14

Walter Cole me telefoneó a la mañana siguiente. Yo aún dormía. Le había enviado por fax la lista de números a los que se había llamado desde el móvil de Eddie Tager para ver qué podía hacer con ellos. Si él no tenía suerte, también podía acudir a otros, éstos fuera de la ley. Simplemente pensé que Walter podía obtener la información más deprisa que yo.

– ¿Ya sabes que la manipulación indebida de la correspondencia ajena es delito federal? -preguntó.

– No la manipulé. Supuse equivocadamente que yo era el destinatario de la carta.

– Bueno, a mí con eso me basta. Todos nos equivocamos alguna vez. Pero debo decirte una cosa: se me está agotando el cupo de favores que puedo exigir. Creo que éste es el último.

– Ya has hecho suficiente, y mucho más. No te preocupes.

– ¿Quieres que te mande esto por fax?

– Después. De momento sólo léeme los nombres. Empieza por las llamadas a partir de la una del mediodía de la fecha que señalé. Es más o menos la hora a la que Alice fue detenida en la calle.

Lógicamente, alguien se había puesto en contacto con Tager para solicitarle que pagara la fianza de Alice, y yo tenía la esperanza de que Tager hubiera devuelto la llamada a esa persona una vez cumplido el trámite.

Me leyó la lista de nombres, pero no reconocí ninguno. En su mayoría eran hombres. Dos eran mujeres.

– Repíteme los nombre de las mujeres.

– Gale Friedman y Esperanza Zahn.

– En el caso de la segunda, ¿era un número particular o de una oficina?

– Es un móvil. Los recibos van a un apartado de correos del Upper

West Side, registrado a nombre de una empresa privada llamada Robson Realty. Robson pertenecía al grupo Ambassade, el mismo que se ocupaba de los apartamentos de Williamsburg. Según parece, Tager la llamó dos veces: una a las cuatro y cuatro de la madrugada y otra a las cuatro y treinta y cinco. No hizo más llamadas desde el móvil hasta la tarde siguiente, y el número de ella no vuelve a aparecer.

Esperanza Zahn. Recordé a Sekula en su inmaculada antesala, pidiendo a su secretaria de fría belleza que no lo interrumpiera nadie -«No me pases llamadas, Esperanza, por favor»- mientras me evaluaba. Sekula tenía los días contados.

– ¿Te sirve de algo? -preguntó Walter.

– Acabas de confirmarme una posibilidad. ¿Puedes mandarme esa información por fax a mi habitación?

Tenía un fax personal en la mesa del rincón. Volví a darle el número.

– También comprobé el número de móvil que nos dio G-Mack -dijo Walter-. Es un fantasma. Si alguna vez ha existido, ya no consta en ningún sitio.

– Lo suponía. Da igual.

– ¿Y ahora qué?

– Tengo que volver a casa. Después, depende.

– ¿De qué?

– De la amabilidad de los desconocidos, supongo. O quizás amabilidad no sea la palabra adecuada…


Salí a tomar un café y en el camino telefoneé al despacho de Sekula. Contestó una mujer, pero advertí que no era la secretaria habitual de Sekula. La chica trinaba de tal modo que su sitio habría estado más bien en una pajarera.

– ¿Podría hablar con Esperanza Zahn, por favor?

– Pues… me temo que no vendrá a la oficina durante unos días. ¿Quiere dejar un mensaje?

– ¿Y con el señor Sekula?

– Tampoco está.

– ¿Cuándo tienen previsto volver?

– Disculpe -dijo la secretaria-, pero ¿puede decirme quién lo llama, si no le importa?

Decidí sacudirles un poco la jaula.

– Dígale a Esperanza que ha llamado Eddie Tager. Es por algo relacionado con Alice Temple.

Si Zahn o Sekula se ponían en contacto con la oficina, como mínimo les daría en qué pensar.

– ¿Tiene ella su número?

– Qué más quisiera ella -contesté, y le di las gracias por su tiempo antes de colgar.


Sandy Crane estaba un poco preocupada por su marido, lo cual quería decir que la semana se había convertido en una auténtica sucesión de primeras ocasiones para ella: la primera promesa de dinero en una larga temporada; la primera alegría mutua que su marido y ella habían experimentado desde que Larry sucumbió por fin a la senescencia; y ahora esa preocupación por el bienestar de su marido, aunque teñida de un alto grado de interés personal. No había regresado aún de la visita a su antiguo compañero de armas, pero de vez en cuando él pasaba alguna noche fuera de casa, así que no se salía por completo de lo habitual. Sin embargo, por lo regular, sus ausencias coincidían con carreras de caballos en Florida, y en la actualidad rara vez emprendía un viaje con la firme resolución que había mostrado el día anterior. Sandy sabía que a su marido le gustaba el juego. Le preocupaba un poco, pero mientras no se le escapara de las manos, ella no armaría ningún escándalo. Si empezaba a quejarse de los gastos de Larry, quizás él decidiría a su vez poner freno a los excesos de ella, y Sandy disfrutaba ya de muy pocos lujos en la vida.

No descartaba que el viejo chocho intentara dejarla fuera del trato por completo, pero sus temores se disiparon un poco al convencerse de que Larry la necesitaba. Viejo y débil como estaba, además no tenía amigos. Aun si Hall, ese cabrón engreído, se prestaba a seguir el juego, Larry la necesitaría a su lado para asegurarse de que no lo timaban. Todavía le sorprendía un poco que Larry no hubiese llamado la noche anterior para informarle de cómo habían ido las cosas, pero él era así. Tal vez había encontrado un bar donde podía despotricar y lamentarse durante toda la noche o, si Hall había accedido a seguir el juego, donde emborracharse un poco para celebrarlo. Probablemente aún dormía la mona en la habitación de un motel entre viaje y viaje al váter para vaciar la vejiga. Larry volvería, de un modo u otro.

Sandy bebía un vodka doble -otra primera ocasión, a esa hora del día- y volvió a pensar en lo que podría hacer con el dinero: ropa nueva, para empezar, y un coche que no apestase a viejo carcamal. También acariciaba la idea de encontrar a un hombre más joven, uno con un cuerpo firme y un motor que ronronease en lugar de toser como la maquinaria ya cascada de los hombres que actualmente satisfacían sus ocasionales necesidades. Tampoco le importaría pagar por horas para tenerlo, así no podría negarse a ninguno de sus deseos.

Sonó el timbre, y al levantarse de la silla precipitadamente derramó un poco de vodka. Larry tenía llave, así que no podía ser él. Pero ¿y si le había pasado algo? Tal vez el hijo de puta de Hall había sucumbido a los remordimientos de conciencia y se lo había confesado todo a la policía. En ese caso, Sandy Crane haría ver que era más tonta que los niños del autobús del centro de educación especial que pasaba todas las mañanas por delante de su casa, esas criaturas espeluznantes que la saludaban con la mano como si pensaran que a ella le importaban en lo más mínimo cuando en realidad le daban más grima que las serpientes y las arañas.

Ante la puerta había un hombre y una mujer, ambos bien vestidos: él con traje gris, ella con falda y chaqueta azules. Hasta Sandy tuvo que reconocer que la mujer era despampanante: pelo largo y oscuro, tez clara, cuerpo firme. El hombre llevaba un maletín y la mujer una cartera de piel marrón colgada del hombro derecho.

– ¿Señora Crane? -dijo el hombre-. Me llamo Sekula. Soy un abogado de Nueva York. Le presento a mi ayudante, la señorita Zahn. Ayer su esposo se puso en contacto con nuestro bufete. Según nos comentó, tiene en su poder un objeto que acaso pueda interesarnos.

Sandy no supo si maldecir a su marido o aplaudir su previsión. Dependería de cómo salieran las cosas, supuso. El viejo cretino, impaciente por asegurarse la venta, había comunicado con los remitentes de la carta antes de tener siquiera en las manos la caja y el papel que ésta guardara en su día. Se lo imaginaba: la sonrisa ladina en la cara mientras se convencía de que estaba manejando a esa gente tan importante de la ciudad como si fueran marionetas, sólo que en realidad él no era tan listo. Había dado demasiada información, o les había creado tantas expectativas que se habían presentado ante la puerta de su casa. Sandy se preguntó si les habría hablado de Mark Hall, pero enseguida llegó a la conclusión de que no. Si conocieran la existencia de Mark Hall, no estarían ante la puerta de su casa, sino ante la de él.

– Mi marido no está -dijo ella-. Lo espero de un momento a otro.

La sonrisa en el rostro de Sekula no se alteró.

– Quizá no tenga usted inconveniente en que lo esperemos. Nos interesa mucho hacernos con ese objeto lo antes posible, y con el mínimo alboroto y atención.

Sandy, inquieta, desplazó el peso del cuerpo de un pie a otro.

– No sé qué decirles -respondió-. Seguro que son ustedes buena gente y demás, pero la verdad es que no me gusta que entren desconocidos en mi casa.

La sonrisa que parecía grabada en la cara de Sekula empezaba a ponerle la carne de gallina, como las de los niños del autobús. Tenía algo de inexpresivo. Incluso el mierda de Hall era capaz de insuflar cierta humanidad a sus falsas sonrisas cuando intentaba vender un automóvil a un pobre desdichado.

– Me hago cargo -dijo Sekula-. Me pregunto si esto la convencerá de nuestras buenas intenciones.

Apoyó el maletín contra la pared, desprendió los cierres y lo abrió para que Sandy viera el contenido: un pequeño fajo donde se veían presidentes muertos alineados como pequeños montes Rushmore de color verde.

– Sólo es una muestra de buena voluntad -añadió Sekula.

Sandy se sintió húmeda.

– Creo que puedo hacer una excepción -dijo-. Sólo por esta vez.

Lo curioso es que Sekula no quería hacer daño a la mujer. Así era como ellos habían permanecido ocultos tanto tiempo, mientras que a otros les habían dado caza. No hacían daño a la gente a menos que fuese absolutamente necesario, o no lo habían hecho hasta que las investigaciones de Sekula aceleraron la búsqueda. El posterior reclutamiento del odioso García por parte de Brightwell había marcado el inicio de la siguiente fase, y de una escalada de violencia.

Sekula era Creyente desde hacía mucho tiempo. Lo habían incorporado a la causa poco después de licenciarse en la facultad de derecho. Lo reclutaron de manera sutil y gradual, recurriendo a sus ya prodigiosas aptitudes jurídicas para seguir el rastro a ventas sospechosas y certificar la propiedad y los orígenes cuando era necesario, y pasando paulatinamente a encargarle detalladas exploraciones de las oscuras y secretas vidas que tanta gente ocultaba a quienes la rodeaban. Para él, eso fue una labor fascinante, aun cuando se dio cuenta de que lo utilizaban para identificar a los individuos con el propósito de explotarlos en lugar de emprender acciones judiciales, públicas o privadas. La información recabada por Sekula se empleaba contra ellos, y sus clientes amasaban influencia, datos y riqueza; pero Sekula pronto descubrió que eso no le importaba. Al fin y al cabo era abogado, y si hubiese elegido el campo del derecho penal, sin duda habría acabado defendiendo lo que la mayoría de la gente normal consideraría indefendible. En comparación, el trabajo que hacía implicaba sólo mínimas dudas morales. Se había enriquecido con él, más que la mayoría de sus colegas que trabajaban el doble que él, y también había recibido otras recompensas, siendo Esperanza Zahn una de ellas. Le habían ordenado que la contratara, y él había accedido de buena gana. Desde entonces había demostrado ser un valor incuestionable para él, personal y profesionalmente, así como, debía admitirlo, sexualmente. Si Sekula tenía una debilidad, eran las mujeres, pero la señorita Zahn satisfacía todos sus apetitos sexuales y algunos otros que él ni siquiera conocía hasta que ella se los descubrió.

Y cuando, varios años después, Sekula fue informado del verdadero carácter de su misión, apenas tuvo que hacer acopio de energía para sorprenderse siquiera un poco. Se preguntaba a veces si eso era un indicio de la medida en que se había corrompido, o si siempre había sido así y sus clientes se habían dado cuenta de ello mucho antes que él. De hecho, había sido idea de Sekula centrarse en los veteranos, inspirado por el descubrimiento de los detalles de una venta llevada a cabo en Suiza por un intermediario poco después de acabar la segunda guerra mundial. La venta había pasado inadvertida en medio del revuelo de tratados en el periodo inmediatamente posterior a la guerra, cuando los objetos expoliados pasaban de mano en mano a un ritmo vertiginoso, reducidos sus dueños anteriores, en muchos casos, a una capa de ceniza en los árboles de la Europa del Este. El dato sólo llegó a conocimiento de Sekula cuando consiguió copias de los archivos de la casa de subastas por mediación de un empleado descontento que sabía de la predisposición del abogado a pagar bien por tal información. Sekula agradecía a los suizos su escrupulosa atención a los detalles, motivo por el cual incluso los acuerdos de origen dudoso se registraban y quedaba constancia de ellos. En muchos sentidos, reflexionó, los suizos, con ese deseo de documentar sus fechorías, tenían más cosas en común con los nazis de lo que estarían dispuestos a reconocer.

La anotación era clara e incluía todos los pormenores de la venta de una custodia del siglo XIV, con piedras preciosas incrustadas, a un coleccionista particular que residía en Helsinki. Se añadía una minuciosa descripción del objeto, suficiente para indicarle a Sekula que formaba parte del tesoro robado en Fontfroide; el precio de venta acordado; la comisión de la casa de subastas, y la cantidad remitida al vendedor. El vendedor nominal era un tratante particular llamado Jacques Gaud, de París. Sekula siguió meticulosamente el rastro de papeles hasta Gaud y entonces se abalanzó sobre la presa. En ese tiempo, la familia había ampliado el negocio del abuelo y gozaba de una sólida reputación en el sector. Examinando los archivos de la casa de subastas suiza, Sekula encontró al menos una docena más de transacciones instigadas por Gaud que podían describirse como sospechosas, por no decir más. Cotejó los objetos en cuestión con su propia lista de tesoros expoliados o «desaparecidos» durante la guerra, y reunió pruebas suficientes para determinar que Gaud se había aprovechado de la desgracia de otros, y para arruinar de hecho la reputación del negocio de sus descendientes, así como exponerlo a demandas civiles y penales ruinosas. Tras discretos contactos y garantías por parte de Sekula de que la información que había obtenido no saldría de sus manos, la casa de Gaud et Frères le entregó discretamente copias de toda la documentación relacionada con la venta de los tesoros de Fontfroide.

Y ahí se perdió el rastro, ya que el pago realizado por mediación de Gaud al vendedor real (después de deducirse la cantidad correspondiente a Gaud por su intervención, excesiva hasta el punto de la extorsión) fue en efectivo. La única pista que los actuales propietarios del negocio pudieron ofrecer en cuanto a la identidad de los hombres en cuestión era que Gaud había comentado que se trataba de soldados estadounidenses. Eso no sorprendió a Sekula, porque los aliados eran tan capaces del saqueo como los nazis, pero estaba enterado de las matanzas de Narbona y Fontfroide. Tal vez los supervivientes de la primera habían participado a su vez en la segunda, pese a que los norteamericanos no estaban presentes en la región en cantidad significativa en esa etapa de la guerra. No obstante, Sekula había establecido una posible conexión entre la muerte de una sección del ejército estadounidense a manos de asaltantes de las SS y la muerte de los asaltantes en Fontfroide. A través de sus contactos en la Administración de Veteranos y la Asociación de Veteranos de Guerras Extranjeras averiguó la identidad de los soldados supervivientes destacados en la región en esa época, así como las direcciones de quienes habían perdido a familiares en el enfrentamiento. A continuación mandó más de mil cartas para solicitar información general sobre recuerdos de la guerra que pudiesen interesar a los coleccionistas, y unas cuantas con información más específica sobre el tesoro desaparecido en Fontfroide. Si se equivocaba, siempre existía la posibilidad de que, así y todo, las cartas le permitiesen conseguir información útil. Si estaba en lo cierto, servirían para cubrir su rastro. Las cartas dirigidas a destinatarios específicos informaban con detalle de las recompensas que podían obtenerse con la venta de objetos poco comunes vinculados a la segunda guerra mundial, incluido el material sin relación directa con el conflicto, haciendo especial hincapié en los manuscritos. Aseguraba repetidamente que todas las respuestas se tratarían con la más rigurosa reserva. El verdadero cebo era la entrada en el catálogo de la subasta publicado por la Casa de Stern, con la fotografía de una deteriorada caja de plata. Sekula albergaba la esperanza de que quienquiera que se hubiese apropiado de ella conservase la caja y su contenido.

Y de pronto, a última hora de la mañana anterior, había llamado un hombre y descrito a Sekula lo que sólo podía ser un fragmento del mapa y la caja que lo contenía. Era un hombre mayor, e intentó preservar su anonimato, pero se había delatado a partir del momento en que utilizó el teléfono de su casa para llamar a Nueva York. Ahora estaban allí, al día siguiente, sentados en compañía de una borracha fea con pantalón acrílico manchado de vodka, observando cómo se embriagaba poco a poco.

– No tardará en llegar -repitió una y otra vez, arrastrando las palabras, para tranquilizar a los visitantes-. No entiendo dónde se ha metido.

Sandy pidió que volvieran a enseñarle el dinero, y Sekula accedió. Sandy acarició con un dedo regordete las caras de los billetes, y rió para sí.

– Esperen a que mi marido vea esto -comentó-. Ese viejo chocho se cagará encima.

– Tal vez, mientras esperamos, podríamos echar un vistazo al objeto -propuso Sekula.

Sandy se golpeteó la aleta de la nariz con el dedo.

– Todo a su debido tiempo -respondió-. Larry se lo conseguirá, aunque tenga que arrancárselo a golpes a ese viejo capullo.

Sekula notó que la señorita Zahn se tensaba a su lado. Por primera vez, su fachada poco amenazadora empezó a desmoronarse.

– ¿Quiere decir que en realidad su marido no es el propietario del objeto? -preguntó Sekula con cautela.

Sandy Crane intentó rectificar su error, pero ya era tarde.

– Sí, es suyo, pero… Verán, hay otra persona y, en fin, también él tiene algo que decir al respecto. Aunque aceptará. Larry lo obligará a aceptar.

– ¿Quién es ese hombre, señora Crane? -preguntó Sekula.

Sandy negó con la cabeza. Si se lo decía, iría a hablar él mismo con Hall, y se llevaría todo ese hermoso dinero. Ya se había ido de la lengua. Había llegado el momento de cerrar el pico.

– No tardará en volver -repitió con firmeza-. Créame, todo está bajo control.

Sekula se levantó. Debería haber sido fácil. Habría entregado el dinero, el manuscrito habría pasado a sus manos, y se habrían ido sin más. Si después Brightwell decidía matar al vendedor, era asunto suyo. Debería haber adivinado que no podía ser tan sencillo.

A Sekula esta parte no se le daba bien. Por eso lo acompañaba la señorita Zahn; a ella se le daba muy bien, pero que muy bien. Ya de pie, se quitó la chaqueta y empezó a desabotonarse la blusa ante la mirada de Sandy Crane, que, boquiabierta, articulaba vagas palabras de incomprensión. Sólo cuando la señorita Zahn se desabrochó el último botón y se desprendió de la blusa, la señora Crane comenzó por fin a entender.

Sekula consideraba fascinantes los tatuajes del cuerpo de su amante, a pesar de que le resultaba casi imposible imaginar el dolor que debían de haberle causado su creación. A excepción de la cara y las manos, tenía toda la piel cubierta de imágenes, rostros distorsionados y monstruosos que se fundían entre sí de tal modo que era casi imposible discernir entre ellos seres independientes. Con todo, eran los ojos el elemento más perturbador, incluso para Sekula. Había muchísimos, grandes y pequeños, en toda la gama de colores imaginables, como heridas ovaladas en su cuerpo. Cuando la señorita Zahn avanzó hacia Sandy Crane, todos esos ojos parecieron moverse, girar en sus órbitas con las pupilas dilatadas, explorar aquel espacio hasta entonces desconocido para ellos, con la mujer borracha por entonces encogida de miedo.

Pero probablemente era una ilusión óptica por efecto de la luz.

Sekula salió y cerró la puerta. Entró en el comedor, al otro lado del pasillo, y se sentó en un sillón. Desde allí veía con claridad el camino de acceso y la calle. Buscó una revista para leer, pero sólo vio ejemplares del Reader's Digest y algunas publicaciones de distribución gratuita de los supermercados. Oyó que la señora Crane decía algo en la habitación contigua, y de pronto su voz se apagó. Al cabo de unos segundos, la mujer lanzó un grito, ahogado por la mordaza, y Sekula hizo una mueca.


La delegación del FBI en Nueva York había cambiado de sede tan a menudo a lo largo de su historia que se diría que estaba integrada por gitanos. En 1910, año de su fundación, ocupó el antiguo edificio de correos, donde ahora se encontraba el City Hall Park. Desde entonces, las oficinas habían estado en distintos puntos de Park Row; en la delegación de Hacienda de la esquina de las calles Wall y Nassau; en la estación de Grand Central; en los juzgados de Foley Square; en Broadway, y en el antiguo almacén Lincoln en la calle Sesenta y nueve Este, antes de instalarse definitivamente en el edificio federal Jacob Javits, otra vez cerca de Foley Square.

Telefoneé al FBI poco antes de las once y pregunté por el agente especial Philip Bosworth, el hombre que había visitado a Neddo para interrogarlo sobre sus conocimientos acerca de Sedlec y los Creyentes. Me mandaron de un lado a otro hasta acabar en el Departamento de Gestión de Servicios, o lo que se conocía como Administración antes de asignarse a todo el mundo rutilantes títulos nuevos. El responsable del departamento y su gente se ocupaban de cuestiones burocráticas. Un funcionario que se identificó como Grantley me preguntó el nombre y la profesión. Le di mi número de licencia y le expliqué que quería ponerme en contacto con el agente especial Bosworth en relación con el caso de una persona desaparecida.

– El agente especial Bosworth ya no trabaja en esta oficina -respondió Grantley.

– ¿Y puede decirme dónde encontrarlo?

– No.

– ¿Puedo darle mi número de teléfono por si le es posible hacérselo llegar?

– No.

– ¿Puede ayudarme de alguna manera?

– No lo creo.

Le di las gracias. No sabía por qué, pero parecía lo correcto.

Edgar Ross seguía siendo agente especial con rango de subjefe en la delegación neoyorquina. En Nueva York, a diferencia de lo que ocurría en casi todas las demás delegaciones, su rango no equivalía a la autoridad máxima. Ross rendía cuentas al subdirector, un tipo de buena pasta llamado Wilmots; aun así, Ross tenía bajo su mando a una pequeña prole de ayudantes y era, por tanto, el agente de las fuerzas del orden más influyente que yo conocía. Nuestros caminos se habían cruzado durante la persecución del hombre que había matado a Susan y Jennifer, y creo que Ross se sentía un poco en deuda conmigo por lo sucedido entonces. Incluso sospechaba que, a su pesar, me tenía cierto afecto, aunque tal vez eso se debiera a que yo había visto por televisión demasiadas series policiacas en las que tenientes hoscos albergaban en secreto fantasías homoeróticas sobre los inconformistas bajo su mando. No creía que los sentimientos de Ross hacia mí fueran tan lejos, pero a veces podía ser un hombre inescrutable. Nunca se sabía.

Llamé a su oficina poco después de hablar con Grantley. Di mi nombre a la secretaria de Ross y esperé. Cuando volvió a la línea, me comunicó que Ross no podía ponerse pero le informaría de mi llamada. Pensé en contener la respiración mientras esperaba a que Ross me telefoneara, pero supuse que habría perdido el sentido mucho antes. No obstante, por la breve pausa en el intercambio con la secretaria, deduje que Ross estaba allí y que se había endurecido desde nuestra última charla. Estaba impaciente por regresar junto a Rachel y Sam, pero deseaba reunir toda la información posible antes de marcharme de la ciudad. No me quedaba, pues, más remedio que gastarme una fortuna en un taxi hasta Federal Plaza.

En la zona se daba un peculiar choque de culturas: al este de Broadway estaban los edificios federales, rodeados de barricadas de hormigón y adornados con modernas obras escultóricas extrañas y oxidadas. Al otro lado, justo enfrente del poderoso FBI, había locales en cuyos escaparates se mostraban relojes baratos y gorras mientras dentro obtenían un rentable sobresueldo ayudando con las solicitudes de inmigración, así como tiendas de ropa rebajada que ofrecían trajes a 59,99 dólares. Me compré un café en un Dunkin' Donuts y me acomodé para esperar a Ross. Si algo podía decirse de él, es que era un animal de costumbres. Él mismo lo había admitido en nuestro último encuentro. Sabía que le gustaba comer casi a diario en Stark's Veranda, en la esquina de Broadway con Thomas, un restaurante frecuentado por funcionarios que llevaba en activo desde finales del siglo XIX, y yo esperaba que no hubiese adquirido de pronto el hábito de comer en su escritorio. Cuando por fin salió de la oficina, llevaba dos horas esperándolo y me había terminado el café hacía largo rato, pero sentí cierto placer al constatar mis aptitudes para la investigación cuando se encaminó hacia el Veranda, placer que rápidamente dio paso al dolor del rechazo al ver su expresión cuando me coloqué a su lado.

– No -dijo-. Piérdete.

– Ya no me escribes, no me llamas -respondí-. Estamos distanciándonos. Lo nuestro ya no es lo que era.

– Quiero distanciarme de ti. Quiero que me dejes en paz.

– ¿Me invitas a comer?

– No. ¡No! ¿Qué parte de «déjame en paz» no has entendido?

Se detuvo en el cruce. Fue un error. Debería haberse arriesgado a enfrentarse al tráfico.

– Intento localizar a uno de tus agentes -dije.

– Oye, no soy tu intermediario personal con el FBI -repuso Ross-. Soy un hombre ocupado. Hay terroristas, narcotraficantes, mañosos rondando por ahí. Todos reclaman mi atención. Me exigen mucho tiempo. El resto se lo dedico a la gente que aprecio: mi familia, mis amigos y básicamente cualquiera menos tú.

Miró el continuo tráfico con expresión ceñuda. Quizás incluso estuvo tentado de desenfundar su pistola y blandiría en actitud amenazadora para cruzar.

– Vamos, sé que en el fondo me aprecias -dije-. Seguro que tienes mi nombre escrito en tu plumier. El agente se llama Philip Bosworth. En Gestión de Servicios me han dicho que ya no trabaja en la delegación. Sólo quiero ponerme en contacto con él.

Debo reconocer que estuvo hábil en su intento de deshacerse de mí. Le quité el ojo de encima un solo segundo y aprovechó ese instante para pasar entre el continuo tráfico como una rana a sueldo del Estado en el videojuego Frogger. Pero lo alcancé.

– Tenía la esperanza de que te atropellaran -dijo, aunque yo sabía que en realidad estaba impresionado.

– Te haces el duro -contesté-, pero sé que por dentro eres todo ternura. Oye, necesito hacerle unas preguntas a Bosworth, nada más.

– ¿Por qué? ¿Por qué es tan importante para ti?

– ¿Sabes lo de Williamsburg? ¿Lo de esos restos humanos hallados en un almacén? Puede que él sepa algo sobre los antecedentes de las personas involucradas.

– ¿Las personas? He oído decir que sólo había uno. Murió de un tiro. De un tiro que le pegaste tú. Matas a mucha gente. Deberías parar.

Nos encontrábamos ante la puerta del Veranda. Si intentaba entrar con Ross, el personal me echaría de una patada en el culo en menos de lo que canta un gallo. Advertí que Ross vacilaba mientras contemplaba la idea de entrar para olvidarse de mí y la posibilidad de que yo supiera algo útil, unida a la certeza de que yo seguiría allí esperándolo cuando saliera, y vuelta a empezar.

– Alguien lo instaló en ese almacén, le dio un lugar donde vivir y trabajar -expliqué-. No actuó solo.

– Según la policía, investigabas la desaparición de una persona.

– ¿Cómo lo sabes?

– Recibimos boletines. Pedí información a la Nueve Seis en cuanto se mencionó tu nombre.

– ¿Lo ves? Sabía que te preocupabas por mí.

– La preocupación es muy relativa. ¿Quién era la chica que encontraron?

– Alice Temple. Amiga de un amigo.

– Tú no tienes muchos amigos, y algunos de los que tienes me parecen francamente sospechosos. Andas en malas compañías.

– ¿Tengo que escuchar el sermón antes de recibir tu ayuda? -pregunté.

– ¿Lo ves? Por eso contigo todo es tan complicado. No sabes dónde está el límite. Nunca he conocido a nadie tan aficionado a liarla una y otra vez.

– Bosworth -dije-. Philip Bosworth.

– Veré qué puedo hacer. Alguien se pondrá en contacto contigo. Quizá. No me llames, ¿vale? Sobre todo, no me llames.

Se abrió la puerta del Veranda y nos apartamos para dejar paso a un grupo de ancianas. Cuando salió la última, Ross se escabulló en el restaurante. Me quedé aguantándole la puerta.

Conté hasta cinco y, cuando ya lo perdía de vista, dije levantando la voz:

– Pues ya te llamaré, ¿de acuerdo?


Mark Hall no podía parar de vomitar. Desde que había llegado a casa, los ácidos le borboteaban en el estómago, hasta que por fin éste se sublevó y empezó a expulsar su contenido. Apenas había dormido la noche anterior, y ahora sentía un dolor sordo en la cabeza y en todo el cuerpo. Se alegraba de que su mujer no estuviera; de lo contrario lo habría agobiado sin cesar, insistiendo en llamar a un médico. Sin ella allí, podía quedarse despatarrado en el suelo, con la mejilla apoyada en la taza fresca del váter, aguardando el siguiente espasmo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Sólo sabía que, cuando pensaba en lo que había hecho, volvía a percibir el olor del último resuello de Larry, como si su fantasma le echara el aliento desde el otro mundo, y al instante lo asaltaba otra vez la vomitera.

Era extraño. Había odiado a Crane durante muchos años. Cada vez que lo tenía delante, era como si viera a un demonio que le sonreía desde más allá de la tumba, un recordatorio del juicio final al que se enfrentaría inevitablemente por sus pecados. Durante largo tiempo había abrigado la esperanza de que Crane se alejara de su vida y muriese sin más, pero Larry Crane, igual que en la guerra, había demostrado ser un superviviente tenaz.

Mark Hall había matado a no pocos hombres en la guerra: algunos a distancia, figuras lejanas que caían con el eco de un disparo de fusil; otros de cerca, cuerpo a cuerpo, la sangre salpicándole la cara y manchándole el uniforme. Después de la primera de esas muertes, ya no lo perturbó ninguna otra, porque aquel chico ingenuo que cogió el autobús con destino al campamento de instrucción de reclutas se había transformado en un hombre capaz de poner fin a la vida de un congénere. Fue una guerra justa, y de no haber matado a sus enemigos, sin duda él habría sido la víctima. Pero había creído que, acabado aquello, ya nunca tendría que volver a matar, y jamás se había imaginado a sí mismo acuchillando a un viejo desarmado, ni siquiera a uno tan abominable como Larry Crane. La conmoción que le produjo y la repugnancia que le generó lo habían privado de energía, y ya nada volvería a ser igual.

Hall oyó el timbre, pero no se levantó a abrir. No podía. Estaba tan débil que era incapaz de ponerse en pie, y tan avergonzado que, aun cuando hubiera podido levantarse, le habría sido imposible mirar a alguien a la cara. Se quedó en el suelo, con los ojos cerrados. Debió de adormilarse, porque lo siguiente que recordaba es que la puerta del baño se abrió y ante sus ojos aparecieron dos pares de pies: unos de mujer y los otros de hombre. Recorrió con la mirada las piernas de la mujer hasta la falda y, más arriba, las manos. A Hall le pareció ver manchas de sangre en ellas. Se preguntó si la mujer a su vez veía sangre en las suyas.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó. Apenas podía hablar. Su voz sonaba como el roce de una escoba contra un suelo polvoriento.

– Hemos venido a hablar de Larry Crane -dijo Sekula.

Hall intentó levantar la cabeza para mirar, pero le dolía todo al moverse.

– No lo he visto -dijo Hall.

Sekula se acuclilló junto al viejo. Tenía el rostro limpio y cuidado y una buena dentadura. A Hall le inspiró una profunda aversión.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Policías? -preguntó Hall-. Si es así, identifíquense.

– ¿Por qué piensa que somos policías, señor Hall? ¿Hay algo que le gustaría contarnos? ¿Se ha portado mal?

Hall recordó una vez más el olor a muerte de Larry Crane y le sobrevino una arcada.

– Señor Hall, tenemos un poco de prisa -prosiguió Sekula-. Creo que ya sabe qué hemos venido a buscar.

Larry Crane, el muy estúpido y codicioso. Incluso en la muerte había encontrado la manera de traer la ruina a Mark Hall.

– No está aquí -contestó Hall-. Se lo ha llevado él.

– ¿Adónde?

– No lo sé.

– No le creo.

– Váyanse a la mierda. Salgan de mi casa.

Sekula se irguió e hizo una señal con la cabeza a la señorita Zahn. Esta vez se quedó allí, sólo para asegurarse de que ella comprendía la urgencia de la situación. No se alargó demasiado. El viejo empezó a hablar en cuanto vio acercarse la aguja a su ojo, pero la señorita Zahn la insertó de todos modos, para asegurarse de que no mentía. En ese momento Sekula apartó la mirada. El olor a vómito le resultaba casi insoportable.

Cuando ella acabó, se llevaron a Hall, ciego del ojo izquierdo, y lo metieron en el coche; a continuación lo condujeron al lugar donde éste había abandonado el cadáver de Larry Crane, una hondonada lodosa junto a un pantano inmundo. Crane tenía la caja contra el pecho, donde Hall la había colocado antes de dejar a su viejo compañero de armas allí para que se pudriera. Supuso que, al fin y al cabo, si Crane la deseaba tan desesperadamente, debía llevársela consigo a dondequiera que fuese.

Con cuidado, Sekula retiró la caja de entre los dedos del viejo y la abrió. El fragmento se hallaba dentro, e indemne. La caja estaba bien diseñada, preparada para proteger lo que contuviese del agua, de la nieve, de cualquier cosa que pudiera dañar la información que contenía.

– Está intacto -dijo Sekula a la mujer-. Ya nos encontramos muy cerca.

Sentado en el suelo con su pantalón de viejo, Mark Hall, el Rey del Automóvil, se tapaba el ojo destrozado con la mano. Cuando la señorita Zahn lo agarró de la mano y lo llevó al agua, no opuso resistencia, ni siquiera cuando ella lo obligó a arrodillarse y le mantuvo la cabeza bajo la superficie hasta que se ahogó. Cuando Hall dejó de moverse, lo arrastraron hasta la hondonada y lo pusieron junto a su antiguo compañero, unidos los dos en la muerte como lo habían estado, a su pesar, en vida.

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