Pocos recuerdan ya a Sam Lichtman. Lichtman era un taxista neoyorquino que, el 18 de marzo de 1941, conducía su taxi amarillo por la Séptima Avenida cerca de Times Square cuando de pronto, en un semáforo, se le cruzó un hombre y lo atropelló. Según el pasaporte del difunto, era español y se llamaba don Julio López Lido. En la confusión que se produjo a continuación, nadie se fijó en que don Julio estaba hablando con otro hombre en la acera antes de dar el fatídico paso, ni en que, cuando una multitud de curiosos se agolpó en el lugar del accidente, ese segundo hombre cogió un maletín de piel marrón que yacía al lado del cuerpo y desapareció.
La policía llegó enseguida y descubrió que don Julio se alojaba en un hotel de Manhattan. Cuando los agentes fueron a su habitación, encontraron mapas, notas y una gran cantidad de material relacionado con la aviación militar. Se solicitó la intervención del FBI y, al ahondarse en el misterio del español muerto, salió a la luz que en realidad era un tal Ulrich von der Osten, capitán del servicio de inteligencia militar nazi y cerebro de la principal red de espionaje alemán en Estados Unidos. El hombre que había huido del lugar del accidente era Kurt Frederick Ludwig, el ayudante de Von der Osten, y entre los dos habían reclutado a ocho cómplices que pasaban datos a Berlín sobre los dispositivos militares, el calendario de navegación y la producción industrial, incluidas las horas de salida y llegada de barcos que atracaban en el puerto de Nueva York, y el número de Fortalezas Volantes enviadas a Inglaterra. Los informes se escribían en tinta invisible y se remitían a destinatarios con nombres falsos y direcciones extranjeras inexistentes. Las cartas a un tal «Manuel Alonso», por ejemplo, eran en realidad para el mismísimo Heinrich Himmler. Más tarde, Ludwig fue detenido, a sus compañeros y a él los procesaron ante un tribunal federal en Manhattan, y les cayeron penas de hasta veinte años de prisión por las molestias. Sam Lichtman, sólo con pisar el acelerador, había conseguido desarticular la red de espionaje nazi en Estados Unidos.
Mi padre me contó la anécdota de Lichtman cuando yo era niño, y nunca la olvidé. Supuse que Lichtman era un apellido judío, y en cierto modo parecía justo que fuera un judío quien abatiese a un nazi en la Séptima Avenida en 1941, cuando tantos de sus correligionarios iban ya hacia el este en trenes de ganado. A su modesta manera, y sin querer, rompió una lanza por su gente y luego su nombre se desvaneció en la memoria popular.
Louis no conocía la historia de Sam Lichtman, y no pareció impresionarlo mucho cuando se la conté. Escuchó en silencio mientras yo relataba los acontecimientos de los últimos días, culminando con la visita de los dos monjes y el encuentro con Brightwell en la calle. Al mencionar al gordo, y la interpretación que hacía Reid de las palabras que había pronunciado en la calle, algo cambió en la actitud de Louis. Casi pareció alejarse de mí, abismarse más en sí mismo, y eludió mi mirada.
– ¿Y crees que ése podría ser el mismo individuo que nos vigilaba cuando nos llevamos a G-Mack? -preguntó Ángel. Percibía la tensión entre Louis y yo, y con un movimiento de ojos hacia su compañero casi imperceptible me dio a entender que después ya hablaríamos de eso a solas.
– Las sensaciones que despertó en mí eran las mismas -contesté-. No puedo explicarlo de otra manera.
– Parece uno de los hombres que buscaba a Sereta -dijo Ángel-. Octavio no sabía cómo se llamaba, pero no puede haber muchos hombres como ése por las calles.
Me acordé de la pintura del taller de Claudia Stern, y de las reproducciones y las fotografías que me habían enseñado Reid y Bartek en el Great Lost Bear. Dispuse las imágenes en mi mente por orden de antigüedad, pasando de las pinceladas al sepia, luego al hombre sentado detrás del grupo de Stuckler, antes de recordar, por fin, la figura del propio Brightwell tendiendo los brazos hacia mí de algún modo sin moverse, clavándome las uñas sin ponerme la mano encima. Cada vez tenía un aspecto algo más avejentado, su piel se veía más descompuesta, esa horrenda y dolorosa protuberancia en el cuello era un poco más grande y visible. No, no podía haber muchos hombres así en el mundo. Nunca podía haber habido muchos hombres así.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Ángel-. A Sekula se lo ha tragado la tierra, y era nuestra mejor pista.
Ángel y Louis habían hecho una visita al edificio de Sekula un par de días antes, y habían registrado su apartamento y su despacho. En el despacho no habían encontrado prácticamente nada: expedientes sin ningún interés relacionados con unas cuantas propiedades en la zona triestatal, documentación muy clara de la empresa y una carpeta con el título Ambassade Realty, que sólo contenía una carta con fecha de dos años antes, reconociendo que Ambassade pasaba a ser responsable del mantenimiento y posible arrendamiento de tres almacenes, incluido el de Williamsburg. El apartamento, encima de la oficina, no fue mucho más revelador. Había ropa y artículos de baño, tanto de hombre como de mujer, cosa que aumentaba las probabilidades de que Sekula y la secretaria con el nombre poco acertado de Esperanza fueran pareja; unos cuantos libros y revistas oportunamente anónimos que sugerían que su compañera y él compraban todo su material de lectura en aeropuertos; y una cocina llena de alimentos sanos hasta el aburrimiento, junto con una nevera desprovista de comida de cualquier clase, a excepción de leche pasteurizada. Según Ángel, daba la impresión de que se había hecho una criba y retirado todo aquello que pudiera aportar algún dato mínimamente interesante sobre la vida y el trabajo de Sekula a fin de presentarlo como uno de los individuos más insípidos salidos de una facultad de derecho.
Louis volvió al día siguiente e interrogó a la secretaria que con tanto desenfado me había contestado al teléfono. Si pensó que Louis era policía mientras contestaba a sus preguntas, sin duda se debió a un malentendido por parte de ella, y no a un despiste por lo que a Louis se refería. Ella sólo era recepcionista, contratada por una agencia de empleo temporal sin más responsabilidad que atender el teléfono, leer su libro y limarse las uñas. No había visto a Sekula ni a su secretaria desde el día que la contrataron, y la única manera de comunicarse con él era por mediación de un servicio contestador. Comentó que otros policías se habían presentado en la oficina después del hallazgo en el sótano de Williamsburg, pero que no había podido decirles más de lo que le había dicho a Louis. Creía, no obstante, que alguien había visitado la oficina fuera de horas, y que habían cambiado de sitio algunos objetos en el escritorio de la secretaria y en los estantes de detrás. Ése era, además, su último día, ya que la agencia había llamado para decirle que la trasladaban a otro empleo y sólo debía conectar el contestador antes de marcharse esa tarde.
– Aún nos quedan Bosworth y Stuckler -dije-. En todo caso, la subasta será esta semana, y si Reid y Neddo tienen razón, ese fragmento del mapa va a obligar a salir a la luz a cierta gente.
Louis se puso en pie de golpe y salió. Miré a Ángel en busca de una explicación.
– Son muchas cosas -dijo-. No duerme, no come. Ayer entregaron los restos de Alice para el entierro, y Martha se la llevó a casa. Louis le aseguró que seguiría buscando a los hombres que la mataron, pero ella respondió que ya era demasiado tarde. Le dijo que si creía que hacía todo eso por Alice, se mentía a sí mismo. No estaba dispuesta a darle la bendición para hacer daño a alguien y así sentirse mejor con su vida. Se culpa de lo que ha pasado.
– ¿Me culpa a mí también?
Ángel se encogió de hombros.
– No creo que sea tan sencillo. Ese hombre, Brightwell, sabe algo de ti. Entre tú y el hombre que está detrás de la muerte de Alice existe, de algún modo, una conexión, y Louis no quiere saberlo, no por ahora. Necesita tiempo para resolverlo a su manera, sólo eso.
Ángel cogió una cerveza de la nevera. Me ofreció una. Negué con la cabeza.
– Esto está muy silencioso -dijo-. ¿Has hablado con ella?
– Brevemente.
– ¿Cómo están?
– Bien.
– ¿Cuándo volverán?
– Cuando acabe todo esto, quizá.
– ¿Quizá?
– Ya me has oído.
Ángel dejó de beber y vació el resto de la cerveza en el fregadero.
– Sí -dijo en voz baja-. Te he oído.
Y a continuación me dejó solo en la cocina.
Joachim Stuckler vivía en una casa blanca de dos pisos en una finca de cuatro mil metros cuadrados junto al mar, en las afueras de Nahant, en Essex County. Una alta tapia delimitaba el terreno y una verja electrónica controlaba el acceso. Los jardines estaban bien cuidados y arbustos ya crecidos ocultaban el lado de la tapia que daba al interior. Por delante, la casa principal parecía una vivienda por encima de la media, aunque decorada por griegos borrachos con nostalgia de su tierra natal -la fachada exhibía más columnas que la Acrópolis -, pero cuando crucé la verja y recorrí el camino, alcancé a ver la parte trasera de la casa y advertí que había sido ampliada notablemente. Grandes ventanas panorámicas despedían un resplandor grisáceo a la luz del sol y había un estilizado yate blanco amarrado en un embarcadero de madera. Dejando de lado el dudoso gusto decorativo, parecía que Stuckler disfrutaba de una holgada posición económica.
La puerta de entrada ya estaba abierta cuando me detuve frente a la casa, Murnos me estaba esperando. Por la expresión de su cara adiviné que la decisión de invitarme era de su jefe y que él no la respaldaba en un cien por cien, pero eso me ocurría a menudo. Había aprendido a no tomármelo de manera personal.
– ¿Va armado, señor Parker? -preguntó Murnos.
Procuré adoptar un aire dócil.
– Sólo un poco.
– Ya se la guardamos nosotros.
Le entregué la Smith 10. Acto seguido, Murnos sacó una varita circular de un cajón y me registró con ella. Lanzó un ligero pitido al acercarla al reloj y el cinturón. Murnos se aseguró de que no escondía nada potencialmente letal en uno u otro. Luego me llevó a una sala de estar, donde, junto a un barroco aparador, posaba un hombre bajo y fornido que vestía un traje azul milrayas en marcado contraste con una corbata de un color rosa chillón, imagen que inducía a pensar que llegaba sólo con unas décadas de retraso para que los fotógrafos de celebridades de la revista Life lo inmortalizasen en un magnífico retrato en blanco y negro. Tenía el pelo gris oscuro y peinado hacia atrás, la tez ligeramente morena y los dientes muy blancos. Con el reloj que lucía en la muñeca, yo podría haber pagado la hipoteca de un año. Probablemente con los muebles de la sala y las obras de arte de las paredes podría haber saldado el resto de las hipotecas de Scarborough durante un año. Bueno, quizá no las de Prouts Neck, pero allí la mayoría de la gente no necesitaba gran ayuda para hacer frente a sus facturas.
Se acercó y me tendió una mano. Era una mano muy limpia. Me dio cierto reparo estrechársela, por si ofrecérmela era sólo un gesto de cortesía por su parte y en el fondo temía que lo ensuciara con cualquier tipo de contacto.
– Joachim Stuckler -dijo-. Es un placer conocerlo. Alexis me ha hablado de usted. Su viaje a Maine me resultó bastante caro. Tendré que compensar a los hombres que resultaron heridos.
– No tenía más que llamarme.
– Tengo que ser… -Stuckler se interrumpió y se detuvo como un hombre que busca una manzana especialmente madura en un vergel, y de pronto arrancó la palabra del aire con un delicado gesto-… precavido -concluyó-. Como sin duda ya sabe a estas alturas, rondan por ahí hombres peligrosos.
Me pregunté si Stuckler, a pesar de la pose y el vago afeminamiento, era uno de ellos. Me invitó a tomar asiento y me ofreció té.
– Puede tomar café si lo prefiere. Yo tengo por costumbre tomar té a media mañana.
– Un té ya me viene bien.
Murnos levantó el auricular de un teléfono negro antiguo y marcó una extensión. Momentos después llegó un criado con una bandeja. Con sumo cuidado dejó sobre la mesa una enorme tetera de porcelana y dos tazas a juego, junto con un azucarero, leche y un platillo con rodajas de limón. Una segunda bandeja contenía pastas selectas. Parecían desmigajadas y difíciles de comer. Las tazas, con una orla dorada, eran de una gran delicadeza. Stuckler sirvió un poco de té en una taza y, al comprobar que el color estaba en su punto, siguió vertiéndolo. Tras llenar las dos tazas me preguntó cómo lo prefería.
– Solo -contesté.
Stuckler hizo una leve mueca, pero por lo demás ocultó masculinamente su desagrado.
Bebimos el té. Era todo muy agradable. Sólo necesitábamos que un cretino llamado Algy apareciera con zapatillas de tenis y una raqueta y aquello habría podido ser una comedia de salón, sólo que Stuckler era bastante más interesante de lo que parecía. Otra llamada a Ross, esta vez atendida un poco más deprisa que antes, me había proporcionado cierta información de fondo sobre el hombrecillo pulcro y sonriente que tenía frente a mí. Según el contacto de Ross en el GTI -Grupo de Trabajo Interdepartamental, creado en 1998 para ahondar, entre otras cosas, en los documentos relacionados con los crímenes de guerra nazis y japoneses a fin de encontrar pruebas de colaboración entre organizaciones estadounidenses e individuos de los anteriores regímenes con antecedentes dudosos-, la madre de Stuckler, Maria, había viajado a Estados Unidos con su único hijo poco después de acabarse la guerra. El Servicio de Inmigración intentó deportar a muchas de estas personas, pero la CIA y en especial el FBI de Hoover prefirieron que se quedaran en Estados Unidos para sacarles información acerca de los simpatizantes comunistas procedentes de sus propios países. Por aquel entonces, el gobierno estadounidense no era muy escrupuloso en la selección de extranjeros a quienes acogía: cinco colaboradores de Adolf Eichmann, todos ellos participantes directos en la Solución Final, trabajaban para la CIA, y se realizaron esfuerzos para reclutar al menos a otras dos docenas de criminales de guerra y colaboracionistas.
Tras una serie de negociaciones, Maria Stuckler consiguió entrar en Estados Unidos con la promesa de facilitar documentos referentes a comunistas alemanes, obtenidos por su marido en sus tratos con Himmler. Como mujer astuta que era, entregó material suficiente para mantener vivo el interés de los americanos y, a cada revelación, acercarse un poco más a su objetivo final, que era la nacionalidad estadounidense para su hijo y para ella. Hoover aprobó personalmente su solicitud de nacionalidad cuando ella dio su último alijo de documentos, que hacía referencia a varios judíos izquierdistas que habían huido de Alemania antes de empezar la guerra y después habían prosperado en Estados Unidos. El GTI llegó a la conclusión de que parte de la información de Maria Stuckler fue crucial en las vistas preliminares de McCarthy, lo que a ojos de Hoover la convirtió en una especie de heroína. Su condición de «persona con prerrogativas» le permitió fundar un negocio de antigüedades, que posteriormente heredó su hijo, e importar de Europa objetos de interés con pocas intromisiones, o ninguna, por parte de las autoridades aduaneras estadounidenses. Por lo visto, la anciana aún vivía. Estaba en una residencia de la tercera edad en Rhode Island y conservaba intactas sus facultades a la edad de ochenta y cinco años.
Y allí estaba yo en ese momento, tomando té con su hijo en un salón decorado y pagado con el botín de guerra -si Reid no se equivocaba en cuanto a la colección privada de Stuckler-, y salvaguardado mediante el lento proceso de traición de una mujer ambiciosa, que se prolongó durante más de una década. Me pregunté si eso había molestado a Stuckler alguna vez. Según el contacto de Ross, Stuckler contribuía con generosas donaciones a muchas buenas causas, incluidas varias organizaciones benéficas judías, aunque más de una había rehusado su altruismo una vez conocida la identidad del futuro donante. Acaso fueran auténticos remordimientos de conciencia lo que lo empujaban a hacer estas aportaciones. También podían ser simples relaciones públicas, una manera de desviar la atención de sus negocios y colecciones.
Sentí una inmediata y profunda animadversión por Stuckler, y ni siquiera lo conocía.
– Le agradezco que me conceda un poco de su tiempo -dijo. No tenía el menor acento, ni alemán ni ningún otro. El tono de voz era totalmente neutro, cosa que contribuía a crear la impresión de una imagen cultivada con minuciosidad para dejar traslucir lo menos posible sus orígenes y la verdadera esencia del hombre que se ocultaba detrás.
– Con el debido respeto -dije-, he venido porque según su empleado puede que usted tenga cierta información. El té puedo tomarlo en mi casa.
Pese al insulto intencionado, Stuckler siguió irradiando buena voluntad, como si se complaciera en la sospecha de que todo el que iba a su casa en el fondo lo aborrecía, y esas pullas no eran más que la guinda del pastel.
– Claro, claro. Creo que tal vez pueda ayudarlo. Pero antes de empezar, siento curiosidad por la muerte del señor García, en la que, según tengo entendido, desempeñó usted un papel significativo. Me gustaría saber qué vio en su apartamento.
Ignoraba adónde quería ir a parar con aquello, pero saltaba a la vista que Stuckler estaba acostumbrado al regateo. Probablemente había aprendido ese arte de su madre y lo aplicaba a diario en sus negocios. No iba a sacarle nada a menos que yo le diera a cambio algo equivalente.
– Había esculturas de huesos, recargados candelabros hechos de restos humanos, algunos objetos a medio hacer, y una representación de una deidad mexicana, la Santa Muerte, confeccionada con un cráneo femenino.
Stuckler no pareció sentir el menor interés por la Santa Muerte. Pero sí me pidió una descripción pormenorizada de lo que había visto, y me interrogó sobre detalles de la construcción y la presentación. A continuación hizo una seña a Murnos, que cogió un libro de una mesa y se lo acercó a su jefe. Era un libro de gran formato, con las palabras Memento Mori en rojo sobre el lomo. Ilustraba la tapa una foto de una pieza que podría haber salido del apartamento de García: un cráneo apoyado en un hueso curvo que sobresalía como una lengua blanca de debajo del maxilar maltrecho, al que le faltaban cinco o seis dientes delanteros. El cráneo se sostenía sobre una columna de cinco o seis huesos curvos parecidos.
Stuckler me vio mirarlo.
– Cada hueso es un sacro humano -dijo-. Se ve por las cinco vértebras soldadas.
Pasó cincuenta o sesenta páginas de texto en distintas lenguas, incluidas el alemán y el inglés, hasta llegar a una serie de fotografías. Me entregó el libro.
– Por favor, eche un vistazo a estas fotografías y dígame si algo le resulta familiar.
Las hojeé. Eran todas en blanco y negro, con una tenue pátina sepia. La primera mostraba una iglesia con tres campanarios dispuestos en triángulo. Estaba rodeada de árboles sin hojas y de una vieja tapia de piedra dividida por columnas intercaladas a intervalos regulares y coronadas con cráneos labrados. Las demás fotos mostraban recargados arreglos de cráneos y huesos bajo techos abovedados: grandes pirámides y cruces, guirnaldas de huesos y cadenas blancas; candeleras y candelabros, y por último otra vista de la iglesia, esta vez desde atrás y a la luz del día. Los muros estaban cubiertos de hiedra, pero ésta, por la textura monocroma de la fotografía, parecía un enjambre de insectos, como si una muchedumbre de abejas se apelotonase sobre ellos.
– ¿Esto dónde es? -pregunté. Una vez más, esas fotografías, esa manera de reducir seres humanos a adornos de iglesia, tenían algo de obsceno.
– Antes conteste a mi pregunta -insistió Stuckler.
Blandió un dedo hacia mí en actitud de reproche. Me planteé rompérselo. Miré a Murnos. No necesitó telepatía para adivinarme el pensamiento. Por la expresión de su cara, imaginé que mucha gente, quizás incluso él mismo, había deseado hacer daño a Joachim Stuckler.
Ajeno al dedo, señalé una fotografía pequeña de un arreglo de huesos en forma de ancla expuesto en una hornacina junto a una pared agrietada. Siete húmeros, distribuidos radialmente en torno a un cráneo, se sostenían sobre lo que podían ser fragmentos de esternón u omóplato, colocados a su vez en lo alto de una columna compuesta también de húmeros, que en su parte inferior se unía a un semicírculo de vértebras con los extremos orientados hacia arriba y rematados con sendos cráneos.
– En el apartamento de García había algo parecido a esto -dije.
– ¿Eso es lo que le enseñó al señor Neddo?
No contesté. Stuckler dejó escapar un resoplido de impaciencia.
– Vamos, vamos, señor Parker. Como le he dicho, sé muchas cosas sobre usted y su trabajo. Me consta que consultó a Neddo. Era lógico que lo hiciese: al fin y al cabo, es un reconocido experto en su materia. También es, debo añadir, Creyente. Bueno, en su defensa, tal vez sea más exacto decir que «era Creyente». Les ha dado la espalda, aunque sospecho que conserva la fe en algunos de sus principios más oscuros.
Eso yo no lo sabía. En el supuesto de que Stuckler dijese la verdad, Neddo había mantenido bien oculta su relación con los Creyentes. Esa circunstancia arrojaba nuevas dudas sobre sus lealtades. Había hablado con Reid y Bartek, y cabía suponer que éstos conocían sus antecedentes, pero me pregunté si Neddo también le había hablado a Brightwell de mí.
– ¿Qué sabe usted de ellos? -pregunté.
– Que se trata de un grupo hermético y bien organizado; que creen en la existencia de seres angélicos o demoniacos, y que buscan el mismo objeto que yo.
– El ángel negro.
Por primera vez, Stuckler pareció verdaderamente impresionado. Si yo hubiese sido un poco más inseguro, me habría sonrojado de placer al recibir su aprobación.
– Sí, El ángel negro, aunque yo lo deseo por razones muy distintas. Mi padre murió buscándolo. Supongo que ya conoce mis antecedentes, ¿no? Sí, sospecho que sí. Me extrañaría mucho que acudiese usted a una reunión con un desconocido sin informarse previamente sobre él. Mi padre pertenecía a las SS y también a la Ahnenerbe, que era el equipo del Reichsführer Himmler dedicado a la investigación de lo oculto. Por supuesto, casi todo eso no eran más que paparruchas, pero no así El ángel negro; éste era real, o al menos podía afirmarse con relativa certeza que existía una estatua de plata de un ser en pleno proceso de transformación, a medio camino entre hombre y ser demoniaco. Un objeto así embellecería cualquier colección, al margen de su valor. Pero Himmler, como los Creyentes, creía que era algo más que una simple estatua. Conocía la historia de su creación. Sentía una atracción natural por ese relato. Empezó a buscar los fragmentos del mapa que revelaba el emplazamiento de la estatua y, por eso, cuando descubrió que supuestamente se encontraba en el monasterio de Fontfroide una de las cajas que contenía parte del mapa, mandó que mi padre y sus hombres fueran allí. La Ahnenerbe se jactaba de contar con investigadores extraordinarios, capaces de desentrañar las referencias más misteriosas. Era una misión peligrosa, ante las narices de las fuerzas aliadas, y condujo a mi padre a la muerte. La caja desapareció, y hasta la fecha no he podido localizarla. -Clavó el dedo en el libro-. En respuesta a su pregunta anterior, esto es Sedlec, donde se creó El ángel negro. Por eso García trabajaba en las esculturas de huesos: recibió el encargo de crear una versión del osario de Sedlec, un entorno digno de contener El ángel negro hasta que se descubriesen sus secretos. ¿Eso le resulta extraño?
Un nuevo brillo iluminó sus ojos. Stuckler era un fanático, al igual que Brightwell y los Creyentes. Y, en beneficio mío, su barniz de refinado regateador empezaba a desvanecerse. Cuando se trataba de su peculiar obsesión, no podía contenerse.
– ¿Por qué está tan seguro de que existe? -pregunté.
– Porque he visto réplicas -contestó-. Usted también, en cierto modo. -De pronto se puso en pie-. Acompáñeme, por favor.
Murnos se dispuso a protestar, pero Stuckler levantó la mano para obligarlo a callar.
– No te preocupes, Alexis. Todo está llegando a su conclusión lógica.
Seguí a Stuckler por la casa hasta una puerta debajo de la escalera principal. Murnos no se despegó de mí en ningún momento, ni siquiera cuando Stuckler abrió la puerta con llave y bajó al sótano. Era un espacio amplio, revestido de piedra. En su mayor parte lo ocupaba una colección de vino, alrededor de un millar de botellas, todas cuidadosamente guardadas, con un termostato en la pared para controlar la temperatura. Dejamos atrás los botelleros hasta llegar a una segunda puerta, ésta metálica y provista de un teclado numérico y un escáner de retina. Murnos la abrió y se apartó para dejarnos pasar a Stuckler y a mí.
Nos hallábamos en una habitación cuadrada de piedra. Hornacinas acristaladas en todas las paredes contenían lo que sin duda eran los objetos más preciados de Stuckler: tres iconos, con el dorado todavía intacto, los colores vivos y vibrantes; cálices de oro y recargados crucifijos; pinturas, y pequeñas esculturas de hombres, tal vez romanas o griegas.
Pero dominaba la habitación una escultura de unos dos metros y medio de altura, construida toda ella de huesos humanos. Yo ya había visto una obra similar, sólo que a una escala mucho menor, en el apartamento de García.
Era El ángel negro. Tenía una sola gran ala esquelética, desplegada, cuyos nervios eran radios y cubitos ligeramente curvos. Sus brazos se componían de fémures y tibias para dar sensación de escala, y las grandes piernas articuladas eran un recargado conjunto de huesos soldados con cuidado, sin que apenas se vieran las junturas. Constituían la cabeza fragmentos de muchos cráneos, todos cortados de forma meticulosa y soldados para crear la forma. Se habían empleado costillas y vértebras para construir el cuerno que sobresalía de la cabeza y descendía en curva hacia las grandes clavículas. Se hallaba sobre un pedestal de granito, con las garras asomando ligeramente por el borde y sujetas a la piedra. En su presencia, me invadió una terrible sensación de miedo y repugnancia. Las fotos de los adornos de huesos de Sedlec me habían perturbado, pero es posible que al menos tuvieran algún cometido, que fuera una manera de reconocer el tránsito de todo aquello que es mortal. Esto, en cambio, carecía de mérito: seres humanos reducidos a sus partes constituyentes para crear una imagen de profunda maldad.
– Extraordinaria, ¿no le parece? -preguntó Stuckler.
No sabía cuántas veces la había contemplado, pero, a juzgar por el tono de su voz, esa posesión lo sobrecogía tanto como el primer día.
– Es una manera de describirla -contesté-. ¿De dónde ha salido?
– La descubrió mi padre en el monasterio de Morimondo, en Lombardía, mientras buscaba pistas sobre el fragmento de Fontfroide. Fue la primera señal de que estaba cerca del mapa. Como ve, presentaba ciertos desperfectos. -Stuckler señaló unos huesos fragmentados, una fisura reparada de forma tosca en la espina dorsal y los dedos que faltaban-. Mi padre conjeturó que la habían transportado desde Sedlec probablemente algo después de la inicial dispersión de los fragmentos del mapa, y que al final había llegado a Italia. Un doble farol, quizá, para desviar la atención del original. Ordenó que la escondieran. Tenía varios lugares para objetos como éste, y nadie se atrevía a cuestionar sus órdenes sobre tales asuntos. Habría sido un regalo para el Reichsführer, pero mi padre murió antes de poder organizar el traslado. Así pues, pasó a manos de mi madre después de la guerra, junto con algunos de los otros objetos acumulados por mi padre.
– Pero seguramente podría haberla hecho cualquiera, ¿no? -pregunté.
– No -respondió Stuckler con una convicción absoluta-. Sólo puede ser obra de alguien que examinó el original. Es perfecta hasta el último detalle.
– ¿Cómo lo sabe si usted nunca ha visto el modelo?
Stuckler se acercó a una de las hornacinas y abrió con cuidado la puerta de cristal. Lo seguí. Encendió una luz en su interior y quedaron iluminadas dos pequeñas cajas de plata, ambas con una sencilla cruz labrada en la tapa, en ese momento abierta. A su lado, protegidos entre dos finas láminas de cristal, había dos trozos de vitela, cada uno de unos treinta por treinta centímetros. Vi las secciones de un dibujo que representaba una pared y una ventana con una serie de símbolos en el borde: un Sagrado Corazón entre espinas, un panal, un pelícano. Había asimismo una serie de puntos en cada uno, probablemente números, y los ángulos de lo que acaso fueran corazas o escudos de armas. Casi de inmediato vi la combinación de números romanos y una única letra que había descrito Reid.
En un manuscrito predominaba el dibujo de una gran pierna curvada hacia atrás, y las garras en los pies. Era casi idéntica a la de la estatua que se alzaba detrás de nosotros. Distinguí unas letras ocultas en la pierna, pero no pude leerlas. El segundo manuscrito mostraba medio cráneo: también era idéntico al cráneo de la escultura de huesos de Stuckler.
– ¿Lo ve? -preguntó Stuckler-. Estos fragmentos estuvieron separados durante siglos, desde que se creó el mapa. Sólo alguien que hubiera visto el dibujo pudo construir una representación de El ángel negro, pero sólo alguien que hubiera visto el original pudo hacerlo con tanto detalle. El dibujo es bastante rudimentario, mucho más que la propia escultura. Me ha preguntado por qué creo que existe: por esto.
Di la espalda a Stuckler y la escultura. Murnos me observaba con rostro inexpresivo.
– Así que tiene usted dos de los fragmentos -dije-. Y pujará en la subasta por el tercero.
– Pujaré, como usted dice. Cuando termine la subasta, me pondré en contacto con los demás postores para averiguar quiénes de ellos disponen también de fragmentos del mapa. Nadie conoce la existencia de este sótano y lo que hay en él, aparte de Alexis y yo. Usted es la primera persona ajena a esta casa que tiene el privilegio de verlo, y sólo debido a la inminencia de la subasta. Soy rico, señor Parker. Estableceré contactos. Llegaré a acuerdos y obtendré información suficiente para determinar con exactitud dónde descansa El ángel negro.
– ¿Y los Creyentes? ¿Cree que podrá comprarlos?
– No se deje engañar por la facilidad con que se quitó de encima a los hombres que contraté en Maine, señor Parker. A usted no se le consideró un verdadero peligro. Podemos ocuparnos de ellos, en caso de necesidad, pero preferiría llegar a un pacto conveniente para ambas partes.
Dudaba que eso fuera posible. Por lo que sabía hasta el momento, las razones de Stuckler para buscar El ángel negro eran muy distintas de las de Brightwell y los suyos. Para Stuckler no era más que un simple tesoro que guardaría en su cueva, por más lazos que tuviera con su difunto padre. El ángel negro se alzaría junto a la escultura de huesos, siniestro reflejo una de la otra, y él adoraría a las dos a su obsesiva y aséptica manera. Pero Brightwell, así como el individuo a quien rendía cuentas, creía que algo, un ser vivo, se escondía bajo la plata. Stuckler quería que la escultura permaneciese intacta, sin someterla a examen. Brightwell se proponía explorar su interior.
– ¿Conoce a un tal Brightwell? -pregunté.
Stuckler me miró desconcertado.
– ¿Acaso debería?
No supe si mentía o si de verdad ignoraba la existencia de Brightwell. Me pregunté si éste habría salido de entre las sombras recientemente, impulsado por su convicción de que la larga búsqueda de los Creyentes se acercaba a su fin, y si ésa era la razón por la que Stuckler declaraba no conocerlo. Pese a su aspecto un tanto cómico, Stuckler era a todas luces hábil en lo suyo, y se las había ingeniado para llevar a cabo su propia búsqueda de los fragmentos del mapa evitando, al mismo tiempo, llamar la atención de Brightwell y los suyos. Una situación, ésta, que estaba a punto de cambiar.
– Creo que en cuanto ese individuo descubra que tienen ustedes un objetivo común recibirá noticias de él -dije.
– En ese caso, esperaré con impaciencia el encuentro -contestó Stuckler con un asomo de sonrisa en el semblante.
– Tengo que irme -anuncié, pero Stuckler ya no me escuchaba. Fue Murnos quien me acompañó a la puerta dejando a su jefe absorto en la contemplación de aquellos despojos de seres humanos, ahora soldados en un tétrico homenaje a una maldad antigua e imperecedera.