El mexicano yacía entre los restos de la mesa de caballetes, con una maraña de hojas de papel desechadas en torno a los pies como los jirones de una mortaja. Una de las latas de pintura se había abierto y le había salpicado de blanco la mitad inferior del cuerpo. Impulsada por los latidos de su corazón cada vez más débil, la sangre manaba rítmicamente del orificio del pecho y se mezclaba con la pintura. Se aferró al borde del agujero abierto en la pared con la mano derecha y sus dedos avanzaron como las patas de una araña por los ladrillos en un esfuerzo por tocar el cráneo depositado en el altar.
– Muertecita -repitió, pero ahora pronunciaba las palabras en un susurro-. Reza por mí.
Louis y Ángel aparecieron en la puerta.
– Mierda -exclamó Louis-. Te dije que no lo mataras.
El polvo flotaba aún en la habitación e impedía ver el contenido del hueco en la pared. Se arrodilló junto al moribundo. Agarró la cara del mexicano con la mano derecha y la volvió hacia él.
– Dímelo -ordenó-. Dime dónde está la chica.
El mexicano mantuvo la mirada fija en un punto lejano. Seguía moviendo los labios, repitiendo su mantra. Sonrió, como si hubiese vislumbrado algo invisible para nosotros, un desgarrón en el tejido de la existencia que le permitía atisbar por fin el premio, o el castigo, que era suyo y sólo suyo. Me pareció advertir asombro en su expresión, y temor, incluso cuando los ojos empezaron a perder su brillo y los párpados a cerrarse.
Louis lo abofeteó. Tenía una pequeña fotografía de Alice en la mano derecha. Yo no la había visto antes. Me pregunté si se la había dado su tía, o si era de él, una reliquia de una vida que había dejado atrás pero que no había olvidado.
– ¿Dónde está? -preguntó Louis.
García tosió y echó una bocanada de sangre. Con los dientes teñidos de rojo trató de articular la imprecación una última vez, y de pronto se estremeció y su mano, ya sin vida, se desprendió de la pared y cayó haciendo salpicar la pintura blanca.
Louis agachó la cabeza y se llevó la mano a la cara, la foto de Alice en contacto con su piel.
– Louis -dije.
Alzó la vista, y por un momento no supe cómo seguir.
– Creo que la he encontrado.
La Unidad de Emergencias fue la primera en llegar, atendiendo a la alerta de «tiroteo» de la centralita que asignaba los casos. Poco después yo me encontraba ante los cañones de sus metralletas Ruger Mini-14 y H &K de 9 milímetros, intentando identificar los apellidos y números de placa de quienes las empuñaban en la confusión de luces y gritos que acompañó a su llegada. Los policías de la unidad echaron un vistazo a la habitación donde se había producido el homicidio, al mexicano muerto, a los huesos dispersos por el apartamento, y por fin, cuando comprobaron que la acción había terminado por esa noche, se retiraron y dejaron el asunto en manos de sus colegas de la Nueve Seis. Al principio intenté responder a sus preguntas de la mejor manera posible, pero pronto me sumí en el silencio. En parte era para protegernos, a mis dos amigos y a mí -no quería dar demasiada información antes de poner en orden mis pensamientos y tener preparada una versión de la historia-, pero también a causa de una imagen que no podía quitarme de la cabeza. Una y otra vez veía a Louis de pie delante del agujero entre los ladrillos, con la vista fija en la calavera de una chica a la que había conocido en otro tiempo, con las manos en alto ante ella, deseando tocar lo único que quedaba, pero incapaz de hacerlo. Lo observé cuando se retrotrajo a otro tiempo y lugar: una casa llena de mujeres, con las que pronto dejaría de estar, en el momento en que otra más se sumaba al grupo.
Me acuerdo de ella. Me acuerdo de cuando era un bebé y yo la vigilaba mientras las mujeres guisaban o limpiaban. Era el único hombre que la cogía en brazos, porque su padre, Deeber, estaba muerto. Lo mate yo. Él fue el primero. Me arrebató a mi madre, y yo en venganza lo borré de la faz de la tierra. Entonces no sabía que la hermana de mi madre estaba embarazada de él. Sólo sabía, pese a que no tenía pruebas, que él había infligido tanto daño a mi madre que ella había muerto, y que de igual manera me haría daño a mí cuando se le presentara la ocasión. Así que lo maté, y su hija se crió sin padre. Era un hombre miserable con apetitos miserables, con ansias que acaso hubiese saciado con la niña al cabo de un tiempo, pero ella no llegó a verlo ni a comprender la clase de hombre que era. Ella siempre tuvo preguntas, dudas persistentes, y cuando empezó a adivinar la verdad de lo sucedido, yo estaba lejos de ella. Desaparecí un día en el bosque cuando ella era aún una niña y elegí mi propio camino. Me aparté de ella y las demás, y no supe qué desgracia había caído sobre ella hasta que ya era demasiado tarde.
Eso me digo: no lo sabía.
Más adelante nuestros caminos se cruzaron en esta ciudad. Intenté rectificar mis errores, pero no pude. Eran demasiado graves y no podían deshacerse. Y ahora está muerta, y yo no puedo por menos de preguntarme: ¿soy yo el responsable? ¿Puse yo esto en marcha al decidir, con toda la calma del mundo, quitarle la vida a su padre antes de que ella naciera? En cierto sentido, ¿no éramos los dos padres de la mujer que llegaría a ser? ¿No soy responsable de su vida y de su muerte? Era sangre de mi sangre, y se ha ido, y con su fallecimiento yo soy menos de lo que era.
Lo siento. Lo siento mucho.
Y me volví cuando bajó la cabeza, porque no quería verlo en ese estado.
Me pasé el resto de la noche, y buena parte de la mañana, en la Nueve Seis en Meserole Avenue, siendo interrogado por la policía de Nueva York. Como ex policía, aun cuando quedaban preguntas sin responder en mi pasado, mis antecedentes me sirvieron de algo. Les dije que había recibido un soplo sobre el apartamento del mexicano y había encontrado la puerta del almacén abierta. Entré, vi lo que contenía el apartamento, y me disponía a llamar a la policía cuando me atacaron. Al defenderme maté a mi agresor.
Me interrogaban dos inspectores, una tal Bayard y su compañero, un pelirrojo llamado Entwistle. Al principio se mostraron especialmente amables, debido en gran medida al hecho de que a mi derecha estaba sentada Frances Neagley. Antes de llegar yo a Nueva York, Louis había dispuesto que el bufete Early, Chaplin & Cohen, del que Frances era socia mayoritaria, me ingresara una suma nominal en mi cuenta. Oficialmente, yo trabajaba para ella y, por lo tanto, podía acogerme al secreto profesional si me hacían preguntas incómodas. Frances era alta, iba impecablemente arreglada a pesar de la hora de mi llamada, y ofrecía una imagen encantadora, pese a que frecuentaba la clase de bares donde se secaba la sangre en el suelo los fines de semana, y tenía fama de levantar tal muro en los interrogatorios que, a su lado, el titanio parecía maleable. Ya había conseguido distraer, y asustar a la vez, a la mayoría de los policías con quienes había estado en contacto.
– ¿Quién le dio el soplo sobre García? -preguntó Entwistle.
– ¿Así se llamaba?
– Eso parece. Ahora mismo el buen hombre no está en situación de confirmarlo.
– Preferiría no decirlo.
Bayard echó una ojeada a sus notas.
– ¿No sería un chulo llamado Tyrone Baylee, alias G-Mack, por casualidad?
No contesté.
– La mujer que usted tenía que encontrar trabajaba para él, ¿verdad? Supongo que habló con él. Es decir, sería absurdo no hablar con él si la buscaba, ¿no?
– Hablé con mucha gente -respondí.
– ¿Adónde quiere ir a parar, inspector? -intervino Frances.
– Sólo me gustaría saber cuándo habló el señor Parker por última vez con Tyrone Baylee.
– El señor Parker no ha confirmado ni negado haber hablado con ese hombre, así que la pregunta no es pertinente.
– Sí lo es para el señor Baylee -dijo Entwistle. Tenía los dedos amarillentos y la voz tomada a causa de un catarro-. Ingresó de madrugada en Woodhull con heridas de bala en la mano y el pie derechos. Llegó allí arrastrándose. Si tenía alguna esperanza de ser lanzador de los Yankees, ya no le queda ninguna.
Cerré los ojos. Louis no creyó necesario mencionar que había infligido un pequeño castigo a G-Mack.
– Hablé con Baylee anoche, a eso de las doce o la una -expliqué-. Él me dio la dirección de Williamsburg.
– ¿Le disparó usted?
– ¿Le ha dicho él que yo le disparé?
– Está anestesiado. Aún no hemos oído qué tiene que decir.
– No le disparé yo.
– ¿No sabrá quién fue?
– Pues no.
Frances volvió a terciar.
– ¿Podemos pasar a otro tema, inspector?
– Disculpe, pero su cliente, su empleado o como usted quiera llamarlo, parece nocivo para la salud de la gente con la que se cruza.
– Pues, en ese caso -repuso Frances, con un tono muy razonable-, o lo declara amenaza para la salud pública y lo suelta o presenta cargos contra él.
Admiré la hostilidad con que hablaba Frances, pero no parecía buena idea provocar a esos policías con el cadáver de García aún caliente, G-Mack recobrándose todavía de las heridas de bala y la sombra del Centro de Detención Metropolitano de Brooklyn cerniéndose sobre mis futuros planes de alojamiento.
– El señor Parker ya ha matado a un hombre -señaló Entwistle.
– Un hombre que intentaba matarlo a él.
– Eso es lo que él dice.
– Vamos, inspector, esto es el pez que se muerde la cola. Seamos adultos. Tiene una habitación destrozada a balazos; un almacén ruinoso lleno de huesos, algunos de los cuales, como quizá se demuestre, pertenecen a la mujer que el señor Parker buscaba, y dos cintas de vídeo que al parecer contienen las imágenes del asesinato de una mujer como mínimo, y probablemente de más. Mi cliente se ha ofrecido a cooperar en la investigación en la medida de sus posibilidades, y usted pierde el tiempo haciéndole zancadillas con preguntas sobre un individuo que fue herido después de un encuentro con mi cliente. El señor Parker estará a su disposición para cualquier pregunta en todo momento, o para responder a cualquier acusación que se presente en el futuro. Así que usted dirá.
Entwistle y Bayard cruzaron una mirada y, tras disculparse, salieron. Tardaron mucho en volver. Frances y yo permanecimos en silencio hasta su regreso.
– Puede irse -anunció Entwistle-. De momento. Si no es mucho pedir, le agradeceríamos que en caso de tener previsto salir del estado, nos lo comunique.
Frances empezó a recoger sus papeles.
– Ah -añadió Entwistle-, y procure no pegarle un tiro a nadie más durante un tiempo, ¿vale? Pruébelo al menos. A lo mejor le gusta.
Frances me llevó de vuelta a mi coche. No me preguntó nada más acerca de lo sucedido la noche anterior, y yo tampoco me ofrecí a contar nada. Los dos parecíamos más cómodos así.
– Creo que saldrás bien parado -comentó cuando nos detuvimos cerca del almacén. Fuera aún había policías, y los mirones permanecían alertas, junto con las unidades de televisión y demás elementos de la prensa-. El hombre al que mataste disparó tres o cuatro veces y tú sólo una. Si él ha tenido algo que ver con los huesos del almacén, nadie va a perseguirte por su muerte, y menos si los restos que encontraste en la pared resultan ser de Alice. Puede que decidan ir a por ti por disparar un arma de fuego, pero cuando se trata de detectives privados, eso queda al arbitrio del profesional. Tendremos que esperar a ver qué pasa.
Después de abandonar el cuerpo de policía, yo todavía conservaba una licencia de armas válida en Nueva York, y seguramente eran los ciento setenta dólares mejor empleados que gastaba cada dos años. La licencia se emitía a discreción del inspector jefe de la policía, y en teoría podría haberme denegado la solicitud de renovación, pero nadie había planteado jamás objeción alguna. Supongo que ya habría sido mucho pedir que me permitiesen, además, andar por ahí disparando el arma.
Di las gracias a Frances y me apeé del coche.
– Dile a Louis que lo siento mucho -comentó.
Telefoneé a Rachel en cuanto llegué al hotel. Contestó después de sonar el timbre cuatro veces.
– ¿Todo bien? -pregunté.
– Pues sí, todo en orden -contestó con tono inexpresivo.
– ¿Sam está bien?
– Sí. Ha dormido hasta las siete. Acabo de darle de comer. Y ahora voy a ponerla a dormir otra vez un par de horas.
La línea quedó en silencio durante unos cinco segundos.
– ¿Y a ti cómo te va? -preguntó ella.
– Hemos tenido problemas hace un rato -respondí-. Ha muerto un hombre.
De nuevo, siguió sólo un silencio.
– Y creo que hemos encontrado a Alice -añadí-, o algo de ella.
– Cuéntamelo.
De pronto se traslució hastío en su voz.
– Había restos humanos en una bañera. Huesos, básicamente. Encontré más detrás de una pared, junto con el guardapelo de Alice.
– ¿Y el hombre que murió? ¿Era el culpable?
– No lo sé con certeza. Eso parece.
Esperé la siguiente pregunta, a sabiendas de que llegaría.
– ¿Lo mataste tú?
– Sí.
Suspiró. Oí que Sam empezaba a llorar. Rachel la hizo callar.
– Tengo que colgar -dijo.
– Volveré pronto.
– Se ha acabado, ¿no? -preguntó-. Ya sabes lo que le pasó a Alice, y el hombre que la mató está muerto. ¿Qué más puedes hacer? Vuelve. Vuelve ya, ¿de acuerdo?
– Sí. Te quiero, Rachel.
– Lo sé. -Me pareció que se le empañaba la voz cuando se disponía a colgar-. Sé que me quieres.
Dormí hasta que me despertó el teléfono, pasadas las doce del mediodía. Era Walter Cole.
– Parece que has tenido una noche ajetreada -dijo.
– ¿Qué sabes?
– Algo. Puedes informarme del resto. Hay un Starbucks al lado del Daffy's. Quedamos allí dentro de treinta minutos.
Tardé cuarenta y cinco, y eso dándome prisa. Al cruzar la ciudad, pensé en lo que había hecho y en las palabras de Rachel. En cierto modo, se había acabado. Estaba convencido de que el historial dental y la prueba del ADN, empleando el ADN de Martha para comparar en caso de necesidad, confirmarían que los restos hallados en el apartamento de García eran de Alice. Así que García estaba implicado, y tal vez fuera responsable directo de su muerte. Pero eso no explicaba por qué Alice había desaparecido ni por qué Eddie Tager había pagado la fianza. Luego, teníamos a Neddo, el anticuario, y su disertación sobre los Creyentes, y al agente del FBI Philip Bosworth, que por lo visto llevaba a cabo una investigación paralela a la mía, al menos en ciertos aspectos. Por último, era consciente de mi propia inquietud, y de la sensación de que algo más se movía tras los detalles superficiales del caso, serpenteando por las cavernas ocultas del pasado.
Aún tenía el pelo mojado por la apresurada ducha cuando me senté ante Walter a una mesa del rincón. No estaba solo. Lo acompañaba Dunne, el inspector de la cafetería.
– ¿Sabe tu compañero que te ves con otros? -le pregunté.
– Tenemos una relación abierta. Siempre y cuando no se entere, es muy tolerante. Pero cree que tú le disparaste a G-Mack.
– Eso mismo opinan en la Nueve Seis. Me creas o no, yo no apreté el gatillo.
– Oye, no es que nos importe mucho, la verdad. Lo que pasa es que Mackey no quiere verse salpicado por esto en caso de que alguien se entere de que nosotros te lo pusimos a tiro.
– Nos lo señalaron un par de personas. Puedes decirle a tu compañero que no tiene por qué preocuparse.
– ¿Dices que os lo señalaron? ¿A ti y a quién más? -preguntó Dunne.
Maldita sea. Estaba cansado.
– A Walter y a mí.
– Ya. Claro.
No quería hablar de eso con Dunne. Ni siquiera sabía qué hacía el inspector allí.
– Bien -dije-, ¿a qué hemos venido? ¿A probar los bollos?
Dunne se volvió hacia Walter en busca de un aliado.
– No se deja ayudar -comentó.
– Es muy autosuficiente -convino Walter-. Es la pose del hombre fuerte. Creo que oculta una sexualidad conflictiva.
– Walter, con el debido respeto, no estoy de humor para esto.
Walter levantó una mano con gesto apaciguador.
– Calma. Como ha dicho Dunne, intentamos ayudar.
– A Sereta, la otra chica…, según parece, también la han encontrado -anunció Dunne.
– ¿Dónde?
– En un motel en las afueras de Yuma.
– ¿Los asesinatos del Spyhole? -pregunté. Lo había visto en los noticiarios de televisión.
– Sí. La identificación es definitiva: la chica que apareció en el maletero es ella. Ya lo habían deducido antes porque el coche estaba a su nombre y un trozo de su carnet de conducir se libró del fuego, pero esperaban la confirmación. Por lo visto aún estaba viva y consciente cuando la alcanzaron las llamas. Consiguió tumbar a patadas el respaldo del asiento trasero antes de morir.
Intenté recordar los detalles.
– ¿No había un segundo cadáver en el coche?
– Un hombre. Sin identificar. Sin ningún documento ni billetero. Aún intentan determinar su identidad con lo que tienen, pero tampoco se puede decir que vayan a poner una foto suya en los tetrabriks de leche. Quizás en las bolsas del carbón para barbacoa cuando llegue el verano, pero no antes. Tenía balazos en el hombro y el pecho. La bala que causó la herida mortal seguía alojada en el cuerpo. Era de una pistola de calibre treinta y ocho, la que llevaba el mexicano encontrado muerto en una de las habitaciones del motel. En la investigación se partió del supuesto de que podía ser el blanco de un golpe fallido. El tipo trataba con gente bastante turbia, y los federales de México tenían mucho interés en hablar con él. Ahora, al presentarse aquí este asunto de Alice, quizás haya que darle otro enfoque.
Según G-Mack, Alice y Sereta estaban en la casa de Winston cuando éste y su ayudante murieron asesinados, pero no vieron nada. Sin embargo, se llevaron algo, y al parecer dicho objeto poseía el valor suficiente como para que los individuos implicados estuvieran dispuestos a matar a fin de recuperarlo. Encontraron a Alice, y quizás a través de ella averiguaran el escondite de Sereta. Preferí no pensar en cómo le habían arrancado esa información.
– Es probable que mañana le den el alta a tu amigo G-Mack -dijo Dunne-. Por lo que ha llegado a mis oídos, aún no sabe nada de cómo han acabado sus busconas, y no llegó a ver al hombre que disparó contra él. El que le pegó el tiro en la pierna sabía lo que se hacía. El talón y la articulación del tobillo quedaron hechos trizas. Va a quedar lisiado para el resto de su vida.
Pensé en el cráneo de Alice en el hueco del apartamento de García. Imaginé los últimos instantes de la vida de Sereta, cuando el calor aumentó de intensidad, abrasándola lentamente antes de que las llamas prendieran. Al vender a Alice, G-Mack las había condenado a muerte a las dos.
– Es una pena -dije.
Dunne se encogió de hombros.
– Así es la vida. Por cierto, Walter dice que intentó hablar con Ellen, la buscona más joven.
Me acordé de la chica vestida de colores oscuros.
– ¿Le sacaste algo? -pregunté.
Walter negó con la cabeza.
– Es una chica dura por fuera, y se está endureciendo por dentro. Voy a hablar con Safe Horizon, la organización de ayuda a menores, y además tengo un amigo en la Brigada de Proyectos Especiales contra la Delincuencia Juvenil. Seguiré intentándolo.
Dunne se puso en pie y cogió su chaqueta.
– Mira -me dijo-, si puedo echarte una mano, lo haré. Estoy en deuda con Walter, y si él quiere cobrarse la deuda en tu beneficio, por mí no hay problema. Pero me gusta mi trabajo y pienso conservarlo. No sé quién le ha pegado los dos tiros a ese mierda, pero si lo ves por casualidad, dile que la próxima vez se lo lleve a Jersey. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -contesté.
– Ah, y otra cosa. Encontraron otro detalle fuera de lo normal en el Spyhole. El recepcionista tenía la cara embadurnada de sangre, y en las muestras había un ADN distinto del suyo. Lo raro es que era un ADN degradado.
– ¿Degradado?
– Era viejo y estaba deteriorado. Creen que quizá las muestras se corrompieran por alguna razón. Contenían toxinas, y aún están intentando identificar la mayor parte. Es como si alguien le hubiese restregado al chico un trozo de carne podrida por la cara.
Le dimos cinco minutos de ventaja y salimos.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Walter mientras esquivábamos a un autobús que estuvo a punto de atropellarnos.
– Necesito hablar con determinadas personas. ¿Crees que te será posible averiguar quién es el dueño de ese almacén de Williamsburg?
– No puede ser muy difícil. La Nueve Seis ya debe de estar en ello, pero veré qué encuentro en el registro de la propiedad.
– Los policías de la Nueve Seis saben cómo se llama el hombre al que maté. No creo que compartan mucha información conmigo, así que aguza el oído, a ver qué se filtra.
– Eso está hecho. ¿Vas a quedarte en el Meridien otra noche?
Pensé en Rachel.
– Quizás una más. Después tengo que volver a casa.
– ¿Has hablado con ella?
– Esta mañana.
– ¿Le has contado lo sucedido?
– Casi todo.
– ¿Sabes ese ruido que oyes en un rincón de tu mente? Es una fina capa de hielo que se agrieta. Ahora tienes que estar con ella. Las hormonas, todo se altera. Ya lo sabes. Incluso el más pequeño detalle parece el fin del mundo, y las cosas importantes…, bueno, realmente pueden ser el fin.
Le estreché la mano.
– Gracias.
– ¿Por el consejo?
– No, el consejo es una mierda. Te doy las gracias por el cable que me has echado en este asunto.
– Es que cuando uno ha sido policía… -dijo-. A veces lo echo de menos, pero esto me ha ido bien. Me ha recordado por qué estoy mejor desde que me jubilé.
Al siguiente que llamé fue a Louis. Nos encontramos en una cafetería de Broadway, la Gay Nineties. Louis no parecía haber dormido mucho, y aunque estaba recién afeitado y llevaba una camisa impecablemente planchada, se lo veía incómodo con su ropa.
– La prima de Martha llega hoy -dijo-. Va a traer el historial dental, información médica y todo lo que encuentre. Martha estaba alojada en un antro de Harlem. La he obligado a trasladarse, y les he reservado habitación a las dos en el Pierre.
– ¿Cómo está?
– No ha perdido la esperanza. Dice que quizá no sea Alice. El guardapelo no significa nada, excepto que ese hombre se lo robó.
– ¿Y tú qué piensas?
– Es ella. Como tú, lo supe sin más. Lo presentí en cuanto vi el guardapelo.
– La policía tendrá una identificación definitiva mañana. Seguramente la pondrán a disposición de la familia dentro de un par de días, cuando el forense haya redactado su informe. ¿Volverás para acompañar los restos?
Louis negó con la cabeza.
– No creo. No seré bien recibido. Además, allí dejé atrás mucha historia. Mejor no removerla. Tengo otras cosas que hacer.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, encontrar a los que le hicieron eso.
Tomé un sorbo de café. Empezaba a enfriarse. Hice una señal a la camarera con la taza en alto y la observé en silencio mientras la rellenaba.
– Deberías haberme dicho lo que le hiciste a G-Mack -le reproché en cuanto la camarera se alejó.
– Tenía otras cosas en la cabeza.
– Pues de ahora en adelante, si vamos a seguir con esto, tendrás que ser un poco más comunicativo. Dos inspectores de la Nueve Seis pretendían endilgarme a mí las heridas de bala de G-Mack. El hecho de haberles dejado a otro muerto en el camino no me beneficia.
– ¿Te han dicho cómo está ese chulo de mierda?
– Seguía aturdido mientras yo me encontraba retenido en la Nueve Seis, pero desde entonces ha vuelto en sí. Le ha dicho a la policía que no vio nada.
– No hablará. Sabe de sobra que no le conviene.
– Ésa no es la cuestión.
– Oye, yo no te pido que te metas en esto -dijo Louis-. Y tampoco te lo pedí antes.
Esperé a que añadiera algo. Guardó silencio.
– ¿Has terminado? -pregunté.
– Sí, eso es todo. -Levantó la mano derecha en un gesto de disculpa-. Lo siento.
– No tienes por qué. Pero si le pegas un tiro a alguien, tenme informado, por favor. Quiero asegurarme de que puedo decir que estaba en otra parte. Sobre todo si, por una vez, es verdad que estaba en otra parte.
– Los hombres que mataron a Alice se enterarán de que el chulo ha hablado -advirtió Louis-. Es hombre muerto.
– Pues cuando vayan a por él, no podrá salir corriendo, eso desde luego.
– ¿Y ahora qué?
Le conté lo de la muerte de Sereta, la amiga de Alice, cerca de Yuma, y le mencioné el cadáver encontrado en el coche con ella.
– No le dispararon en el coche -expliqué-. Mackey me ha dicho que la policía siguió un rastro de sangre desde delante de la habitación hasta la puerta del Buick. Ese tipo fue al coche por su propio pie y se quedó sentado al volante con la puerta abierta mientras se quemaba vivo.
– A lo mejor alguien lo apuntaba con una pistola.
– Tendría que haber sido una pistola muy grande. Incluso así, morir de un tiro sería mucho más deseable que abrasarse. Además, no se alojaba en el motel. Todos los huéspedes han sido identificados.
– ¿Un cliente de Sereta?
– Si lo era, no dejó ninguna huella en la habitación de Sereta. Y si lo era, ¿qué hacía delante de la habitación del mexicano recibiendo un balazo a través de la puerta?
– ¿Era uno de los asesinos, pues? -preguntó Louis.
– Eso parece. La caga, le pegan un tiro, y luego sus colegas, en lugar de llevárselo, lo dejan en el coche y le prenden fuego.
– Y él no pone ningún reparo.
– Ni siquiera se mueve del asiento -añado.
– O sea, que alguien averiguó dónde estaba Sereta y fue a por ella.
– Y cuando la encontró, la mató.
Louis ató cabos, como yo anteriormente.
– Lo supieron por Alice -dijo.
– Es posible. Si es así, se lo sacaron a la fuerza.
Lo pensó un poco más.
– Por triste que me resulte admitirlo, yo, en el lugar de Sereta, no le habría dicho a Alice más de lo necesario. Tal vez vaguedades, un número seguro para ponerse en contacto con ella, pero nada más. De ese modo, si cogían a Alice, no tendría mucho que decir.
– Así que alguien de allí se la jugó, probablemente a partir de lo que los asesinos le sonsacaron a Alice -deduje.
– De donde se deduce que alguien de allí conoce a alguien de aquí.
– Es posible que el contacto fuera García. Dado lo cerca que está el Spyhole de la frontera, la conexión mexicana tendría sentido. Valdría la pena indagar un poco más.
– ¿No será esto una manera de obligarme a salir de la ciudad para que puedas seguir…, digamos…, una línea de investigación más diplomática? -preguntó Louis.
– Para eso tendría que ser más listo de lo que soy.
– No más listo, sólo más taimado.
– Como he dicho, es posible que alguien de allí tenga información útil para nosotros. Sea quien sea, hombre o mujer, difícilmente nos la facilitará sin más. Yo que tú estaría buscando a alguien con quien desahogarme. Sólo te proporciono un blanco en el que volcar tu ira.
Louis levantó la cucharilla y me señaló con ella. Consiguió forzar lo que casi podía pasar por una sonrisa.
– Llevas demasiado tiempo acostándote con psicólogas.
– No últimamente, pero gracias por la idea.
Sin embargo, Louis tenía razón: quería alejarlo durante un par de días. Así me ahorraba tener que ocultarle mis movimientos. Temía que si le daba demasiada información, se ocupase en persona de sonsacar respuestas a los implicados. Quería ser el primero en abordar al fiador. Quería hablar con quienquiera que hubiese alquilado el espacio del almacén a García. Quería localizar al agente del FBI, Bosworth. Al fin y al cabo, pensé, siempre podía echarles encima a Louis más tarde.
Volví a mi hotel, pero con un objeto de más en el maletero del coche. Le había confiado la escultura de huesos a Ángel antes de salir del almacén, y Louis me la había devuelto. Si la policía se enteraba de que me la había quedado, me vería en un serio aprieto, pero ya me había servido para acceder a Neddo, y presentía que me abriría otras puertas si era necesario. Mostrar una fotografía o un dibujo en colores no causaría el mismo efecto.
Ángel y Louis tomarían el avión a Tucson esa tarde, con escala en Houston. Mientras tanto, Walter me dio un nombre: el almacén formaba parte de una herencia que estaba inmovilizada a causa de una disputa legal interminable, y el único contacto que encontró la policía era un abogado, un tal David Sekula, con un bufete en Riverside Drive. El número de teléfono en la placa del almacén comunicaba directamente con un servicio contestador de una agencia inmobiliaria llamada Ambassade Realty, pero Ambassade Realty parecía un callejón sin salida. El director había muerto, y la empresa había cerrado. Apunté la dirección y el número de teléfono de Sekula. Lo llamaría por la mañana, cuando estuviese despierto y alerta.
Dejé tres mensajes para Tager, el fiador, pero no me devolvió las llamadas. Su oficina se hallaba en el Bronx, cerca del Yankee Stadium. Tendría que dejar a Tager también para el día siguiente. Alguien le había pedido que pagara la fianza de Alice. Si averiguaba quién había sido, estaría un paso más cerca de descubrir a los responsables de su muerte.
Mientras Ángel y Louis se dirigían a la terminal de Delta en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, un hombre que habría podido contestar a algunas de sus preguntas más apremiantes pasaba por inmigración, recogía su equipaje y entraba en el vestíbulo de llegadas.
El sacerdote había llegado a Nueva York en un vuelo de British Airways procedente de Londres. Cercano a los cincuenta años, era alto y tenía la constitución de un hombre que disfrutaba con la comida. Con una barba desgreñada, más clara y más roja que el pelo de la cabeza, ofrecía cierto aspecto de pirata, como si no hace mucho se hubiese atado petardos en las puntas para asustar a sus enemigos. Llevaba una pequeña maleta negra en una mano y un ejemplar del Guardian en la otra.
Otro hombre lo esperaba, algo más joven que el que acababa de llegar, cuando en ese momento las puertas se cerraron con un susurro a sus espaldas. Estrechó la mano al sacerdote y se ofreció a llevarle la maleta, pero éste rechazó el ofrecimiento y, en lugar de eso, le entregó el periódico.
– Te he traído el Guardian y Le Monde -dijo-. Sé que te gustan los periódicos europeos, y aquí son caros.
– ¿No podías haberme traído el Telegraph en vez de éstos?
El hombre más joven hablaba con un ligero acento de Europa del Este.
– Es un poco conservador para mi gusto. Comprarlo sería darle mi apoyo.
Su compañero cogió el Guardian y examinó la primera plana mientras caminaba. Lo que vio pareció decepcionarlo.
– No todos somos tan liberales como tú.
– No entiendo qué te ha pasado, Paul. Antes estabas del lado de los buenos. Dentro de nada acabarás comprando acciones de Halliburton.
– Éste ya no es un país para liberales irresponsables, Martin. Ha cambiado desde la última vez que estuvimos aquí.
– Ya lo he visto. En inmigración, un individuo casi me obliga a doblarme sobre una mesa y me mete un dedo por el culo.
– Debía de ser más valiente que yo. Con todo, me alegro de tenerte aquí.
Fueron al aparcamiento y no hablaron de los asuntos que los atañían hasta que salieron del aeropuerto.
– ¿Algún avance? -preguntó Martin.
– Rumores, nada más, pero la subasta va a celebrarse en cuestión de días.
– Será como echar sangre al agua para ver qué atrae, pero a ellos no les sirven los fragmentos. Lo necesitan entero. Si están tan cerca como pensamos, picarán el anzuelo.
– Nos has metido en un asunto peligroso.
– Nos gustara o no, en cualquier caso ya estábamos metidos. Era inevitable desde la muerte de Mordant. Si él supo llegar hasta Sedlec, los otros también podían llegar. Más vale conservar un poco de control sobre lo que sale a la luz que perderlo por completo.
– Fue un palo de ciego. Mordant tuvo suerte.
– Tampoco tanta -repuso Martin-. Se rompió el cuello. Al menos parece que fue un accidente. Ahora bien, decías que corren rumores.
– Dos mujeres desaparecieron en el Point. Por lo visto estaban presentes cuando asesinaron al coleccionista, Winston. Según nuestros amigos, las han encontrado a las dos muertas: una en Brooklyn, la otra en Arizona. Es lógico suponer que lo que se llevaron de la colección de Winston está ahora a buen recaudo.
El sacerdote de la barba cerró los ojos por un momento y movió los labios en una muda plegaria.
– Más asesinatos -dijo cuando acabó-. Es una lástima.
– Eso no es lo peor.
– Cuéntame.
– Se han visto cosas: un hombre obeso. Se hace llamar Brightwell.
– Si ha salido de su escondite, es porque creen estar cerca. Por Dios, Paul, ¿es que no tienes ninguna buena noticia para mí?
Paul Bartek sonrió. Era una sonrisa lúgubre, pero aún le preocupaba que la siguiente noticia le hiciera sentir cierto placer. Tendría que confesarlo en algún momento. No obstante, comunicársela a su colega bien merecía unas cuantas avemarías.
– Murió uno de los suyos, un mexicano. Según la policía, probablemente fue el autor de la muerte de una de las prostitutas. Creen que los restos de la chica están entre los que se encontraron en su apartamento.
– ¿Lo mataron?
– De un tiro.
– Alguien le hizo un favor al mundo, pero lo pagará. Eso no va a gustarles. ¿Quién es?
– Se llama Parker. Es detective privado y parece que tiene por costumbre hacer esa clase de cosas.
Sentado ante la pantalla del ordenador, Brightwell esperaba a que la impresora acabara de escupir las últimas hojas. Cuando terminó, cogió el fajo de papeles y los ordenó por fechas, empezando por los recortes más antiguos. Leyó otra vez los detalles de los primeros asesinatos. Había imágenes de la mujer y la niña tal como habían sido en vida, pero Brightwell apenas las miró. Tampoco se entretuvo en la descripción del crimen, aunque sabía que los artículos no lo decían todo. Suponía que las heridas infligidas a la esposa y a la hija de ese hombre eran demasiado horrendas para la prensa, o que la policía había optado en su día por no divulgar tales detalles para no alentar a los imitadores de crímenes. No, lo que interesaba a Brightwell era la información sobre el marido, y marcó con rotulador amarillo las partes especialmente dignas de atención. Llevó a cabo un ejercicio parecido en cada una de las hojas restantes, siguiendo el rastro de ese hombre, reproduciendo la historia de los cinco años anteriores, reparando con interés en cómo el pasado y el presente se cruzaban en su vida, cómo viejos fantasmas se levantaban en tanto que otros quedaban enterrados.
«Parker. Cuánta tristeza, cuánto dolor, y todo como penitencia por una ofensa contra Él que ni siquiera recuerdas haber cometido. Te equivocaste al elegir el objeto de tu fe. No hay redención. No para ti. Te condenaron y no tienes salvación.
»Te perdimos hace mucho tiempo, pero ahora te hemos encontrado.»