22

Aparecieron primero como sombras en la pared, flotando con las nubes de la noche, siguiendo la luz de la luna. Después las sombras cobraron forma: asaltantes vestidos de negro, los ojos dilatados y los rostros ocultos por las gafas de visión nocturna. Todos iban armados, y mientras escalaban por la tapia, con las armas colgadas al hombro, la combinación de ojos mutados y cañones negros y delgados como aguijones les confería aspecto de insectos más que de hombres.

Una embarcación esperaba a cierta distancia de la orilla, anclada en silencio, pendiente de la señal para acercarse si era necesario, y un Mercedes azul permanecía en una arboleda, su único ocupante pálido y corpulento, sus ojos verdes libres de lentes artificiales. Brightwell no las necesitaba: sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad hacía mucho tiempo.

Los asaltantes bajaron al jardín y se dispersaron. Dos se dirigieron hacia la casa, los demás hacia la verja, pero a una señal convenida se detuvieron todos y observaron la casa. Pasaron los segundos, pero seguían inmóviles. Eran cuatro centinelas negros, como los restos calcinados de árboles muertos contemplando con envidia la lenta llegada de la primavera.

Dentro de la casa, Murnos estaba sentado delante de una serie de monitores de televisión. Leía un libro, y a las figuras de fuera acaso les habría interesado saber que aquello concordaba con Enoc. El contenido del libro alimentaba las creencias de aquellos que amenazaban al jefe de Murnos, y éste se sintió obligado a conocerlos mejor a fin de comprender a su enemigo.

«Serán convocados en la tierra espíritus malignos y en la tierra morarán.»

A Murnos le inquietaba cada vez más la gran obsesión de Stuckler, y los últimos sucesos no habían logrado precisamente atenuar su intranquilidad. La adquisición del último fragmento en la subasta fue un error: atraería la atención sobre lo que Stuckler tenía ya en su poder, y Murnos no estaba ni mucho menos tan convencido como su jefe de que podía alcanzarse un acuerdo con quienes también buscaban la estatua de plata.

«Llegarán a la tierra espíritus malignos, y los espíritus de los perversos serán invocados.»

A su lado, otro hombre observaba los monitores, mirándolos de uno en uno con cuidado. En la sala sólo había una ventana, que daba al jardín. Murnos ya había advertido a Stuckler al respecto en el pasado. En su opinión, la sala no era adecuada para su principal objetivo. Creía que una sala de seguridad debía ser prácticamente inexpugnable, apta para utilizarse como refugio en caso necesario, pero Stuckler era un hombre con muchas contradicciones. Quería tener hombres alrededor, y deseaba la sensación de seguridad, pero Murnos no creía que Stuckler se considerase realmente en peligro. Era digno hijo de su madre en todos los sentidos, y le habían sido inculcados desde edad muy temprana la idea de la fuerza de su padre y del carácter de su sacrificio, de modo que para él ceder al miedo, la duda, o incluso la preocupación por los demás rayaba en sacrilegio. Murnos detestaba las esporádicas visitas de la anciana. Stuckler mandaba una limusina a buscarla, y ella llegaba con su enfermera privada, envuelta en mantas incluso en pleno verano, los ojos ocultos tras gafas de sol todo el año, una vieja decrépita que insistía en vivir a la vez que no sentía satisfacción alguna con nada de este mundo, ni siquiera con la compañía de su hijo, ya que Murnos advertía su desprecio hacia Stuckler, lo percibía en cada uno de sus comentarios cuando observaba a ese hombrecillo remilgado, reblandecido por los caprichos; y la debilidad de éste sólo se redimía por su voluntad de complacerla y una veneración a su difunto padre tan intensa que de vez en cuando asomaban a borbotones el odio y la envidia que la sostenían, y él se contraía de rabia y se transformaba por completo.

«Nada comerán, y estarán sedientos; vivirán ocultos, y se alzarán contra los hijos de los hombres…»

Miró a Burke, su compañero. Burke hacía bien su trabajo. Stuckler al principio se había mostrado reacio a pagar lo que pedía, pero Murnos había insistido en que Burke lo merecía. Los demás también habían recibido la aprobación de Murnos, si bien no estaban a la altura de Burke.

Y aun así, Murnos consideraba que no bastaban.

Una luz empezó a parpadear rítmicamente en un panel de la pared, acompañada de un insistente pitido.

– ¡La verja! -exclamó Burke-. Alguien está abriendo la verja.

No era posible. La verja sólo podía abrirse desde dentro, o mediante uno de los tres mandos incorporados a los coches, y todos los vehículos estaban en la finca. Murnos miró los monitores y le pareció ver por un instante a una figura junto a la verja y a otra que salía de entre unos árboles.

«…ya que vendrán en tiempos de matanza y destrucción.»

Y de pronto las pantallas se apagaron.

Murnos ya estaba de pie cuando la ventana a su lado se hizo añicos. Burke recibió el pleno impacto de la primera ráfaga de disparos, protegiendo a Murnos durante preciados segundos y permitiéndole llegar a la puerta. Salió atropelladamente mientras las balas rebotaban en el metal y se incrustaban en el yeso de las paredes. Stuckler estaba arriba, en su habitación, pero el ruido lo había despertado. Murnos ya lo oía gritar cuando accedió al pasillo principal. En algún lugar de la casa, otra ventana estalló en pedazos. Un hombre de corta estatura con un arma salió de la cocina, poco más que una sombra en la oscuridad, y Murnos abrió fuego obligándolo a retroceder. Siguió disparando mientras se dirigía hacia la escalera. Había una ventana de estilo gótico en el rellano, y Murnos vio deslizarse una silueta al otro lado del cristal, trepando por la pared exterior hacia el segundo piso. Intentó lanzar un grito de advertencia cuando oyó más disparos, pero se tambaleó en la escalera y sus palabras se perdieron en un momento de conmoción. Murnos se agarró a la barandilla para sujetarse, y las manos le resbalaron en la madera húmeda. Tenía sangre en los dedos. Se miró el pecho y vio extenderse la mancha por la camisa al mismo tiempo que lo traspasaba un intenso dolor. Alzó la pistola, buscando un blanco, y lo alcanzó un segundo impacto en el muslo; al sentir la punzada arqueó la espalda. Se desplomó, la cabeza golpeó contra el suelo y cerró los ojos brevemente esforzándose por controlar el dolor. Cuando volvió a abrirlos, una mujer lo miraba desde arriba, sus contornos se recortaban incluso debajo de su ropa oscura, los ojos azules llenos de odio. Empuñaba una pistola.

Instintivamente, Murnos volvió a cerrar los ojos al acercarse la muerte.


Brightwell se acercó en el coche a la casa y entró en la finca. Siguiendo los pasos de la señorita Zahn, bajó al sótano, avanzó entre los botelleros y penetró en la cámara del tesoro, ya abierta. Ante él se alzaba la gran estatua negra de huesos. Stuckler se hallaba de rodillas frente a ella, vestido con un pijama de seda azul. Tenía el pelo manchado de sangre, pero por lo demás estaba ileso.

Le entregaron a Brightwell tres trozos de vitela, extraídos por los asaltantes de la vitrina hecha añicos. Sin apartar la vista de la escultura, se los dio a la señorita Zahn. La cabeza le llegaba casi a la altura de la caja torácica de la estatua, que tenía los omóplatos soldados al esternón por delante y entre sí por detrás, como una coraza. Brightwell echó la mano atrás y asestó un puñetazo a la masa de huesos. El esternón se resquebrajó.

– ¡No! -exclamó Stuckler-. ¿Qué hace?

Brightwell dio otro puñetazo. Stuckler intentó levantarse, pero la señorita Zahn lo obligó a seguir arrodillado.

– ¡Va a destruirla! -protestó Stuckler-. Es hermosa. ¡Pare!

El esternón se partió por la fuerza de los golpes de Brightwell. Se le habían despellejado los nudillos y el dorso de la mano por el contacto con el afilado hueso, pero no parecía darse cuenta. Metió la mano en el hueco que había creado y lo exploró, enterrando el brazo en la escultura casi hasta el codo, con el rostro tenso por el esfuerzo, hasta que de pronto relajó las facciones y retiró la mano. Sostenía una pequeña caja de plata en el puño, ésta sin adorno alguno. Abrió la mano y le enseñó la caja a Stuckler. A continuación, levantó la tapa con cuidado. Contenía un único trozo de vitela, perfectamente conservado. Se lo entregó a la señorita Zahn para que lo desplegara.

– Los números, los mapas -dijo a Stuckler-. Eran todos detalles circunstanciales, a su manera. Lo importante era la escultura de huesos, y su contenido.

Stuckler sollozaba. Cogió una esquirla de hueso negro roto y la sostuvo en la mano.

– No entendió sus propias adquisiciones, Herr Stuckler -continuó Brightwell-. Quantum in me est. Los detalles están en los fragmentos, pero la verdad está aquí.

Lanzó la caja vacía a Stuckler, que acarició el interior con los dedos, incrédulo.

– Y durante todo este tiempo… -dijo Stuckler-. La información ha estado al alcance de mi mano durante todo este tiempo.

Brightwell tomó el último fragmento de manos de la señorita Zahn. Examinó el dibujo y el texto escrito encima. Era un dibujo arquitectónico, que mostraba una iglesia y lo que parecía una red de túneles por debajo. Arrugó la frente y se echó a reír.

– Nunca salió de allí -declaró casi con admiración.

– Dígamelo -pidió Stuckler-. Por favor, concédame al menos eso.

Brightwell se acuclilló y le enseñó a Stuckler la ilustración; a continuación se irguió e hizo una señal a la señorita Zahn. Stuckler no alzó la vista cuando el cañón de la pistola le tocó la nuca, acariciándolo casi con ternura.

– Durante todo este tiempo -repitió-. Todo este tiempo.

Y entonces el tiempo, lo que era y lo que aún sería, llegó a su fin, y un nuevo mundo nació para él.


Dos horas más tarde, Reid y Bartek volvían a su coche. Habían parado a comer en un bar al sur de Hartford, la última comida juntos antes de abandonar el país, y Reid se había dado un atracón, como a veces hacía. Ahora se frotaba el vientre y se quejaba de que los nachos con chile le provocaban gases.

– Nadie te ha obligado a comerlos -dijo su compañero.

– No he podido resistirme -contestó Reid-. Me resultan tan extraños…

Bartek tenía aparcado el Chevy en la calle, debajo de un árbol sin hojas que junto con otros formaba una larga hilera que proyectaba sombras afiligranadas sobre los coches, y eran parte de un pequeño bosque que bordeaba campos verdes y, a lo lejos, una urbanización de casas nuevas.

– O sea -prosiguió Reid-, a ninguna sociedad razonable se le ocurrí…

Una silueta se deslizó por un árbol y, en la milésima de segundo entre la percepción y la reacción, Reid habría jurado que había descendido cabeza abajo por el tronco como una lagartija aferrada a la corteza.

– ¡Corre! -gritó. Empujó a Bartek con fuerza obligándolo a adentrarse en el bosque; luego se volvió hacia el enemigo que se acercaba. Oyó que Bartek pronunciaba su nombre y vociferó-; Corre, he dicho. ¡Corre, por lo que más quieras!

Tenía a un hombre ante sí, una figura pequeña, de cara redonda, con una cazadora negra y vaqueros deslucidos. Reid lo reconoció del bar y se preguntó cuánto tiempo hacía que los observaban sus enemigos. Por lo que Reid podía ver, el hombre no iba armado.

– Ven, pues -dijo Reid-. Aquí me tienes.

Levantó los puños y se movió hacia un lado, por si el hombre intentaba esquivarlo para seguir a Bartek, pero se detuvo en el acto al percibir un hedor cercano.

– Sacerdote -dijo una voz susurrante.

Reid sintió que lo abandonaba la energía. Se volvió. Brightwell estaba a pocos centímetros de su cara. Reid abrió la boca para hablar, y la hoja lo traspasó tan deprisa que de su garganta salió sólo un gruñido de dolor. Oyó al hombre menudo adentrarse en la maleza tras los pasos de Bartek. Lo acompañaba una segunda figura: una mujer de larga melena oscura.

– Has fallado -dijo Brightwell.

Atrajo a Reid hacia sí, rodeándolo con el brazo izquierdo mientras seguía empujando hacia arriba el cuchillo. Rozó a Reid con los labios. El sacerdote intentó morderlo, pero Brightwell no lo soltó y besó a Reid en la boca mientras el sacerdote se estremecía y moría en sus brazos.


La señorita Zahn y el hombre menudo regresaron al cabo de media hora. El cadáver de Reid ya estaba oculto entre los matorrales.

– Lo hemos perdido -dijo ella.

– Da igual -contestó Brightwell-. Tenemos asuntos más importantes que zanjar.

Contempló la oscuridad, como si esperase que, pese a sus palabras, existiera aún alguna posibilidad de ocuparse del hombre más joven. A continuación, cuando vio que sus esperanzas carecían de fundamento, regresó con los otros al coche, y se dirigieron hacia el sur. Tenían otra visita que hacer.

Al cabo de un rato, una figura delgada salió del bosque. Bartek siguió la hilera de árboles hasta hallar por fin el cuerpo desmadejado, caído entre piedras y madera podrida, y estrechándolo contra sí pronunció las oraciones por los difuntos para su amigo perdido.


Neddo estaba sentado en su pequeño despacho de la trastienda. Casi amanecía, y fuera el viento agitaba las escaleras de incendios. Encorvado sobre su mesa, quitaba cuidadosamente el polvo de un elaborado broche de hueso mediante un diminuto pincel. La puerta de su lugar de trabajo se abrió, pero él no la oyó a causa del aullido del viento, tan absorto estaba en la delicada tarea que no advirtió los silenciosos pasos en la tienda. Sólo cuando se movió la cortina y una sombra se proyectó sobre él, alzó la vista.

Ahí estaba Brightwell. Detrás de él había una mujer. Tenía el cabello muy oscuro, llevaba una camisa abierta hasta los pechos y su piel parecía viva por los ojos tatuados.

– Ha estado contando historias, señor Neddo -dijo Brightwell-. Ya hemos tenido demasiada paciencia con usted. -Meneó la cabeza con tristeza, y la gran papada tembló.

Neddo dejó el pincel. A fin de ver aumentada la pieza en la que trabajaba, tenía un segundo par de lentes prendido de las gafas mediante una pequeña montura de metal. Las lentes distorsionaron la cara de Brightwell, y los ojos de éste parecían más grandes, sus labios más carnosos y la masa roja y morada de su cuello más hinchada que nunca, como si estuviera al borde de una erupción, preludio de un enorme reventón de sangre y materia que brotaría de lo más hondo de él, abrasando todo aquello que tocase.

– He hecho lo que debía -respondió Neddo-. Aunque fuera por primera vez.

– ¿Qué esperaba? ¿La absolución?

– Tal vez.

– «En la Tierra nunca obtendrán paz ni remisión de los pecados» -recitó Brightwell-. «Pues no se solazarán en su progenie; contemplarán la matanza de sus seres queridos, lamentarán la destrucción de sus hijos y rogarán eternamente, pero no conseguirán misericordia ni paz.»

– Conozco a Enoc tan bien como usted, pero no soy como usted. Yo creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados…

Brightwell se apartó y dejó sitio a la mujer para que entrase. Neddo había oído hablar de ella, pero nunca la había visto. Sin conocimiento previo, le habría podido parecer hermosa. Ahora, por fin ante ella, sólo sintió miedo, y un atroz cansancio que lo disuadió de intentar siquiera la huida.

– … la resurrección del cuerpo -prosiguió Neddo, hablando cada vez más rápido- y la vida eterna. Amén.

– Debería usted haber seguido siendo fiel -dijo Brightwell.

– ¿A usted? Sé lo que es. Acudí a usted movido por la ira, por el dolor. Me equivoqué. -Neddo inició una nueva oración-: Dios mío, me arrepiento de todo corazón de mis pecados, porque te he ofendido…

La mujer examinaba los utensilios de Neddo: los escalpelos, las pequeñas hojas. Neddo la oyó revolverlos, pero no la miró. Prefirió concentrarse en acabar su acto de contrición, hasta que Brightwell habló y las palabras se apagaron en la boca de Neddo.

– Lo hemos encontrado -anunció Brightwell.

Neddo dejó de rezar. Ni siquiera en ese momento, con la muerte tan cerca y las promesas de arrepentimiento todavía recientes en sus labios, pudo disimular el asombro en la voz.

– ¿De verdad? -preguntó.

– Sí.

– ¿Dónde estaba? Me gustaría saberlo.

– Sedlec -contestó Brightwell-. Nunca abandonó el recinto del osario.

Neddo se quitó las gafas. Sonreía.

– Tanto buscar, y allí estaba.

Su sonrisa se volvió triste.

– Me habría gustado verlo -dijo-, echarle una mirada después de todo lo que he oído y leído.

La mujer encontró un trapo. Lo mojó en el agua de una jarra, se colocó detrás de Neddo y le introdujo la tela en la boca. Él forcejeó tirándole de las manos y del pelo, pero ella era muy fuerte. Brightwell se sumó a ella, obligando a Neddo a bajar las manos hasta la butaca, inmovilizando con su peso y su fuerza al hombre de menor tamaño. La fría hoja del escalpelo tocó la frente de Neddo y la mujer empezó a cortar.

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