Los días caen como las hojas de los árboles. Ahora todo está en calma.
La hierba de la marisma está ennegrecida, y cuando el viento sopla del sudeste arrastra consigo el olor a humo. Alguien encontró el cuerpo carbonizado de un cisne flotando en el agua, y se han hallado los restos calcinados de musgaños y liebres entre la maleza chamuscada. Al perro ya no le gusta aventurarse por la zona incendiada, así que los dos límites de su mundo están representados por acontecimientos del pasado reciente: llamas elevándose allí donde no debería haberlas y un hombre deforme ahogándose en un charco de agua ensangrentada mientras una mujer encinta lo ve morir.
Localicé a la joven prostituta llamada Ellen en la Décima Avenida, a sólo un par de manzanas de Times Square. Tras la muerte de G-Mack, me enteré de que la había tomado bajo su protección otro chulo, un maltratador en serie de mujeres y niños, ya maduro, apodado Papi Bobby, a quien le gustaba que sus chicas lo llamaran Papi o Papaíto. Pasaban de las doce de la noche, y vi a hombres solos rondar a las chicas de la calle como halcones volando en círculos en torno a una presa herida. Los vecinos del barrio pasaban de largo junto a las busconas, ya inmunes a semejante espectáculo, mientras que turistas noctámbulos les lanzaban miradas inquietas, en el caso de los hombres quizá prolongándose un poco más de lo necesario antes de volver a fijar la vista al frente o en las caras de sus compañeras, mientras la semilla de su insatisfacción se humedecía ligera y secretamente.
Ellen había cambiado. Antes mantenía una apariencia de mujer dura, y se había comportado con un aplomo que, si no lo sentía de verdad, era una simulación lo bastante buena para permitirle vivir la vida a la que se había visto obligada. Pero, ahora, al observarla en la esquina, con un cigarrillo en la mano izquierda, me pareció perdida y frágil. Algo se había roto dentro de ella, y aún parecía más joven de lo que era. Supuse que eso complacía a Papi Bobby, ya que así podía venderla a hombres con gusto por las quinceañeras, y por consiguiente se impondrían a ella con más saña.
Vi a Papi Bobby a media manzana, apoyado en el escaparate de una tienda de comestibles, haciendo ver que leía el periódico. Como la mayoría de los chulos, se mantenía a distancia de las mujeres a su cargo. Cuando un cliente se aproximaba a alguna de las chicas de su «equipo», como él las llamaba, ella normalmente empezaba a andar hacia Bobby, en parte para no atraer la atención de posibles policías curiosos al entablar conversación con un desconocido en una esquina, pero también para que el chulo pudiera seguirlos de cerca y tal vez oír las negociaciones, asegurándose así de que la chica no intentaba sisarle. En la medida de lo posible, Bobby prefería no mantener contacto alguno con los clientes. A ellos los ponía nerviosos, como él sabía, tratar con un hombre, porque echaba abajo cualquier ilusión que pudieran albergar sobre la transacción que se traían entre manos. Además, si resultaba que el cliente era un policía encubierto, nada relacionaba a Bobby con la chica.
Vi que un hombre observaba a Ellen desde la boca del metro. Era pequeño y pálido, con una gorra de los Dodgers calada hasta las orejas. Sin embargo, la gorra no le ocultaba los ojos, en los que un deseo voraz brillaba aún con mayor intensidad a la sombra de la visera. Con la mano derecha toqueteaba sin cesar un pequeño crucifijo de plata colgado de una cinta de cuero en su muñeca izquierda: una ofrenda equivocada de un sacerdote o terapeuta, tal vez para que, al sentir el impulso, pudiera tocarlo y sacar de él la fuerza para dominar sus apetitos, sólo que tocar el crucifijo se había convertido en parte de sus preparativos, siendo el icono una prolongación de su sexualidad, aumentando con cada caricia su excitación hasta que sexo y culto se ligaban inseparablemente en un mismo acto de transgresión.
Al final decidió acercarse a ella, pero yo pasé junto a él y llegué antes. El hombre parecía a punto de hablar, pero levanté un dedo en señal de advertencia y, a regañadientes, retrocedió y desapareció entre la muchedumbre en busca de otra válvula de escape para sus anhelos.
Sin que él la viera, una figura oscura se separó de una pared y lo siguió.
Ellen tardó un momento en reconocerme. Cuando lo hizo, intentó zafarse con la esperanza de atraer la atención de Papi Bobby. Por desgracia, Papi Bobby estaba ocupado. Dos enormes italoamericanos lo tenían acorralado, uno de los cuales le clavaba una pistola enorme en el costado. Tony Fulci reía. Le había echado un brazo al hombro a Bobby, y obviamente le acababa de decir al chulo que se riera con él, porque la boca de Bobby se abrió a su pesar como una naranja al caerse al suelo. Paulie, el hermano de Toni, estaba detrás de los dos, con la mano derecha en el bolsillo de la cazadora de cuero y la izquierda cerrada al costado, formando un puño como el extremo útil de un mazo. Llevaron a Bobby a una camioneta blanca mugrienta, con el motor al ralentí, Jackie Garner ocupaba el asiento del conductor. Me hizo una señal con la cabeza, casi imperceptible, antes de que metieran a Bobby de un empujón en la parte de atrás y la furgoneta se pusiera en marcha.
– ¿Adónde lo llevan? -preguntó Ellen.
– Da igual.
– ¿Volverá?
– No.
Se horrorizó.
– ¿Y qué voy a hacer sin él? No tengo dinero, ni ningún sitio adonde ir.
Se mordió el labio inferior. Pensé que estaba a punto de llorar.
– Te llamas Jennifer Fleming -dije-. Eres de Spokane, y tienes diecisiete años. Tu madre denunció tu desaparición hace dieciséis meses. Después de eso, su novio fue acusado de agresión, tenencia de una sustancia prohibida destinada a la venta y abusos sexuales a una menor basándose en unas fotografías encontradas en el apartamento que compartía con tu madre. Las fotografías llevaban la fecha. Tú tenías quince años cuando se tomaron. Según tu madre, ella no sabía lo que ocurría. ¿Es verdad?
Jennifer lloraba. Asintió.
– No tienes que volver a casa todavía si no quieres. Conozco a una mujer que lleva un refugio en el norte del estado. Es bonito, y dispondrás de un tiempo para pensar. Tendrás tu propia habitación, y hay campos verdes y un bosque para pasear. Si quieres, tu madre podrá visitarte y podrás hablar con ella, pero no estás obligada a verla hasta que no te sientas preparada.
No sabía cómo reaccionaría. Habría podido marcharse y refugiarse en casa de alguna de las mujeres de mayor edad. Al fin y al cabo, no tenía por qué confiar en mí. Los hombres como G-Mack y Papi Bobby probablemente también le habían ofrecido protección y exigido un precio muy alto a cambio.
Pero no se marchó. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y de pronto no era más que una niña perdida. La mujer en la que se había convertido a la fuerza desapareció por completo, y la niña que aún era ocupó su lugar.
– ¿Podemos ir ahora? -preguntó.
– Sí, podemos ir ahora.
Miró hacia un lado, por detrás de mí. Al volverme, vi a dos hombres que se acercaban. Uno era flaco y negro, con cadenas de oro en la muñeca y el cuello. El otro era un gordo blanco que llevaba una chaqueta guateada roja y zapatillas gastadas.
– ¿Qué coño haces? -preguntó el blanco-. ¿Dónde está Bobby?
– Mira detrás de ti -indiqué.
– ¿Cómo?
– Ya me has oído: mira detrás de ti.
Se volvió. Fue un movimiento rápido, como el de un perro al cazar una mosca de una dentellada. Junto a la boca del metro, apenas a tres metros, Ángel nos observaba. Louis se reunía en ese momento con él. Al acercarse, tiró algo a una papelera. Parecía una gorra de los Dodgers.
Ángel hizo una señal con la mano. El gordito dio una palmada a su compañero en el hombro y el negro bajo se volvió para ver qué pasaba.
– Joder -exclamó.
– Si no os vais ahora mismo, esos hombres os matarán.
Cruzaron una mirada.
– La verdad es que Bobby nunca me ha caído bien -dijo el blanco.
– ¿Quién es Bobby? -preguntó el negro.
Se alejaron y yo me marché con Jennifer. Ángel y Louis no se separaron de nosotros hasta que recuperamos mi coche del aparcamiento. Viajamos hacia el noroeste bajo un cielo sin estrellas. Jennifer durmió parte del trayecto, y luego encontró una emisora que le gustó. Emmylou Harris cantaba Here, There and Everywhere de Lennon y McCartney, una de esas versiones que ha oído muy poca gente pero que todos deberían conocer.
– ¿Te gusta esto? -preguntó Jennifer.
– Está bien.
– Me gustan los Beatles. Su versión es mejor, pero ésta tampoco está mal. Es más triste.
– A veces lo triste está bien.
– ¿Estás casado? -preguntó de pronto.
– No.
– ¿Tienes novia?
No supe qué contestar.
– Tenía, pero ya no. Pero tengo una hija pequeña. Tuve otra hija, pero murió. Ella también se llamaba Jennifer.
– ¿Por eso has vuelto a buscarme, porque nos llamamos igual?
– Si así fuera, ¿bastaría con eso?
– Supongo que sí.
– ¿Qué le pasará a Papi Bobby?
No contesté.
– Ah -dijo ella, y permaneció un rato callada. A continuación explicó-: Yo estaba allí, ¿sabes?, la noche en que mataron a G-Mack. En realidad no se llamaba así. Su verdadero nombre era Tyrone.
Ahora íbamos por la carretera, alejándonos de la interestatal. Había poco tráfico. Más adelante, luces rojas subían hacia el cielo como luciérnagas mientras a lo lejos un coche ascendía por una colina oscura e invisible.
– No vi al hombre que lo mató -añadió-. Me fui antes de que llegara la policía. No quería problemas. Pero me encontraron, y me preguntaron por esa noche, y yo les dije que no estaba con él cuando murió. -Miró por la ventana. Su cara se reflejaba en el cristal-. Lo que quiero decir es que puedo guardar un secreto. No hablaré. No vi al asesino de Tyrone, pero oí lo que dijo antes de apretar el gatillo. -No apartó la mirada del cristal-. No se lo diré a nadie más. Para que lo sepas, no se lo diré nunca a nadie.
– ¿Qué dijo? -pregunté.
– Dijo: «Ella era de mi misma sangre».
Todavía hay cajas en el pasillo, y ropa en las sillas. Algunas cosas son de Rachel, otra de Sam. Hoy han enterrado al hijo de Ellis Chambers, pero no he asistido al funeral. Salvamos a quienes podemos salvar. Eso me digo.
La casa está muy silenciosa.
Hace un rato he dado un paseo hasta la playa. El viento soplaba del este, pero he sentido una brisa cálida en la cara al mirar tierra adentro, y he oído los susurros de voces al pasar mientras el mar las llamaba, para acogerlas en sus profundidades, y he cerrado los ojos y he dejado que se deslizaran sobre mí, sintiendo su roce como la seda y resonando su gracia momentáneamente muy dentro de mí antes de disiparse y desaparecer. Alcé la vista, pero no había estrellas ni luna ni luz.
Y en la oscuridad, más allá de la noche, espera Brightwell.
He estado durmiendo, sentado en una silla de mimbre en la galería, envuelto en una manta. Pese al frío, no quiero entrar y, tumbado en la cama donde hace tan poco tiempo ella también yacía, contemplar los recordatorios vacíos de nuestra vida en común. Ahora algo me ha despertado. La casa ya no está en silencio. Una silla cruje en la cocina. Se cierra una puerta. Oigo lo que podrían ser unos pasos, y la risa de una niña.
Ya te dijimos que ella se iría.
Fue decisión mía. No añadiré más nombres al palimpsesto del corazón. Expiaré mis faltas y mis pecados serán perdonados.
El carillón de viento del pasillo entona su canción en la noche quieta y oscura, y siento acercarse una presencia.
Pero nosotras no nos marcharemos nunca.
Está todo bien, está todo bien.