23

Llegamos a Praga a última hora de la tarde tras una escala en Londres. Stuckler había muerto. Después de nuestra conversación con Bosworth habíamos alquilado un coche en Nueva York y nos habíamos dirigido a su casa, pero cuando llegamos, la policía ya estaba allí y un par de llamadas nos confirmaron que el coleccionista y sus hombres habían sido asesinados y que la gran escultura de huesos de su tesoro tenía un orificio en el pecho. Ángel se reunió con nosotros en Boston poco después, y esa noche partimos hacia Europa.

Estuvimos tentados de seguir hasta Sedlec, que se hallaba a unos sesenta kilómetros de la ciudad, pero antes se requerían ciertos preparativos. Además, estábamos cansados y teníamos hambre. Tomamos habitación en un hotel pequeño y confortable de un barrio conocido como Mala Strana, que al parecer significaba «Ciudad Menor», según la joven de recepción. Cerca de allí, una pequeña vía de funicular subía por el monte Petrin desde una calle llamada Ujezd, los tranvías traqueteaban por encima de ella y a veces saltaban chispas de sus conexiones a las catenarias y dejaban en el aire un intenso olor a quemado. Las calles estaban adoquinadas, y los graffiti cubrían por completo algunas paredes. Quedaban restos de nieve en las esquinas que se encontraban a la sombra y en el río Moldava había hielo.

Mientras Louis hacía unas llamadas, telefoneé a Rachel y le dije dónde estaba. Era tarde, y temí despertarla, pero quería informarla de que había abandonado el país. Al parecer, su mayor preocupación seguía siendo el perro, pero yo lo había dejado en buenas manos en casa de un vecino. Sam estaba bien, y tenían planeado ir a ver a la hermana de Rachel al día siguiente. Noté a Rachel menos locuaz, pero empezaba a ser la misma de antes.

– Siempre he querido conocer Praga -dijo al cabo de un rato.

– Lo sé. Quizás en otra ocasión.

– Quizás. ¿Cuánto tiempo estarás allí?

– Un par de días.

– ¿Estás con Ángel y Louis?

– Sí.

– Tiene gracia que vayas a un sitio como Praga con ellos y no conmigo, ¿no?

Por el tono de su voz, no daba la impresión de verle la menor gracia.

– No es nada personal -dije-. Y tenemos habitaciones separadas.

– Eso debería tranquilizarme, supongo. Cuando vuelvas, si vienes aquí, podemos hablar.

Advertí que no dijo cuándo volvería ella a casa, ni si volvería, y no se lo pregunté. Yo iría a Vermont a mi regreso y hablaríamos, y quizá me marchara a Scarborough solo.

– Me parece buena idea -comenté.

– No has dicho que te gustaría hacerlo.

– Siempre que alguien me ha dicho que teníamos que hablar, al acabar la conversación nunca me he sentido mejor que antes de empezarla.

– No tiene por qué ser así, ¿verdad?

– Eso espero.

– Te quiero -dijo ella-. Eso lo sabes, ¿no?

– Lo sé.

– Por eso todo es tan difícil, ¿verdad? Pero tú debes elegir la vida que quieres llevar. Los dos debemos elegir, supongo.

Se le apagó la voz.

– Tengo que colgar -dije-. Te veré a la vuelta.

– Bien.

– Adiós, Rachel.

– Adiós.


El hotel nos reservó una mesa en un restaurante llamado U Modre Kachnicky, o el Patito Azul, situado en una discreta calle secundaria adyacente a Ujezd. El restaurante tenía una decoración muy recargada, con cortinas y alfombras y grabados antiguos, y espejos que le daban una impresión de espacio al piso inferior, algo más pequeño. La carta incluía mucha caza, la especialidad de la casa, así que pedimos pechuga de pato y venado, las distintas carnes iban acompañadas de salsas a base de arándano, enebro y ron de Madeira. Compartimos un tinto frankovka y comimos en relativo silencio.

Cuando todavía no habíamos acabado los segundos, un hombre entró en el restaurante y la jefa de camareras lo condujo hacia nuestra mesa. Parecía la clase de hombre que vendía teléfonos móviles robados en Broadway: cazadora de cuero, vaqueros, camisa de color sospechoso y una barba que no se sabía muy bien si es que se había olvidado de afeitarse o si era un vagabundo. Pero no iba a ser yo quien sacase el tema a colación. En su cazadora habrían cabido fácilmente dos como yo, siempre y cuando alguien hubiese encontrado la manera de extraer a su actual ocupante sin romperla, ya que el cuero parecía apretarle un poco. Me pregunté si tendría algún parentesco con los Fulci, tal vez de los tiempos en que el hombre descubrió el fuego.

Se llamaba Most, según Louis, que por lo visto ya había tratado con él. Most era un papka, o padre, de una de las brigadas criminales de Praga, relacionado por matrimonio con el Vor v Zakone, el «ladrón de ley» responsable de todo el crimen organizado local. En la República Checa, las organizaciones criminales se estructuraban principalmente en torno a estas brigadas, de las que había unas diez en todo el país. Se dedicaban al crimen organizado, la trata de blancas desde los países del antiguo bloque del Este, proxenetismo, robo de automóviles, tráfico de drogas y armas, pero las líneas de demarcación entre las bandas criminales se desdibujaban cada vez más a medida que aumentaba el número de inmigrantes. Ucranianos, rusos y chechenos se encontraban en ese momento entre los principales elementos del crimen organizado del país, y ninguno de ellos se andaba con contemplaciones a la hora de utilizar la violencia y la brutalidad contra sus víctimas o, inevitablemente, entre sí. Cada grupo tenía su propia especialidad. Los rusos se interesaban más por los delitos económicos, en tanto que los agresivos ucranianos preferían los atracos a bancos y los robos en serie. Los búlgaros, que antes se concentraban en los clubes eróticos, ahora se diversificaban en el robo de automóviles, el tráfico de drogas y el suministro de prostitutas búlgaras a los burdeles; los italianos, menos numerosos, se centraban en la compraventa de inmuebles. Los chinos optaban por los casinos y los burdeles, así como el transporte ilegal de inmigrantes y los secuestros, aunque tendían a mantener estas actividades dentro de sus grupos étnicos; y los albaneses intervenían un poco en todo, desde drogas a la recaudación de deudas y el comercio de cuero y oro. Los lugareños se veían obligados a luchar por su territorio contra una nueva generación de criminales inmigrantes que no se atenían a las antiguas reglas. En comparación con los recién llegados, Most era un especialista de la vieja guardia. Le gustaban las armas y las mujeres, posiblemente las dos juntas.

– Hola -saludó-. ¿Está bueno?

Señaló los medallones de ciervo en salsa de arándanos en el plato de Ángel, rodeados de tallarines de espinacas.

– Sí -contestó Ángel-. Buenísimo.

Cogió uno de los medallones que quedaban en el plato de Ángel con dos de sus enormes dedos y se lo dejó caer en la boca, tan grande como el túnel Holland.

– Oye -exclamó Ángel-, que yo no…

Most lanzó una mirada a Ángel. No era amenazadora, ni siquiera vagamente intimidatoria; era la mirada que dirigiría una araña a una mosca atrapada en su red si de pronto el insecto sacase una breve declaración de derechos y empezase a quejarse a pleno pulmón de la violación de sus libertades.

– …no me lo iba a comer de todos modos -acabó Ángel con tono no muy convincente.

– Así defiendes tus derechos -dije.

– Pues tú no te las des de listo -respondió Ángel-. Vas a tener que compartir lo tuyo para compensar.

El grandullón se limpió los dedos en la servilleta y tendió una mano a Louis.

– Most -dijo.

– Louis -contestó, y nos presentó a Ángel y a mí.

– ¿«Most» no significa puente? -pregunté. Había visto carteles en las calles que indicaban a los turistas la dirección hacia Karluv Most, el «puente de Carlos».

Most abrió las manos con el gesto de satisfacción propio de aquellos que ven hacer un esfuerzo a quienes visitan su país. No sólo le comprábamos armas, sino que además aprendíamos el idioma.

– Puente, sí, así es -confirmó Most. Movió las manos imitando una balanza-. Yo soy un puente: un puente entre los que tienen y los que quieren.

– Sí, tumbado sería un puto puente entre Europa y Asia, eso desde luego -comentó Ángel entre dientes.

– ¿Cómo? -preguntó Most.

Ángel levantó el cuchillo y el tenedor y sonrió con la boca llena de ciervo.

– Una carne muy buena -comentó-. Mmmmm.

Most no se quedó muy convencido, pero lo dejó pasar.

– Tenemos que irnos -dijo-. Estoy muy ocupado.

Pagamos la cuenta y seguimos a Most hasta la esquina entre las calles Nebovidska y Harantova, donde tenía aparcado un Mercedes negro.

– Guau -exclamó Ángel-. Un coche de gánster. ¡Qué discreto!

– No te cae bien, ¿verdad? -pregunté.

– No me gustan los grandullones que abusan de los demás por su tamaño.

No pude por menos de reconocer que Ángel seguramente tenía razón. Most era un poco capullo, pero necesitábamos lo que nos ofrecía.

– Procura ser amable -aconsejé-. No es que vayas a adoptarlo.

Nos metimos en el coche, Louis y Ángel en el asiento trasero y yo en el del acompañante, junto a Most. Pese a ir desarmado, Louis no parecía inquieto. Para él, aquello era una simple transacción mercantil. Most, a su vez, probablemente sabía lo bastante sobre Louis como para no jugársela.

Cruzamos el Moldava y, tras dejar atrás los restaurantes para turistas y pequeños bares de barrio, y una gran estación de ferrocarril al final, nos encaminamos hacia la enorme torre de comunicaciones que dominaba el cielo nocturno. Tomamos por varias calles secundarias hasta llegar a una puerta bajo un letrero luminoso que representaba la figura de Cupido traspasando un corazón con una flecha. El club se llamaba Deseo de Cupido, lo que tenía su lógica. Most paró enfrente y apagó el motor. En la entrada del club había una verja de barrotes y un portero de aspecto aburrido. La verja estaba abierta. Most entregó las llaves del coche a su empleado, y bajamos por una escalera hacia un bar pequeño y mugriento. Mujeres de Europa del Este, rubias y morenas, todas aburridas y consumidas, permanecían sentadas en la penumbra con refrescos entre las manos. De fondo se oía música rock. Tras la barra trabajaba una alta pelirroja con tatuajes en los brazos. No se veía a ningún hombre. Cuando llegó Most, la camarera le abrió una Budvar y le habló en checo.

– ¿Quieren tomar algo? -tradujo Most.

– No, gracias -respondió Louis.

Ángel echó un vistazo al burdel que, por no tener, no tenía pretensiones siquiera.

– Esto es hora punta -comentó-. ¿Cómo será cuando está tranquilo?

Seguimos a Most hacia el interior del edificio pasando ante las puertas numeradas y abiertas de habitaciones con camas de matrimonio, sin nada más que almohadas y una sábana, y con las paredes decoradas con pósters enmarcados de desnudos vagamente artísticos, hasta llegar a un despacho. Dentro había un hombre sentado en una silla tapizada, atento a tres o cuatro monitores que mostraban la entrada del club, lo que parecía el callejón de atrás, dos vistas de la calle y la caja registradora detrás de la barra. Most continuó hasta el fondo, hacia una puerta de acero. La abrió con un par de llaves, una de su cartera y la otra de un hueco cerca del suelo. Dentro había cajas de bebidas alcohólicas y cartones de tabaco, pero sólo ocupaban parte del espacio. Detrás había un pequeño arsenal.

– Bien -dijo Most-. ¿Qué desean?

Louis había dicho que no tendríamos problemas para adquirir armas en Praga, y tenía razón. Antes la República Checa era un líder mundial en producción y exportación de armas, pero a partir de 1989 el fin del comunismo originó el declive de la industria. Aun así, quedaban todavía unos treinta fabricantes en el país, y los checos no se andaban ya con tantos miramientos respecto a los países a los que exportaban armas. Zimbabue tenía razones para agradecer a los checos la violación del embargo sobre la exportación de armas, al igual que Sri Lanka e incluso Yemen, ese amigo de los intereses estadounidenses en el extranjero y blanco de un embargo no vinculante de la ONU. Hubo intentos de exportar armas a Eritrea y la República Democrática del Congo mediante licencias de exportación a países no embargados, que después se empleaban para reenviar el cargamento a su verdadero destino. Algunas armas se adquirían legítimamente, o eran excedentes vendidos a traficantes, pero otras llegaban por vías más oscuras, y yo sospechaba que gran parte del inventario de Most había seguido ese cauce. Al fin y al cabo, en 1995 se descubrió que la Unidad Antiterrorista de la Policía Nacional Checa, la URNA, vendía sus propias armas, municiones e incluso explosivos Semtex a elementos del crimen organizado. Miroslav Kvasnak, el jefe de la URNA, fue depuesto de su cargo, pero eso no fue óbice para que después lo nombraran subdirector del Servicio de Inteligencia del ejército checo y luego agregado de defensa checo en la India. Si la policía había llegado al punto de vender armas a los mismos delincuentes que supuestamente debía perseguir, significaba que el libre mercado se había impuesto con creces. Como mínimo, los checos, imbuidos de los recién descubiertos placeres del capitalismo, entendieron de sobra cómo crear una sociedad basada en la iniciativa privada.

Contra la pared del fondo había armeros: sobre todo armas se-miautomáticas, junto con algunas escopetas, incluidas un par de escopetas tácticas FN de la policía, a todas luces recién salidas de fábrica. Vi fusiles de asalto CZ 2000 y cinco ametralladoras 5.56N montadas en sus horquillas y colocadas en una mesa al lado de sus hermanos menores. Junto a ellas estaban los cargadores M-16 y las bandas de cartuchos M-249 perfectamente apilados. También había fusiles AK-47 y varios estantes de sus análogos Vz.58. Había otros armeros al lado con diversas armas automáticas y semiautomáticas, así como una selección de pistolas expuestas sobre un par de mesas de caballetes cubiertas con hule. Casi todo el material era nuevo, y buena parte parecía armamento militar reglamentario. Daba la impresión de que la mitad de las mejores armas del ejército checo se hallaba almacenada en el sótano de Most. Si invadían el país, tendrían que arreglárselas con cerbatanas y maldiciones hasta que alguien reuniera dinero suficiente para volver a comprar las armas.

Ángel y yo observamos cómo Louis comprobaba sus armas preferidas accionando la corredera, verificando la entrada de balas en la recámara, e insertando y expulsando cargadores mientras elegía. Finalmente se decantó por tres pistolas Heckler & Koch calibre 45, con silenciadores Knight para reducir el fogonazo y el ruido. Iban marcadas con el rótulo USSOCOM en el cañón, lo que significaba que se fabricaron originariamente para el Mando de Operaciones Especiales estadounidense. El cañón y la corredera eran un poco más largos que los de la H &K 45 convencional, y tenían una rosca en la boca del cañón para acoplar el silenciador, junto con un módulo de mira láser montado delante de la guarda. También eligió machetes Gerber Patriot y, para su uso particular, una pistola metralleta Steyr de nueve milímetros provista de un cargador de treinta balas y silenciador, éste más largo que la propia pistola.

– Nos llevaremos doscientas balas para las cuarenta y cinco, y tres cargadores de treinta para la Steyr -dijo Louis al acabar-. Los machetes nos los dejará gratis.

Most estuvo de acuerdo en el precio por las armas de fuego, si bien su satisfacción con la venta se vio algo empañada por las aptitudes negociadoras de Louis. Nos marchamos con las armas. Most nos regaló incluso las fundas, aunque lo cierto es que estaban un poco gastadas. El Mercedes seguía aparcado enfrente, pero había otro hombre sentado al volante.

– Mi primo -explicó Most. Me dio una palmada en el brazo-. ¿Seguro que no quiere quedarse y divertirse un rato?

Yo no veía una concordancia natural entre las palabras «diversión» y «Deseo de Cupido».

– Tengo novia -dije.

– Podría tener otra -contestó Most.

– No lo creo. No me va demasiado bien con la que tengo.

Most no ofreció chicas a Ángel y Louis. Se lo comenté a ellos en el camino de regreso al hotel.

– Quizá tú seas el único de los tres que parece descarriado -sugirió Ángel.

– Sí, será eso, llevando vosotros esa vida tan sana y tal.

– Ya tendríamos que estar allí -comentó Louis.

Se refería a Sedlec.

– No son tontos -repliqué-. Llevan mucho tiempo esperando este momento. Querrán examinar el lugar antes de actuar. Necesitarán equipo, transporte, hombres, y no intentarán llevarse la estatua antes de oscurecer. Estaremos esperándolos cuando lleguen.


Fuimos a Sedlec al día siguiente, para ello tomamos la autopista hacia Polonia porque se llegaba antes que por la ruta más directa, a través de pueblos y ciudades. Pasamos entre maizales y campos de remolacha, recuperándose aún después de la cosecha, y cruzamos espesos bosques con pequeñas cabañas en los lindes para los cazadores. Según la guía que yo había leído en el avión, más al sur, en los bosques bohemios, había osos y lobos, pero allí la fauna se reducía básicamente a mamíferos de pequeño tamaño y aves de caza. A lo lejos, vi aldeas de tejados rojos, elevándose los campanarios de sus iglesias por encima de las casas. Tras abandonar la autopista atravesamos la ciudad industrial de Kolin y los pasos a nivel de las líneas de ferrocarril que conducían en dirección este hacia Moscú, y en dirección sur, hacia Austria. Había casas en ruinas y otras en vías de restauración. Anuncios de cerveza colgaban de las ventanas, y ante las puertas había menús escritos con tiza.

Sedlec casi se había convertido en un barrio de Kutná Hora. Un enorme monte se alzó ante nosotros: el Kank, según el mapa, la primera gran mina que se excavó en la ciudad tras descubrirse plata en los terrenos de la Iglesia católica. Yo había visto en la guía fotos de las minas. Me recordaron a las representaciones del infierno del Bosco, con hombres que descendían bajo tierra vestidos con túnicas blancas para ser vistos a la tenue luz de sus lámparas, y con la espalda cubierta de cuero para poder deslizarse rápidamente por los pozos de la mina sin hacerse daño. Llevaban pan para seis días, porque se requerían cinco horas para volver a subir a la superficie, de modo que los mineros permanecían bajo tierra casi toda la semana, saliendo sólo el séptimo día para ir a misa, pasar el rato con sus familias y re-abastecerse de víveres antes de regresar al mundo subterráneo. La mayoría llevaba encima una imagen de santa Bárbara, la santa patrona de los mineros, ya que quienes morían en las minas no disponían de sacerdotes ni de los últimos sacramentos, y sus cuerpos permanecerían probablemente bajo tierra aun cuando se los encontrara entre los escombros después de un hundimiento. Con santa Bárbara cerca de ellos, creían que de todos modos hallarían el camino del cielo.

Y por tanto la ciudad de Kutná Hora descansaba aún sobre los restos de las minas. Bajo sus edificios y calles se extendían kilómetros y kilómetros de túneles, y la tierra se mezclaba con los restos de aquellos que habían muerto para llevar la plata a la superficie. Ése, pensé, era un lugar adecuado para el enterramiento de El ángel negro: un antiguo puesto de avanzada de un infierno oculto en el este de Europa, un pequeño rincón de la colmena que era el mundo.

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