21

Esa noche hablé con Rachel por primera vez desde que se marchó. Frank y Joan habían ido a un acto benéfico de recaudación de fondos, y Rachel y Sam se habían quedado solas en casa. Oía música de fondo: Overcome by Happiness de los hermanos Pernice, reyes de las canciones con títulos engañosos.

Rachel exhibía un optimismo desmesurado, a la manera delirante propia de quienes están bajo los efectos de una fuerte medicación o que intentan desesperadamente mantener el tipo ante el inminente hundimiento. En lugar de preguntarme por el caso prefirió contarme lo que había hecho Sam a lo largo del día y cómo la malcriaban Frank y Joan. Se interesó por el perro; luego acercó el auricular al oído de Sam y me pareció oír la respuesta de la niña a mi voz. Le dije que la quería y que la echaba de menos. Le dije que deseaba que se encontrara siempre a salvo y feliz, y que lamentaba lo que había hecho para que no se sintiera así. Le dije que aunque no estuviera con ella, aunque no estuviéramos juntos, pensaba en ella, y que nunca, nunca, olvidaría lo importante que era para mí.

Y sabía que Rachel escuchaba también, y de ese modo le dije todo aquello que no podía decirle a ella.


Me despertó el perro. No ladraba, apenas emitía un gemido y movía el rabo nerviosamente entre las patas, como cuando intentaba reparar algo que había hecho mal. Ladeó la cabeza al oír un ruido inaudible para mí, y miró hacia la ventana, emitiendo extraños sonidos que nunca le había oído.

Una luz parpadeante bañaba la habitación y se oía un crepitar a lo lejos. Olí a humo, y vi la luz de las llamas tapadas por las cortinas de la ventana. Me levanté de la cama y aparté las cortinas.

La marisma estaba en llamas. Los coches de bomberos de Scarborough ya se dirigían hacia el incendio, y vi a uno de mis vecinos en el puente que cruzaba el lodazal por debajo de mi casa intentando, quizás, encontrar el origen del fuego, por miedo de que alguien resultara herido. Las llamas seguían caminos delimitados por los canales y se reflejaban en la quieta y oscura superficie del agua, de modo que parecían elevarse en el aire y prender las profundidades. Vi aves surcando el cielo, recortadas en el resplandor rojo, aterrorizadas y perdidas en el cielo nocturno. Las delgadas ramas de un árbol sin hojas se habían incendiado, pero los coches de bomberos ya se habían detenido y pronto las mangueras le estarían apuntando, así que quizás aún pudiera salvarse. Gracias a la humedad del invierno, el fuego se sofocaría fácilmente, pero la hierba quemada seguiría viéndose durante meses, un chamuscado recordatorio de la vulnerabilidad de ese lugar.

En ese momento el hombre del puente se volvió hacia mi casa. Las llamas iluminaban su rostro y vi que era Brightwell. Estaba inmóvil, su silueta se dibujaba contra el fuego, y tenía la mirada fija en la ventana ante la que yo me hallaba. Los faros de los coches de bomberos parecieron iluminarlo por un instante, ya que de pronto su palidez adquirió un aspecto luminoso, con la piel picada y enferma cuando se apartó de los vehículos que se acercaban y descendió al infierno.


Hice la llamada a la mañana siguiente, mientras Louis y Ángel desayunaban y lanzaban trozos de bollo a Walter para que los atrapara. También ellos habían visto la figura en el puente, y si su aparición había tenido algún efecto, fue el de aumentar la sensación de malestar que teñía mi relación con Louis. Ángel parecía actuar de amortiguador entre los dos, de modo que, cuando él estaba presente, un observador externo casi habría tenido la impresión de que entre nosotros todo era normal, o tan normal como siempre, lo que no era en absoluto normal.

Los bomberos de Scarborough también habían presenciado el descenso de Brightwell en la marisma en llamas, pero habían buscado en vano algún rastro de él. Como lo consideraban el presunto autor del incendio, supusieron que había retrocedido por debajo del puente y huido. Y al menos eso era cierto: Brightwell había provocado el incendio, como señal de que no me había olvidado.

Un denso olor a humo y hierba quemada flotaba en el aire mientras oía sonar el timbre del teléfono al otro lado de la línea. Por fin contestó una joven.

– ¿Puedo hablar con el rabino Epstein, por favor? -pregunté.

– ¿De parte de quién?

– Dígale que soy Parker.

Oí que dejaba el auricular. De fondo me llegaron voces infantiles, acompañadas del tamborileo de cubiertos contra tazones. Al cabo de un momento, el bullicio quedó ahogado al cerrarse una puerta y un anciano se puso al teléfono.

– Cuánto tiempo -dijo Epstein-. Pensaba que se había olvidado de mí. A decir verdad, tenía la esperanza de que se hubiera olvidado de mí.

El hijo de Epstein había muerto asesinado por Faulkner y su prole. Yo le había facilitado la venganza contra el viejo predicador. Estaba en deuda conmigo, y él lo sabía.

– Necesito hablar con su invitado -dije.

– No me parece buena idea.

– ¿Y eso por qué?

– Podría llamar la atención. Ni siquiera voy a verlo a menos que sea absolutamente necesario.

– ¿Cómo está?

– Tan bien como cabría esperarse dadas las circunstancias. No habla mucho.

– De todos modos, necesito verlo.

– ¿Puedo saber por qué?

– Es posible que haya encontrado a un viejo amigo suyo. Un muy viejo amigo.


Louis y yo cogimos un vuelo a Nueva York a primera hora de la tarde; permanecimos en silencio casi todo el viaje. Ángel prefirió quedarse en casa y cuidar de Walter. Ni en Portland ni en Nueva York había la menor señal de Brightwell o de alguien que pudiera estar vigilándonos. Fuimos en taxi al Lower East Side bajo una lluvia torrencial entre el tráfico lento y las calles atestadas de residentes de la periferia camino de sus casas hastiados del largo invierno; pero la lluvia amainó cuando cruzamos Houston Street y, al acercarnos a nuestro destino, el sol se derramaba por los huecos entre las nubes, creando grandes columnas oblicuas de luz que conservaban su forma hasta desintegrarse en las azoteas y las paredes de los edificios.

Epstein me esperaba en el Centro Orensanz, la vieja sinagoga del Lower East Side donde lo había conocido después de la muerte de su hijo. Como de costumbre, lo acompañaban un par de hombres jóvenes que obviamente no estaban allí por sus dotes para la conversación.

– Aquí estamos otra vez -dijo Epstein. Seguía igual que siempre: menudo, barba canosa y expresión un tanto triste, como si, pese a sus esfuerzos por mantener el optimismo, el mundo se las hubiese ingeniado de algún modo para defraudarlo ese día.

– Da la impresión de que le gusta quedar aquí con la gente -comenté.

– Es un lugar público, y a la vez privado cuando es necesario, y más seguro de lo que parece. Se le ve cansado.

– He tenido una semana difícil.

– Tiene una vida difícil. Si yo fuera budista, tal vez me preguntaría qué pecados cometió usted en encarnaciones anteriores para explicar los problemas que se le presentan en ésta.

Un resplandor anaranjado bañaba la sala en la que nos encontrábamos, y la luz del sol, penetrando a raudales por el enorme ventanal que dominaba la sinagoga vacía, cobraba mayor peso y sustancia al unírsele un elemento oculto a su paso por el cristal. El ruido del tráfico quedaba amortiguado, e incluso nuestros pasos en el suelo polvoriento se oían distantes y apagados mientras nos dirigíamos hacia la luz. Louis se puso a esperarme junto a la puerta, flanqueado por los guardaespaldas.

– Bien, cuénteme -dijo Epstein-. ¿Qué le trae por aquí?

Pensé en todo lo que me habían contado Reid y Bartek. Me acordé de Brightwell, del contacto de sus manos cuando ese ser horrendo intentó atraerme hacia sí, y la expresión de su cara antes de entregarse a las llamas. La nauseabunda sensación de vértigo volvió a asaltarme, y me escoció la piel al recordar una vieja quemadura.

Y me acordé del predicador, Faulkner, atrapado en su celda, sus hijos muertos y concluida su abominable cruzada. Volví a ver sus manos tendidas hacia mí entre los barrotes, sentí el calor que irradiaba su viejo y enjuto cuerpo, y oí una vez más las palabras que me dijo antes de escupir su repugnante veneno en mi boca.

Aquello a lo que te has enfrentado hasta el momento no es nada en comparación con lo que se avecina… Lo que viene a por ti ni siquiera es humano.

No sabía cómo, pero Faulkner conocía cosas ocultas. Reid había sugerido que tal vez existía algún lazo entre Faulkner, el Viajante, la asesina de niños Adelaide Modine, el torturador aracnoide Pudd, puede que también Caleb Kyle -el hombre del saco que había obsesionado a mi abuelo toda su vida-, aun cuando algunos de ellos no fueran conscientes de ese vínculo. Su maldad era humana, fruto de su propia naturaleza deficiente. Acaso una genética defectuosa había contribuido a crear aquello en lo que se habían convertido, o quizá malos tratos en la infancia. El deterioro de diminutos vasos sanguíneos en el cerebro, o el fallo de pequeñas neuronas, podría haber ayudado a su envilecimiento. Pero el libre albedrío también había intervenido, ya que no me cabía la menor duda de que, en un momento determinado, la mayoría de aquellos hombres y mujeres se impusieron a otra persona y tuvieron en la palma de sus manos una vida, algo frágil con un resplandor vacilante, que expresaba su derecho sobre el mundo con un latido furioso, y decidieron acabar con ella, hacer caso omiso de los gritos y los gemidos y la lenta y descendente cadencia de los últimos suspiros, hasta que por fin el corazón dejaba de bombear sangre y ésta manaba despacio de las heridas, encharcándose alrededor y reflejando sus caras en el rojo viscoso e intenso. Allí residía la verdadera maldad, en ese momento entre el pensamiento y la acción, entre el propósito y la perpetración, cuando por un instante fugaz aún existía la posibilidad de darse la vuelta y negarse a apaciguar el oscuro y voraz deseo interior. Tal vez fuera entonces cuando la miseria humana encontraba algo peor, algo más profundo y antiguo que nos resultaba conocido por las resonancias que tenía en nuestras almas, y a la vez ajeno por su naturaleza y su antigüedad, una maldad que era anterior a la nuestra y la eclipsaba con su magnitud. Hay tantas formas de maldad en el mundo como hombres que la ejercen, y su gradación es casi infinita, pero es posible, claro, que toda ella se alimente del mismo profundo pozo, y hay seres que se han nutrido de él durante mucho más tiempo del que podríamos imaginar.

– Una mujer me habló de un libro, una parte de los textos apócrifos bíblicos -dije-. Lo leí. Hablaba de la corporeidad de los ángeles, de la posibilidad de que puedan adoptar forma humana y morar en ella, ocultos e invisibles.

Epstein permanecía tan callado e inmóvil que ya no lo oía respirar, y el movimiento de su pecho parecía haber cesado por completo.

– El Libro de Enoc -dijo al cabo de un rato-. Ha de saber que el gran rabino Simeón ben Jochai, en los años posteriores a la crucifixión de Cristo, maldijo a quienes creían en lo que había escrito en él. Se consideraba que era una interpretación errónea del Génesis por las correspondencias entre ambos textos, aunque algunos estudiosos han afirmado que en realidad Enoc es la obra más antigua, y por tanto la versión más concluyente. Pero es cierto que las obras apócrifas, tanto los libros deuterocanónicos, como Judit, Tobías y Baruc, que siguen al Antiguo Testamento, y los evangelios posteriores suprimidos, como los de Tomás y Bartolomé, son un campo de minas para los estudiosos. Puede que Enoc sea más difícil que la mayoría. Se trata de un texto realmente perturbador, con profundas implicaciones sobre la naturaleza del mal en el mundo. No es de extrañar que tanto a los cristianos como a los judíos les fuera más fácil suprimirlo que intentar examinar su contenido a la luz de lo que ya creían y, de ese modo, intentar conciliar las dos visiones. ¿Tan difícil les habría sido ver la rebelión de los ángeles como algo relacionado con la creación del hombre? ¿Que el orgullo de los ángeles quedó herido al verse obligados a reconocer el prodigio de ese nuevo ser? ¿Que tal vez ellos también envidiaban su corporeidad y el placer que podía obtener con sus apetitos, sobre todo en el gozo que encontraba uniendo su cuerpo al de otro? Se entregaron a la lujuria, se rebelaron y cayeron. Algunos cayeron en el abismo, y otros encontraron un lugar aquí, y al final adoptaron la forma que durante tanto tiempo habían deseado. Una especulación interesante, ¿no le parece?

– Pero ¿qué pasa si algunos lo creen, si algunos están convencidos de que son esas criaturas?

– ¿Por eso quiere ver otra vez a Kittim?

– Creo que me he convertido en un polo de atracción para seres siniestros -expliqué lentamente-, y los peores de ellos están ahora más cerca que nunca. Mi vida se está desmoronando. En otro tiempo habría podido apartarme, y quizás ellos habrían pasado de largo, pero ahora ya es demasiado tarde para eso. Quiero ver al ser que usted tiene, confirmarme a mí mismo que no estoy loco y que semejantes seres pueden existir y existen.

– Es posible que existan -dijo Epstein-, y tal vez Kittim sea la prueba, pero hemos topado con cierta resistencia por su parte. Enseguida toleró los fármacos. Incluso el pentotal sódico ha dejado de tener un efecto significativo. Bajo su influencia no hace más que despotricar, pero le hemos administrado una dosis fuerte en previsión de su visita, y es posible que le procure unos minutos de lucidez.

– ¿Tenemos que ir muy lejos? -pregunté.

– ¿Ir? -dijo Epstein-. ¿Ir adónde? Tardé un momento en entender. -¿Es que está aquí?


Era poco más que una celda con pretensiones, a la que se accedía por un armario trastero en el sótano. El armario estaba revestido de metal, y la pared del fondo hacía las veces de puerta, provista de una cerradura y una combinación electrónica. Se abría hacia dentro y daba a un espacio insonorizado, dividido en dos por una tela metálica de acero. Unas cámaras vigilaban continuamente la zona delimitada por la tela metálica, amueblada con una cama, un sofá, una mesa pequeña y una silla. No se veía ningún libro. Había un televisor atornillado a la pared en el rincón opuesto, al otro lado de la tela metálica y lo más lejos posible de la celda. En el suelo, junto al sofá, estaba el mando a distancia.

Una figura yacía en la cama, vestida sólo con un pantalón corto gris. Sus extremidades parecían ramas desnudas, sobre las que se dibujaban claramente todos los músculos. Se lo veía demacrado, yo jamás había visto a un hombre tan delgado. Tenía el rostro vuelto hacia la pared y las rodillas encogidas contra el pecho. Casi estaba calvo, aparte de unos cuantos mechones sueltos pegados al cráneo amoratado y escamoso. La textura de su piel me recordaba a la de Brightwell y la hinchazón que lo aquejaba. Ambos eran seres sometidos a una lenta descomposición.

– Dios mío -exclamé-, ¿qué le ha pasado?

– Se ha negado a comer -respondió Epstein-. Intentamos alimentarlo a la fuerza, pero era demasiado difícil. Al final llegamos a la conclusión de que pretendía quitarse la vida y, bueno, no teníamos inconveniente en verlo morir. Pero no ha muerto; simplemente se debilita un poco más cada semana que pasa. A veces bebe agua, pero eso es todo. Más que nada, duerme.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Meses.

El hombre que estaba en la cama se movió y luego se volvió de cara a nosotros. Tenía la piel del rostro contraída, de modo que los huecos de los huesos se le veían claramente. Me recordó a los prisioneros de los campos de concentración, salvo por el hecho de que sus ojos felinos no revelaban el menor indicio de debilidad o decadencia interior. Más bien emitían un resplandor vacío, como joyas baratas.

Kittim.

Había aparecido en Carolina del Sur como sicario de un racista llamado Roger Bowen, y como enlace entre el predicador Faulkner y los hombres que lo habrían liberado si hubiesen podido, pero Bowen había subestimado a su subordinado, sin entender el verdadero equilibrio de fuerzas en su relación. Bowen era poco más que el títere de Kittim, y Kittim era más viejo y corrupto de lo que Bowen habría podido imaginar. Su nombre daba una idea de su naturaleza, ya que los kittim eran una hueste de ángeles siniestros que habían declarado la guerra a la especie humana y a Dios. Algo moraba dentro de Kittim, sin duda algo antiguo y hostil, al servicio de sus propios objetivos.

Kittim cogió un vaso de plástico con agua y bebió derramándola en la almohada y las sábanas. Se incorporó hasta quedar sentado en el borde de la cama. Permaneció así por un momento, como si hiciera acopio de fuerzas, y a continuación se levantó. Se tambaleó un poco y pareció a punto de caerse, pero, arrastrando los pies, atravesó la celda hacia la tela metálica. Tendió los dedos huesudos y se agarró al alambre de la tela a la vez que apretaba la cara contra ella. Estaba tan delgado que, por un instante, casi pensé que intentaría pasar el rostro entre los huecos. Primero miró a Louis y después a mí.

– ¿Han venido a regodearse? -preguntó. Hablaba casi en un susurro, pero su voz no delataba el lento deterioro de su cuerpo.

– No tiene usted muy buen aspecto -comentó Louis-. Aunque, la verdad, nunca lo ha tenido.

– Veo que aún va a todas partes acompañado de su mono. Quizá podría adiestrarlo para que camine detrás de usted sosteniéndole una sombrilla.

– Tan bromista como siempre -dije-. Así nunca hará amigos, ¿sabe? Por eso está aquí, apartado de los demás niños.

– Me sorprende verlo vivo -repuso-. Me sorprende, pero me alegro.

– ¿Se alegra? ¿Por qué habría de alegrarse?

– Tenía la esperanza de que me matase -contestó Kittim.

– ¿Por qué? -dije-. ¿Para poder… vagar?

Kittim ladeó un poco la cabeza y me miró con renovado interés. A mi lado, Epstein nos observaba con atención.

– Tal vez -respondió-. ¿Y usted qué sabe de eso?

– Sé un poco. Esperaba averiguar algo más con su ayuda.

Kittim negó con la cabeza.

– Lo veo difícil.

Me encogí de hombros.

– En ese caso no tenemos nada más de que hablar. Aunque pensaba que le complacería tener un poco de estímulo. Aquí debe de sentirse solo y aburrido. Bueno, al menos tiene un televisor. Pronto van a dar Ricki, y después podrá ver sus propias historias.

Kittim se apartó de la tela metálica y volvió a sentarse en la cama.

– Quiero salir de aquí -dijo.

– Eso no sucederá.

– Quiero morir.

– ¿Por qué no ha intentado quitarse la vida?

– Me vigilan.

– Eso no contesta a la pregunta.

Kittim tendió los brazos y volvió las manos con las palmas hacia arriba. Se miró las muñecas durante un largo rato, como si contemplase las heridas que se habría abierto de habérsele permitido.

– No creo que pueda quitarse la vida -dije-. No creo que tenga usted esa opción. No puede acabar con su existencia, ni siquiera temporalmente. ¿No es eso lo que cree?

Kittim no contestó.

– Puedo contarle algunas cosas -insistí.

– ¿Qué cosas?

– Puedo hablarle de una estatua de plata, oculta en un sótano. Puedo hablarle de ángeles gemelos, uno perdido, otro en su busca. ¿No quiere oírlo?

– Sí -susurró Kittim sin alzar la vista-. Cuéntemelo.

– Un intercambio -propuse-. Primero, ¿quién es Brightwell?

Kittim pensó por un momento.

– Brightwell… no es como yo. Es más viejo, más cauto, más paciente. El quiere.

– ¿Qué quiere?

– Venganza.

– ¿Contra quién?

– Contra todo el mundo, contra todo.

– ¿Está solo?

– No. Sirve a una instancia superior, que está incompleta y busca a su otra mitad. Usted eso ya lo sabe.

– ¿Dónde está?

– Oculta. Había olvidado lo que era, pero Brightwell la encontró y despertó lo que se escondía dentro de ella. Ahora, como todos nosotros, se camufla y busca.

– ¿Y qué ocurrirá cuando esa instancia encuentre a su gemelo?

– Cazará y matará.

– ¿Y qué recibirá Brightwell a cambio de su ayuda?

– Poder. Víctimas. -Kittim alzó la vista y me miró sin parpadear-. Y a usted.

– ¿Eso cómo lo sabe?

– Conozco a Brightwell. Cree que usted es como nosotros, pero que se alejó. Sólo uno no siguió al resto. Brightwell cree que ha encontrado a ese ser en usted.

– ¿Y usted qué cree?

– Me da igual. Yo sólo quería explorarlo.

Levantó la mano derecha, estiró los dedos y los contrajo en el aire como si desgarrara lentamente carne y sangre con las uñas.

– Y ahora dígame, ¿qué sabe de esos seres? -preguntó.

– Se hacen llamar Creyentes. Algunos sólo son hombres ambiciosos, y otros están convencidos de que son más que eso. Buscan la estatua y no tardarán en encontrarla. Están reuniendo fragmentos de un mapa, y pronto tendrán toda la información que necesitan. Incluso construyeron un santuario aquí en Nueva York, todo estaba listo para colocarla.

Kittim bebió otro sorbo de agua.

– Así que están cerca -comentó-. Después de tanto tiempo.

La noticia no pareció entusiasmarle. Mientras lo observaba, vi con mayor claridad la verdad de las palabras de Reid: la maldad es egoísta y, en último extremo, carece de unidad. Fuera cual fuese su auténtica naturaleza, Kittim no deseaba compartir sus placeres con otros. Era un renegado.

– Tengo una pregunta más-dije.

– Una más.

– ¿Qué hace Brightwell con los moribundos?

– Acerca la boca a sus labios.

– ¿Para qué?

Me pareció detectar cierto tono, acaso de envidia, en la voz de Kittim cuando contestó:

– Almas. Brightwell es un depósito de almas.

Bajó la cabeza y se tendió de nuevo en la cama. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.


El Woodrow era un edificio sin nada especial. No había un conserje con librea verde y guantes blancos para proteger la intimidad de los inquilinos, y el mobiliario de la portería se reducía a esas sólidas butacas verdes de vinilo que tanto gustaba a los afanosos dentistas de todas partes. Las puertas exteriores estaban abiertas, pero las interiores permanecían cerradas con llave. A la derecha había un portero automático y tres hileras de timbres, cada uno con una deslucida placa al lado. El nombre de Philip Bosworth no constaba entre ellas, aunque había varias en blanco.

– Tal vez la información de Ross era incorrecta -dijo Louis.

– Es el FBI, no la CIA -respondí-. Además, de Ross pueden decirse muchas cosas, pero desde luego no se anda con tonterías en cuestiones de información. Bosworth vive aquí, en algún sitio.

Probé con los timbres anónimos uno por uno. En el primero contestó una mujer que parecía muy vieja, muy malhumorada y muy, muy sorda. En el segundo respondió alguien que habría podido ser su hermano mayor, más sordo e incluso más cascarrabias. El tercer timbre sonó en el apartamento de una joven que tal vez fuese una fulana, a juzgar por la confusión sobre una «cita» que tuvo lugar.

– Ross dijo que el apartamento era de los padres de Bosworth -recordó Louis-. A lo mejor tienen apellidos distintos.

– Puede que sí -concedí. Pasé el dedo por las hileras de timbres y lo detuve en medio de la tercera fila-. Y puede que no.

El nombre que constaba junto al timbre era Rint, como el del artista encargado de la reconstrucción del osario de Sedlec en el siglo XIX. Era la clase de broma que sólo podía ocurrírsele a alguien que había intentado excavar el suelo de un monasterio francés.

Toqué el timbre. Al cabo de unos segundos, una voz cauta contestó por el interfono:

– ¿Sí?

– Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Busco a Philip Bosworth.

– Aquí no hay nadie con ese nombre.

– El subjefe Ross me dijo cómo encontrarlo. Si quiere, llámelo antes de abrir.

Oí lo que quizá fuese una risa de sorna, y se cortó la comunicación.

– Todo un éxito -comentó Louis.

– Al menos sabemos dónde está.

Nos quedamos frente a la puerta cerrada. No entró ni salió nadie. Tras unos diez minutos volví a probar el timbre de Rint, y contestó la misma voz.

– Sigo aquí -dije.

– ¿Qué quiere?

– Hablar de Sedlec. Hablar de los Creyentes.

Esperé. Sonó el zumbido de la puerta.

– Suba.

Entramos en el vestíbulo. Un plafón azul semicircular en el techo ocultaba las cámaras que vigilaban la entrada y el vestíbulo. Dos ascensores, con las puertas de color gris plomo, aguardaban ante nosotros. En la pared que se encontraba entre los dos había una cerradura, de modo que sólo los vecinos podían acceder a ellos. Al acercarnos se abrieron las puertas del ascensor de la izquierda. Dentro, la mitad superior estaba revestida de espejos con borde dorado; la mitad inferior, tapizada de terciopelo rojo, viejo pero bien conservado. Entramos. Las puertas se cerraron y el ascensor subió sin que tocásemos ningún botón. Obviamente, el Woodrow era una residencia más sofisticada de lo que parecía por fuera.

El ascensor se detuvo en el último piso, y las puertas, al abrirse, nos dieron paso a un pequeño espacio enmoquetado y sin ventanas. Vimos ante nosotros una puerta de madera de dos hojas que conducía a un ático. Había otra cámara de vigilancia azul montada en el techo.

Las puertas del apartamento se abrieron. El hombre que apareció ante nosotros era mayor de lo que yo esperaba. Llevaba chinos azules, camisa celeste de Ralph Lauren y mocasines de color tostado con borlas. Sin embargo, tenía la camisa mal abrochada y el pantalón perfectamente planchado, señal inequívoca de que se había vestido aprisa y corriendo con lo primero que había encontrado en el armario.

– ¿Señor Bosworth?

Asintió. Le calculé unos cuarenta años, pero empezaba a encanecer y su rostro presentaba las arrugas propias del dolor; uno de sus ojos azules era más claro que el otro. Cuando se apartó para dejarnos pasar, arrastró un poco los pies, como si los tuviera dormidos. Sujetaba el picaporte con la mano izquierda y mantenía la derecha hundida en el bolsillo del pantalón. No nos tendió la mano ni a Louis ni a mí. Se limitó a cerrar la puerta y se encaminó lentamente hasta una butaca, donde se sentó apoyando la mano izquierda en el brazo, sin sacar la derecha del bolsillo.

El salón en el que nos encontrábamos, asombrosamente moderno, ofrecía una magnífica vista del río a través de una hilera de cinco ventanas alargadas. La moqueta era blanca y todos los sofás y sillones estaban tapizados en piel negra. Había un televisor de pantalla panorámica y un DVD en una consola contra una pared y una serie de estanterías negras desde el suelo hasta el techo. Casi todos los estantes se hallaban vacíos excepto por unas cuantas piezas de cerámica y estatuillas antiguas que se perdían en su entorno minimalista. A mi izquierda había una gran mesa de comedor con la superficie de cristal ahumado, rodeada de diez sillas. Daba la impresión de que no se hubiese estrenado. Más allá, vi una cocina impoluta, en la que todas las superficies resplandecían. A la izquierda salía un pasillo, que debía de llevar a los dormitorios y el cuarto de baño. Parecía un apartamento piloto, o que estaba a punto de ser desalojado por su dueño.

Bosworth aguardó a que hablásemos. Saltaba a la vista que estaba enfermo. Ya había tenido una vez espasmos en la pierna derecha desde nuestra llegada, causándole cierto malestar, y le temblaba el brazo izquierdo.

– Gracias por recibirnos -dije-. Éste es mi compañero, Louis.

Bosworth nos miró alternativamente a uno y a otro. Se humedeció los labios con la lengua, alargó el brazo para coger un vaso de plástico con agua de la mesita de centro y, tras asegurarse de que lo tenía bien sujeto, se lo llevó a la boca. Bebió a sorbos torpemente mediante una pajita de plástico y luego dejó el vaso en la mesa.

– He hablado con la secretaria de Ross -informó después de tragar el agua-. Ha confirmado su historia. De lo contrario no estarían aquí ahora, sino bajo la supervisión de los guardias de seguridad de este edificio hasta que llegase la policía.

– Hace bien en ser precavido.

– Un comentario muy generoso por su parte, sin duda.

Dejó escapar otra risa de sorna, pero no tanto por mí como por él y su débil estado físico, una especie de doble farol que no convenció a ninguno de los presentes.

– Siéntense -dijo señalando el sofá de piel al otro lado de la mesita de centro-. Hacía tiempo que no disfrutaba de la compañía de nadie, salvo médicos y enfermeras, o algún que otro pariente preocupado.

– ¿Me permite preguntarle qué enfermedad padece?

Ya me formaba una idea: los temblores, la parálisis, los espasmos, eran todos síntomas de esclerosis múltiple.

– Esclerosis diseminada -contestó-. De aparición tardía. Me la diagnosticaron hace un año y ha avanzado a un ritmo constante desde el principio. De hecho, mis médicos consideran alarmante la velocidad de mi degeneración. El primer síntoma evidente fue la visión del ojo derecho, pero desde entonces he sufrido la pérdida del sentido postural en el brazo derecho, debilidad en las dos piernas, vértigo, temblores, retención de esfínteres e impotencia. Todo un cóctel de desgracias, ¿no les parece? Por lo tanto, he decidido dejar el apartamento y entregarme permanentemente al cuidado de otros.

– Lo siento.

– Es curioso -comentó Bosworth, como si no me hubiera oído-. Precisamente esta mañana pensaba en las posibles causas de mi enfermedad: ¿una alteración metabólica, una reacción alérgica de parte de mi sistema nervioso o una infección provocada por un agente externo? Creo que es una dolencia malévola. A veces me la represento como un ser blanco, reptante, que extiende sus tentáculos por mi organismo, implantado dentro de mí para paralizarme y, en último extremo, matarme. Me pregunto si acaso, inconscientemente, me he expuesto a algún agente, y éste ha respondido colonizando mi cuerpo. Pero eso es de locos, ¿no? Al subjefe Ross le gustaría oírlo, creo. Podría comunicárselo a sus superiores, para que se quedasen más tranquilos respecto a su decisión de poner fin a mi carrera tal y como hicieron.

– Según me han contado, profanó usted una iglesia.

– No la profané, la excavé. Necesitaba constatar una sospecha.

– ¿Y cuál fue el resultado?

– Yo tenía razón.

– ¿Qué sospechaba?

Bosworth levantó la mano izquierda y la movió despacio de un lado al otro en un gesto firme, tal vez para distinguirlo de los temblores que le agitaban el brazo continuamente.

– Usted primero. Al fin y al cabo, es usted quien ha venido a verme a mí.

Una vez más, me vi arrastrado al juego de facilitar información a otro sin revelar apenas lo que sabía, o lo que creía que podía ser verdad. No había olvidado la advertencia de Reid la noche en el Great Lost Bear -alguien, en algún lugar, creía que un Ángel Negro moraba en su interior-, así que no mencioné la participación de Reid y Bartek, ni las propuestas de Stuckler. En lugar de eso le hablé de Alice y de García, y de los descubrimientos en el edificio de Williamsburg. Revelé casi todo lo que sabía sobre los fragmentos del mapa, y Sedlec, y los Creyentes. Hablé de la subasta, de la pintura en el taller de Claudia Stern, y del Libro de Enoc.

Y hablé de Brightwell.

– Todo muy interesante -dijo cuando terminé-. Ha averiguado muchas cosas en poco tiempo.

Se levantó de la butaca con evidente dolor y se dirigió hacia un cajón en la base de una de las estanterías. Lo abrió, sacó lo que contenía y lo colocó en la mesa ante nosotros.

Era parte de un mapa dibujado en tintas roja y azul sobre un fino papel amarillento, prendido de una tabla protectora. En el ángulo superior derecho se veía un pie negro con espolones. Cubrían los márgenes anotaciones hechas con letra microscópica, así como una serie de símbolos. Era de contenido similar a los fragmentos que había visto en el tesoro de Stuckler.

– Es una copia -aclaró Bosworth-, no un original.

– ¿De dónde ha salido esto?

– San Galgano, Italia -contestó Bosworth, y volvió a su asiento-. San Galgano fue uno de los monasterios adonde se enviaron los fragmentos. Ahora se reduce a unas ruinas hermosas, pero en su día la fachada fue famosa por la pureza de sus líneas, y, según cuentan, se consultó a sus monjes durante la construcción de la catedral de Siena. Sin embargo, sufrió repetidos ataques por parte de mercenarios florentinos, las riquezas acumuladas fueron expoliadas por los propios abades, y el Renacimiento italiano trajo consigo una disminución en el número de personas con vocación monástica. En 1550 sólo quedaban allí cinco monjes. En 1600 había sólo uno, y vivía como un ermitaño. Cuando murió, el fragmento de San Galgano apareció entre sus posesiones. En un principio no se comprendió su procedencia y se conservó como reliquia de la vida de un santo. Inevitablemente corrió el rumor de su existencia, y llegó de Roma la orden de que debía confiarse al cuidado del Vaticano de inmediato, pero a esas alturas ya se había hecho una copia. Posteriormente se crearon otros duplicados, así que la sección del mapa de San Galgano está ahora en posesión de muchas personas. El original se perdió en el viaje a Roma. Los monjes que lo transportaban fueron atacados, y se cuenta que, en lugar de entregarlo junto con su dinero y efectos personales, lo quemaron en un arrebato de pánico. Y de este fragmento, por tanto, quedan sólo copias. Ésta, pues, es la única parte del mapa de Sedlec a la que ha accedido un gran número de gente, y la única pista que existe desde hace muchos años sobre la naturaleza de las instrucciones para localizar la estatua.

»El creador original del mapa inventó una manera sencilla, pero idónea, para que fuera imposible localizarla sin la totalidad del documento. Casi todas las anotaciones y los símbolos son simplemente decorativos, y el dibujo de la iglesia sólo hace referencia al concepto de san Bernardo de cómo deberían ser estos lugares de culto. Es una iglesia idealizada, nada más. Lo que de verdad importa, como sin duda ya saben, está aquí. -Bosworth señaló una combinación de números romanos y una única letra, la «d», en un ángulo-. Es muy sencillo. Como cualquier mapa del tesoro que se precie, está basado en distancias establecidas desde un punto determinado. Pero sin todas las distancias pertinentes no sirve de nada, e incluso con todas ellas sería necesario conocer la localización del punto de referencia central. En resumidas cuentas, todas las cajas, todos los fragmentos, carecen de significado a menos que se sepa cuál es la localización exacta. En ese sentido podría considerarse el mapa como un hábil juego de manos. Al fin y al cabo, si la gente estaba ocupada buscando lo que creían que eran pistas cruciales, sería menos probable que encontraran el propio objeto. Ahora bien, cada fragmento ofrece un dato útil. Vuelvan a mirar la copia, sobre todo el demonio en el centro.

Examiné el documento y el diminuto personaje demoniaco que Bosworth señalaba. Al fijarme con mayor detenimiento, vi por el cráneo que era una versión muy rudimentaria de la escultura de huesos que me había enseñado Stuckler, apenas poco más que un dibujo con palotes. Se veían letras alrededor, formando un círculo en torno a la figura.

– Quantum in me est -dijo Bosworth-. «Cuanto en mí hay.»

– No lo entiendo. Sólo es un dibujo de El ángel negro.

– No, no lo es. -Bosworth casi parecía furioso por mi incapacidad para establecer las conexiones que había hecho él-. Mire esto, y esto. -Rozó el papel con el índice tembloroso de la mano izquierda-. Son huesos humanos.

Bosworth tenía razón. No era una figura de palotes, sino una figura de huesos. La ilustración se había realizado con más esmero de lo que parecía a primera vista.

– Toda la ilustración se compone de huesos humanos: huesos del osario de Sedlec. Esto es una representación de la réplica de El ángel negro. Es la escultura de huesos donde se oculta la verdadera localización del sótano, pero la mayoría de quienes han buscado el Ángel, desencaminados a causa de su obsesión por los fragmentos y restando importancia a este fragmento en particular por su relativa ubicuidad, no han sido capaces de reconocer esa posibilidad, y quienes sí han interpretado correctamente el mensaje se lo han callado a la vez que incluían esta réplica en su búsqueda. Pero yo establecí la conexión, y ese tal Brightwell, si es listo, la habrá establecido también. La estatua desapareció hace un siglo, aunque se rumoreó que estaba en Italia antes del inicio de la segunda guerra mundial. Desde entonces no se ha sabido nada de ella. Los Creyentes no sólo buscan los fragmentos, sino a quienes los poseen, con la esperanza de que tengan también en su haber la escultura de huesos. Por eso García la reprodujo en su apartamento. No es sólo un símbolo, es la clave.

Intenté asimilar todo lo que Bosworth había dicho.

– ¿Por qué nos cuenta esto? -preguntó Louis.

Era la primera vez que hablaba desde que entramos en el apartamento.

– Porque quiero que se encuentre -respondió Bosworth-. Quiero saber que está en el mundo, pero yo solo ya no puedo buscarla. Tengo dinero. Si la encuentran, tráiganmela y les pagaré bien por las molestias.

– Nunca ha explicado por qué excavó el suelo del monasterio de Sept-Fons -dije.

– Allí debería haber habido un fragmento -dijo Bosworth-. Le seguí el rastro. Me pasé cinco años detrás de rumores y medias verdades, pero lo conseguí. Como muchos otros tesoros, fue trasladado a un lugar seguro durante la segunda guerra mundial. Lo llevaron a Suiza, pero en cuanto fue posible lo devolvieron a Francia. Tenía que estar enterrado, pero no estaba. Alguien había regresado allí para llevárselo, y sé adónde fue a parar. -Esperé-. Fue a parar a la República Checa, concretamente al recién fundado monasterio de Novy Dvur, quizá como regalo, como muestra del respeto a los esfuerzos de los monjes checos por mantener la fe bajo el régimen comunista. Ése ha sido el gran error de los cistercienses durante más de seiscientos años: con su propensión a pasar los fragmentos de mano en mano en el seno de la orden, a exponerlos brevemente a la luz del día, han perdido el control, y los fragmentos han acabado en poder de personas ajenas. El fragmento de Sedlee que se subastó ayer es, creo, el que se trasladó de Sept-Fons a la República Checa. No pertenecía a Sedlec. Sedlec no existe como comunidad cisterciense desde hace casi dos siglos.

– Así que alguien lo llevó allí -dije.

– Alguien quería que se encontrara -corrigió Bosworth-. Alguien quiere atraer la atención sobre Sedlec.

– ¿Por qué?

– Porque Sedlec no es sólo un osario. Sedlec es una trampa.

En ese momento Bosworth jugó su última baza. Abrió la segunda carpeta y mostró copias de elaborados dibujos, todos ellos representaciones de El ángel negro desde distintos ángulos.

– ¿Conocen a Rint? -preguntó.

– Usted ha usado su nombre como seudónimo. Por eso hemos sabido cuál era el timbre de su casa. Rint fue quien rediseñó el osario en el siglo diecinueve.

– Compré estos dibujos en Praga. Formaban parte de un juego de documentos relacionados con Rint y su obra. Los tenía un descendiente de Rint, a quien encontré viviendo casi en la penuria. Le pagué bien por estos papeles, mucho más de lo que valían, con la esperanza de que me aportaran pruebas más concluyentes de las que al final obtuve. Rint creó estos dibujos de El ángel negro, y, según el vendedor, existían muchos más, pero se perdieron o fueron destruidos. Estos dibujos eran la obsesión de Rint. Era un hombre atormentado. Después, otros los copiaron y adquirieron popularidad entre coleccionistas especializados que se interesaban por el mito, pero los originales los dibujó Rint. La cuestión es: ¿cómo pudo Rint crear unos dibujos tan detallados? ¿Eran simples productos de su imaginación o acaso vio algo durante la restauración en lo que basar sus ilustraciones? Creo que sucedió esto último, ya que a todas luces Rint vivió atribulado los últimos años de su vida, y quizá la escultura de huesos aún se encuentra en Sedlec. La enfermedad me impide seguir investigando, y por eso comparto esta información con ustedes.

Bosworth debió de ver cómo me cambiaba la expresión del rostro. ¿Cómo no iba a verlo? Por fin estaba todo claro. Rint no había llegado a ver la escultura de huesos, porque la escultura de huesos se había perdido hacía mucho tiempo. Según Stuckler, estuvo dos siglos en Italia, oculta hasta que su padre la descubrió. No, Rint vio el original, El ángel negro de plata. Lo vio en Sedlec cuando restauraba el osario. Bosworth tenía razón. El mapa era una especie de estratagema, porque El ángel negro nunca había salido de Sedlec. Había permanecido allí de principio a fin, y ahora tanto Stuckler como los Creyentes tenían la certeza de que toda la información que necesitaban para recuperarlo estaba a su alcance.

Y supe también por qué Martin Reid me había dado el pequeño crucifijo de plata. Me llevé la mano al llavero y lo froté con los dedos. Recorrí con el pulgar el contorno, así como las letras grabadas al dorso en un diagrama cruciforme.


S

L E C

D


– ¿Qué pasa? -preguntó Bosworth.

– Tenemos que irnos -anuncié.

Bosworth hizo ademán de detenerme, pero con sus piernas débiles y brazos maltrechos no era rival para mí.

– ¡Lo sabe! -exclamó-. ¡Sabe dónde está! ¡Dígamelo!

Intentó levantarse, pero nosotros ya estábamos llegando a la puerta.

– ¡Dígamelo! -vociferó Bosworth, y se obligó a levantarse.

Lo vi encaminarse hacia mí, tambaleante, con el rostro contraído, pero las puertas del ascensor ya se cerraban. Alcancé a verlo aún por un instante y empezamos a bajar. Cuando llegamos al vestíbulo, un par de hombres de uniforme salieron de la puerta a la derecha de los ascensores. Dentro vi monitores de televisión y teléfonos. Se detuvieron en cuanto vieron a Louis. En concreto, se detuvieron en cuanto vieron el arma de Louis.

– Al suelo -ordenó.

Se echaron cuerpo a tierra.

Pasé a su lado y abrí la puerta. Él salió de espaldas, y al instante estábamos en la calle, alejándonos apresuradamente, fundiéndonos entre la muchedumbre mientras transcurrían los minutos finales y los Creyentes iniciaban la matanza de sus enemigos.

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