9

Láminas de metal sujetas con remaches a las paredes tapaban las ventanas de la habitación e impedían la entrada de luz natural. En la mesa de trabajo había trozos de huesos: costillas, cúbitos y radios, pedazos de cráneo. Un hedor a orina se sumaba al desagradable y penetrante olor del aire estancado de la habitación. Bajo la mesa había cuatro o cinco cajas de embalaje con paja y papel. En la pared del fondo, a la derecha de las ventanas tapadas, una consola sostenía más cráneos en sus extremos, todos sin mandíbula inferior, todos con un hueso, aparentemente de la parte superior del brazo, prendido bajo el maxilar superior. En un orificio practicado en lo alto del cráneo habían insertado velas. Éstas parpadeaban, iluminando la silueta suspendida detrás de ellas.

Era negra, de algo más de medio metro de altura, y parecía compuesta de una mezcla de restos humanos y animales. El ala de un ave enorme había sido desplumada y despellejada cuidadosamente, y se habían fijado los huesos hábilmente en su sitio para que el ala permaneciera desplegada, como si la criatura a la que perteneció se dispusiera a emprender el vuelo. El ala se hallaba sujeta a un fragmento de la columna vertebral, y éste también servía de soporte a una pequeña caja torácica, que podía ser de un niño o un mono, resultaba difícil saberlo. En el lado izquierdo de la columna nacía, en lugar de otra ala, el esqueleto de un brazo, con todos los huesos en el lugar correspondiente, incluidos los pequeños dedos. El brazo estaba en alto, y los dedos, contraídos, terminaban en diminutas uñas afiladas. La pierna derecha, a juzgar por el ángulo de la articulación, semejaba la pata trasera de un gato o un perro. La izquierda parecía a todas luces la de un humano, pero estaba inacabada, y quedaba a la vista el armazón de alambre desde el tobillo para abajo.

Sin embargo, donde se veía con mayor claridad la fusión entre animal y hombre era en la cabeza, un tanto desproporcionada con respecto al resto de la figura. Quienquiera que la hubiese creado poseía unas aptitudes artísticas a la altura de su perturbada mente. Múltiples criaturas se habían utilizado para componerla, y tuve que mirar con atención para encontrar las líneas donde terminaba una y empezaba la otra: la mitad de la mandíbula de un primate se había unido cuidadosamente a la de un niño, mientras que la parte superior de la región facial entre los maxilares y la frente se constituía de secciones de hueso blanco y cabezas de pájaro. Por último, unos cuernos asomaban de lo alto de un cráneo humano, uno apenas visible y parecido a los nódulos de la cabeza de un ciervo joven, el otro semejante al de un carnero, que formaba una espiral por detrás del cráneo y casi tocaba la pequeña clavícula de la figura.

– Si este tipo está subarrendando, se ha metido en un lío de padre y muy señor mío -comentó Ángel.

Louis examinaba uno de los cráneos de la mesa, tenía la cara apenas a unos centímetros de las cuencas vacías.

– Parecen viejos -observé, contestando a una pregunta no formulada.

Asintió y salió de la habitación. Lo oí mover cajas de un lado a otro, buscando alguna pista del paradero de Alice.

Siguiendo el tufo a orina, llegué al cuarto de baño. La bañera contenía más huesos, todos en remojo en un líquido amarillo. Se me saltaron las lágrimas por el hedor a amoniaco. Tapándome la nariz y la boca con un pañuelo, registré expeditivamente los armarios y luego cerré la puerta. Ángel aún examinaba la escultura de huesos, parecía fascinado. No me sorprendía. Era una creación digna de una galería de arte o un museo. Aunque repugnante, resultaba sobrecogedora por su talento artístico y la fluidez con que se fundían entre sí los restos de las distintas criaturas.

– No me explico qué demonios es esto -dijo-. Parece un hombre transformándose en ave, o un ave transformándose en hombre.

– ¿Has visto muchas aves con cuernos? -pregunté.

Ángel alargó un dedo en ademán de tocar las protuberancias del cráneo, pero cambió de idea.

– Supongo que no es un ave, pues.

– Supongo que no.

Cogí una hoja de papel de periódico del suelo y con ella levanté de la mesa uno de los cráneos usados como candelera e iluminé el interior con mi minilinterna. Dentro tenía grabados, en el propio hueso, unos números de serie. Examiné los otros y todos incluían marcas semejantes, salvo uno, adornado con el símbolo de un bidente y apoyado en una pelvis. Levanté uno de los cráneos numerados y lo coloqué en una caja de embalaje; luego añadí con cuidado el cráneo marcado con el bidente y la escultura. Me llevé la caja a la habitación contigua, donde estaba Louis, de rodillas en el suelo ante una maleta abierta. Ésta contenía herramientas, entre ellas bisturís, limas y pequeñas sierras para hueso, todas dispuestas ordenadamente en bolsillos de lona, y un par de cintas de vídeo. Cada una llevaba una etiqueta a un lado con una larga fila de mayúsculas y fechas.

– Estaba preparándose para irse -dijo Louis.

– Eso parece.

Señaló la caja de embalaje que sostenía entre mis manos.

– ¿Has encontrado algo?

– Es posible. Estos cráneos están marcados. Me gustaría que alguien les echara un vistazo. Y quizá también a la escultura.

Louis extrajo una de las cintas de su correspondiente funda, la insertó en el vídeo y encendió el televisor. Por un momento no se vio nada aparte de la interferencia estática, hasta que finalmente apareció la imagen. Era un terreno de arena amarilla y piedra, del que la cámara, con movimientos bruscos, ofreció una panorámica hasta ir a posarse en el cuerpo parcialmente vestido de una joven. Yacía boca abajo en el suelo y tenía sangre en la espalda, las piernas y el pantalón corto, antes blanco. La melena oscura se extendía por la arena como hilos de tinta en agua sucia.

La joven se movió. Una voz masculina le habló, al parecer en español.

– Creo que ha dicho que aún está viva -tradujo Louis.

Apareció una figura en escena. El cámara se desplazó para conseguir un plano mejor. Se vieron unas botas negras caras.

– No -dijo otra voz, en inglés.

El cámara fue apartado de un empujón para impedirle que ofreciera una imagen clara del hombre y la chica. Captó un sonido semejante al de un coco al cascarse. Alguien se echó a reír. El cámara recuperó su puesto y volvió a enfocar a la chica. La sangre corría por la arena en torno a su cabeza.

– Puta. -Era otra vez la primera voz, de nuevo en español.

La cinta se quedó en blanco por un momento y luego continuó.

En esta ocasión, la chica tenía mechas rubias en el cabello oscuro, pero el entorno era similar; arena y rocas. Un insecto acechaba junto a una mancha de sangre cerca de la boca, la única parte del rostro que no quedaba oculta por el pelo. Alguien tendió una mano y apartó el pelo para que el cámara ofreciera una imagen mejor de ella, y de inmediato terminó esa sección y empezó otra, con otra chica muerta, ésta desnuda sobre una roca.

Louis avanzó la cinta. Perdí la cuenta del número de mujeres. Cuando acabó, puso la segunda cinta e hizo lo mismo. Una o dos veces apareció una chica de piel más oscura y paró la imagen, la examinó con detenimiento antes de seguir adelante. Todas eran hispanas.

– Voy a llamar a la policía -dije.

– Todavía no. Este tipo no habrá dejado aquí esta mierda para que la encuentre el primero que venga. Volverá a buscarla, y pronto. Si es verdad que nos vigilaban en el callejón, puede que quienquiera que viva aquí esté fuera ahora mismo. Propongo que esperemos.

Pensé en lo que le iba a decir antes de abrir la boca. Si Rachel hubiera estado presente, quizá lo habría considerado un progreso por mi parte.

– Louis, no tenemos tiempo para esperar de brazos cruzados. La policía puede organizar una operación de vigilancia mejor que nosotros. Este tipo es un eslabón, pero tal vez podamos seguir la cadena. Cuanto más nos quedemos aquí inmóviles, más disminuyen las probabilidades de encontrar a Alice antes de que le ocurra algo grave.

He visto a personas, incluso policías experimentados, caer en la trampa de emplear el pasado al hablar de un desaparecido. Por eso, a veces, conviene reflexionar sobre lo que se pretende decir antes de que las palabras salgan por la boca a borbotones.

Levanté con cuidado la caja que sostenía.

– Seguid aquí un rato, a ver qué más encontráis. Si no puedo volver a tiempo, antes de hablar con la policía os llamaré para que salgáis.


Sentado en su coche, García vio cómo los hombres entraban en su apartamento. Supuso que el chulo era más listo de lo que aparentaba, porque, si no, no habrían averiguado tan pronto dónde tenía su base. El chulo había seguido a alguien hasta García, probablemente para intentar conseguir cierto espacio de maniobra en caso de que su traición a la chica repercutiera negativamente en él. García ardía de rabia. Un par de días más y el apartamento habría estado vacío, y su ocupante fuera de allí. En esas habitaciones había muchas cosas valiosas para él. Deseaba recuperarlas. Sin embargo, las órdenes de Brightwell habían sido tajantes: síguelos y averigua adónde van, pero no les hagas daño ni intentes enfrentarte a ellos. Si se separaban, debía permanecer junto al hombre de la cazadora de cuero, el que se había rezagado en el callejón como si advirtiera su presencia. El gordo parecía abstraído cuando se despidió de García, pero también misteriosamente eufórico. García sabía que no debía preguntar por qué.

No les hagas daño.

Pero eso fue antes de que Brightwell supiera adónde iban. Ahora estaban en casa de García, y cerca de lo que buscaban, aunque tal vez no lo reconociesen al verlo, si lo veían. Ahora bien, si llamaban a la policía, García pasaría a ser un hombre marcado en este país tal como lo era en el suyo, y también se hallaría en peligro ante las mismas personas que le daban cobijo si el hecho de que lo descubriesen representaba una amenaza para ellos. García intentó recordar si entre los objetos del apartamento había algo que lo relacionara con Brightwell. No lo creía, pero había visto series de policías en televisión y a veces daba la impresión de que eran capaces de obrar milagros sin nada más que polvo y tierra. A continuación analizó su arduo trabajo de los últimos meses, lo mucho que se había esforzado construyendo aquello para lo que lo habían llevado a la ciudad. También eso se veía amenazado por la presencia de los visitantes. Si lo descubrían, o decidían denunciar lo que encontrasen en el apartamento de García, todo se iría al traste. García se enorgullecía del resultado; había valido la pena estar frente a la iglesia de los capuchinos de Roma, la iglesia que se encuentra detrás del palacio Farnesio, e incluso en el propio Sedlec.

García sacó el móvil. Sólo podía telefonear a Brightwell en caso de emergencia, pero pensó que la ocasión lo requería. Marcó los dígitos y esperó.

– Están en mi casa -dijo cuando contestó el gordo.

– ¿Qué queda?

– Herramientas -respondió García-. Material.

– ¿Algo por lo que deba preocuparme?

García contempló las opciones y tomó una decisión.

– No -mintió.

– Pues vete de ahí.

– Eso haré -volvió a mentir, y pensó: «Cuando haya acabado».

Se llevó los dedos a la pequeña reliquia que le colgaba de una cadena de plata entre el vello del pecho. Era un fragmento de hueso, extraído del cuerpo de la mujer a la que buscaban aquellos hombres, los profanadores de su espacio sagrado. García había dedicado la reliquia a su custodia, de la Santa Muerte, y ahora estaba imbuida de su espíritu, de su esencia.

– Muertecita -susurró en español conforme crecía su rabia-. Reza por mí.


Sarah Yeates era una de esas personas que uno necesita en la vida. Además de ser lista y divertida, era una fuente inagotable de información esotérica, lo que se debía en parte a su trabajo en la biblioteca del Museo de Historia Natural. Era morena, aparentaba diez años menos de los que tenía y poseía la clase de personalidad que ahuyentaba a los hombres tontos y obligaba a los listos a pensar deprisa. Yo no sabía muy bien a qué categoría pertenecía desde su punto de vista. Albergaba la esperanza de estar en el segundo grupo, pero a veces sospechaba que Sarah me incluía en él sólo por defecto y simplemente aguardaba a que quedara una plaza libre en el primero para poder asignarme a él.

La telefoneé a su casa. Contestó después de sonar varias veces y, cuando por fin descolgó, habló con voz soñolienta.

– ¿Eh? -dijo.

– Sí, yo también te deseo buenos días.

– ¿Quién es?

– Charlie Parker. ¿Llamo en mal momento?

– Si pretendes hacerte el gracioso, sí. Eres consciente de la hora que es, ¿verdad?

– Tarde.

– Sí, y tarde será para ti si no tienes una buena razón para llamar.

– Es importante. Necesito recurrir a tu cerebro por cierto asunto.

La oí suspirar y reclinarse en la almohada.

– Adelante.

– He encontrado unos objetos en un apartamento. Huesos humanos. Algunos han sido convertidos en candeleros. Hay también una especie de escultura, construida con una mezcla de restos humanos y animales. Y además he encontrado una bañera llena de orina con huesos en remojo. Creo que alguien estaba tratándolos para darles un aspecto más viejo. Pronto tendré que avisar a la policía y contar lo que he visto, así que no dispongo de mucho tiempo. Eres la primera a quien despierto por esto, pero espero despertar a otros antes de que acabe la noche. ¿Hay alguien del museo, o de fuera, que pueda darme información útil?

Sarah permaneció en silencio tanto rato que pensé que se había vuelto a dormir.

– ¿Sarah? -dije.

– ¡Caray, qué impaciente! -exclamó-. Dale a esta chica tiempo para pensar.

Se oyeron ruidos al otro lado de la línea cuando Sarah se levantó de la cama, me dijo que esperase y dejó el auricular. Mientras aguardaba, oí a lo lejos cajones que se abrían y cerraban. Al final volvió.

– No voy a darte el nombre de nadie del museo. Digamos que me gustaría conservar mi trabajo. Con eso pago el alquiler, ¿sabes? Y me permite tener un teléfono para que algún capullo que ni siquiera se acuerda de mandar una felicitación por Navidad pueda llamarme en plena noche y pedirme ayuda.

– No sabía que fueras religiosa.

– Ésa no es la cuestión. Me gustan los regalos.

– Este año te compensaré.

– Más te vale. Bueno, si esto no te lleva a ninguna parte, te pondré en contacto con otras personas por la mañana, pero, en todo caso, éste es el hombre con quien te conviene hablar. ¿Tienes un bolígrafo a mano? Bien, pues también tienes un tocayo. Se llama Neddo, Charles Neddo. Vive en Cortlandt Alley. Según la placa junto a su puerta, es anticuario, pero tiene la tienda llena de chatarra. No sacaría ni para dar de comer a las moscas si no fuera por su otro empleo.

– ¿Y cuál es?

– Comercia con lo que los coleccionistas llaman «objetos esotéricos». Material de ocultismo, básicamente, pero también se lo conoce por la venta de artefactos que no suelen encontrarse fuera de los sótanos de los museos. Guarda esa mercancía en una habitación cerrada a cal y canto detrás de una cortina en la trastienda. Yo he estado allí una o dos veces, así que sé de qué hablo. Me parece recordar que he visto objetos similares a los que has descrito, aunque los objetos equivalentes de Neddo debían de ser muy antiguos. En cualquier caso, él es el punto de partida. Vive encima de la tienda. Vete a despertarlo y déjame dormir.

– ¿Cooperará con un desconocido?

– Lo hará si el desconocido le ofrece algo a cambio. No dejes de llevar tus hallazgos. Si los encuentra interesantes, averiguarás algo.

– Gracias, Sarah.

– Sí, ya. Me he enterado de que encontraste novia. ¿Y eso cómo ha sido?

– Cuestión de buena suerte.

– Para ti, no para ella. No olvides mi regalo.

Y colgó.


Louis avanzó por el suelo a medio hacer, delimitado por puertas e iluminado por la luz de la luna, hasta llegar por fin a la ventana. No daba a la calle. Por ella, Louis vio el interior tenuemente iluminado de una habitación alicatada blanca. En el centro, sobre un desagüe en el suelo en pendiente, se había fijado una silla. Ésta tenía correas de cuero en los brazos y en las patas.

Louis abrió la puerta y entró en la habitación blanca. Una forma se movió a su izquierda y a punto estuvo de dispararle antes de ver su propio reflejo en el espejo unidireccional. Se arrodilló junto al desagüe. Tanto el suelo como el desagüe estaban limpios. Incluso habían restregado la silla y en la fibra de la madera no quedaba el menor rastro de quienes la habían ocupado. Olía a desinfectante y lejía. Tocó el brazo con los dedos enguantados y luego lo agarró con fuerza.

«Aquí no», pensó. «No permitas que su vida haya acabado aquí.»


Cortlandt Alley era una selva de escaleras de incendios y cables colgados. La fachada de la tienda de Neddo era negra, y el único indicio del comercio al que se dedicaba era una pequeña placa de latón, con las palabras ANTIGÜEDADES NEDDO, en la pared de obra vista. Una reja de hierro colado protegía la vidriera, pero el interior quedaba oculto tras cortinas grises que nadie había movido desde hacía mucho tiempo y toda la fachada parecía haber sido rociada recientemente con polvo. A la izquierda de la vidriera había una puerta de acero negro con un interfono provisto de cámara. Las ventanas del piso de arriba estaban a oscuras.

No vi a nadie que lo estuviera vigilando cuando salí del apartamento. Ángel me cubrió desde la puerta mientras me dirigía al coche, y tomé el camino más largo y tortuoso que se me ocurrió hasta Manhattan. Me pareció ver un par de veces un Toyota amarillo viejo varios coches por detrás del mío, pero había desaparecido cuando llegué a Cortlandt Alley.

Pulsé el botón del interfono. Un hombre contestó en cuestión de segundos y no dio la impresión de que acabara de despertarlo.

– Busco a Charles Neddo -dije.

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Parker. Soy investigador privado.

– Es un poco tarde para visitas, ¿no le parece?

– Se trata de algo importante.

– ¿Cómo de importante?

El callejón estaba vacío, y no veía a nadie en la calle cercana. Saqué la escultura de la bolsa y, sujetándola con cuidado por el pedestal, la sostuve ante la lente de la cámara.

– Así de importante -contesté.

– Identifíquese.

Haciendo malabarismos con la escultura, saqué el billetero y lo abrí.

Por un momento no ocurrió nada, hasta que finalmente dijo la voz:

– Espere ahí.

Se lo tomó con calma. Si me hubiese hecho esperar sólo un poco más, habría echado raíces. Por fin oí el ruido de una llave en la cerradura y de los pestillos al descorrerse. La puerta se abrió y un hombre apareció ante mí, segmentado por una serie de robustas cadenas de seguridad. Era un hombre maduro, y con el pelo cano y erizado parecía un punki entrado en años. Tenía los ojos pequeños y redondos, y la boca fija en una mueca de desdén. Vestía una bata de un vivo color verde que apenas abarcaba todo su contorno. Por debajo vi un pantalón negro y una camisa blanca, arrugada pero limpia.

– Identifíquese otra vez, por favor -pidió-. Quiero asegurarme.

Le entregué mi licencia.

– Maine -observó-. Hay buenas tiendas en Maine.

– ¿Se refiere a L.L. Bean?

La mueca se acentuó.

– Hablaba de antigüedades. En fin, será mejor que entre. No va a quedarse ahí de pie a estas horas de la noche.

Cerró parcialmente la puerta, desprendió las cadenas y se apartó para dejarme pasar. Dentro, una escalera de peldaños desgastados ascendía a lo que, supuse, era la vivienda de Neddo, mientras que, a la derecha, una puerta daba a la tienda propiamente dicha. Neddo me condujo por esa puerta, y pasamos ante vitrinas llenas de objetos antiguos de plata, entre hileras de sillas destartaladas y mesas rayadas, hasta llegar a una pequeña habitación en la trastienda provista de un teléfono, un enorme archivador gris que parecía más propio del despacho de un burócrata soviético y un escritorio iluminado por una lámpara con el brazo ajustable y una lupa acoplada a media altura. Una cortina corrida al fondo del despacho ocultaba casi por completo la puerta de detrás.

Neddo se sentó ante su escritorio y sacó unas gafas del bolsillo de la bata.

– Démela -dijo.

Coloqué la escultura en un pedestal; luego extraje los cráneos y los dispuse a ambos lados. Neddo apenas se fijó en los cráneos. Concentró su atención en la escultura de huesos. En lugar de tocarla, usó el pedestal para hacerla girar a la vez que empleaba una gran lupa para inspeccionarla detenidamente. Guardó silencio durante todo el examen. Al final, la apartó y se quitó las gafas.

– ¿Qué le ha hecho pensar que esto me interesaría? -preguntó.

Si bien realizaba un visible esfuerzo por poner cara de póquer, le temblaban las manos.

– ¿No tenía que habérmelo preguntado antes de invitarme a entrar? El hecho de que estemos aquí, en su despacho, responde en cierto modo a su pregunta.

Neddo dejó escapar un gruñido.

– Permítame expresarlo de otro modo, pues: ¿quién lo ha inducido a pensar que semejante objeto podría interesarme?

– Sarah Yeates. Trabaja en el Museo de Historia Natural.

– ¿La bibliotecaria? Una chica brillante. He disfrutado mucho con sus visitas ocasionales.

La mueca se relajó un poco, y sus pequeños ojos cobraron vida. A juzgar por sus palabras, era evidente que Sarah ya no iba mucho por allí, y por la expresión de su cara -mezcla de lujuria y pesar-supe, casi con total certeza, por qué Sarah se mantenía ahora a distancia de él.

– ¿Siempre trabaja hasta tan tarde? -preguntó.

– Podría preguntarle lo mismo.

– No duermo mucho. Sufro de insomnio.


Se puso unos guantes de plástico y centró su atención en los cráneos. Me fijé en que los manipulaba con delicadeza, casi con respeto, como si temiera profanar de algún modo los restos. Era difícil concebir algo peor que lo que ya se había hecho, pero yo no era un experto. La pelvis sobre la que descansaba el cráneo sobresalía un poco por debajo de la mandíbula como una lengua osificada. Neddo la depositó sobre un retazo de terciopelo negro y ajustó la lámpara para que el cráneo brillase.

– ¿De dónde los ha sacado?

– De un apartamento.

– ¿Había más? -No sabía cuánto debía contarle. Mi vacilación me delató-. Deduzco que sí, ya que se muestra reacio a contestar. No importa. Dígame, ¿cómo estaban colocados exactamente estos cráneos cuando los encontró?

– No sé si le entiendo.

– ¿Estaban dispuestos de una manera especial? ¿Estaban apoyados en algo?

Pensé en la pregunta.

– A un lado de la escultura y entre los cráneos había cuatro huesos apilados. Eran curvos. Parecían secciones de una cadera. Detrás he visto una sarta de vértebras, probablemente de la base de una columna.

Neddo asintió.

– Estaba incompleto.

– ¿Había visto algo así antes? -pregunté.

Neddo levantó el cráneo y fijó la mirada en las cuencas vacías de los ojos.

– Sí, por supuesto -respondió en un susurro.

Se volvió hacia mí.

– ¿No le parece que tiene algo de hermoso, señor Parker? ¿No encuentra edificante la idea de que alguien coja huesos y los use para crear una obra de arte?

– No -contesté con un tono más enérgico del que debería haber empleado.

Neddo me miró por encima de las gafas.

– ¿Y eso por qué?

– Ya he conocido a otra gente que pretendía hacer arte con huesos y sangre. No les tengo mucho aprecio.

Neddo movió la mano como quitándole importancia.

– Tonterías -dijo-. No sé de qué clase de hombres habla, pero…

– Faulkner -lo interrumpí.

Neddo calló. Fue un tiro al aire, nada más, pero todo aquel interesado en semejantes asuntos tenía que conocer por fuerza al reverendo Faulkner, y quizá también a otros con quienes me había cruzado. Necesitaba la ayuda de Neddo, y si eso implicaba tentarlo con una promesa de revelaciones, lo haría muy gustosamente.

– Sí -dijo al cabo de un rato, y pareció mirarme con renovado interés-. Sí, el reverendo Faulkner era uno de esos individuos. ¿Lo conoció? Un momento, un momento. Es usted, ¿verdad? Usted es el detective que lo encontró. Sí, ahora me acuerdo. Faulkner desapareció.

– Eso dicen.

Lo noté tenso de entusiasmo.

– ¿Lo vio, pues? ¿Vio el libro?

– Lo vi. No tenía nada de hermoso. Lo hizo con piel y huesos. Para que él llevara a cabo su creación murió gente.

Neddo movió la cabeza en un gesto de negación.

– Aun así, habría dado cualquier cosa por verlo. Al margen de lo que usted diga o sienta, ese hombre formaba parte de una tradición. El libro no fue un hecho aislado. Había otros análogos: tal vez no tan elaborados, ni tan ambiciosos en su construcción, pero la materia prima es la misma, y esas encuadernaciones antropodérmicas están muy buscadas entre cierta clase de coleccionistas.

– ¿Antropodérmicas?

– Encuadernaciones en piel humana -explicó Neddo con naturalidad -. La Biblioteca del Congreso tiene un ejemplar del Scrutinium Scripturarum, impreso en Estrasburgo en algún momento antes de 1470. Lo regaló a la biblioteca un tal doctor Vollbehr, que advirtió que sus tapas de madera habían sido recubiertas en el siglo XIX de piel humana. También se dice que en la biblioteca de la facultad de derecho de Harvard está el volumen de Juan Gutiérrez Practicarum Quaestionum Circa Leges Regias Hispaniae Liber Secundus, del siglo diecisiete, encuadernado con la piel de un tal Jonas Wright, aunque la identidad del caballero sigue en tela de juicio. En el Boston Athenaeum tenemos asimismo el ejemplar de The Highwayman de James Alien, o George Walton, como también se conocía al granuja. Un objeto muy poco común. Al morir Alien, se le extrajo un trozo de epidermis que luego se curtió para que pareciera piel de ciervo y se empleó para encuadernar un ejemplar de su propio libro. El cual fue un obsequio para un tal John Fenno hijo, que había escapado milagrosamente a la muerte a manos de Alien durante un robo. Ése sí que lo he visto, aunque no puedo dar fe de la existencia de los otros. Creo recordar que tenía un olor muy poco habitual…

»Así que, como ve, al margen de la repugnancia o el rechazo que pueda despertarle el reverendo Faulkner, no fue ni mucho menos un caso único en su empeño. Desagradable, acaso, y posiblemente homicida, pero una suerte de artista a pesar de todo. Lo que nos lleva a este objeto.

Volvió a colocarlo en el terciopelo.

– La persona que hizo esto también seguía una tradición: el uso de restos humanos como ornamentos, o si lo prefiere, memento mori. ¿Sabe qué es un mem…? -Se interrumpió. Casi pareció avergonzarse-. Claro que sí. Lo siento. Ahora que ha mencionado a Faulkner, me acuerdo de todo lo demás, y de aquel otro. Terrible, una historia terrible.

Y sin embargo, bajo la actitud en apariencia compasiva, percibí su fascinación y supe que, si pudiera, me habría preguntado por todo: Faulkner, el libro, el Viajante. Nunca volvería a presentársele la oportunidad, y su frustración era casi palpable.

– ¿Por dónde iba? -preguntó-. Sí, huesos como ornamento…

Y Neddo empezó a hablar, y yo escuché y aprendí de él.


En la Edad Media, la palabra «iglesia» hacía referencia no sólo al propio edificio, sino a la zona de alrededor, incluido el chimiter o cementerio. Las procesiones y los oficios a veces se celebraban en el patio, o atrio, de la iglesia, y análogamente, cuando se trataba de deshacerse de los muertos, la gente era enterrada con frecuencia dentro del edificio principal, contra los muros, incluso debajo de los canalones -o sub stillicidio, como se llamaban-, ya que se consideraba que el agua de lluvia había sido bendecida por la iglesia al discurrir por su tejado y paredes. La palabra «cementerio» solía aludir a la zona exterior de la iglesia, el atrium en latín, o aitre en francés. Pero los franceses tenían otro término para aitre: el charnier u osario. Con el tiempo, se denominó así a una parte en concreto del cementerio, a saber, las galerías que se extendían a lo largo del camposanto, sobre las cuales se colocaban los osarios.

Así, como explicó Neddo, en la Edad Media un camposanto acostumbraba tener cuatro lados, de los cuales la iglesia propiamente dicha solía formar uno, y los tres restantes estaban decorados con arcadas o pórticos donde se depositaban los muertos, a semejanza de los claustros de los monasterios, que se empleaban como cementerios para los monjes. Los cráneos y miembros de los muertos, una vez secos, se trasladaban encima de los pórticos, y a veces se disponían en composiciones artísticas. La mayoría de los huesos procedía de las fosses aux pauvres, las grandes fosas comunes de los pobres en el centro del atrio. Éstas eran poco más que zanjas, de diez metros de profundidad y entre cinco y siete metros de anchura, donde se arrojaban los muertos amortajados, a veces hasta mil quinientos en un solo hoyo cubierto por una fina capa de tierra, por lo que sus restos eran presa fácil para los lobos y los ladrones de tumbas que abastecían a los anatomistas. Era tal la putrefacción de la tierra que los cadáveres se descomponían rápidamente, y se decía de algunas fosas comunes, tales como Les Innocents en París y Alyscamps en los Alpes, que podían consumir un cuerpo en sólo nueve días, una virtud considerada milagrosa. Cuando se llenaba una fosa, se abría otra más antigua y se vaciaba de huesos, que se colocaban entonces en los osarios. Incluso los restos de los ricos cumplían su servicio, aunque inicialmente se enterraban en el edificio de la iglesia, por lo regular inhumados en la tierra bajo las losas. Hasta el siglo XVII, a la mayoría de la gente no le preocupaba dónde acababan sus huesos siempre y cuando permanecieran cerca de la iglesia, así que era habitual ver restos humanos en las galerías de los osarios, o en el pórtico de la iglesia, incluso en pequeñas capillas construidas especialmente con ese fin.

– Así pues, las iglesias y las criptas decoradas de semejante manera no eran anormales -concluyó Neddo-, pero creo que el modelo para esta construcción en particular es muy especial: Sedlec, en la República Checa.

Recorrió el contorno del cráneo con los dedos y luego los insertó en la abertura de la base para palpar la cavidad interior. De pronto se tensó. Me lanzó una mirada furtiva, pero fingí no darme cuenta. Cogí un escalpelo de plata con empuñadura de hueso y lo examiné, a la vez que observaba en la hoja el reflejo de Neddo, que volvía el cráneo del revés y lo iluminaba por dentro con la lámpara. Cuando estaba distraído, aparté la cortina al fondo del despacho.

– Ahora tiene que irse -le oí decir, y su tono había cambiado. El interés y la curiosidad habían dado paso a la alarma.

La puerta detrás de la cortina estaba cerrada, pero no con llave.

La abrí. A mis espaldas oí vociferar a Neddo, pero era tarde. Yo ya estaba dentro.

Era una habitación pequeña, poco más que un cuarto ropero, e iluminada por un par de bombillas rojas empotradas en la pared. Cuatro cráneos formaban una ordenada fila al lado de un fregadero que desprendía un fuerte olor a productos de limpieza. En los estantes que cubrían las paredes había más huesos, clasificados por tamaño y la parte del esqueleto a la que pertenecían. Vi trozos de carne flotando en tarros: manos, pies, pulmones, un corazón. Una pequeña vitrina, construida aparentemente con ese fin, exponía siete recipientes con un líquido amarillo. Contenían fetos en distintas fases de desarrollo y, a mis ojos, el último parecía un niño plenamente formado.

Por lo demás, había marcos de cuadros hechos con fémures; una colección de flautas de distintos tamaños confeccionadas con huesos vaciados; incluso una silla construida con restos humanos, y un cojín de terciopelo rojo en el centro como un trozo de carne cruda. Vi toscos candelabros y crucifijos, así como un cráneo deforme, convertido en algo monstruoso por efecto de un horrible trastorno orgánico que había producido excrecencias con aspecto de coliflor en la frente.

– Debe marcharse -dijo Neddo. Estaba aterrorizado, aunque no supe si era porque yo había entrado en su almacén o por lo que él había palpado y visto dentro del cráneo-. No debería estar aquí. No tengo nada más que decirle.

– No me ha dicho absolutamente nada -repuse.

– Llévelo todo al museo mañana. Llévelo todo a la policía, si quiere, pero yo ya no puedo hacer nada más por usted.

Cogí uno de los cráneos colocados junto al fregadero.

– Deje eso -dijo Neddo.

Hice girar el cráneo en mi mano. Tenía un nítido agujero en la parte baja, cerca de donde antes se unía a las vértebras. Vi agujeros similares en los otros cráneos. Eran orificios de bala, resultado de una ejecución.

– Debe de hacer su agosto cuando reponen Hamlet -comenté.

Sostuve el cráneo en la palma de la mano.

– Ay, pobre Yorick. Era un tipo de ingenio infinito, siempre y cuando uno entienda un poco de chino.

Le mostré el agujero en el cráneo.

– Estos cráneos vienen de China, ¿no? No hay muchos más sitios donde se ejecute a la gente con tal precisión. ¿Quién cree que pagó la bala, señor Neddo? ¿No es así como va en China? ¿No lo llevan a uno en un camión a un estadio de fútbol y entonces alguien le pega un tiro en la cabeza y manda la factura a los parientes? Salvo que estos pobres desdichados no debían de tener a ningún pariente que los reclamase, así que a ciertos individuos emprendedores se les ocurrió vender sus restos. Quizá primero aprovecharon el hígado, los riñones e incluso el corazón; luego limpiaron los huesos de carne y se los ofrecieron a usted, o a alguien como usted. Debe de existir una ley contra el tráfico de restos de presos ejecutados, ¿no cree?

Neddo me arrancó el cráneo de la mano y volvió a colocarlo junto a los otros.

– No sé de qué me habla -repuso. La falsedad de sus palabras era evidente.

– Explíqueme algo más sobre lo que le he traído, o informaré a cierta gente de lo que guarda aquí -advertí-. La vida se le complicará mucho, se lo aseguro.

Neddo salió y regresó a su escritorio.

– Usted se había fijado ya, ¿verdad? Me refiero a la marca dentro del cráneo -dijo.

– La he palpado con las yemas de los dedos, igual que usted. ¿Qué es?

Neddo parecía menguar ante mis ojos, como si se desinflara en su silla. Incluso la bata parecía venirle más holgada.

– Los números dentro del primer cráneo indican que sus orígenes quedaron registrados -explicó-. Puede que procediera de un cadáver donado a la ciencia médica, o de una antigua pieza de museo. En cualquier caso, inicialmente se adquirió por cauces legítimos. El segundo cráneo no lleva esos números, sino sólo la marca. Otros pueden contarle más cosas que yo. Lo que yo sí sé es que es poco aconsejable tener trato con los individuos responsables de esa marca. Se hacen llamar «Creyentes».

– ¿Por qué lo marcaron?

Contestó a mi pregunta con otra.

– ¿Qué antigüedad le calcula a ese cráneo, señor Parker?

Me acerqué al escritorio. El cráneo parecía deteriorado y un. tanto amarillento.

– No lo sé. ¿Décadas, tal vez?

Neddo movió la cabeza en un gesto de negación.

– Meses, quizá sólo semanas. Lo han envejecido por medios artificiales, restregándolo en tierra y arena y manteniéndolo luego sumergido en un preparado a base de orina. Probablemente pueda olérselo usted en los dedos.

Decidí no hacer la prueba.

– ¿De dónde procede?

Se encogió de hombros.

– Parece caucásico, seguramente hombre. No se aprecia ningún indicio claro de lesión, pero eso no significa nada. Podría proceder de un depósito de cadáveres, supongo, o de un hospital, excepto que, como usted mismo parece haber deducido de las incorporaciones a mi almacén, no es fácil adquirir restos humanos en este país. La mayor parte, a excepción hecha de los que se donan a la ciencia médica, han de comprarse fuera. Durante un tiempo la Europa del Este fue una buena fuente, pero ahora en esos países cuesta más que antes obtener cadáveres sin registrar. China, como supondrá, no se anda con tantas contemplaciones, pero hay problemas con la procedencia de esos restos, y resultan caros. No existen muchas más opciones, aparte de las obvias.

– Como, por ejemplo, abastecerse uno mismo.

– Sí.

– Matando.

– ¿Es eso lo que significa la marca?

– Eso creo.

Le pregunté si tenía una cámara, y sacó una polvorienta Kodak instantánea de un cajón del escritorio. Tomé unas cinco fotografías del exterior del cráneo y tres o cuatro del interior, ajustando la distancia cada vez con la esperanza de que la marca se viese nítidamente al menos en una. Al final, conseguí dos imágenes buenas, una vez que las fotografías acabaron de revelarse en el escritorio ante nosotros.

– ¿Ha conocido a alguno de esos Creyentes? -pregunté.

Neddo se revolvió en su butaca.

– En mi trabajo conozco a muchas personas peculiares. Podría llegar al extremo de decir que algunas son siniestras, incluso definitivamente desagradables. O sea que sí, he conocido a Creyentes.

– ¿Cómo lo sabe?

Neddo se señaló la manga de la bata, a unos tres centímetros por encima de la muñeca.

– Llevan aquí la marca del rezón.

– ¿Un tatuaje?

– No -respondió Neddo-. Se la graban a fuego en la carne.

– ¿Dispone de nombres?

– No.

– ¿No tienen nombre?

Neddo reaccionó con manifiesto malestar.

– Ah, sí, todos tienen nombre, o al menos los peores.

Sus palabras me resultaron familiares. Intenté recordar dónde las había oído antes.

Todos tienen nombre.

Pero Neddo ya había reanudado la conversación.

– Otros me han preguntado por ellos en fecha relativamente reciente. Me visitó un agente del FBI hará más o menos un año. Quería saber si había recibido algún encargo sospechoso o fuera de lo común relacionado con arcanos, en particular huesos o esculturas de huesos o vitela ornamentada. Le dije que todos esos encargos eran poco comunes, y entonces me amenazó poco más o menos como ha hecho usted. A mí no me conviene que se haga una redada en el local, me resultaría embarazoso y potencialmente sería una ruina si, como consecuencia, se presentaran cargos. Le dije lo mismo que le he dicho a usted. No quedó satisfecho, pero yo sigo en el negocio.

– ¿Recuerda cómo se llamaba el agente?

– Bosworth. Philip Bosworth. Para serle sincero, si no me hubiese enseñado su identificación, lo habría tomado por contable o pasante de un bufete. Se le veía un poco frágil para ser del FBI. No obstante, el alcance de sus conocimientos era impresionante. Regresó en una ocasión para aclarar unos cuantos detalles, y admito que disfruté con el proceso de descubrimiento mutuo que resultó de todo aquello.

Una vez más, me pareció adivinar cierto tono en las palabras de Neddo, casi un placer sexual en la exploración de esos temas y ese material. ¿El «proceso de descubrimiento mutuo»? Esperaba que Bosworth lo hubiese invitado primero a comer, y que los encuentros con Neddo le hubiesen reportado a éste más satisfacción que el mío. Neddo era tan escurridizo como una anguila en un cubo de vaselina, y cada palabra útil que pronunciaba iba envuelta de varias capas de confusión. Era evidente que sabía más de lo que decía, pero sólo contestaba a preguntas directas, y no adornaba las respuestas con la menor información adicional.

– Hábleme de la escultura -dije.

Las manos empezaron a temblarle otra vez.

– Una construcción interesante. Me gustaría disponer de más tiempo para estudiarla.

– ¿Quiere que se la deje aquí? Me parece que no va a poder ser.

Neddo se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro.

– Da igual. No tiene ningún valor; es una copia de otra mucho más antigua.

– Siga.

– Es una réplica de una escultura de huesos mayor, al parecer de alrededor de dos metros y medio. El original se perdió hace mucho tiempo, aunque sabemos que fue creado en Sedlec en el siglo quince, con huesos del osario.

– Ha dicho que también los candelabros de hueso eran réplicas de los originales de Sedlec. Se diría que alguien tiene una fijación.

– Sedlec es un lugar poco corriente, y la escultura de huesos original es una pieza poco usual, en el supuesto de que realmente exista y no sea sólo un mito. Como nadie la ha visto jamás, su naturaleza exacta sigue sujeta a especulaciones, pero las partes más interesadas coinciden en cuanto a su aspecto. La escultura que usted me ha traído es probablemente la representación más precisa que he visto. Hasta la fecha sólo había examinado esbozos e ilustraciones, y a esta pieza se le ha dedicado un gran esfuerzo. Me gustaría conocer al autor.

– Y a mí -dije-. ¿Qué finalidad tenía el original? ¿Por qué se construyó?

– Son muchas las versiones -respondió Neddo-. La escultura que me ha traído es una miniatura de otra, también de huesos. Sin embargo, la escultura de huesos de mayor tamaño es por sí misma una representación, aunque el modelo para su construcción es de plata y, por lo tanto, de un valor extraordinario. Como ésta, encarna una metamorfosis. Se conoce como El ángel negro.

– ¿Qué clase de metamorfosis?

– Una transformación de hombre en ángel, o, para ser más exactos, de hombre en demonio, lo que nos lleva al punto donde hay divergencia de opiniones. Evidentemente, El ángel negro sería una pieza única en cualquier colección privada sólo por su valor intrínseco, pero ésa no es la razón por la que se ha buscado con tanta avidez. Hay quienes piensan que el original en plata es, de hecho, una especie de prisión, que no es una representación de un ser en transformación, sino el propio ser; que un monje llamado Erdric se enfrentó en Sedlec a Immael, un ángel caído antropomorfo, y que en el transcurso de la pelea Immael cayó en una cuba llena de plata fundida justo cuando su verdadera forma estaba revelándose. Al parecer no hay nada más dañino para estos seres que la plata, e Immael, una vez inmerso, fue incapaz de escapar. Erdric ordenó que la plata se dejase enfriar lentamente y que se vertiese el residuo de la cuba. Lo que quedó fue El ángel negro: la forma de Immael revestida de plata. Los monjes lo ocultaron, incapaces de destruir lo que contenía pero temerosos de que la estatua cayera en manos de aquellos que pudieran desear liberar al ser atrapado en su interior, o utilizarla para atraer a hombres malvados. Desde entonces ha estado escondida, después de haber sido trasladada de Sedlec poco antes de la destrucción del monasterio en el siglo quince. Su paradero consta en una serie de referencias en clave contenidas en un mapa. El mapa se rompió y dividió en fragmentos, que se dispersaron por monasterios cistercienses de toda Europa.

»Desde entonces, el mito, la especulación, la superstición y quizás incluso una pizca de verdad se han combinado para crear un objeto que ha causado cada vez más fascinación en el transcurso de medio milenio. La versión en hueso de la estatua se creó casi en la misma época, aunque ignoro el motivo. Quizá no fue más que una manera de recordar a la comunidad de Sedlec lo ocurrido, así como la realidad del mal en este mundo. Desapareció al mismo tiempo que la estatua de plata, supuestamente para salvarla de los estragos de la guerra, ya que Sedlec fue atacado y destruido a principios del siglo quince.

– ¿Se encuentran los Creyentes entre los que la buscan?

– Sí, más que nadie.

– Por lo que se ve, sabe usted mucho del tema.

– Y ni siquiera me considero un experto.

– ¿Quién lo es, pues?

– Hay una casa de subastas en Boston, la Casa de Stern, dirigida por una tal Claudia Stern. Está especializada en la venta de objetos arcanos y conoce mejor que nadie El ángel negro y los mitos relacionados con él.

– ¿Y eso por qué?

– Porque afirma tener en su poder uno de los fragmentos- del mapa, que se subastará la semana que viene. Es un objeto polémico. Se cree que un buscador de tesoros llamado Mordant lo descubrió hace unas semanas debajo de una losa de Sedlec. Mordant murió en la iglesia, al parecer cuando intentaba huir con el fragmento.

»O, para ser más exactos, sospecho que cuando intentaba huir de alguien.


¿Y si…?

Las palabras habían obsesionado a Mordant durante mucho tiempo. Era más listo que muchos de sus colegas, y también más cauto. Siempre andaba tras la mayor gloria, el mejor premio, sin molestarse siquiera en buscar recompensas menores. A él las leyes lo traían sin cuidado: las leyes eran para los vivos, y Mordant sólo tenía tratos con los muertos. Por eso había dedicado tantos años a contemplar el misterio de Sedlec, analizando repetidamente los mitos de los lugares oscuros y de lo que en otro tiempo se había ocultado en ellos. Y si había estado allí, podía seguir estando.

¿Y si…?

En ese momento se hallaba en el osario propiamente dicho, tras anular el sistema de alarma con un par de pinzas y un alambre, y descendía por la escalera hacia el corazón de aquel espacio en medio de un aire gélido. Lo rodeaba un sinfín de huesos, los restos parciales de miles de seres humanos, pero eso no lo inquietaba tanto como habría podido alterar a un alma más sensible. Mordant no era supersticioso, no obstante, incluso él debía reconocer que en aquel lugar lo corroía una sensación de transgresión. Curiosamente, el motivo de su inquietud era ver su aliento condensado, como si una presencia absorbiera su energía vital, debilitándolo poco a poco, exhalación tras exhalación.

¿Y si…?

Se paseó entre las pirámides de cráneos, bajo grandes tracerías de vértebras y guirnaldas de peronés, hasta que llegó al pequeño altar. Dejó caer una bolsa de lona negra. Esta tintineó pesadamente al entrar en contacto con el suelo. Sacó un enorme martillo afilado y se dispuso a trabajar en los bordes de una piedra empotrada en el suelo, mientras se proyectaba sobre él la sombra del crucifijo por el claro de luna que se filtraba a través de la ventana a sus espaldas.

¿Y si…?

Rompió la argamasa y vio que con unos cuantos golpes más abriría una brecha de anchura suficiente para alojar la palanca. Tan absorto estaba en su labor que no oyó que algo se acercaba por detrás, y sólo cuando un tenue olor a moho llegó a su nariz se detuvo y se volvió, todavía de rodillas. Alzó la vista, y ya no estaba solo.

¿Y si…?

Mordant se levantó un poco, casi en un ademán de disculpa, como para dar a entender que existía una explicación totalmente razonable para su presencia en aquel lugar, y para la profanación que perpetraba, pero en cuanto se sintió seguro de su fuerza se abalanzó hacia delante y golpeó con el extremo plano del martillo. No dio en el blanco, pero consiguió abrirse un hueco por el que vio la escalera. Unas manos lo agarraron, pero él era escurridizo y rápido y estaba decidido a escapar. Ahora sus golpes sí eran certeros. Casi se había zafado. Llegó a los peldaños y subió, con la vista fija en la puerta.

Al llegar al último peldaño, Mordant registró la presencia a su derecha un segundo demasiado tarde. Salió de entre las sombras y le asestó un golpe a Mordant justo en la nuez de Adán que lo obligó a retroceder un paso. Por un momento se tambaleó en el borde del peldaño, agitando los brazos en un intento de mantener el equilibrio, y entonces cayó de espaldas y rodó escalera abajo.

¿Y si…?

Y Mordant se rompió el cuello al pie de la escalera.


En el osario de Sedlec siempre hacía frío, motivo por el cual la anciana se había abrigado. De su mano derecha colgaba un llavero mientras seguía el sendero hasta la puerta de Santini-Aichel. Su familia había cuidado de aquel lugar desde hacía generaciones y el mantenimiento se financiaba con los libros y postales vendidos en una pequeña mesa junto a la puerta, y con la recaudación de la entrada cobrada a los visitantes que hacían el esfuerzo de ir hasta allí. Ahora, al acercarse, vio la puerta abierta. Había una mancha de sangre en el primer peldaño. Se llevó la mano a la boca y se detuvo en la entrada. Nunca había sucedido algo así: el osario era un lugar sagrado y había permanecido intacto durante siglos.

Entró despacio, temerosa de lo que estaba a punto de ver. El cuerpo de un hombre yacía desmadejado ante el altar, con la cabeza torcida en un ángulo poco natural. Una de las losas debajo del crucifijo había sido retirada por completo, algo despedía un brillo opaco a la luz de primera hora de la mañana. A los pies del muerto se hallaban dispersos los fragmentos de uno de los hermosos candeleros hechos con un cráneo. Curiosamente, no fue el hombre lo primero que le preocupó, sino los daños causados en el osario. ¿Cómo podía alguien hacer una cosa así? ¿No se daban cuenta de que en otro tiempo aquéllas fueron personas como ellos? ¿O de que había belleza en lo que se había creado con sus restos? Levantó un trozo de cráneo del suelo y lo frotó delicadamente con los dedos antes de que una nueva incorporación al osario llamara su atención.

Tendió la mano hacia la pequeña caja de plata junto a la mano del muerto. La caja no estaba cerrada con llave. Con cuidado, levantó la tapa. Contenía un trozo de vitela, un documento enrollado aparentemente intacto. Lo tocó con los dedos. Era suave, casi resbaladizo. Lo sacó y empezó a desenrollarlo. En el ángulo se veía un escudo de armas: representaba un hacha de guerra sobre un libro abierto de fondo. No lo reconoció. Vio símbolos y dibujos arquitectónicos; luego cuernos y parte de un rostro inhumano contraído a causa del sufrimiento. Era un dibujo muy detallado, aunque terminaba en el cuello, pero la mujer no deseó ver más de lo que había visto. Eso ya era bastante horroroso para sus ojos. Volvió a guardar el papel en la caja y corrió a buscar ayuda, sin darse cuenta apenas de que la temperatura en el osario era un poco más alta que de costumbre, y de que el calor procedía de las losas bajo sus pies.

Y lejos de allí, al oeste, de pronto se abrieron dos ojos en la oscuridad de una habitación opulenta, dos fuegos idénticos encendidos en la noche. Y en el centro de una pupila, una mota blanca parpadeó con el recuerdo del Divino.


Neddo casi había acabado.

– En algún momento entre el hallazgo del cadáver y su levantamiento después de llegar la policía, el fragmento, que estaba en una caja de plata, desapareció -explicó-. Ahora se ha puesto a la venta un fragmento similar por mediación de Claudia Stern. Es imposible saber si se trata del fragmento de Sedlec, pero los cistercienses han expresado claramente sus objeciones a la venta. No obstante, parece que la subasta se celebrará de todos modos. Aunque tendrá lugar en privado, despertará mucho interés. Los coleccionistas de esta clase de material tienden a… esto…, a llevar una vida retirada y un tanto secreta. Su fascinación puede prestarse a malentendidos.

Contemplé los diversos objetos reunidos en la lúgubre tienda de Neddo: restos humanos reducidos a la categoría de adornos. Me asaltó la imperiosa necesidad de salir de allí.

– Puede que tenga que hacerle alguna que otra pregunta más -dije.

Saqué una tarjeta de visita de mi billetero y la dejé en la mesa. Neddo le echó un vistazo, pero no la cogió.

– Siempre estoy aquí -respondió-. Lógicamente, siento curiosidad por saber adónde lo llevan sus pesquisas. No dude en ponerse en contacto conmigo, a cualquier hora del día o de la noche. -Esbozó una sonrisa-. De hecho, mejor por la noche.


García observó el edificio, cada vez más inquieto al ver que pasaba una hora, y después otra. Había intentado seguir al hombre que tanto interesaba a Brightwell, pero aún no conocía bien las calles de esa ciudad enorme y lo había perdido en cuestión de minutos. Estaba convencido de que volvería a reunirse con sus amigos, y éstos eran de momento la mayor preocupación de García, ya que seguían en su apartamento. Había pensado que acudiría la policía, pero no fue así. Al principio le pareció buena señal, pero empezaba a tener sus dudas. Debían de haber visto lo que había allí. Quizás incluso habían puesto algunos de los vídeos de su colección. ¿Qué clase de hombres no avisarían a la policía en una situación así?

García quería recuperar sus posesiones, una en particular. Era importante para él, pero además era el único objeto que lo relacionaba con la chica, a él y a los demás. Sin eso, sería casi imposible seguir el rastro.

Llegó un coche. El hombre se apeó y llamó al timbre del edificio de García. García sintió alivio al ver que llevaba en las manos la enorme caja de madera. Esperaba que contuviese aún lo que se había llevado del apartamento.

Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y salieron el negro y su compañero de menos estatura. Ahora únicamente quedaba un hombre en el apartamento, y estaba solo.

García abandonó el amparo de las sombras y se encaminó hacia la puerta.


Registré las habitaciones una última vez. Louis y Ángel habían echado otro vistazo al apartamento, pero quise asegurarme de que no se les había pasado nada por alto. Cuando acabé con las zonas ocupadas, fui a la habitación blanca alicatada que Louis había descubierto. Su finalidad era evidente. Si bien la habían limpiado a fondo, me pregunté cuánto empeño habrían puesto en eliminar pruebas de las cañerías. Probablemente eran nuevas, ya que la habitación se había añadido en fecha reciente. Si alguien se había desangrado en el desagüe, quedaría un rastro.

En la mesa de caballetes adosada a la pared del fondo, junto a una pila de viejas hojas de papel manchadas de pintura, había latas de pintura y pinceles viejos con las cerdas totalmente endurecidas. Al tirar de la pila de papel se levantó una pequeña nube de polvo rojo, examiné lo que quedaba de éste y luego aparté las hojas de la mesa. Se veía más polvo de ladrillo en la madera y debajo, en el suelo. Hice presión con la mano en la pared y noté la fricción áspera de un ladrillo contra otro. Miré de cerca y vi que la obra de mampostería no era del todo regular en los contornos de una sección de unos cincuenta centímetros de altura. Con las yemas de los dedos tiré del borde saliente del bloque y empecé a desplazarlo de izquierda a derecha, hasta que logré extraerlo por completo. Cayó en la mesa, entero, y dejó un hueco. Distinguí una forma en su interior. Me arrodillé y la iluminé con la linterna.

Era un cráneo humano montado sobre una columna de huesos envuelta parcialmente con un paño de terciopelo rojo. Un pañuelo de lentejuelas doradas cubría la cabeza, y tan sólo dejaba a la vista las cuencas de los ojos, la cavidad nasal y la boca. En la base de la columna había huesos de dedos, dispuestos aproximadamente en forma de dos manos y adornados con anillos baratos. Al lado vi ofrendas: chocolatinas y cigarrillos, y un vaso pequeño que contenía un líquido ambarino que olía a whisky.

Un guardapelo destelló a la luz de la linterna, el brillo de la plata destacaba sobre el blanco de la columna de huesos. Alargué el brazo, lo cogí con un trapo y lo abrí de una sacudida. Dentro había fotos de dos mujeres. A la primera no la reconocí. La segunda era Martha, la mujer que había ido a mi casa en busca de esperanza para su hija.

De pronto se produjo una explosión de luz y sonido. Esquirlas de madera y piedra saltaron junto a mi brazo derecho golpeándome la cara y cegándome el ojo de ese mismo lado. Solté la linterna y, al echarme cuerpo a tierra, vi una silueta pequeña y voluminosa que se recortó por un instante en el vano de la puerta antes de retroceder y volver a ocultarse. Oí el temible doble chasquido cuando el hombre cargó de nuevo las recámaras de la escopeta al tiempo que repetía una y otra vez las mismas palabras en español.

– Santa Muerte, reza por mí. Santa Muerte, reza por mí

Justo por encima de sus palabras me llegó un ligero sonido de pisadas en la escalera de abajo. Eran Ángel y Louis, que venían a cerrar la trampa. El agresor también los oyó, porque se elevó el volumen de su oración. Oí gritar a Louis:

– ¡No lo mates!

Y entonces el agresor volvió a asomarse y la escopeta rugió. Yo me ponía ya en movimiento cuando la mesa de caballetes se desintegró, y en cuanto el agresor entró en la habitación se desplomó una pata. Pronunciando a gritos su oración una y otra vez se acercó: cargando, disparando, cargando, disparando. La habitación se llenó de ruido y polvo, me entró en la nariz y los ojos, creó una niebla sucia que desdibujaba los detalles y sólo dejaba entrever formas imprecisas. A través de la borrosa visión que tenía vi una silueta oscura y achaparrada. Ante ella se encendió una nube de luz y metal, y disparé.

Загрузка...