7

Mientras retrocedía por el callejón, intenté definir lo que había sentido al mirar aquella ventana. A partir del momento en que abordamos a G-Mack tuve una intensa sensación de que nos observaban, pero no conseguí detectar ninguna señal obvia de vigilancia. Estábamos rodeados de casas y almacenes, y en cualquiera podía haber alguien oculto, tal vez sólo un vecino curioso, o incluso una puta y su cliente que, camino de un apartamento ruinoso para un servicio un poco más caro, hacían un breve alto para echar un vistazo a los hombres del callejón antes de seguir adelante, siempre conscientes de que el tiempo era dinero y las exigencias de la carne apremiaban.

En el instante en que Ángel y Louis empezaron a mover a G-Mack, y yo dispuse de un momento para lanzar una última ojeada a las ventanas, fue cuando sentí el hormigueo en la nuca. Tomé conciencia de una perturbación en la noche, como si se hubiese producido en algún lugar lejano una explosión silenciosa y la onda expansiva se aproximase ahora al lugar donde yo me hallaba. Una gran fuerza parecía precipitarse hacia mí, y medio esperaba ver un temblor en el aire al ensancharse el alcance de la onda, revolviendo basura y desperdigando periódicos tirados a su paso. Centré la atención en una ventana de la cuarta planta de una casa vieja, junto a una puerta de emergencia que conducía a una herrumbrosa escalera de incendios. La ventana estaba a oscuras, pero por un momento creí ver un movimiento tras el cristal, una mancha negra convertida fugazmente en gris en el centro. Recuerdos enterrados, ajenos a mí y sin embargo casi familiares, intentaron aflorar desde mi inconsciente. Intuí su presencia arrastrándose como gusanos bajo la tierra helada o como parásitos bajo la piel, en un desesperado esfuerzo por asomar a la superficie y mostrarse a la luz. Oí un aullido atroz, y era como si voces de ira y desesperación descendieran desde una gran altura, en una vertiginosa espiral a través del aire, gritos distorsionados y cada vez más débiles en la caída. Yo me encontraba entre ellos, zarandeado entre mis hermanos que, en su arremolinado descenso, me daban manotazos y me hincaban las uñas en un frenético intento por no precipitarse en el abismo. Sentía miedo y arrepentimiento, pero sobre todo me invadía una espantosa sensación de pérdida. Me habían arrebatado algo de un valor indescriptible, y jamás volvería a verlo.

Y ardíamos. Todos ardíamos.

De pronto ese pasado, en parte recordado, en parte creado, ese fantasma de mi mente, se encontró ligado a una pérdida real, ya que el dolor revivió la muerte de mi mujer y mi hija, y el vacío que dejó dentro de mí su fallecimiento. Y sin embargo el tormento que padecí la noche en que me fueron arrebatadas, y el dolor terrible y debilitador que sentí a continuación, se me antojaban de algún modo menos intensos que lo que experimenté entonces allí, en el callejón, mientras se alejaban lentamente los pasos de mis amigos y se apagaban las protestas del desventurado hombre que llevaban entre ambos. Sólo estaban el aullido, y el vacío, y la figura perdida detrás del cristal amarillento, tendiendo los brazos hacia mí. Algo frío me rozó la mejilla, como la caricia no deseada de una amante en otro tiempo querida y ahora rechazada. Me aparté, y pensé que mi respuesta había generado una reacción en la figura oculta tras la ventana. Percibí que su sorpresa ante mi presencia se transformaba en manifiesta hostilidad y pensé que nunca me había sentido tan cerca de semejante rabia. Desapareció entonces, de inmediato, cualquier impulso que pudiera haber albergado de subir a la cuarta planta del edificio. Quise huir, correr y esconderme y reinventarme en algún lugar lejano, ocultarme tras una nueva identidad y pasar inadvertido con la esperanza de que no encontraran mi rastro.

Ellos.

Él.

Aquella cosa.

¿Cómo lo sabía?

Y al alejarme lentamente, tras los pasos de Ángel y Louis hacia las concurridas calles, una voz que en su día se pareció a la mía pronunció palabras que no comprendí. Dijo:

Te hemos descubierto.

Te hemos vuelto a encontrar.

Louis estaba sentado al volante de su Lexus cuando los alcancé. Ángel ocupaba el asiento de atrás junto con G-Mack, que permanecía encorvado y hosco, sorbiéndose con cuidado la nariz destrozada. Antes de acomodarme al lado de Louis, saqué unas esposas del bolsillo de la cazadora y ordené a G-Mack que se pusiera una en la muñeca derecha y prendiera la otra del apoyabrazos de la puerta. Cuando lo hizo, y quedó con el brazo derecho incómodamente cruzado sobre el cuerpo, subí al coche y nos encaminamos hacia Brooklyn. Louis me lanzó una mirada furtiva.

– ¿Todo bien ahí atrás?

Miré a G-Mack por encima del hombre, pero parecía abstraído en su propia desdicha y en su dolor.

– He tenido la sensación de que nos observaban -comenté en voz baja-. Había alguien en el piso superior de una de las casas.

– Si eso es así, también había alguien en la calle. ¿Crees que venían a por este mierda que llevamos aquí atrás?

– Es posible, pero nosotros hemos llegado antes.

– Ahora ya saben de nuestra existencia -señaló Louis.

– Creo que ya sabían de nuestra existencia. Si no, ¿para qué empezar a eliminar cabos sueltos?

Louis echó una ojeada al retrovisor, pero la densidad del tráfico nocturno impedía saber si nos seguían. Daba igual. Debíamos suponer que sí nos seguían, y esperar a ver qué pasaba.

– Me parece que no nos lo has contado todo -dije a G-Mack.

– El hombre de azul vino, me pagó y me aconsejó que no hiciera preguntas. Eso es lo único que sé de él.

– ¿Cómo iban a llegar hasta ella?

– Me dijo que eso no era asunto mío.

– ¿Recurres a un fiador llamado Eddie Tager para tus chicas?

– No, por Dios. En la mayoría de los casos sólo las multan. Si se meten en un lío más serio, tengo una charla con ellas y vemos si encontramos una solución. No soy una organización benéfica para ir donando dinero a un fiador.

– Seguro que después, a la hora de devolvértelo, también eres muy comprensivo.

– Esto es un negocio. Nadie recibe nada gratis.

– Y cuando detuvieron a Alice, ¿tú qué hiciste?

No respondió. Lo abofeteé una vez, con fuerza, en la cara herida.

– Contesta.

– Telefoneé al número que me dieron.

– ¿Un móvil?

– Sí.

– ¿Conservas el número?

– Lo recuerdo, pedazo de cabrón.

Tenía gotas de sangre en los labios. La escupió al suelo del coche y recitó el número de memoria. Saqué mi móvil, marqué el número y luego, por si acaso, lo anoté en la agenda. Supuse que no nos llevaría a ninguna parte. Si eran listos, se habrían desprendido del teléfono nada más encontrar a la chica.

– ¿Dónde tenía Alice sus objetos personales? -pregunté.

– Le permití dejar algunas cosas en mi piso, maquillaje y demás, pero se pasaba en casa de Sereta casi todo el tiempo. Sereta tenía una habitación en Westchester. Yo no iba a alojar bajo mi techo a una puta yonqui.

Al pronunciar la palabra «puta» miró a Louis. Por G-Mack ya no averiguaríamos nada más. En cuanto a Louis, no respondió a las pullas del chulo. Se limitó a detenerse para dejarme en mi coche, y los seguí hasta Brooklyn.


Williamsburg, como el Point, fue en otro tiempo lugar de residencia de los hombres más ricos del país. Allí había mansiones, bistrós ajardinados y clubes privados. Los Whitney se codeaban con los Vanderbilt, y se levantaron edificios espléndidos, todos relativamente cerca de las refinerías de azúcar y las destilerías, los astilleros y los altos hornos, para que el olor llegase a los ricos si el viento soplaba en esa dirección.

La posición de Williamsburg como patio de recreo de las clases acomodadas cambió a principios del siglo pasado, con la inauguración del puente de Williamsburg. Los inmigrantes europeos -polacos, rusos, lituanos, italianos- huyeron del hacinamiento del Lower East Side para ocupar los edificios y las casas de vecindad. En los años treinta y cuarenta los siguieron los judíos, que se establecieron principalmente en Southside, entre ellos los grupos hasídicos de Satmar procedentes de Hungría y Rumania, que aún se congregaban en la sección noreste del Brooklyn Navy Yard.

Northside era un poco distinto. Por el hecho de ser Bedford Avenue la primera parada del tren elevado de Manhattan, era una zona de la periferia de fácil acceso, así que los precios de la vivienda habían subido y ahora era un barrio elegante y bohemio. No obstante, le faltaba aún cierto camino por recorrer antes de convertirse en un barrio realmente deseable para quienes tenían dinero en el bolsillo, y no abandonaría su antigua identidad sin presentar batalla. La farmacia Northside, en Bedford, se cuidaba de darse a conocer asimismo como «farmacia» y «apteka»; la verdulería de Edwin vendía cerveza Zywiec de Polonia, anunciada con un letrero de neón en el escaparate; y el mercado de carne siguió siendo el Polska-Masarna. Quedaban viejas tiendas de ultramarinos y peluquerías, y la ferretería Northstar de Mike seguía en activo, pero también había una pequeña cafetería llamada Reads, que vendía libros de segunda mano y revistas alternativas, y las farolas estaban llenas de carteles anunciando lofts para artistas.

Doblé a la derecha por la Diez, a la altura del Raymund's Diner, en cuyo letrero de madera se leía la palabra Bierkeller, acompañada de la imagen de una cerveza y una chuleta. Una manzana más allá, en Berry, había un almacén que conservaba ligeros vestigios de su anterior existencia como fábrica de cerveza, ya que la zona fue en su día el centro de la industria cervecera neoyorquina. El almacén era un edificio de cinco plantas lleno de pintadas. Una escalera de incendios descendía por el centro de su fachada este, y una pancarta extendida en la planta superior rezaba: SI VIVIERAIS AQUÍ, YA ESTARÍAIS EN CASA. Alguien había tachado «casa» y, en su lugar, había escrito con spray «Polonia». Debajo se añadía un número de teléfono. No se veía luz en ninguna de las ventanas. Observé a Louis dar una vuelta a la manzana y aparcar después en la Once. Paré detrás de él y me acerqué a su coche. Recostado en su asiento, hablaba con G-Mack.

– ¿Seguro que es aquí? -preguntó Louis.

– Sí, seguro.

– Si me mientes, volveré a hacerte daño.

G-Mack intentó sostener la mirada a Louis, pero fue en vano.

– Lo sé.

Louis se dirigió a Ángel y a mí.

– Vigilad el sitio. Yo voy a deshacerme del chico aquí.

Yo no podía decir nada. G-Mack parecía preocupado, y tenía sobradas razones para estarlo.

– Oye, ya te he dicho todo lo que sé -protestó. Se le quebró un poco la voz.

Louis no le prestó atención.

– No voy a matarlo -me dijo.

Asentí con la cabeza.

Ángel salió del coche, y nos adentramos en la oscuridad mientras Louis se llevaba a G-Mack.


El presente es muy frágil, y el suelo que pisamos es delgado y traicionero. Debajo se extiende el laberinto del pasado, una colmena creada por los estratos de los días y los años donde están enterrados los recuerdos, aguardando el momento en que la fina corteza superior se agriete y lo que antes era y lo que ahora es se conviertan de nuevo en una misma cosa. Ahí abajo, en ese mundo como una colmena, hay vida y Brightwell se disponía a comunicar su hallazgo al Ángel Negro. Todo había cambiado para él, y tendrían que fraguarse planes nuevos. Llamó al más privado de los números, y vio, cuando contestó la voz soñolienta, los destellos de la mota blanca en la oscuridad.

– Se nos han adelantado -dijo-. Lo tienen, y están en marcha. Pero ha surgido algo interesante. Ha vuelto un antiguo conocido…


Louis aparcó en la plataforma de carga y descarga de una tienda de comida china, cerca del centro médico Woodhull de Broadway. Lanzó a G-Mack la llave de las esposas, lo observó en silencio mientras se soltaba la mano y luego retrocedió para dejarlo salir del coche.

– Túmbate boca abajo.

– Por favor, tío.

– Túmbate.

G-Mack se arrodilló y luego se tendió en el suelo cuan largo era.

– Extiende los brazos y las piernas.

– Lo siento -dijo G-Mack con la cara contraída por el miedo-. De verdad, créeme.

Tenía la cabeza vuelta a un lado para ver a Louis. Empezó a llorar mientras Louis montaba el silenciador en el cañón de la pequeña pistola de calibre 22 que siempre llevaba de reserva.

– Ahora, desde luego, sí que lo sientes. Lo percibo en tu voz.

– Por favor -repitió G-Mack. La sangre y los mocos se mezclaban en sus labios-. Por favor.

– Ésta es tu última oportunidad. ¿Nos lo has contado todo?

– ¡Sí! No sé nada más. Te lo juro, tío.

– ¿Eres diestro?

– ¿Qué?

– He dicho que si eres diestro o zurdo.

– Diestro.

– Así que le pegaste a la mujer con la mano derecha, supongo.

– Yo no…

Louis echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca y le descerrajó un único tiro a G-Mack en el dorso de la mano derecha. El chulo lanzó un alarido. Louis retrocedió dos pasos y disparó por segunda vez, ahora en el tobillo derecho.

G-Mack hizo rechinar los dientes y apretó la frente contra el suelo, pero el dolor era superior a sus fuerzas. Levantó la mano herida y, ayudándose de la izquierda, alzó el tronco para mirarse el pie derecho.

– Así no podrás ir muy lejos si vuelvo a necesitarte -dijo Louis. Apuntó a G-Mack a la cara-. Eres un hombre con suerte. No te olvides de eso. Pero más te vale rezar para que encuentre a Alice viva. -Bajó la pistola y entró en el coche-. El hospital está en la acera de enfrente -informó.

Arrancó y se fue.


Aparte de la escalera de incendios, en el edificio sólo parecía que hubiese una vía de entrada o salida, una puerta de acero en Berry. No tenía timbre ni portero electrónico, ni constaban los nombres de los vecinos.

– ¿Crees que ha mentido? -preguntó Ángel.

Louis se había reunido con nosotros. No le pregunté por G-Mack.

– No -contestó Louis-. No ha mentido. Abre.

Para vigilar las calles mientras Ángel trabajaba en la cerradura, Louis y yo ocupamos posiciones en esquinas opuestas del edificio. Tardó cinco minutos, lo que en su caso era mucho tiempo.

– Las cerraduras antiguas son buenas cerraduras -aclaró a modo de explicación.

Entramos con sigilo y cerramos la puerta. La primera planta, donde en su día estuvieron las cubas, era un espacio totalmente abierto con zona de almacenamiento para toneles y puertas corredizas para dar paso a los camiones. Las puertas habían desaparecido hacía mucho, y habían tapiado las entradas. A la derecha, junto a lo que una vez fue un pequeño despacho, una escalera conducía al piso siguiente. No había ascensor. Los otros tres pisos se parecían al primero: una planta abierta en su mayor parte, sin indicios de estar habitada.

El último piso era distinto. Alguien había iniciado con poca convicción la división del espacio en apartamentos, aunque tenía aspecto de que las obras se hubiesen realizado tiempo atrás y luego las hubiesen abandonado. Habían levantado tabiques, pero en la mayoría de los casos faltaban las puertas, así que era posible ver el espacio vacío en el interior. Parecía haber proyectados cinco o seis apartamentos, pero sólo uno estaba terminado. La puerta de entrada verde se hallaba cerrada y no tenía ningún tipo de identificación. Yo me situé a la izquierda; Ángel y Louis, a la derecha. Llamé dos veces con los nudillos y me apresuré a apartarme. No hubo respuesta. Volví a intentarlo con el mismo resultado. Teníamos, pues, dos opciones, pero ninguna me atraía: o bien echábamos abajo la puerta, o bien Ángel forzaba las dos cerraduras y se arriesgaba a que le volaran la cabeza si dentro había alguien y lo oía.

Ángel tomó la decisión. Apoyó una rodilla en tierra, extendió su pequeño juego de herramientas en el suelo y le entregó una a Louis. Manteniéndose detrás de la pared para resguardarse lo mejor posible, actuaron simultáneamente en ambas cerraduras. La tarea pareció prolongarse una eternidad, pero no debió de pasar más de un minuto. Al final, las dos cerraduras cedieron y abrieron la puerta de un empujón.

A la izquierda había una cocina americana, con restos en la encimera de comida comprada en una tienda de platos preparados. En la nevera quedaban un poco de leche, a la que le faltaban tres días para la fecha de caducidad, y una bolsa de papel llena de pan de pita, al parecer también reciente. Aparte de unas judías y salchichas de frankfurt y un par de tarrinas de macarrones con queso, a eso se reducía la comida en el apartamento. La entrada daba a una sala de estar, amueblada sólo con un sofá, una butaca, un televisor y un vídeo. También a la izquierda estaba el dormitorio más pequeño de los dos que tenía el apartamento, con la cama individual hecha descuidadamente y unas botas y un par de prendas de vestir en una silla junto a la ventana. Mientras Ángel me cubría, registré el armario, pero sólo contenía pantalones y camisas baratos.

Oímos un suave silbido, lo seguimos y llegamos hasta donde estaba Louis, de pie en la puerta del segundo dormitorio, a la derecha, aunque tapando con su cuerpo el interior. Se apartó, y vimos lo que había dentro.

Era un santuario, inspirado en un lugar muy lejano y en un pasado mucho más extraño de lo que podíamos imaginar.

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