacía generosas donaciones a la iglesia del barrio, pues las consideraba una inversión para el futuro, aunque sólo fuera eso. Sabía que, a los ojos del Señor, obraba mal pero si no lo hacía él, lo haría otro, y tal vez ese otro no se preocupara tanto por las mujeres como él. Ése sería su argumento si, llegado el caso, el buen Dios dudaba a la hora de conceder a Jackie su recompensa eterna.

Así que Jackie vigilaba a sus mujeres y sus calles, y animaba a sus colegas a que lo imitaran. Les convenía desde un punto de vista comercial: no sólo vigilaban a sus putas, sino también a la poli. A Jackie no le gustaba ver a sus mujeres, medio desnudas y con tacones, intentar escapar de los de antivicio si tenía lugar una redada en el Point. Si se caían con aquellos tacones, cosa muy probable, se harían daño.

Avisadas con tiempo, podían escabullirse en la oscuridad y esperar a que las aguas volvieran a su cauce.

Fue así como le llegaron a Jackie los rumores poco después de que Alice y su amiga desaparecieran de las calles. Las mujeres empezaron a hablar de una furgoneta negra con las matrículas abolladas y sucias. En las calles era sabido que las furgonetas y las rancheras debían evitarse a toda costa, porque estaban concebidas para el secuestro y la violación. Para colmo, sus mujeres ya andaban un tanto paranoicas porque en los últimos meses circulaban historias de desapariciones: chicas y hombres jóvenes, en general, la mayoría sin hogar o yonquis. Jackie O había contemplado seriamente la posibilidad de administrar a sus mujeres un tratamiento farmacológico para tranquilizarlas, así que al principio se mostró escéptico acerca de la mítica furgoneta. Sus ocupantes nunca habían intentado abordarlas, decían ellas, y Jackie sugirió que tal vez era simplemente la policía con un disfraz nuevo; pero un buen día Lula, una de sus mejores chicas, acudió a él antes de ir a hacer la calle.

– Debes vigilar esa Transit negra -le advirtió-. He oído que van preguntando por unas chicas que trabajaron para un viejo en Queens.

Jackie O siempre escuchaba a Lula. Era la más veterana de sus putas y conocía las calles y a las demás mujeres. Era la madre del grupo, y Jackie había aprendido a confiar en sus intuiciones.

– ¿Crees que son policías?

– Ésos no son polis. Llevan las matrículas ilegibles y dan mal rollo.

– ¿Cómo son?

– Blancos. Uno de ellos es gordo, muy gordo. Al otro no lo he visto.

– Ya. Di a las chicas que si ven esa furgoneta, se alejen y vengan a avisarme, ¿me has oído?

Lula asintió y fue a ocupar su sitio en la esquina más cercana. Esa noche Jackie O se dedicó a rondar por las calles, a hablar con los otros chulos, pero en algunos casos no fue fácil porque eran hombres con poca educación y menos inteligencia.

– Tu zorra te está metiendo miedo, Jackie -dijo uno, un hombre de aspecto porcino a quien complacía hacerse llamar Havana Slim por los puros que fumaba, a pesar de que los puros eran dominicanos baratos-. Te estás haciendo viejo, tío. La calle ya no es sitio para ti.

Jackie pasó por alto la pulla. Llevaba allí mucho más tiempo que Havana, y seguiría allí mucho después de que Havana se fuera. Al final encontró a G-Mack, pero G-Mack se lo quitó de encima en el acto. Aun así, Jackie O lo notó nervioso, y empezó a sacar conclusiones.

A la noche siguiente, Jackie O alcanzó a ver la furgoneta negra por primera vez. Se había adentrado en un callejón para echar una meada cuando vio brillar algo detrás de un gran contenedor. Mientras se subía la cremallera, los contornos se revelaron delante de él poco a poco. La matrícula trasera ya no estaba abollada ni sucia, y Jackie dedujo al instante que cambiaban las placas habitualmente. Los neumáticos eran nuevos y, si bien presentaba desperfectos en la chapa lateral, parecían pura cosmética, un intento de dar a la furgoneta un aspecto más viejo y descuidado para que tanto el vehículo como sus ocupantes pasaran inadvertidos.

Jackie tendió la mano hacia la puerta del conductor. Tenía los cristales ahumados, pero Jackie creyó ver que dentro se movía una figura, quizá dos. Golpeó el cristal con los nudillos, pero no hubo respuesta.

– Eh -dijo Jackie-. Abrid. A lo mejor puedo ayudaros. ¿Buscáis una mujer?

No hubo más respuesta que el silencio.

Y entonces Jackie O cometió una tontería. Intentó abrir la puerta.

En retrospectiva, no entendía por qué lo había hecho. En el mejor de los casos enfurecería a quienquiera que estuviese dentro de la furgoneta; y en el peor, acabaría con una pistola apuntándole a la cara. Cuando menos, la pistola apuntándole a la cara era la peor de las posibilidades que Jackie concebía.

Cogió la manilla y tiró. Al abrirse la puerta, un hedor le asaltó, como si alguien hubiese perforado el cadáver de un animal enterrado a poca profundidad y hubiesen escapado los gases acumulados en su interior. El olor debió de provocarle náuseas, porque sólo así podía explicarse lo que creyó ver dentro de la cabina antes de que la puerta se cerrara de golpe y la furgoneta se marchara. Incluso en ese momento, en la comodidad de su apartamento, y con la ventaja de la visión retrospectiva, Jackie conservaba en la memoria sólo imágenes fragmentadas.

– El coche parecía lleno de carne -explicó a Louis-. No carne colgada, sino morada y roja, algo así como el interior de un cuerpo. Estaba en los paneles y en el suelo, y vi cómo goteaba sangre de ella y se formaban charcos. Delante había un asiento continuo, y dos figuras sentadas, totalmente negras a excepción de las caras. Una, la que estaba más cerca de mí, era gorda, enorme, y el olor procedía sobre todo de ella. Debían de llevar máscaras, porque las caras parecían destrozadas.

– ¿Destrozadas? -preguntó Louis.

– Al acompañante no lo vi bien. Es decir, bien, lo que se dice bien, no vi nada, pero la cara del gordo parecía una calavera. Tenía la piel arrugada y negra, y daba la impresión de que le hubiesen arrancado la nariz, porque sólo quedaba un trozo cerca de la frente. Los ojos eran una mezcla de verde y negro, sin blanco. También le vi los dientes, porque al abrirse la puerta dijo algo. Los tenía largos y amarillos. Debía de ser una máscara, ¿no? Si no, ¿qué otra cosa podía ser?

Casi hablaba solo, manteniendo una discusión en su cabeza iniciada la noche que había abierto la puerta de la furgoneta.

– ¿Qué otra cosa podía ser?


Walter y yo nos separamos después de comer con Mackey y Dunne. Ellos se ofrecieron a reunirse otra vez con nosotros si necesitábamos más ayuda.

– Sin testigos -dijo Mackey al acabar, y una expresión ladina, que no me gustó, asomó a sus ojos.

Me daba igual lo que hubiera llegado a sus oídos; no iba a consentir que una persona como Mackey me echara en cara el pasado.

– Si hay algo que quieras decir, dilo ya -repuse.

Dunne se interpuso entre los dos.

– Sólo queremos dejar clara una cosa -advirtió sin levantar la voz-. Puedes hacer lo que quieras con G-Mack, pero más vale que esté vivito y coleando cuando acabes con él, y si la palma, te conviene tener una buena coartada. ¿Entendido? De lo contrario tendremos que ir a por ti. -Mientras hablaba mantuvo la vista fija en mí, sin mirar a Walter. Sólo cuando se volvió, le habló directamente a él-. Y tú, Walter, ten cuidado también.

Walter no contestó, y yo no reaccioné. Al fin y al cabo, Dunne no iba desencaminado.

En cuanto los dos policías se perdieron de vista comenté:

– Esta noche no hace falta que vengas.

– De eso ni hablar. Claro que iré. Pero ya has oído a Dunne: si le sucede algo a Mack, se te echarán encima.

– No pienso ponerle la mano encima a ese chulo. Si ha tenido algo que ver con la desaparición de Alice, se lo sonsacaremos y luego intentaré llevarlo a comisaría para que cuente a la policía lo que sabe. Pero sólo puedo hablar en mi nombre, en el de nadie más.

Avisté un taxi en el horizonte. Levanté la mano para pararlo y vi con satisfacción que se abría paso entre dos carriles llenos de tráfico para llegar hasta mí.

– El día menos pensado esos dos te arrastrarán consigo al abismo -dijo Walter. No sonreía.

– Tal vez sea yo quien los arrastre a ellos -contesté-. Gracias, Walter. Estaremos en contacto.

Subí al taxi y me fui.


Lejos de allí, el Ángel Negro se revolvió.

– Ha cometido un error -dijo-. Tenía que haber indagado en el pasado de esa mujer. Me aseguró que nadie se interesaría por ella.

– No era más que una puta vulgar y corriente -respondió Brightwell.

Había regresado de Arizona abrumado por la pérdida de su compañero, el del traje azul. Volvería a encontrarlo, pero el tiempo apremiaba y necesitaban todos los cadáveres que pudieran reunir. Ahora, con la muerte de las dos chicas aún reciente en la memoria, lo criticaban por su negligencia, y no le gustaba. Había estado mucho tiempo solo, sin rendir cuentas a nadie, y el ejercicio de la autoridad lo irritaba más que en épocas pasadas. Además, el ambiente del despacho apenas amueblado le resultaba opresivo. Pese al gran escritorio con recargadas tallas y tapete de piel verde, las lámparas, antiguas y caras, que proyectaban una luz tenue sobre las paredes, el parquet y la alfombra gastada sobre la que se encontraba él en ese momento, había demasiados espacios vacíos en espera de llenarse. En cierto modo, era una metáfora de la existencia de aquel ante quien se hallaba.

– No -dijo el Ángel Negro-. Era la puta menos vulgar y corriente. Están preguntando por ella. Han presentado una denuncia.

Dos grandes venas azules palpitaban en las sienes de Brightwell y se extendían a ambos lados del cráneo, claramente visibles bajo la corona de pelo moreno. Le molestó la reprimenda, y su impaciencia fue en aumento.

– Si esos hombres a los que usted envió a matar a Winston hubiesen hecho su trabajo bien y discretamente, ahora no tendríamos esta conversación -replicó-. Debería haberme consultado.

– Estaba ilocalizable. No tengo la menor idea de adónde va cuando desaparece en las tinieblas.

– Eso no es asunto suyo.

El Ángel Negro se levantó y apoyó las manos en el lustroso escritorio.

– Olvida usted quién es, señor Brightwell -dijo.

Un destello de ira asomó a los ojos de Brightwell.

– No -replicó-. Yo nunca he olvidado quién soy. Siempre he sido fiel. Busqué y encontré. Lo descubrí a usted, y le recordé todo lo que fue en su día. Usted sí que olvidó quién era. Yo lo recordaba. Lo recordaba todo.

Brightwell tenía razón. El Ángel Negro se acordó de su primer encuentro, de la repugnancia que sintió, y luego, lentamente, de la naciente comprensión y la aceptación final. El Ángel Negro eludió el enfrentamiento y se volvió hacia la ventana. Bajo su mirada, la gente disfrutaba del sol y el tráfico avanzaba despacio por las calles embotelladas.

– Mate al chulo -ordenó el Ángel Negro-. Averigüe cuanto pueda sobre quienes han estado preguntando.

– ¿Y luego?

– Use el sentido común -contestó el Ángel Negro a modo de palmada en la espalda.

De nada servía recordarle la necesidad de no atraer más la atención. Se estaban acercando a su meta y, además, percibía que Brightwell escapaba cada vez más a su control.

Si es que realmente lo había tenido alguna vez bajo su control.

Brightwell se marchó, pero el Ángel Negro se quedó abstraído en sus recuerdos. «Qué curiosas son las formas que adoptamos», pensó. Se acercó al espejo de marco dorado que colgaba de la pared. Se tocó la cara suavemente con la mano derecha, resiguiendo las líneas del cráneo bajo la piel. A continuación, muy despacio, se extrajo la lentilla del ojo derecho. Ese día había tenido que llevar las lentillas muchas horas, porque había recibido a gente y firmado documentos, y en ese momento le escocía el ojo. La señal no reaccionaba bien a la ocultación.

El Ángel Negro se inclinó hacia el espejo y se tiró del párpado inferior. Un brillo blanco atravesaba el azul del iris, como la vela hecha jirones de un barco en el mar, o como un rostro atisbado fugazmente entre las nubes al separarse.


Esa noche G-Mack salió a la calle con una pistola en la cintura de los vaqueros. Era una Hi-Point de nueve milímetros, con armadura de aleación y balas CorBon +P de máxima potencia. La pistola le había costado muy poco dinero -incluso nueva, la Hi-Point se vendía en las tiendas a una décima parte del precio de una Walther P5 de características similares-, y G-Mack pensó que, si se presentaba la policía y tenía que desprenderse de ella, no le supondría una gran pérdida. Había disparado el arma sólo un par de veces, en los bosques de Nueva Jersey, y sabía que la Hi-Point no respondía bien con munición CorBon. Reducía la precisión del tiro, y el retroceso era atroz, pero G-Mack sabía que, llegado el caso, la usaría a bocajarro, y cualquiera que recibiese un balazo a esa distancia se quedaría en el sitio.

Dejó el Cutlass Supreme en el garaje y se fue al Point en su Dodge de reserva. Le daba igual si un hermano lo veía conducir un coche más propio de una vieja. Los que a él le importaban sabían que tenía el Cutlass, y podía darse un paseo con él cuando le viniera en gana si había que recordárselo, pero el Dodge no atraería tanto la atención y, en caso de necesidad, era lo bastante potente para sacarlo de un lío en un abrir y cerrar de ojos. Aparcó en un callejón -el mismo donde Jackie O había considerado conveniente enfrentarse a los ocupantes de la furgoneta negra, aunque eso G-Mack no lo sabía- y salió a las calles del Point. Con la cabeza gacha y al amparo de la oscuridad, fue de ronda por donde estaban sus putas y luego se retiró al Dodge. Había ordenado a la zorra más joven, Ellen, que actuase de intermediaria y le llevase el dinero de las demás para no verse obligado a regresar a las calles.

Tenía miedo, y no le avergonzaba admitirlo. Metió la mano debajo del asiento del conductor y sacó una Glock 23 de su escondrijo. La Hi-Point le serviría para salir de un apuro en la calle, pero la calibre 23 era su preferida. Se la había procurado un ex agente, expulsado de la policía del estado de Carolina del Sur por corrupción, y ahora dueño de un próspero negocio de venta de armas para la clientela más exigente. La policía de Carolina del Sur había adoptado la 23 sin pensárselo y nunca había tenido motivos de queja. Cargada con munición Smith & Wesson calibre 40, era una máquina letal malévola. G-Mack sacó la Hi-Point de la funda y sopesó las dos armas. Al lado de la

Glock, saltaba a la vista que la Hi-Point era una verdadera mierda, pero a él le traía sin cuidado. Aquello no era un pase de modelos. Aquello era un asunto a vida o muerte, y, en cualquier caso, dos pistolas eran mejor que una.


Llegamos a Hunts Point poco antes de las doce de la noche.

En el siglo XIX residían en Hunts Point acaudaladas familias terratenientes, cuyo número se vio engrosado poco a poco por los habitantes de la ciudad que envidiaban la lujosa forma de vida de los vecinos de Hunts Point. Después de la primera guerra mundial se construyó una línea de ferrocarril a lo largo de Southern Boulevard, y las mansiones dieron paso a los bloques de apartamentos. Las oficinas empezaron a trasladarse allí, atraídas por el espacio urbanizable y la facilidad de acceso a la región triestatal. Las familias obreras pobres (casi el sesenta por ciento de los residentes, o dos tercios de la población sólo en la década de 1970) tuvieron que marcharse cuando el prestigio de Hunts Point fue al alza en los círculos comerciales, lo que llevó a la apertura del mercado de frutas y verduras en 1967, y a la del mercado de carne en 1974. Había plantas de reciclaje, almacenes, depósitos de productos de desecho, proveedores de lunas para automóviles, chatarreros, y, por supuesto, los grandes mercados, con su continuo trasiego de camiones que, de paso, proporcionaba algo de trabajo a las busconas. Casi diez mil personas vivían aún en el barrio, y en su honor cabía decir que habían organizado campañas para exigir señales de tráfico, la modificación de las rutas de los camiones, más árboles y un parque en la orilla del río, que lentamente habían mejorado las condiciones de ese rincón del South Bronx para crear un lugar más acogedor donde ellos y las generaciones venideras pudieran vivir; pero la zona que habitaban era el cruce de caminos de toda la basura de Nueva York. Sólo en esa pequeña península se concentraban dos docenas de vertederos transitorios, y la mitad de toda la basura degradable y la mayor parte de las aguas residuales de la ciudad terminaban allí. En verano toda la zona apestaba, y proliferaba el asma. La basura se adhería a las vallas y llenaba las alcantarillas, y el ruido de los dos millones de camiones que entraban y salían al año proporcionaba una banda sonora de chirridos de frenos, bocinazos y pitidos intermitentes de vehículos marcha atrás. Hunts Point era una ciudad industrial en miniatura, y entre las industrias más visibles se hallaba la prostitución.

Cuando llegué, las calles ya estaban atestadas de coches y las mujeres se bamboleaban entre ellos sobre tacones ridículamente altos, en su mayoría vestidas con poco más que ropa interior. Las había de todas las formas, edades y colores. A su manera, el Point era el más igualitario de los lugares. Algunas de las mujeres se movían como si padecieran la enfermedad de Parkinson en sus fases terminales, sacudiéndose y desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro mientras intentaban mantener la espalda erguida en lo que se conocía en el barrio como el «baile del crack», con las pipas metidas en el sujetador o en la cintura de la falda. En Lafayette, dos chicas comían bocadillos repartidos por los servicios sociales, parte de una iniciativa de ayuda a las trabajadoras del sexo en un intento de proporcionarles atención sanitaria, condones, agujas limpias e incluso comida cuando era necesario. Las mujeres movían la cabeza sin cesar, atentas a los chulos, los clientes, los policías. Éstos gustaban de organizar redadas de vez en cuando; aparcaban sus furgones en las esquinas y se limitaban a meter en la parte de atrás a toda buscona a su alcance, o a multarlas por alterar el orden público u obstruir el tráfico, e incluso por merodear con fines delictivos, cualquier cosa con tal de impedirles trabajar. Una multa de doscientos cincuenta dólares era mucho dinero para estas mujeres si no contaban con el respaldo de un chulo, y muchas pasaban rutinariamente entre treinta y sesenta días en el trullo por impago en lugar de entregar a la justicia una suma que no podían permitirse perder, o que, en el caso de las más pobres, ni siquiera tenían.

Entré en el Green Mill para esperar a los demás. El Green Mill era una cafetería legendaria en Hunts Point. Llevaba allí décadas, y en la actualidad era el principal lugar de descanso para chulos ateridos de frío y putas cansadas. Cuando llegué, estaba relativamente tranquilo, ya que en las calles había gran actividad. Sentados junto a una de las ventanas, un par de chulos con camisetas de los Phillies de Filadelfia hojeaban un ejemplar de la revista de automóviles Rides y discutían acerca de los méritos relativos de diversos enganches para remolque. Me senté cerca de la puerta y aguardé. En uno de los reservados había una joven. Tenía el pelo oscuro y llevaba un vestido negro corto que era poco más que una combinación. Vi que tres mujeres entraban en la cafetería, le daban dinero y volvían a salir. Cuando la tercera se hubo marchado, la chica cerró el bolso donde guardaba el dinero y se fue. Regresó al cabo de unos cinco minutos y se reanudó el ciclo.

Ángel apareció poco después de que la chica volviera. Había elegido una indumentaria informal para la ocasión, como si por lo común no fuera ya bastante informal. Vestía unos vaqueros aún más desgastados que de costumbre y la cazadora parecía robada al cadáver de un motorista especialmente sucio.

– Lo tenemos -dijo.

– ¿Dónde?

– En un callejón, a dos manzanas. Está en un Dodge, escuchando la radio.

– ¿Solo?

– Eso parece. Por lo visto, esa chica que hay al lado de la ventana le lleva el dinero un par de veces cada hora, pero ella es la única que se le ha acercado desde las diez.

– ¿Crees que va armado?

– Yo en su lugar llevaría algo.

– No sabe que hemos venido.

– Sabe que alguien va a venir. Louis ha hablado con Jackie O.

– ¿El viejo?

– Sí. Acaba de darnos el soplo. Cree que G-Mack cometió un gran error, y él lo sabe desde la noche en que Martha lo abordó. Está nervioso.

– Me sorprende que se haya quedado hasta ahora.

– Jackie O cree que, si pudiera, huiría. Después de gastarse todo el dinero en un coche de lujo, anda mal de fondos, y no tiene amigos.

– Es para echarse a llorar.

– Ya me imaginaba que te compadecerías de él. Paga en la caja. Si lo dejas en la mesa, lo robará alguien.

Pagué el café y seguí a Ángel a la calle.


Le cortamos el paso a la chica cuando entraba en el callejón. El chulo tenía el Dodge en un solar a la vuelta de la esquina, detrás de una casa de piedra rojiza, aparcado entre dos salidas, una a la calle por detrás y otra que comunicaba perpendicularmente con un callejón por delante. De momento, no nos veía.

– Hola -saludé.

– Esta noche no me interesa -contestó ella.

Intentó esquivarme. La agarré del brazo rodeándoselo con la mano; y tan delgada estaba que tuve que apretar el puño para sujetarla. Abrió la boca dispuesta a gritar y entonces Louis se la tapó con la mano al mismo tiempo que la arrastrábamos hacia la oscuridad.

– Tranquila -dije-. No vamos a hacerte daño.

Le enseñé mi licencia sin darle tiempo para fijarse en los detalles.

– Soy investigador -expliqué-. ¿Lo entiendes? Sólo quiero hablar contigo.

Hice una seña a Louis con la cabeza, y él le retiró la mano con cautela de la boca. Esta vez la chica no intentó gritar, pero él mantuvo la mano cerca por si acaso.

– ¿Cómo te llamas?

– Ellen.

– Eres una de las chicas de G-Mack.

– ¿Y qué?

– ¿De dónde eres?

– Aberdeen.

– Tú y otro millón de admiradoras de Kurt Cobain. Ahora en serio, ¿de dónde eres?

– Detroit -contestó encorvando los hombros. Probablemente aún mentía.

– ¿Cuántos años tienes?

– No tengo por qué contestar a sus preguntas.

– Ya lo sé. Yo sólo pregunto. Si no quieres decirlo, no lo digas.

– Diecinueve.

– Y una mierda -replicó Louis-. Ésa es la edad que tendrás en el año 2007.

– Que te den por el saco.

– A ver, Ellen, atiéndeme. G-Mack se ha metido en un buen lío. Después de esta noche, no seguirá en activo. Quiero que cojas el dinero que llevas en el bolso y te vayas. Antes vuelve al Green Mill. Nuestro amigo se quedará contigo para asegurarse de que no hablas con nadie.

Ellen pareció dudar. Noté que se ponía tensa, pero Louis acercó la mano a su boca de inmediato.

– Ellen, obedece.

Walter Cole apareció a nuestro lado.

– No pasa nada, encanto -dijo-. Vamos, te acompañaré. Te invitaré a un café, a lo que quieras.

Ellen no tuvo elección. Walter le rodeó los hombros con el brazo. Era un gesto casi protector, pero la sujetó con firmeza por si intentaba escapar. Ella se volvió para mirarnos.

– No le hagáis daño -pidió-. No tengo a nadie más.

Walter la condujo a la otra acera. La chica ocupó el mismo asiento de antes y él se sentó al lado para oír todo lo que ella decía a las otras mujeres y poder detenerla si se echaba a correr hacia la puerta.

– Sólo es una niña -dije a Louis.

– Ya -contestó Louis-. Sálvala después.


G-Mack había prometido a Ellen un diez por ciento de los ingresos de las demás mujeres si actuaba de intermediaria esa noche, trato que Ellen aceptó encantada porque significaba pasar unas horas bebiendo café y leyendo revistas en lugar de helarse de frío en ropa interior mientras intentaba atraer a tipejos a los solares. Pero a G-Mack no le convenía alejarse de sus mujeres por mucho tiempo. Las muy zorras ya habían empezado a estafarlo. Sin su presencia física para meterlas en cintura, con suerte llevaría calderilla en los bolsillos al cerrar la jornada. Sabía que Ellen también le sisaría un pico antes de entregarle el dinero, así que, dadas las circunstancias, ésa no iba a ser una noche rentable para él. Ignoraba cuánto tiempo más podría seguir escondido, intentando evitar un enfrentamiento que llegaría ineludiblemente a menos que reuniera pasta suficiente para huir. Se había planteado vender el Cutlass, pero sólo durante cinco segundos. Adoraba ese coche. Comprarlo había sido su sueño, y desprenderse de él equivaldría a reconocer el fracaso.

Una silueta se movió en el retrovisor. Había vuelto a colocarse la Hi-Point en la cintura de los vaqueros, pero la Glock permanecía caliente en su mano derecha, pegada al muslo. La sujetó con mayor firmeza. Notó que se le resbalaba, pues tenía la palma de la mano sudorosa. Cerca de la pared se tambaleaba un hombre. G-Mack vio que era un pelagatos, vestido con ropa vaquera andrajosa y unas zapatillas vulgares que parecían salidas de una tienda de ropa de segunda mano. El hombre se hurgó en la bragueta; luego volvió la cabeza y apoyó la frente contra la pared mientras esperaba a que saliera el chorro. G-Mack relajó la mano en torno a la Glock.

La ventanilla del conductor del Dodge estalló hacia dentro y una lluvia de cristales cayó sobre él. Cuando intentó levantar la pistola, la ventanilla del acompañante también se desintegró, recibió un golpe en un lado de la cabeza que lo aturdió, y al instante una fuerte mano le agarró el brazo derecho y el cañón de un arma mucho más grande que la suya se hincó dolorosamente en su sien. Vio con el rabillo del ojo a un negro con el pelo gris cortado a cepillo y una barba de aspecto vagamente satánico. El hombre no pareció alegrarse de verlo. G-Mack, como quien no quiere la cosa, comenzó a deslizar la mano hacia la Hi-Point oculta bajo la chaqueta, pero entonces se abrió la puerta del acompañante y otra voz dijo:

– Yo que tú no lo haría.

G-Mack no lo hizo, y le quitaron la Hi-Point de la cintura de los vaqueros.

– Suelta la Glock -ordenó Louis.

G-Mack dejó caer la pistola al suelo del coche.

Lentamente, Louis apartó su arma de la sien de G-Mack, abrió la puerta y le ordenó:

– Sal. Con las manos en alto.

G-Mack lanzó una mirada a la izquierda, donde me encontraba yo, de rodillas, junto a la puerta del acompañante. La Hi-Point, en mi mano izquierda, se veía pequeña al lado de mi Colt. Era la Noche de las Pistolas Grandes, pero nadie había prevenido a G-Mack. Se apeó con cuidado del coche, y los cristales rotos cayeron al suelo con un tintineo. Louis le dio la vuelta y, tras empujarlo contra el costado del coche, lo obligó a separar las piernas. G-Mack notó unas manos sobre él y vio al hombrecillo con ropa vaquera que poco antes parecía un borracho a punto de mear. No se podía creer que lo hubieran engañado tan fácilmente.

Louis lo tocó con el cañón de su H &K.

– ¿Ves lo tonto que eres? -preguntó-. Bien, pues vamos a darte la oportunidad de demostrar que en realidad eres listo. Vuélvete. Despacio.

G-Mack obedeció. Ahora estaba de cara a Louis y Ángel. Ángel sostenía la Glock de G-Mack. Éste no iba a recuperarla. De hecho, aunque G-Mack probablemente no lo sabía, nunca había estado tan cerca de ser asesinado.

– ¿Qué queréis? -preguntó G-Mack.

– Información. Queremos que nos hables de una mujer que se llama Alice. Es una de tus chicas.

– Se ha ido. No sé dónde está.

Louis le cruzó la cara con la pistola. El joven se encogió llevándose las manos ahuecadas a la nariz rota, y la sangre corrió entre sus dedos.

– ¿Te acuerdas de una mujer que vino a verte hace un par de noches y te hizo la misma pregunta que acabo de hacerte yo -preguntó Louis-. ¿Te acuerdas de lo que le dijiste?

Después de un breve silencio, G-Mack asintió con la cabeza todavía gacha y la sangre goteando en el irregular suelo a sus pies, salpicando la mala hierba que crecía en las grietas.

– Pues ni siquiera he empezado aún a hacerte daño por lo que le pasó, así que si no contestas como es debido a mis preguntas, no saldrás de este callejón, ¿entendido? -Louis bajó la voz hasta que apenas era un susurro-. Lo peor que va a pasarte es que no te mataré. Te dejaré inválido, con manos que no asirán, oídos que no oirán y ojos que no verán. ¿Queda claro?

G-Mack asintió de nuevo. No le cupo la menor duda de que ese hombre cumpliría sus amenazas al pie de la letra.

– Mírame -dijo Louis.

G-Mack bajó las manos y levantó la cabeza. Tenía la boca abierta a causa de la conmoción y los dientes teñidos de rojo.

– ¿Qué le pasó a la chica?

– Vino a verme un hombre -explicó G-Mack con la voz distorsionada por la fractura de nariz-. Me dijo que me pagaría bien si la localizaba.

– ¿Para qué la quería?

– Estaba en una casa con un cliente, un tal Winston, y entraron a robar. Mataron al cliente, y también al chófer. Alice y otra chica, Sereta, estaban allí. Escaparon, pero Sereta se llevó algo de la casa antes de irse. Los asesinos querían recuperarlo.

G-Mack intentó sorberse parte de la sangre, que por entonces se había reducido a un hilo que le resbalaba por los labios y la barbilla. Se estremeció de dolor.

– Era una yonqui, tío. -Aunque suplicante, hablaba con voz monótona, como si él mismo no creyera sus propias palabras-. Estaba en las últimas. No sacaba más de cien dólares, y eso en una buena noche. Iba a quitármela de encima de todos modos. El hombre me aseguró que. no le pasaría nada malo si ella les decía lo que querían saber.

– ¿Y vas a decirme que te lo creíste?

G-Mack miró a Louis a la cara.

– ¿Y qué más daba?

Por primera vez en los muchos años desde que yo lo conocía,

Louis pareció a punto de perder el control. Vi cómo subía la pistola y cómo se tensaba su dedo en el gatillo. Tendí la mano y lo detuve antes de que apuntara a G-Mack.

– Si lo matas, no nos enteraremos de nada más -advertí.

Seguí sintiendo en la mano la presión ascendente del arma durante un par de segundos. Luego cedió.

– Dime cómo se llama ese hombre -ordenó Louis.

– No me lo dijo -contestó G-Mack-. Era gordo y feo, y olía mal. Sólo lo vi una vez.

– ¿Te dio un número, un lugar donde ponerte en contacto con él?

– Me lo dio el hombre que lo acompañaba. Delgado, vestido de azul. Vino a verme después de revelarle dónde estaba la chica. Me trajo el dinero y me dijo que mantuviera la boca cerrada.

– ¿Cuánto? -preguntó Louis-. ¿Por cuánto la vendiste?

G-Mack tragó saliva.

– Diez mil. Me prometieron otros diez si les entregaba a Sereta.

Me aparté de ellos. Si Louis quería matarlo, que así fuera.

– Era de mi misma sangre -dijo Louis.

– No lo sabía -respondió G-Mack-. ¡No lo sabía! Era una yonqui. Pensé que daba igual.

Louis lo agarró por el cuello y le hundió la pistola en el pecho, entonces, con la cara contraída, lanzó un gemido que brotó de un lugar muy dentro de él, allí donde albergaba todo su amor y lealtad, aislado de todo el mal que había causado.

– No -rogó el chulo llorando-. Por favor, no lo hagas. Sé otra cosa. Puedo decirte otra cosa.

Louis había acercado tanto su cara a la de G-Mack que la sangre de éste lo salpicó.

– Habla.

– Después de pagarme seguí a ese hombre. Quería saber dónde podía encontrarlo si era necesario.

– Por si venía la policía y tenías que venderlo a él para salvar el pellejo, ¿quieres decir?

– ¡Por lo que fuera, tío, por lo que fuera!

– ¿Y?

– Suéltame -suplicó-. Te lo diré si me dejas marchar.

– Me tomas el pelo.

– Oye, tío, obré mal, pero no le hice daño. De lo que le pasó, debes hablar con otras personas. Te diré dónde puedes encontrarlas, pero tienes que soltarme. Me iré de la ciudad, y no me verás nunca más. Te lo juro.

– ¿Pretendes negociar con un hombre que te está apuntando con una pistola?

Ángel intervino.

– No sabemos si está muerta. Todavía cabe la posibilidad de que la encontremos viva.

Louis me miró. Si Ángel se hacía el policía bueno y Louis el policía malo, mi papel quedaba en algún punto intermedio. Pero si Louis mataba a G-Mack, las cosas pintarían mal para mí. No dudé que Mackey y Dunne vendrían a buscarme, y yo no tendría coartada. Implicaría, como mínimo, preguntas molestas, e incluso puede que se reabriesen viejas heridas que era mejor no explorar.

– Yo propongo que lo escuches -dije-. Y que luego vayamos a buscar a ese tío. Si resulta que aquí el amigo nos miente, podrás hacer con él lo que quieras.

Louis tardó en tomar una decisión, y durante todo ese tiempo la vida de G-Mack pendió de un hilo, y él lo supo. Al final, Louis dio un paso atrás y bajó la pistola.

– ¿Dónde está?

– Lo seguí hasta un sitio a un paso de Bedford.

Louis asintió.

– Parece que te has ganado unas horas más de vida.


García, escondido detrás del contenedor, observó a los cuatro hombres. García se creía todo lo que le había contado Brightwell y estaba convencido de que recibiría las recompensas prometidas. Llevaba la marca en la muñeca para que, otros como él, le reconociesen, pero a diferencia de Brightwell no era más que un soldado de a pie, un recluta en la gran guerra que se libraba. Brightwell también lucía la marca en la muñeca, pero, a pesar de ser mucho más antigua que la de García, parecía que no cicatrizaba nunca del todo. De hecho, cuando García estaba cerca de Brightwell, y si el propio hedor del gordo lo permitía, percibía a veces un olor a carne chamuscada procedente de él.

García no sabía si Brightwell era el verdadero nombre del gordo. En realidad le daba igual. Confiaba en el criterio de Brightwell, y le estaba agradecido por haberlo encontrado, por haberlo llevado a esa gran ciudad tan pronto como perfeccionó sus aptitudes a satisfacción de éste y por haberle proporcionado un lugar donde trabajar y consumar sus obsesiones. Brightwell, por su parte, había descubierto en García a un servicial converso a sus convicciones. García no había hecho más que incorporarlas a su propio sistema de creencias, relegando a otras deidades cuando había sido necesario, o prescindiendo totalmente de ellas si entraban en manifiesto conflicto con la nueva y cautivadora visión del mundo -tanto de este mundo como del mundo subterráneo- que Brightwell le había ofrecido.

García consideró poco acertado no intervenir cuando vieron a los tres hombres acercarse al chulo, pero no daría un solo paso a menos que Brightwell lo diera primero. Habían llegado un poco tarde. Unos minutos antes, y aquellos desconocidos habrían encontrado muerto al chulo.

Ante la mirada de García, dos de los hombres agarraron a G-Mack por los brazos y lo sacaron del coche. Parecía que el tercero iba a seguirlos, pero se detuvo. Recorrió el callejón con la mirada y la posó por un momento en las sombras donde se ocultaba García; luego echó la cabeza atrás para lanzar un vistazo a los edificios circundantes, con sus ventanas mugrientas y sus destartaladas escaleras de incendios. Pasado un minuto, se marchó del callejón tras sus compañeros pero de espaldas a éstos, retrocediendo, escudriñando las ventanas sucias como si fuera consciente de la presencia hostil escondida detrás de los cristales.


Brightwell había decidido matarlos. Seguiría a los cuatro hombres, y luego García y él los sacrificarían y harían desaparecer los cadáveres. No le daban miedo, ni siquiera el negro, con sus movimientos rápidos y su halo letal. Si actuaba con celeridad y limpiamente, las consecuencias serían limitadas.

Brightwell estaba en la sucia portería de un edificio de apartamentos, cerca de la entrada de la escalera de incendios, donde una sola ventana amarillenta daba al callejón. Había tomado la precaución de retirar el fusible del fluorescente que había detrás de él, para que no lo vieran si por cualquier razón se encendían las luces. Se disponía a apartarse de la ventana cuando el hombre blanco de. la cazadora marrón que había estado de espaldas durante el enfrentamiento con G-Mack se volvió y escrutó las ventanas. Cuando su mirada se detuvo en el escondite de Brightwell, éste sintió una contracción en la garganta. Se acercó a la ventana y tendió instintivamente la mano para tocar el cristal, apoyando las yemas de los dedos en la figura del hombre. Los recuerdos desfilaron atropelladamente por su cerebro: recuerdos de la caída, el fuego, la desesperación, la ira.

Recuerdos de la traición.

El hombre del callejón había empezado a retroceder, como si también él percibiera algo hostil, una presencia desconocida pero a la vez familiar. Siguió atento a las ventanas en busca de alguna señal de movimiento, un indicio del origen de lo que sentía dentro de sí. Al final se perdió de vista, pero Brightwell no se movió. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro trémulo a la vez que se desvanecía en su mente toda intención homicida. Aquello que lo había eludido tanto tiempo acababa de revelársele de pronto inesperada y gozosamente.

«Por fin te hemos encontrado», pensó.

«Has sido descubierto.»

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