Sin Rachel y Sam en la casa, me sumí en la negrura. Apenas recuerdo algo de las veinticuatro horas posteriores a su marcha. Dormí, comí poco y no atendí al teléfono. Pensé en beber, pero me consumía tanto el desprecio a mí mismo que fui incapaz de degradarme todavía más. Me dejaron mensajes en el contestador, pero ninguno que me importara, y al cabo de un tiempo ya no los escuchaba. Intenté ver la televisión, incluso hojeé el periódico, pero nada retenía mi atención. Aparté de mi pensamiento a Alice, Louis y Martha. Los quería lejos.
Y a medida que transcurrían lentamente las horas, un dolor creció dentro de mí, como una úlcera sangrante en mi organismo. Me acosté en posición fetal en el sofá, con las rodillas encogidas contra el pecho, y sentí espasmos con las fluctuaciones del dolor. Me pareció oír ruidos arriba, las pisadas de una madre y una hija, pero cuando fui a mirar no había nadie. Una toalla había caído de la secadora, cuya puerta estaba ahora abierta, y no recordaba si yo la había dejado así. Pensaba en llamar a Rachel minuto sí, minuto no, pero no levanté el auricular. Sabía que no serviría de nada. ¿Qué podía decirle? ¿Qué promesas podía hacer sin dudar, aun mientras hablaba, si sería capaz de cumplirlas?
Las palabras de Joan volvían a mí sin cesar. Ya había perdido mucho en una ocasión; semejante pérdida sería insufrible una segunda vez. En el silencio nuevo y no deseado de la casa, sentí que el tiempo se escabullía una vez más, y los límites entre el pasado y el presente se desdibujaron, se debilitaron aún más las presas que con tanto denuedo yo había intentado levantar entre lo que fue en otro tiempo y lo que aún podría ser, vertiendo recuerdos atormentados en mi nueva vida, burlándose de la esperanza de que los viejos fantasmas pudieran enterrarse algún día.
Los trajo el silencio, la sensación de existencias interrumpidas brevemente. Rachel tenía aún ropa en los armarios y cosméticos en el tocador. Su champú colgaba sobre el plato de la ducha, y en el suelo, bajo el lavabo, había un mechón de su larga melena roja como un signo de interrogación. La olía en la almohada, y la forma de su cabeza se veía nítidamente dibujada en los cojines del sofá junto a la ventana de nuestro dormitorio, donde le gustaba tumbarse a leer. Encontré una cinta blanca debajo de nuestra cama, y un pendiente que se había caído detrás del radiador. Una taza de café sin lavar tenía un resto de lápiz de labios, y en el frigorífico había una chocolatina a medio comer.
La cunita de Sam seguía en el centro de su habitación, ya que Joan había conservado la que usó para sus propios hijos y era más fácil bajarla del desván que desmontar la cuna de Sam y trasladarla a Vermont. Creo que Rachel, quizás, era además reacia a llevarse la cuna de nuestra casa, a sabiendas del dolor que me causaría la inevitable sensación de permanencia. En el suelo, junto a la puerta, seguían unos cuantos juguetes y ropa de Sam. Los recogí y eché los baberos y las camisetas sucios en el cesto de la colada. Ya los lavaría más tarde. Toqué el sitio donde ella dormía. Su olor a bebé impregnó mis dedos. Olía igual que Jennifer en otro tiempo.
Y recordé: todas esas cosas ya las había hecho antes, mientras la sangre se secaba aún en las grietas del suelo de la cocina. Había ropa tirada en la cama, y una muñeca en una sillita de niño. En una mesa había una taza de café, medio llena, y un vaso con restos de leche. Había cosméticos y cepillos y pelo y carmín y vidas truncadas en medio de tareas inconclusas, de modo que por un momento dio la impresión de que con toda seguridad volverían, de que sólo se habían marchado por un momento y regresarían al cabo de un rato para terminarse las bebidas antes de acostarse, para poner la muñeca en su sitio en el estante, para reanudar sus vidas y permitirme compartir ese lugar con ellas, para amarme y morir conmigo y no dejarme solo llorando por ellas; recordé hasta que por fin sufrí tanto y tan profundamente que algo volvió, los fantasmas invocados por mi dolor, dos entidades que eran casi mi mujer y mi hija.
Casi.
Ahora estaba en otra casa, y de nuevo había recordatorios de otras vidas a mi alrededor, de tareas a medio hacer y palabras sin pronunciar, sólo que esas existencias continuaban en otra parte. No había sangre en el suelo, todavía. Aquí no había un final, tan sólo un respiro, una reconsideración. Ellas podían seguir, quizá no en esta casa, sino en algún lugar lejano, a salvo en algún lugar seguro.
La luz se apagaba, llovía y la noche caía como hollín sobre la tierra. Voces que oía a medias y roces en la oscuridad. Sangre en mi nariz y suciedad en mi pelo.
Nosotras nos quedamos.
Siempre nos quedaremos.
Me despertó el teléfono. Esperé a que el contestador recogiera el mensaje. Era la voz de un hombre, que me resultó vagamente familiar pero que no identifiqué. Dejé avanzar la cinta.
Más tarde, después de ducharme y vestirme, saqué a pasear a Walter hasta Ferry Beach y dejé que jugara con las olas. Delante del cuartel de bomberos de Scarborough, los hombres limpiaban los vehículos a manguerazos, y el sol otoñal se abría paso de vez en cuando entre las nubes y hacía que las gotas destellaran como joyas antes de desintegrarse en el suelo. En los primeros tiempos del departamento de bomberos se empleaba el tableteo de ruedas de acero de locomotora para llamar a los voluntarios, y aún había una delante del cuartel de Engine 3 en Pleasant Hill. Después, a finales de la década de 1940, Elizabeth Libby y su hija, Shirley, asumieron el servicio de avisos de emergencia desde la tienda en Black Point Road donde vivían y trabajaban. Activaban su sistema de alarma Gamewell cuando recibían una llamada, que a su vez hacía sonar las sirenas de los cuarteles. Las dos mujeres estaban de servicio veinticuatro horas al día, siete días a la semana, y durante los once primeros años de actividad salieron juntas sólo dos veces.
Uno de mis primeros recuerdos de Scarborough era el momento en que el viejo Clayton Urquhart, allá por 197], entregó a Elizabeth Libby una placa por los largos servicios prestados. Mi abuelo era miembro voluntario del departamento de bomberos y ayudaba cuando surgía la necesidad, y mi abuela era una de las mujeres a cargo de la cantina móvil que proporcionaba comida y bebida a los bomberos cuando hacían frente a incendios de gran envergadura o de larga duración, así que ambos estaban presentes el día de la entrega. Elizabeth Libby, que me daba caramelos cuando la visitábamos, llevaba gafas con la montura alada y una flor blanca prendida del vestido. Se enjugaba feliz los ojos con un pañuelo de encaje blanco mientras personas que la conocían de toda la vida decían en público cosas bonitas sobre ella.
Até a Walter a la verja del cementerio y me dirigí al lugar donde estaban enterrados mis abuelos. Mi abuela había fallecido mucho antes que él, y yo apenas conservaba recuerdos de ella aparte de esa ocasión en que Elizabeth Libby recibió su placa. Enterré a mi abuelo yo mismo, cogiendo una pala cuando los asistentes al funeral se marcharon, y cubriendo lentamente el ataúd de pino en el que él yacía. Era un día caluroso, y dejé la chaqueta sobre una lápida. Creo que hablé con él mientras trabajaba, pero no recuerdo qué dije. Probablemente le hablé como siempre le había hablado, ya que los hombres son siempre niños con sus abuelos. Él fue ayudante del sheriff durante un tiempo, pero un mal caso le emponzoñó el alma, adueñándose de su conciencia y atormentándolo de tal modo que los pensamientos que lo obsesionaban ya nunca le dieron reposo. A la postre, quedaría en mis manos cerrar el círculo y contribuir a acabar con el demonio que acosaba a mi abuelo. Me preguntaba si al morir dejó atrás esas angustias o si lo siguieron a la otra vida. ¿Le llegó la paz con el último aliento, acallando por fin las voces que lo habían perseguido durante tanto tiempo, o le llegó más tarde, cuando un niño al que en su día hacía brincar sobre su rodilla cayó en la nieve y vio cómo un antiguo horror se desangraba hasta desaparecer?
Arranqué una mala hierba junto a su lápida. Se desprendió con facilidad, como ocurre con esa clase de plantas. Mi abuelo me enseñó a distinguir las malas hierbas de las demás plantas: las flores buenas tienen las raíces profundas, y las malas cerca de la superficie. Cuando él me explicaba algo, yo nunca lo olvidaba. Lo archivaba en mi memoria, en parte porque sabía que podía preguntármelo en el futuro, y quería poder contestarle correctamente.
– Tienes ojos de viejo -me decía-. Deberías tener la sabiduría de un viejo para estar en consonancia con ellos.
Pero lentamente empezó a debilitarse y empezó a fallarle la memoria, arrebatada poco a poco por el Alzheimer, que le robó de forma implacable todo lo que tenía algún valor para él, que desmanteló paso a paso su memoria. Así, me correspondió a mí recordarle todo lo que me había dicho en otro tiempo, y me convertí en maestro de mi abuelo.
Las flores buenas tienen las raíces profundas, y las malas cerca de la superficie.
Poco antes de morir, la enfermedad le dio un respiro pasajero y recuperó cosas que parecían perdidas para siempre. Se acordó de su mujer y su matrimonio, y de la hija que habían tenido. Recordó las bodas y los divorcios, los bautizos y los funerales, los nombres de compañeros de trabajo que se habían adentrado antes que él en la última gran noche alumbrada tenuemente por la luz de un amanecer prometido. Las palabras y los recuerdos brotaron de él a borbotones, y revivió toda su existencia en cuestión de horas. Después todo volvió a desaparecer, y no quedó ni un solo momento de su pasado, como si esa avalancha hubiese arrastrado consigo las últimas huellas de él y hubiera dejado una morada vacía con ventanas traslúcidas, que lo reflejaban todo pero no revelaban nada, pues no había nada que revelar.
Pero en esos últimos minutos de lucidez me cogió la mano, y sus ojos ardieron con mayor intensidad que nunca. Estábamos solos. Su día se terminaba, y el sol se ponía sobre él.
– Tu padre -dijo-. Tú no eres como él, ya lo sabes. Todas las familias cargan con una cruz, la de sus almas atormentadas. Mi madre era una mujer triste, y mi padre nunca pudo hacerla feliz. No era culpa de él; tampoco de ella. Ella era como era, y por entonces la gente eso no lo entendía. Era una enfermedad, y al final acabó con ella, como el cáncer acabó con tu madre. Tu padre también tenía algo de esa enfermedad, esa tristeza. Creo que quizá fue eso, en parte, lo que a tu madre le atrajo de él: encontraba su eco muy dentro de ella, a pesar de que no siempre quisiera oírlo.
Intenté recordar a mi padre, pero conforme pasaban los años después de su muerte, cada vez me resultaba más difícil representármelo. Cuando intentaba visualizarlo, siempre había una sombra en su cara, o sus rasgos aparecían distorsionados e imprecisos. Era policía, y se pegó un tiro con su propia pistola. Dijeron que lo hizo porque no podía convivir consigo mismo. Me contaron que mató a una chica y un chico, creyendo que el chico se disponía a sacar un arma. Nadie pudo explicarse por qué también murió la chica. Supongo que no había explicación, o ninguna que bastara.
– Nunca llegué a preguntarle por qué hizo lo que hizo, pero tal vez lo habría comprendido un poco -dijo mi abuelo-. Verás, yo también tengo algo de esa tristeza, como la tienes tú. Me he resistido a ella toda la vida. No estaba dispuesto a permitirle que se apoderara de mí tal como se apoderó de mi madre, y tampoco tú lo permitirás.
Me apretó la mano. Un asomo de confusión se dibujó en su rostro. Paró de hablar y entrecerró los ojos, intentando recordar desesperadamente lo que quería decir.
– La tristeza -apunté-. Me hablabas de la tristeza.
Se le relajaron las facciones. Vi una única lágrima salir de su ojo derecho y resbalarle lentamente por la mejilla.
– En tu caso es distinta -continuó-. Es más cruda, y parte de ella viene de fuera, de otro lugar. No te la transmitimos nosotros. La trajiste tú. Forma parte de ti, de tu manera de ser. Es antigua y… -Apretó los dientes, y todo él tembló mientras luchaba por esos últimos momentos de lucidez-. Tienen nombres. -Se obligó a pronunciar las palabras, las expulsó de su organismo, las echó de su interior como tumores-. Tienen nombres -repitió, y ahora su voz era distinta, ronca, y destilaba un odio desesperado. Por un instante se transformó, y ya no era mi abuelo, sino otro ser, un ser que se había adueñado de su espíritu enfermo y mortecino y le había insuflado energía brevemente para comunicarse con un mundo al que de otro modo no habría podido acceder-. Todos tienen nombre, todos ellos, y están aquí. Siempre han estado aquí. Y les gusta hacer daño y causar dolor y sufrimiento, y siempre están buscando, atentos en todo momento.
»Y te encontrarán, porque también está en ti. Tienes que luchar contra ello. No puedes ser como ellos, porque te querrán a su lado. Siempre te han querido a su lado.
Se había incorporado un poco en la cama, pero de pronto, extenuado, se desplomó. Me soltó la mano y me dejó la huella de sus dedos en la piel.
– Tienen nombre -susurró, y la enfermedad volvió a propagarse como tinta que mancha agua clara y la tiñe de negro, reclamando para sí todos sus recuerdos.
Llevé a Walter a casa y escuché por primera vez los mensajes que no había oído. Con el paseo, se me había despejado la cabeza, y el rato que dediqué a arreglar la tumba me había proporcionado un poco de paz, pese a recordarme por qué me habían resultado tan familiares las palabras de Neddo sobre los nombres de los Creyentes. También podía deberse al hecho de que en cierto modo había tomado una decisión, y no tenía sentido seguir martirizándome por ello.
No había ningún mensaje de Rachel. Uno o dos eran propuestas de trabajo. Los borré. El tercero era de la secretaria de Ross, el agente especial con rango de subjefe en Nueva York. Le devolví la llamada, y me dijo que Ross había salido, pero prometió ponerse en contacto con él para avisarle. No había tenido tiempo siquiera de prepararme un bocadillo cuando Ross me telefoneó. Parecía estar en un bar o restaurante. Oía el ruido de platos detrás de él, el tintineo de la porcelana contra el cristal, y el murmullo de las conversaciones y las risas de la gente mientras comía.
– ¿A qué venía tanta prisa con lo de Bosworth si ibas a tardar medio día en devolverme la llamada? -preguntó.
– Tenía la cabeza en otra parte -contesté-. Perdona.
La disculpa desconcertó a Ross.
– Te preguntaría si te pasa algo -dijo-, pero no quisiera que empezaras a pensar que me preocupo por ti. -Descuida. Lo vería sólo como un momento de debilidad.
– Bueno, ¿sigues interesado en el asunto ese?
Tardé un rato en responder.
– Sí. Aún me interesa.
– Yo no tenía a Bosworth bajo mi cargo. No era un agente de campo, así que estaba subordinado a un colega mío.
– ¿A quién?
– Al señor «No es asunto tuyo». No insistas. Eso es intrascendente. Dadas las circunstancias, yo habría actuado con Bosworth igual que él. Lo sometieron al proceso.
«El proceso» era el nombre que daban los federales al método oficial para ocuparse de los agentes que se descarriaban. En los casos graves, como los que filtraban información, primero se intentaba desacreditar al agente en cuestión. Se daba acceso a sus compañeros al expediente personal del individuo. Se los interrogaba sobre los hábitos de dicho agente. Si el agente había hecho algo público, podía pasarse información personal potencialmente perjudicial a la prensa. El FBI seguía la política de no despedir a estos agentes, ya que la expulsión podía inducir a pensar que el Departamento daba crédito a las acusaciones del individuo. Era mucho más eficaz acosar a un agente recalcitrante y mancillar su nombre.
– ¿Qué hizo? -pregunté a Ross.
– Bosworth era informático, especializado en códigos y criptografía. No puedo decirte nada más, en parte porque tendría que matarte si lo hiciera, pero sobre todo porque, en cualquier caso, soy incapaz de explicártelo, ya que yo mismo no lo entiendo. Por lo visto hacía cierto trabajo por su cuenta, algo relacionado con mapas y manuscritos. Le valió una reprimenda de la ORP. – La Oficina de Responsabilidad Profesional se ocupaba de investigar las acusaciones de mala conducta en el seno mismo del FBI-. Pero no hubo expediente disciplinario. De eso hará un año. El caso es que un tiempo después Bosworth pidió la excedencia y no se supo nada más de él hasta que de pronto apareció en Europa, en una cárcel francesa, detenido por profanar una iglesia.
– ¿Una iglesia?
– En realidad era un monasterio: la abadía de Sept-Fons. Lo sorprendieron cavando en el suelo de un sótano en plena noche. Intervino el delegado de París y consiguió que el historial de Bosworth no llegara a la prensa. A su regreso, fue suspendido de empleo y se le ordenó que pidiera ayuda profesional, pero no se le impuso seguimiento. La misma semana que volvió al trabajo apareció publicada en una revista de ufología una entrevista a un «agente anónimo del FBI» donde éste afirmaba que el Departamento no permitía investigar debidamente las actividades de las sectas en Estados Unidos. Era evidente que volvía a tratarse de Bosworth soltando estupideces sobre criptas y alusiones a mapas codificados. El Departamento decidió que quería quitárselo de encima, así que fue sometido al proceso. Se le redujo el nivel de acceso a información confidencial, y después se le retiró por completo, salvo para permitirle encender el ordenador y jugar con Google. Se le asignaron responsabilidades inferiores a sus aptitudes, se le dio una mesa al lado del lavabo de hombres del sótano y prácticamente se le aisló de sus compañeros, y ni así se rindió.
– ¿Y?
– Al final se le ofreció la opción de una revisión de «aptitud para el servicio» en el centro de Pearl Heights en Colorado.
Las revisiones de aptitud para el servicio eran el beso de la muerte para la carrera de un agente. Negarse a realizarla implicaba el despido automático. Si el agente accedía, el resultado por norma general era un diagnóstico de inestabilidad mental, decidido mucho antes de que el interesado llegara siquiera al centro de reconocimiento. Las pruebas se llevaban a cabo en clínicas con contratos especiales para el examen médico de funcionarios federales y solían durar tres o cuatro días. Los individuos permanecían aislados, excepto por su interacción con el personal médico, y se les exigía que contestasen a seiscientas preguntas con un sí o un no. El proceso se había concebido para que, si no estaban ya locos cuando entraban, salieran locos de allí.
– ¿Se sometió a la prueba?
– Viajó a Colorado, pero no llegó al centro. Fue despido automático.
– ¿Y dónde está ahora?
– Oficialmente, no tengo ni idea. Extraoficialmente, está en Nueva York. Según parece, los padres tienen dinero, y son dueños de un apartamento en la Primera Avenida a la altura de la calle Setenta, en un sitio llamado Woodrow. Allí vive Bosworth, por lo que se sabe, pero probablemente es un caso perdido. No hemos vuelto a tener contacto con él desde su despido. Así que ahora ya lo sabes, ¿no?
– Ya sé que no debo entrar en el FBI y dedicarme a desmantelar iglesias.
– Ni siquiera me entusiasma que pases por delante del edificio, así que no debes preocuparte por el reclutamiento. Esta información no es gratis. Si Bosworth tiene alguna relación con lo sucedido en Williamsburg, quiero enterarme.
– Me parece justo.
– ¿Justo? ¿Qué sabrás tú lo que es justo? Recuérdalo: quiero ser el primero al que se le informe si existe la menor sospecha de que Bosworth tuvo algo que ver con eso.
Le prometí que le avisaría si averiguaba algo que le conviniera saber. Pareció darse por satisfecho. No se despidió antes de colgar, pero tampoco dijo nada ofensivo.
La llamada más reciente era de un tal Matheson, antiguo cliente mío. El año anterior yo había intervenido en una investigación relacionada con la casa donde había muerto su hija. No podía decir que hubiese acabado bien, pero Matheson había dado por bueno el resultado.
En su mensaje decía que alguien andaba haciendo indagaciones sobre mí, y se había dirigido a él en busca de una recomendación, o eso afirmaba. El visitante, un tal Alexis Muraos, declaró que actuaba en representación de su jefe, y que de momento éste deseaba permanecer en el anonimato. Matheson, hombre en extremo suspicaz, dio a Murnos la menor información posible. Lo único que pudo sonsacarle a Murnos, que se negó a dejar un número de contacto, era que su jefe era rico y valoraba en mucho la discreción. Matheson me pedía que le devolviera la llamada al oír el mensaje.
– No sabía que hubieses añadido la discreción a tu lista de virtudes -comentó Matheson en cuanto su secretaria me puso con él-. Eso fue lo que me hizo desconfiar.
– ¿Y no te dijo nada?
– Nada de nada. Le sugerí que se pusiera en contacto contigo si tenía alguna duda. Me contestó que así lo haría, pero luego añadió que me agradecería que su visita quedara entre nosotros dos. Y yo te llamé en cuanto se marchó, claro está.
Di las gracias a Matheson por la advertencia, y me dijo que le avisara si podía ayudarme en algo más. En cuanto colgué, telefoneé a la redacción del Press Herald y dejé un mensaje para Phil Isaacson, el crítico de arte del periódico, en cuanto me confirmaron que ese mismo día lo esperaban allí más tarde. Era un palo de ciego, pero los conocimientos de Phil abarcaban desde la arquitectura hasta el derecho y muchas cosas más, y deseaba hablar con él sobre la Casa de Stern y la subasta que tendría lugar allí. Eso me recordó que aún no tenía noticias de Ángel ni de Louis. Era una situación que difícilmente podía prolongarse mucho más.
Decidí ir a Portland para matar el rato hasta saber algo de Phil Isaac-son. Quizás al día siguiente dejase a Walter con los vecinos y volviese a Nueva York con la esperanza de localizar al ex agente especial Bosworth. Conecté la alarma de la casa y dejé a Walter medio dormido en su canasta. Sabía que en cuanto me marchase, se iría derecho al sofá de mi despacho, pero no me importaba. Me alegraba tenerlo en casa, y su pelo en los muebles se me antojaba un mal menor a cambio de su compañía.
«Todos tienen nombre.»
Recordé las palabras de mi abuelo mientras conducía, como un eco no sólo de las palabras de Neddo, sino también de las de Claudia Stern.
«Se rebelaron doscientos ángeles… Enoc da los nombres de diecinueve.»
Nombres. Había una librería cristiana en South Portland. Estaba seguro de que tendrían una sección de textos apócrifos. Había llegado la hora de echarle una ojeada al Libro de Enoc.
El coche, un BMW Serie 5 rojo, se pegó a mí en la Interestatal 1 y siguió conmigo cuando tomé la salida de Maine Mall Road. Estacioné en el aparcamiento frente a Panera Bread y esperé, pero el coche, con dos ocupantes, pasó de largo. Aguardé cinco minutos; luego salí del aparcamiento y reanudé el viaje atento al retrovisor. Vi el BMW detenido en el Dunkin' Donuts, pero esta vez no intentó seguirme. Sin embargo, tras dar un par de vueltas por la zona, detecté a su sustituto.
Esta vez, el BMW era azul, y sólo viajaba en él un hombre, pero era evidente que yo era el blanco de sus atenciones. Casi me molestó. Dos BMW idénticos: esos fulanos cobraban por horas y cobraban mal. Una parte de mí estuvo tentada de enfrentarse a ellos, pero no sabía si sería capaz de contener la ira, lo que significaba que existían muchas probabilidades de que las cosas acabaran mal. Opté por hacer una llamada. Jackie Garner contestó de inmediato.
– Hola, Jackie -saludé-. ¿Te apetece romper unas cuantas cabezas?
Esperé en mi coche delante de la tienda de donuts de Tim Horton. El BMW azul estaba en el aparcamiento del centro comercial Maine Mall, en la acera de enfrente, mientras que su hermano rojo aguardaba en el aparcamiento del Sheraton. Uno a cada lado de la carretera. Seguía siendo poco profesional, pero prometía.
Sonó el móvil.
– ¿Cómo va, Jackie?
– Estoy en el Best Buy.
Levanté la vista. Vi la furgoneta de Jackie al ralentí en el carril de emergencia.
– Es un BMW azul, con matrícula de Massachusetts, quizás en la tercera fila. Se moverá cuando yo me mueva.
– ¿Dónde está el otro coche?
– Enfrente, al lado del Sheraton. Es un BMW rojo. Dos hombres.
Jackie pareció confuso.
– ¿Usan la misma marca?
– El mismo modelo, sólo que de distinto color.
– Idiotas.
– Más bien -convine.
– ¿Qué vas a hacer?
– Dejar que se acerquen, supongo. Y luego nos ocuparemos de ellos. ¿Por qué?
Presentí que Jackie tenía una solución alternativa.
– Es que, verás -dijo-, he traído a unos amigos. ¿Quieres discreción?
– Jackie, si quisiese discreción, ¿te habría llamado a ti?
– Eso suponía.
– ¿A quién has traído? -quise saber.
Intentó eludir la pregunta, pero lo presioné.
– Jackie, dímelo: ¿a quién has traído?
– A los Fulci -contestó con un tono de relativa disculpa.
Dios santo, los hermanos Fulci. Eran dos matones a sueldo descerebrados, dos masas de músculo y grasa idénticas con más malas pulgas que un perro flaco. Incluso la descripción «a sueldo» podía inducir a error. Si las perspectivas de bronca y bulla pintaban bien, los Fulci se ofrecían de buen grado a prestar sus servicios de balde. Toni Fulci, el mayor de los dos hermanos, contaba con un récord en su haber: había sido el preso más caro de la historia en el estado de Washington, realizado el cálculo según la relación coste/tiempo de condena. Tony estuvo en prisión a finales de los noventa, cuando muchas cárceles ofrecían el trabajo de sus reclusos a grandes empresas para campañas de televentas y centros de llamadas. Tony fue contratado para telefonear en representación de un nuevo proveedor de Internet llamado FastWire, tenía que pedir a los clientes de la competencia que contemplasen la posibilidad de dejar a su proveedor y pasarse al nuevo vecino del barrio. La única conversación de Tony Fulci con sus clientes, de principio a fin, era básicamente así:
TONY (leyendo lentamente un guión): Llamo en nombre de FastWire Comm…
CLIENTE: No me interesa.
TONY: Eh, déjeme acabar.
CLIENTE: Ya se lo he dicho: no me interesa.
TONY: Oiga, ¿qué le pasa? ¿Acaso es idiota? Es una buena oferta.
CLIENTE: Ya se lo he dicho: no lo quiero.
TONY: Ni se le ocurra colgarme. Como me cuelgue, es hombre muerto.
CLIENTE: No puede hablarme así.
TONY: Oiga, váyase a la puta mierda. Sé quién es, sé dónde vive, y cuando salga de aquí dentro de cinco meses y tres días, voy a ir a buscarlo y le arrancaré los miembros uno a uno. Y ahora, dígame, ¿quiere esta oferta de mierda o no?
FastWire abandonó enseguida el proyecto de emplear a reclusos para el telemárketing, pero no lo bastante rápido como para evitar que los demandaran. Tony costó al sistema penitenciario de Washington siete millones de dólares en contratos perdidos en cuanto corrió la anécdota de FastWire, o 1,16 millones de dólares por cada mes que
Tony pasó en la cárcel. Y Tony era el tranquilo de la familia. Así las cosas, al lado de los Fulci, las hordas mongolas parecían pacíficas.
– ¿No podías encontrar a nadie más psicópata?
– Tal vez, pero habrían salido más caros.
No había escapatoria. Le dije que me dirigiría hacia Deering Avenue e intentaría atraer al perseguidor solitario, con Jackie detrás. Los Fulci podían cortar el paso a los otros dos cuando quisieran.
– Dame dos minutos -dijo Jackie-. Voy a decírselo a los Fulci. Están embaladísimos. No te puedes imaginar lo que esto significa para ellos, hacer auténtico trabajo de detective. Tony sólo lamenta que no le hayas avisado con un poco más de tiempo. Habría dejado la medicación.
Los Fulci no tuvieron que ir muy lejos para alcanzar al BMW rojo. Simplemente le obstruyeron el paso en el aparcamiento del Sheraton estacionando la furgoneta detrás. Llevaban una Dodge 4x4 trucada, inspirada en los monster-trucks de los DVD que veían cuando no se dedicaban a hacerles con sus modales la vida más interesante a otras personas.
Las puertas del BMW se abrieron. El conductor era un hombre de mediana edad, bien afeitado, con un traje gris tirando a barato con el que parecía ejecutivo de una empresa al borde de la quiebra. Pesaba unos setenta y cinco hilos, más o menos la mitad de Fulci. Su compañero era más corpulento y moreno, con lo que el peso de ambos, sumado, debía de equivaler a un Fulci y cuarto, o a un Fulci y medio si Tony estaba excediéndose con sus pastillas para adelgazar. La Dodge de los Fulci tenía las ventanillas de cristal ahumado, así que casi podía disculparse al hombre del traje por lo que dijo a continuación.
– Eh, saca esa puta lata del medio. Tenemos prisa.
No ocurrió nada durante unos quince segundos, el tiempo que los primitivos y semimedicados cerebros de los Fulci tardaron en establecer la relación entre las palabras que acababan de oír y la imagen que ellos mismos tenían de su adorada furgoneta. Al final se abrió la puerta del lado del conductor, y Tony Fulci, muy grande y muy airado, saltó torpemente de la cabina. Llevaba un polo de poliéster, pantalón con cintura elástica de una tienda de tallas grandes y botas de faena con puntera de acero. El vientre le sobresalía bajo el polo, cuyas mangas terminaban por encima de sus enormes bíceps, ya que el tejido no contenía lycra suficiente para estirarse tanto como requerían sus hinchados brazos. Dos arcos idénticos de músculo se extendían desde los hombros hasta debajo de las orejas, sin que la simetría se viera alterada por la presencia del cuello, lo que le daba el aspecto de un hombre que acababa de engullir por la fuerza una percha muy grande.
Su hermano Paulie se reunió con él. A su lado, Tony parecía un dandi.
– Dios santo -exclamó el conductor del BMW.
– ¿Por qué? -preguntó Tony-. ¿Es que también él conduce una puta lata?
Dicho esto, los Fulci se pusieron manos a la obra.
El BMW azul me siguió hasta Deering Avenue, manteniéndose a dos o tres coches de distancia, sin perderme de vista ni por un momento. Jackie Garner permaneció pegado a mí todo el tiempo. Había elegido la ruta porque con toda seguridad confundiría a cualquiera que no fuera de la zona, y el hecho de que siguiera dentro del límite urbano de Portland, en lugar de llevarlo a campo abierto, impediría a mi perseguidor darse cuenta de que había sido detectado y de que yo estaba a punto de encararlo. Llegué al lugar donde Deering pasa a ser una calle de un solo sentido, poco antes del cruce con Forest, obligando al tráfico de salida de la ciudad a doblar a la derecha. Al torcer arrastré conmigo a mi perseguidor, y luego tomé a la izquierda por Forest, otra vez a la izquierda para volver a Deering y, por último, de un volantazo, a la derecha por Revere. Al BMW no le quedaba más remedio que seguirme de cerca o se arriesgaba a perderme, así que cuando frené de golpe se vio obligado a hacer lo mismo. Jackie se plantó detrás de él y en ese momento el hombre se dio cuenta de lo que ocurría. El BMW no tenía más alternativa que intentar utilizar el aparcamiento de la panificadora para conseguir un poco de espacio y tiempo. Se metió en él deprisa y fuimos a por él en cuña, acorralándolo contra la pared.
Mantuve la pistola pegada al cuerpo cuando me acerqué a él. No quería asustar a nadie que pasara por allí. El conductor tenía las muñecas apoyadas en el volante, con los dedos un poco levantados. Vestía un holgado traje azul con corbata a juego. Llevaba prendido a la solapa de la chaqueta el cable del auricular del móvil. Probablemente tenía problemas para despertar a sus colegas.
Hice una señal a Jackie con la cabeza. Empuñaba una pequeña Browning de cañón corto en la mano derecha. Apuntó con ella al conductor al abrir la puerta.
– Salga -ordené-. Despacio.
El conductor obedeció. Era alto y tenía el pelo negro y ralo, un poco demasiado largo para quedarle bien.
– No voy armado -dijo.
Jackie lo empujó contra mi coche y lo cacheó de todos modos. Encontró un billetero y una pistola calibre 38 en una funda ceñida al tobillo.
– ¿Y esto qué es? -preguntó Jackie-. ¿Jabón?
– No está bien decir mentiras -reprendí-. Le crecerá la nariz.
Jackie me lanzó el billetero. Dentro había un carnet de conducir expedido en Massachusetts que identificaba a aquel hombre como Alexis Murnos. Contenía asimismo unas cuantas tarjetas de visita a su nombre de una empresa llamada Dresden Enterprises, con oficina en el Prudential de Boston. Murnos era el jefe de seguridad de la empresa.
– Me han dicho que ha estado haciendo indagaciones sobre mí, señor Murnos. Habría sido mucho más fácil abordarme directamente.
Murnos no contestó.
– Averigua qué ha sido de sus amigos -dije a Jackie.
Jackie se apartó para llamar por el móvil. En su mayor parte la conversación se redujo a «aja» y «sí», excepto por una exclamación de alarma: «¡Dios! ¿Se le ha roto tan fácilmente? Ése debe de tener huesos de pájaro».
– Los Fulci los han metido en la caja de su furgoneta -me informó después de cortar la comunicación-. Son guardias de una agencia de seguridad de Saugus. En opinión de Tony, pronto dejarán de sangrar.
Si la noticia inquietó a Murnos, lo disimuló. Me dio la impresión de que probablemente Murnos hacía mejor su trabajo que los otros dos payasos, pero alguien le había pedido que resolviera demasiadas cosas en muy poco tiempo, y con recursos limitados. Parecía el momento idóneo para herir su orgullo profesional.
– Esto no se le da muy bien, señor Murnos -comenté-. La seguridad de Dresden Enterprises debe dejar bastante que desear.
– Ni siquiera sabemos qué es Dresden Enterprises -añadió Jackie-. Igual éste se dedica a vigilar pollos.
Murnos tomó aire por entre los dientes. Se había sonrojado un poco.
– Y bien -dije-, ¿va a explicarme a qué viene todo esto, tal vez con una taza de café de por medio, o prefiere que lo llevemos junto a sus amigos? Por lo que se ve, van a necesitar que alguien los acompañe a casa, y quizás un poco de atención médica. Tendré que dejarlo con los caballeros que están cuidando de ellos, pero sólo será durante un día o dos, hasta que disponga de más información sobre la empresa para la que usted trabaja. Eso implicará una visita a Dresden Enterprises, seguramente acompañado de un par de personas, lo cual podría ser muy bochornoso para usted desde el punto de vista profesional.
Murnos se planteó las opciones. Eran un tanto restringidas.
– Supongo que lo del café no es mala idea -respondió por fin.
– ¿Ves lo fácil que ha sido? -dije a Jackie.
– Tienes don de gentes -afirmó Jackie-. Ni siquiera ha hecho falta pegarle.
Se le veía un poco decepcionado.
Resultó que Murnos en realidad tenía permiso para darme cierta información y tratar conmigo directamente. Sólo que prefirió husmear un poco hasta haber analizado todos los ángulos. De hecho, reconoció que había acumulado considerable información sobre mí sin salir siquiera de su despacho, y había supuesto que Matheson se pondría en contacto conmigo. En el peor de los casos, como había sucedido, tendría ocasión de verme en acción cuando me buscaban las cosquillas.
– No es verdad que mis colegas se están desangrando en la parte de atrás de una furgoneta, ¿verdad que no? -preguntó.
Ocupábamos una mesa en Big Sky. Olía bien. Detrás de la barra, los encargados del horno limpiaban las bandejas y preparaban café.
Crucé una mirada de culpabilidad con Jackie, que comía un bollo de manzana, el segundo.
– Estoy casi seguro de que sí -contesté.
– Los que se han encargado de ellos no se andan con chiquitas -explicó Jackie-. Además, uno de sus hombres hizo un comentario desconsiderado sobre su furgoneta.
Le estaba agradecido a Jackie por todo lo que había hecho, pero había llegado el momento de librarse de él. Le pedí que fuera a buscar a los Fulci y se asegurara de que no infligieran más daño a nadie. Les compró una bolsa de bollos y se marchó.
– Tiene usted unos amigos interesantes -comentó Murnos cuando Jackie se fue.
– Le aseguro que no conoce a los más divertidos. Si tiene algo que contarme, éste es el momento.
Murnos tomó un sorbo de café.
– Trabajo para el señor Joachim Stuckler. Es el presidente de Dresden Enterprises. El señor Stuckler invierte en capital riesgo, especialmente en software y multimedia.
– Entonces es rico, ¿no?
– Sí, creo que se lo podría definir así.
– Si es rico, ¿por qué contrata mano de obra barata?
– Eso ha sido culpa mía. Necesitaba un par de hombres que me ayudasen, y ya había recurrido antes a esos dos. No esperaba que se llevaran una paliza por las molestias que se han tomado. Tampoco esperaba verme arrinconado en un aparcamiento y despojado de mi arma por alguien que después se ha ofrecido a invitarme a un café con bollos.
– Ha tenido usted un mal día.
– Sí, desde luego. El señor Stuckler es también un destacado coleccionista. Tiene dinero para darse ciertos caprichos.
– ¿Qué colecciona?
– Arte, antigüedades. Material arcano.
Adiviné adónde iba a parar aquello.
– ¿Como, por ejemplo, cajitas de plata del siglo quince?
Murnos se encogió de hombros.
– Sabe que es usted quien encontró los restos en el apartamento. Cree que el caso que usted investiga puede tener cierta incidencia en algo que a él le interesa. Le gustaría entrevistarse con usted para hablar más acerca del asunto. Si no está usted muy ocupado, el señor Stuckler le agradecería unas horas de su tiempo. Lógicamente, le pagará por las molestias.
– Lógicamente, sólo que no estoy de humor para un viaje a Boston, la verdad.
Murnos volvió a encogerse de hombros.
– Usted buscaba a una mujer -dijo con naturalidad-. Quizás el señor Stuckler pueda proporcionarle ciertos datos acerca de los responsables de su desaparición.
Miré a los camareros detrás de la barra. Sentí deseos de asestarle un puñetazo a Murnos, de golpearle hasta que me dijera todo lo que sabía. Él percibió ese deseo en mi rostro.
– Créame, señor Parker, es poco lo que sé sobre este asunto, pero sí me consta que el señor Stuckler no tuvo nada que ver con lo que le pasó a esa mujer. Simplemente se enteró de que fue usted quien mató a Homero García y quien descubrió los restos humanos en su apartamento. También está enterado del hallazgo de la cámara en el sótano del edificio. Hice ciertas indagaciones para él y averigüé que lo que a usted le interesaba era la mujer. El señor Stuckler compartirá de buena gana con usted la información que posee.
– ¿Y a cambio?
– Quizás usted pueda llenar algunas lagunas en la información de la que él dispone. Y aunque no pueda, el señor Stuckler accederá a hablar con usted y le contará todo lo que, a su juicio, pueda serle de utilidad. Así las cosas, en cualquier caso saldrá ganando, señor Parker.
Murnos era consciente de que a mí no me cabía otra opción, pero tuvo la gentileza de no jactarse. Acepté reunirme con su jefe al cabo de un par de días. Murnos llamó por el móvil para concertar la cita con un ayudante de Stuckler y luego me preguntó si podía marcharse. Me pareció todo un detalle por su parte preguntarlo, hasta que caí en la cuenta de que sólo pretendía recuperar su arma. Lo acompañé afuera, vacié el cargador tirando las balas a una alcantarilla y le devolví la pistola.
– Debería conseguir otra pistola -aconsejé-. Ésa no le presta un gran servicio en el tobillo.
Murnos flexionó la mano derecha, y de pronto me hallé ante el cañón de una Smith & Wesson Sigma 380, de diez centímetros de largo y medio kilo de peso.
– Ya tengo otra -dijo-. Por lo visto no soy el único que contrata mano de obra barata.
Me apuntó con el cañón sólo un segundo más de lo necesario antes de hacerlo desaparecer de nuevo entre los pliegues del abrigo. Me sonrió; acto seguido, subió a su coche y se marchó.
Murnos tenía razón. Jackie Garner era un tarado, pero no tanto como quien lo contrató.
De regreso a Scarborough hice un alto en la librería cristiana. La mujer del mostrador me ayudó con mucho gusto y pareció un poco decepcionada porque a los dos libros que compré sobre los texto apócrifos no añadí estatuillas de ángeles de plata o una pegatina par el coche donde se leía «Mi ángel de la guarda me dice que estás demasiado cerca».
– Esos libros se venden mucho -me aseguró-. Hay mucha gente que cree que la Iglesia católica ha estado escondiendo algo durante años.
– ¿Y qué podrían esconder? -pregunté a mi pesar.
– No lo sé -contestó ella, hablando despacio como si se dirigiera a un niño retrasado-, precisamente porque está escondido.
La dejé con lo suyo. Me senté en el coche y hojeé el primer libro, pero no encontré casi nada que me fuera útil. El segundo estaba mejor, ya que contenía el Libro de Enoc completo. Los nombres de los ángeles caídos aparecían en el capítulo siete y, como había dicho Claudia Stern, el de Ashmael constaba entre ellos. Leí por encima el resto del libro, buena parte del cual parecía de carácter muy alegórico, excepto por las primeras descripciones de la expulsión y caída de los ángeles. Según Enoc, aun después de caídos conservaban la inmortalidad, y nunca serían perdonados por lo que habían hecho. Los ángeles caídos enseñaron a los hombres a fabricar espadas y escudos, los aleccionaron sobre astronomía y el movimiento de las estrellas «de modo que el mundo se alteró… Y los hombres, al ser aniquilados, prorrumpieron en gritos». Se incluían asimismo algunos detalles sobre el teólogo griego Orígenes, anatemizado por afirmar que los ángeles caídos eran aquellos «en quienes el amor divino se había enfriado», y después «se escondieron en cuerpos burdos como los nuestros, y los llamaron hombres».
Volví a ver la pintura del taller de Claudia Stern; la figura del Capitán; el rezón de sangre en los hábitos de los monjes muertos, y la figura más burda de todas: la criatura gorda y deforme que marchaba junto a su cabecilla, ensangrentada y sonriente por el gozo de la matanza.
Me compré un bocadillo en Amato's, en la Interestatal 1, y llené el depósito antes de partir en dirección este rumbo a casa. En el surtidor junto al mío, dos hombres, uno barbudo y obeso, el otro más joven y en forma, consultaban un mapa en su Peugeot negro y sucio. El hombre de la barba vestía un suéter tejido a mano. Debajo asomaba un alzacuello. No me prestaron atención, y yo no me ofrecí a ayudarlos.
Al acercarme a mi casa, vi un coche aparcado delante del camino de acceso. No me cortaba el paso por completo, pero me habría costado rodearlo sin reducir la marcha. Había un hombre apoyado en el capó, y la parte delantera del coche se había hundido de tal modo por el peso de su cuerpo que el parachoques rozaba el suelo. Me sacaba doce o quince centímetros, y era descomunalmente obeso, con forma de huevo gigante y una enorme almohadilla de grasa en la barriga que le colgaba entre las piernas y le lamía los muslos. Tenía las piernas muy cortas, tanto que los brazos parecían más largos. Sus manos, en lugar de regordetas y desagradables, eran esbeltas y casi delicadas, aunque tenía las muñecas gruesas e hinchadas. Visto en conjunto, daba la impresión de que las distintas partes de su cuerpo eran el resultado de un inexperto ensamblaje realizado con piezas de varios donantes, como si el barón Frankenstein, en su infancia, se hubiera quedado a sus anchas en el cuarto de juegos con los restos de una matanza en Weight Watchers. Llevaba unos sencillos zapatos negros de un número pequeño y pantalones de color tostado con las perneras acortadas para adaptarlas a su tamaño, los dobladillos plegados hacia dentro y cosidos torpemente, y se adivinaba el alcance de los arreglos por el círculo de puntadas a la altura de media espinilla. La cintura del pantalón le quedaba por debajo del vientre, ya fuera por su descomunal tamaño o por comodidad, y la masa de carne colgaba bajo la hinchada camisa blanca. Ésta, abrochada hasta el último botón, le apretaba la garganta hasta tal punto que el círculo de grasa que ocultaba el cuello de la camisa era de un virulento color morado rojizo, como la horrenda decoloración que se produce en un cadáver cuando la sangre se ha concentrado en las extremidades. No parecía que llevara una chaqueta bajo el abrigo marrón de pelo de camello. Le faltaban botones por delante, posiblemente después de algún vano intento, condenado desde el principio al fracaso, de cerrárselo. Su cabeza flotaba en la grasa de la papada, e iba estrechándose desde un cráneo muy redondo hasta un mentón pequeño y obviamente frágil, como un huevo de gorrión invertido encima del enorme huevo de avestruz que era su cuerpo. Las facciones de la cara deberían habérsele perdido entre pliegues de carne y rodetes, sumergidas en éstos como un dibujo infantil del hombre en la luna; pero, por el contrario, se conservaban bien definidas, y tan sólo se difuminaban cerca del cuello. Sus ojos eran más grises que verdes, como si sólo fueran capaces de una versión monocroma de la vista humana, y en ellos no convergía ninguna arruga. Tenía las pestañas largas; una nariz fina que se ensanchaba ligeramente en las aletas, dejando a la vista los orificios nasales; las orejas pequeñas con lóbulos muy pronunciados, y la boca diminuta y femenina, con un aire casi sensual en la curva de los labios. Llevaba la cabeza afeitada, pero el pelo era tan oscuro que se le veía la sombra del pico entre las entradas en lo alto de la frente. Su parecido con la criatura abyecta en el cuadro de la casa de subastas de Claudia Stern era asombroso. El tipo que tenía ante mí era quizá más gordo, y tenía las facciones más deterioradas; aun así, daba la impresión de que la figura de la boca ensangrentada hubiese salido del lienzo y asumido una nueva existencia en este mundo.
Detuve el Mustang a corta distancia de él. Preferí no parar a su lado. No se movió cuando me apeé. Mantuvo las manos entrelazadas bajo el pecho, apoyadas en el nacimiento de su vientre.
– ¿Puedo ayudarlo en algo? -pregunté.
Pensó la respuesta.
– Tal vez -contestó.
Me examinó con aquellos ojos deslavazados que tenía. No parpadeó. Sentí otro ligero destello de reconocimiento, esta vez más personal, como cuando uno oye una canción en la radio, una canción que se remonta a su primera infancia y sólo la recuerda muy vagamente.
– No acostumbro atender asuntos del trabajo en casa -dije.
– No tiene despacho -repuso-. Para ser un investigador privado, no resulta fácil encontrarlo. Casi se diría que no quiere que le localicen.
Se apartó del coche. Poseía una extraña agilidad, como si patinase por el suelo en lugar de caminar. Mantuvo las manos cruzadas sobre la barriga hasta hallarse a un par de pasos de mí, y me tendió la mano derecha.
– Permita que me presente -dijo-. Me llamo Brightwell. Creo que tenemos cosas de que hablar.
Cuando surcó el aire con la mano, gracias a la holgura de la bocamanga del abrigo, alcancé a ver el comienzo de una marca en su brazo, como dos puntas de flecha idénticas grabadas a fuego recientemente en la carne. Retrocedí de inmediato y me llevé la mano a la pistola bajo la chaqueta, pero él era más rápido que yo, tan rápido que apenas lo vi moverse. En un momento dado había espacio entre nosotros y de pronto dejó de haberlo, y se apretó contra mí, me hundió la mano izquierda en el antebrazo derecho y me clavó las uñas en la piel a través de la tela del abrigo, empezó a salirme sangre. Su rostro tocó el mío, su nariz me rozó la mejilla, sus labios quedaron a un par de centímetros de mi boca. El sudor de su frente me cayó en los labios y resbaló lentamente hasta mi lengua. Intenté escupirlo, pero se cuajó recubriéndome los dientes y adhiriéndose al velo del paladar como chicle, con tal fuerza que se me cerró la boca y me mordí la punta de la lengua. Separó los labios, y vi que sus dientes eran de punta roma, como si hubiesen roído huesos durante demasiado tiempo.
– Hallado -dijo, y le olí el aliento. Olía a vino dulce y pan desmigado.
Sentí que me caía, que me precipitaba vertiginosamente en el vacío, avergonzado y dolorido y con una sensación de pérdida infinita, de que se me negaría eternamente todo aquello que amaba. Envuelto en llamas, gritaba y aullaba, y por más que golpeara el fuego con los puños no se extinguía. Sentí cómo ardía todo mi ser. El calor me recorría las venas. Daba vida a mis músculos, forma a mi habla y luz a mis ojos. Me retorcí en el aire y vi, muy abajo, las aguas de un gran océano. Avisté en ellas el reflejo de mi propia silueta incendiada, y otras a mi lado. Ése era un mundo oscuro, pero lo iluminaríamos.
Hallado.
Y caímos como estrellas, y en el momento del impacto me envolví con los jirones de las alas negras chamuscadas, y por fin se apagó el fuego.
Me llevaban a algún sitio arrastrándome por el cuello de la chaqueta. Yo no quería ir. Me costaba mantener los ojos abiertos, de modo que el mundo oscilaba entre la oscuridad y la penumbra. Me oí hablar, musitar las mismas palabras una y otra vez.
– Perdóname. Perdóname. Perdóname.
Ya estaba casi en el coche de Brightwell. Era un Mercedes azul grande, pero había retirado el asiento trasero para desplazar hacia atrás el del conductor y disponer de espacio donde moverse. El coche apestaba a carne. Intenté forcejear con él, pero estaba débil y desorientado. Me sentía ebrio, y notaba en la lengua el sabor a vino dulce. Abrió el maletero y estaba lleno de carne quemada. Cerré los ojos por última vez.
Y una voz pronunció mi nombre.
– Charlie -dijo-. ¿Qué tal? Esperamos no interrumpirte. Abrí los ojos.
Seguía de pie junto a la puerta abierta de mi Mustang. Brightwell se había alejado unos pasos de su coche, pero no había llegado hasta mí. A mi derecha estaba el Peugeot negro, y el hombre de la barba con el alzacuello había saltado del coche y me estrechaba la mano enérgicamente.
– Cuánto tiempo. Nos ha costado un poco encontrar este sitio, te diré. Nunca pensé que un chico de ciudad como tú acabaría en un rincón perdido como éste. ¿Te acuerdas de Paul?
El hombre de menor edad rodeó el capó del Peugeot cuidándose de no dar la espalda a la enorme figura que nos observaba a corta distancia. Brightwell pareció indeciso; de pronto se dio media vuelta, se subió al coche y se alejó en dirección a Black Point. Intenté distinguir la matrícula, pero mi cerebro fue incapaz de dar sentido a los números.
– ¿Quiénes son ustedes? -pregunté.
– Amigos -dijo el sacerdote de la barba.
Me miré la mano derecha. Me goteaba sangre de los dedos. Me arremangué y vi cinco profundas punciones en el brazo.
Contemplé la carretera, pero el Mercedes se había perdido de vista.
El sacerdote me entregó un pañuelo para restañar la herida.
– En cambio, ése, sin lugar a dudas, no era un amigo -añadió.