El motel Spyhole era un oasis insólito, un lugar de descanso para los viajeros que casi habían desistido por completo de encontrar un respiro antes de la frontera mexicana. Quizás habían evitado pasar por Yuma, cansados de las luces y la gente, deseosos de ver las estrellas del desierto en todo su esplendor, y en lugar de eso se habían encontrado kilómetro tras kilómetro piedra, arena y cactus, entre altos montes cuyos nombres desconocían. Incluso una breve parada en el arcén era una invitación a la sed y el malestar, y tal vez a las atenciones de la patrulla fronteriza, ya que los «coyotes» entraban a los ilegales por esas rutas, y los «migras» siempre andaban al acecho de quienes podían estar en connivencia con ellos para embolsarse un dinero fácil. No, era preferible no parar allí; lo más sensato era seguir adelante confiando en encontrar alivio en otro lugar, y eso era lo que prometía el Spyhole.
Un cartel en la carretera señalaba hacia el sur, anunciando a los cansados viajeros la proximidad de una cama mullida, refrescos y aire acondicionado. El motel era sencillo y sin adornos, aparte de un antiguo rótulo luminoso que zumbaba por la noche como un enorme insecto de neón. El Spyhole constaba de quince habitaciones dispuestas en forma de N, con la oficina al pie de la pata izquierda. Las paredes eran de color amarillo claro, aunque si no se sometían a un examen más detenido, resultaba difícil saber si ése era su color original o si la continua exposición a la arena era la causa del cambio de tono, como si el desierto tolerase la presencia del motel sólo si podía apropiarse de él asimilándolo en el paisaje. Se hallaba enclavado en una hondonada natural, un hueco entre montañas conocido como Devil's Spyhole. Las montañas proyectaban algo de sombra sobre el motel, aunque a sólo unos pasos de su oficina los tórridos vientos del desierto atravesaban Devil's Spyhole como la bocanada de aire que saldría al abrir la puerta de una incineradora. Un cartel en la puerta de la oficina recomendaba a los visitantes que no se alejaran del recinto del motel. Aparecía ilustrado con serpientes, arañas y escorpiones, y un dibujo de una nube expulsando aire caliente sobre una figura humana representada con palotes negros. El dibujo casi podría haberse considerado cómico, si no fuera porque a menudo se encontraban figuras ennegrecidas en la arena no lejos del motel: ilegales, en su gran mayoría, tentados por la engañosa promesa de grandes riquezas.
La clientela del motel procedía tanto de recomendaciones como de aquellos que veían el cartel al pasar por la carretera. Había un área de descanso para camiones a quince kilómetros al oeste, Harry's Best Rest, con una cafetería abierta las veinticuatro horas, una tienda, duchas y lavabos, y espacio para un máximo de cincuenta vehículos. También había una ruidosa cantina, frecuentada por especímenes de la vida humana que estaban apenas a un paso de los depredadores del desierto. El área de descanso, con sus luces y su bullicio y la promesa de comida y compañía, atraía a veces a aquellos que no tenían nada que hacer allí, viajeros que simplemente estaban cansados y perdidos y buscaban un sitio donde reposar. El Harry's Best Rest no había sido concebido para ellos, y el personal que ahí trabajaba había aprendido que era más prudente quitárselos de encima con la sugerencia de que buscaran la comodidad del Spyhole. El propietario del Harry's Best Rest, un tal Harry Dean, desempeñaba un papel que no habría sorprendido a sus antecesores en la frontera cien años atrás. Harry se paseaba en la cuerda floja haciendo lo justo para tener contentas a las autoridades y mantener a distancia a los migras y la policía, cosa que a su vez le permitía estar a buenas con los individuos que, metidos hasta el cuello en el mundo del hampa, frecuentaban los rincones más sombríos de su establecimiento. Harry untaba la mano a algunos, y otros untaban la suya. Hacía la vista gorda a las putas que atendían a los camioneros en sus vehículos o en las pequeñas cabañas de detrás, y a los camellos que vendían anfetaminas y otras drogas a los camioneros para mantenerlos despiertos o para relajarlos según la necesidad, siempre y cuando tuvieran el material fuera de su propiedad y a buen recaudo entre la maraña de trastos en el fondo de sus furgonetas y automóviles, mezclándose los vehículos más pequeños con los enormes camiones como alimañas que siguen a los grandes depredadores.
Eran las dos de la madrugada de un lunes, y en el Best Rest reinaba cierta tranquilidad mientras Harry ayudaba a Miguel, el encargado del bar, a recoger detrás de la barra y reponer la cerveza y las bebidas. En rigor, el bar ya había cerrado, aunque cualquiera que quisiese una copa a esa hora de la noche podía pedirla en la cafetería de al lado. No obstante, los hombres seguían sentados en la penumbra, bebiendo lentamente, algunos charlando, otros solos. No eran la clase de hombres a quienes se les podía ordenar que se marcharan. Desaparecerían en la noche a su debido tiempo y por voluntad propia. Entretanto, Harry no los molestaría.
Una puerta comunicaba la cantina con la cafetería. Un letrero en el lado de la cafetería anunciaba que el bar ya estaba cerrado, pero de momento la puerta principal de la cantina continuaba abierta. Harry oyó que ésta se abría y, al alzar la vista, vio entrar a un par de hombres, los dos blancos. Uno, de poco más de cuarenta años, era alto y tenía el pelo entrecano y una cicatriz en el ojo derecho. Llevaba una camisa azul, una cazadora azul y unos vaqueros un poco largos, pero por lo demás su aspecto era bastante anodino.
El otro hombre era casi tan alto como su compañero, pero de una gordura extrema, la barriga le caía oscilante entre los muslos como una gran lengua colgando de una boca abierta. El cuerpo se veía desproporcionado respecto a las piernas, cortas y un poco arqueadas, como si hubieran tenido que soportar durante años el peso que les había tocado cargar y ahora cedieran por fin bajo la presión. El gordo tenía la cara perfectamente redonda y muy pálida, de facciones muy delicadas: ojos verdes enmarcados por unas pestañas largas y oscuras, nariz fina y recta, y boca alargada de labios carnosos y oscuros, casi femeninos. Pero el menor parecido con cualquier idea tradicional de belleza facial se venía abajo a causa de la barbilla y la papada tumorosa y dilatada en la que se perdía. Se derramaba sobre el cuello de la camisa, morada y roja, como un anuncio de la tripa que pendía más abajo. Harry se acordó de una vieja morsa que vio una vez en el zoo, una enorme mole de grasa y carne dilatada a punto de desmoronarse. Ese hombre, por el contrario, estaba lejos de la tumba. Pese a su descomunal humanidad, caminaba con extraña ligereza, como si se deslizase por el suelo de la cantina, cubierto de cáscaras de cacahuete. Harry tenía la camisa manchada de sudor a pesar del aire acondicionado, encendido a la máxima potencia, y sin embargo la cara del gordo estaba seca, y no se veía el menor asomo de transpiración en la camisa blanca y la chaqueta gris. A pesar de su incipiente calvicie, el pelo que le quedaba era muy negro y lo llevaba cortado a cepillo.
Harry se quedó fascinado por el aspecto del hombre, una mezcla de fealdad horrible y algo rayano en la belleza, de una corpulencia y una gracia extraordinarias e irreconciliables. De pronto se rompió el hechizo y Harry habló.
– Eh -dijo-, ya hemos cerrado.
El gordo se detuvo, y el zapato derecho quedó suspendido justo por encima del suelo. Harry vio un cacahuete intacto debajo de la suela.
El pie inició el descenso. La cáscara empezó a aplastarse bajo el peso.
Y Harry se encontró de pronto la cara del gordo a pocos centímetros de la suya, mirándolo a los ojos. Acto seguido, antes de que hubiese empezado siquiera a asimilar su presencia, el gordo estaba a su izquierda, luego a su derecha, murmurando sin cesar en un idioma que Harry no entendía; sus palabras eran una sarta ininteligible de sonidos sibilantes y alguna que otra consonante áspera, sin un significado exacto para él, pero con una insinuación clarísima.
Apártate de mi camino. Apártate de mi camino o lo lamentarás.
La cara del hombre se desdibujó, su cuerpo no dejaba de saltar de un lado al otro, y su voz resonaba insistentemente en la cabeza de Harry. Harry sintió náuseas. Quería que aquello acabase. ¿Por qué no intervenía nadie en su ayuda? ¿Dónde estaba Miguel?
Harry alargó el brazo en un intento de apoyarse en la barra.
Y de pronto el movimiento cesó.
Harry oyó crujir la cáscara del cacahuete. El gordo seguía donde estaba antes, a cinco o seis metros de la barra, y su acompañante detrás de él. Los dos miraban a Harry, y el gordo sonreía ligeramente, conociendo un secreto que sólo compartían él y Harry.
Apártate de mi camino.
En un rincón al fondo, Harry vio levantarse una mano: Octavio, que estaba a cargo de las putas, se embolsaba parte de sus ingresos a cambio de protección y a su vez entregaba un poco a Harry.
Aquello no era asunto de Harry. Éste asintió una vez y continuó limpiando la cerveza derramada de los surtidores. Consiguió acabar esa tarea y luego se retiró en silencio al pequeño lavabo detrás de la barra, donde se sentó un rato en la tapa del inodoro, las manos temblorosas, antes de vomitar violentamente en el lavabo. Al regresar a la cantina, el gordo y su compañero no estaban. Sólo lo esperaba Octavio. Por su aspecto, no parecía encontrarse mucho mejor que Harry.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Harry tragó saliva. Todavía notaba el sabor a bilis en la boca.
– Mejor olvidarnos, ¿lo entiendes? -dijo Octavio.
– Sí, entendido.
Octavio señaló más allá de la barra, en dirección a la botella de coñac en el último estante. Harry cogió la botella y sirvió el licor en un vaso alto de whisky. Pensó que Octavio no necesitaría una copa para el coñac, no esa vez. El mexicano dejó un billete de veinte dólares en la barra.
– Tú también lo necesitas -dijo.
Harry se sirvió un vaso, la mano seguía pesándole.
– Hay una chica… -dijo Octavio-. No de aquí. Una mexicana negra. -Ya me acuerdo -respondió Harry-. Ha estado aquí esta noche. Es nueva. He supuesto que era una de las tuyas.
– No volverá -dijo Octavio.
Harry se llevó el vaso a los labios, pero descubrió que era incapaz de beber. El sabor a bilis le volvió a la boca. Vera, ése era el nombre de la chica, o el nombre que ella había dado cuando Harry le preguntó. Pocas de esas mujeres usaban su verdadero nombre en el trabajo. Había hablado con ella una o dos veces, de pasada. La había visto quizá tres veces en total, pero no más. Le había parecido bastante simpática para ser puta.
– Bien -dijo Harry.
– Bien -dijo Octavio.
Y así, sin más, la chica desapareció.
En el motel Spyhotel sólo había tres habitaciones ocupadas. En la primera, una joven pareja de camino a México discutía, todavía crispada después del largo e incómodo viaje por carretera. Pronto caerían en un embarazoso e irritante silencio, hasta que el chico diese el primer paso hacia la reconciliación, saliendo a la noche del desierto y regresando con refrescos de la máquina instalada junto a la oficina. Rozaría la espalda de la chica con una de las latas, y ella reaccionaría con un escalofrío. Él la besaría y se disculparía. Ella le devolvería el beso. Beberían, y pronto el calor y las discusiones parecerían olvidados.
En la habitación contigua, un hombre con chaleco, sentado en la cama, veía un programa concurso mexicano. Había pagado por la habitación en efectivo. Podría haberse quedado en Yuma, ya que tenía allí un asunto pendiente por la mañana, pero su cara era conocida y no le gustaba permanecer en la ciudad más tiempo del necesario. Prefería alojarse en un motel lejano y ver a las parejas abrazarse al ganar premios que no valían ni el dinero que llevaban en la cartera.
La última habitación de esa sección del motel la ocupaba otra viajera solitaria. Era joven, de poco más de veinte años, y huía. En el Harry's Best Rest la llamaban Vera, pero quienes la buscaban la conocían por Sereta. Ninguno de los dos era su auténtico nombre, pero a ella poco le importaba ya llamarse de una manera u otra. No tenía familia, al menos a alguien que se preocupase por ella. Al principio mandaba dinero a su madre, en Ciudad Juárez, complementando así el exiguo sueldo que ganaba ésta con su trabajo en una de las grandes maquiladoras de la Avenida Tecnológico. Sereta y su hermana mayor, Josefina, también habían trabajado allí, hasta aquel día de noviembre en que todo cambió para ellas.
Cuando telefoneaba a casa, Sereta contaba a Lilia, su madre, que trabajaba de camarera en Nueva York. Lilia no lo ponía en duda, si bien sabía que a su hija, antes de partir hacia el norte, la habían visto con frecuencia al salir de las comunidades cerradas de Campestre Juárez, donde vivían los americanos ricos y las únicas lugareñas admitidas en esos lugares eran criadas y putas. De pronto, en noviembre de 2001, el cuerpo de Josefina fue uno de los ocho hallados en un algodonal abandonado cerca del centro comercial de Sitio Colosio Valle. Los cadáveres presentaban brutales mutilaciones, y el volumen de las protestas de los pobres aumentó porque ésas no eran las primeras muchachas que morían allí, y corrían rumores de que los ricos aislados tras verjas habían añadido los asesinatos por placer a su lista de pasatiempos. Lilia dijo a Sereta que se marchara y no volviera nunca más. No le mencionó Campestre Juárez, ni a los hombres ricos en sus coches negros, pero lo sabía.
Un año después, también Lilia había muerto. Se la llevó un cáncer que, a juicio de su hija, era la manifestación física de la pena y el dolor, y ahora Sereta estaba sola. En Nueva York había encontrado un alma gemela en Alice, pero también esa amistad se había roto. Alice debería haberse quedado a su lado, pero la enfermedad había arraigado en ella con fuerza, y había decidido permanecer cerca de la gran ciudad. Sereta, en cambio, se había dirigido al sur. Conocía esos establecimientos del desierto y sabía cómo funcionaban. Quería que sus perseguidores pensaran que había pasado a México. En lugar de eso, se proponía bordear la frontera en dirección a la Costa Oeste, donde esperaba perderse de vista durante un tiempo hasta planear su siguiente paso. Sabía que lo que tenía era valioso. Al fin y al cabo, había oído morir a un hombre por ello.
También Sereta veía la televisión, pero sin volumen. Su resplandor la reconfortaba, pero no quería que el parloteo perturbase sus pensamientos. El problema era el dinero. El problema siempre había sido el dinero. Se había visto obligada a huir tan repentinamente que no había tenido tiempo de planear nada, ni de reunir los escasos fondos a su nombre. Pidió a una amiga que le llevase el coche y se marchó, poniendo toda la distancia que le fue posible entre la ciudad y ella.
Ya en otro tiempo había oído hablar del Best Rest. Era un establecimiento donde nadie hacía muchas preguntas y donde una chica podía ganar dinero deprisa y luego seguir su camino sin mayores obligaciones, siempre y cuando pagase su parte a quien correspondía. Negociando un buen precio, tomó una habitación en el Spyhole, y ya había reunido cerca de dos mil dólares en pocos días, gracias en gran medida a una propina especialmente generosa de un camionero cuyos gustos sexuales, sucios pero inocuos, había consentido la noche anterior. No tardaría en marcharse de allí. Quizá se quedaría sólo una noche más, pensaba mientras, sin saberlo ella, su existencia ya se hallaba ligada a las vidas de aquellos que se habían llevado a su hermana.
Pues, más al norte, el mexicano García quizás habría esbozado una sonrisa de familiaridad al oír el nombre de Josefina, recordando sus últimos momentos mientras él se ocupaba de los restos de otra muchacha…
Sólo había otra persona en el motel. Era un joven esbelto de ascendencia mexicana, que leía un libro sentado detrás del mostrador de recepción en la oficina. El libro se titulaba El camino del diablo y narraba la muerte de catorce mexicanos al tratar de cruzar la frontera ilegalmente a no muchos kilómetros de donde se hallaba el motel. El joven se indignaba con la lectura, y a la vez sentía alivio al pensar que sus padres habían conseguido labrarse una buena vida en este país y que él no estaba destinado a una muerte así.
Eran casi las tres de la madrugada, y se disponía a echar la llave y retirarse a la habitación de atrás para dormir un rato cuando vio acercarse a la oficina a dos hombres blancos. Como no había oído llegar el coche, supuso que habían aparcado a cierta distancia intencionadamente. Sin verle sentido a eso, se puso en guardia. Tenía una pistola detrás del mostrador, pero hasta entonces nadie le había dado motivos siquiera para enseñarla. Ahora que casi todo el mundo pagaba con tarjeta de crédito, los moteles proporcionaban escasas ganancias a los ladrones.
Uno de los hombres era alto y vestía de azul. Cuando entró en la oficina, se oyó el taconeo de sus botas camperas en las baldosas. Su acompañante era de una corpulencia aberrante. El recepcionista, que se llamaba Ruiz, no creía haber visto nunca a un hombre de aspecto tan poco saludable, y eso que a lo largo de su corta vida había visto a no pocos americanos obesos. A aquel gordo le caía la barriga entre los muslos de tal modo que, imaginó Ruiz, debía de verse obligado a levantársela cada vez que orinaba. Llevaba en la mano un sombrero de paja con una cinta blanca y vestía una ligera chaqueta sobre una camisa blanca y unos pantalones de color tostado. Calzaba unos zapatos marrones resplandecientes.
– ¿Qué tal? -saludó Ruiz.
– Bien -contestó el hombre delgado-. ¿Está lleno el motel?
– ¡Qué va! Cuando está lleno, encendemos el cartel de COMPLETO en la carretera para ahorrarle el viaje a la gente.
– ¿Eso puede hacerse desde aquí? -preguntó el hombre delgado, en apariencia con sincero interés.
– Claro -respondió Ruiz. Señaló una caja con hileras de interruptores en la pared. La función de cada uno constaba en un rótulo adhesivo escrito a mano-. Sólo tengo que darle a un interruptor.
– Asombroso -comentó el hombre delgado.
– Fascinante -convino su compañero, hablando por primera vez. A diferencia del otro hombre, no parecía interesado. Tenía la voz apagada, y de timbre algo más agudo de lo que cabía esperar en la voz de un hombre.
– ¿Quieren una habitación, pues? -preguntó Ruiz. Estaba cansado y quería inscribirlos en el registro y procesar sus tarjetas de crédito cuanto antes para poder irse a dormir. También quería, cayó en la cuenta, que salieran de la oficina. El gordo despedía un hedor peculiar. No había notado ningún olor en el de azul, pero la mole emanaba un tufo poco común. Olía a tierra, e involuntariamente Ruiz se representó gusanos blancuzcos a través de terrones húmedos y escarabajos negros escabulléndose para buscar refugio tras las piedras.
– Puede que necesitemos más de una -respondió el de azul.
– ¿Dos?
– ¿Cuántas habitaciones hay?
– Quince en total, pero tres ya están ocupadas.
– Por tres huéspedes.
– Cuatro.
Ruiz dejó de hablar. Allí ocurría algo raro. El de azul ya no escuchaba. Había cogido el libro de Ruiz y observaba la cubierta.
– Luis Urrea -leyó-. El camino del diablo. -Se volvió hacia su compañero y, enseñándole el libro, dijo-: Mira, quizá deberíamos comprarlo.
El gordo echó un vistazo a la portada.
– Yo ya conozco la ruta -comentó con ironía-. Si lo quieres, coge ese mismo y ahórrate el dinero.
Ruiz se disponía a decir algo cuando el gordo lo golpeó en la garganta y lo lanzó de espaldas contra la pared. Ruiz experimentó una sensación de dolor y opresión en el momento en que partes pequeñas y delicadas de su cuerpo quedaban aplastadas por efecto del golpe. Le costaba respirar. Intentó articular palabras, pero no le salieron. Tras chocar contra la pared, llegó un segundo impacto. Se deslizó lentamente hacia el suelo. Con la tráquea destrozada, su cara se oscureció a causa de la asfixia. Ruiz empezó a arañarse la boca y el cuello. Oyó una sucesión de chasquidos, como el tictac de un reloj que contara sus últimos segundos. Los dos hombres permanecieron ajenos a su sufrimiento. El gordo circundó el escritorio pasando con cuidado por encima de Ruiz. El moribundo volvió a percibir su olor cuando encendió el cartel de COMPLETO de la carretera. Entretanto, su compañero echó un vistazo a las fichas en el registro de huéspedes.
– Una pareja en la dos -informó al gordo-. Un hombre en la tres. Por el nombre, parece mexicano. Una mujer en la doce, registrada con el nombre de Vera Gooding.
El gordo no dio señal de haberlo oído. De pie junto a Ruiz, observaba los hilos de sangre y baba que le caían de las comisuras de los labios.
– Yo me ocupo de la pareja -dijo-. Tú ve a por el mexicano.
Se agachó al lado de Ruiz. Fue un movimiento de una agilidad sorprendente, como el de un cisne al hundir la cabeza. Alargó -el brazo derecho y le apartó el pelo de la frente al joven. El gordo tenía una marca en la cara interna del antebrazo. Parecía un tenedor de dos púas, grabado a fuego en su carne recientemente. El gordo giró la cabeza de Ruiz de izquierda a derecha.
– ¿Crees que deberíamos llevárselo a nuestro amigo mexicano? -preguntó el de azul-. Trabaja bien el hueso.
– Demasiado complicado -respondió el gordo con desdén.
Agarró a Ruiz por el pelo y le volvió la cabeza ligeramente; a continuación se inclinó sobre él. Abrió un poco la boca, y Ruiz vio una lengua rosada y unos dientes de puntas romas. A Ruiz se le salían los ojos de las órbitas y tenía la cara amoratada. Escupió un líquido rojo; en ese preciso momento, el gordo acercó los labios a los suyos, envolvió la boca de Ruiz por completo con la suya y, sujetando la cara y la barbilla de Ruiz con la mano, lo obligó a mantener separados los maxilares. El mexicano forcejeó, pero no podía ofrecer resistencia simultáneamente al gordo y al final que se acercaba. Una palabra cobró forma en su cabeza, y pensó: «Brightwell. ¿Qué es Brightwell?».
Ruiz soltó el hombro del gordo, se le aflojaron las piernas, y el gordo se apartó de él y se irguió.
– Tienes sangre en la camisa -dijo el de azul a Brightwell.
Parecía aburrido.
Danny Quinn observaba a su novia mientras ella se pintaba cuidadosamente las uñas de los pies con un pequeño pincel. El esmalte era una mezcla de morado y rojo. Con ese color, daba la impresión de que tuviese magullados los dedos de los pies, pero Danny decidió reservarse su opinión. Prefería recrearse un rato en el bienestar posterior al sexo, absorto en la concentración y la postura de ella. En momentos como ése, Danny sentía un profundo amor por Melanie. La había engañado, y probablemente volvería a engañarla, pese a que cada noche rezaba pidiendo la fortaleza necesaria para serle fiel. A veces se preguntaba qué pasaría si ella se enteraba de su otra vida. A Danny le gustaban las mujeres, pero distinguía entre el sexo y hacer el amor. Para él, el sexo no significaba gran cosa, salvo la satisfacción de un impulso. Era como rascarse cuando le picaba: si tenía rota la mano derecha y le picaba la espalda, utilizaba la izquierda. En circunstancias normales preferiría usar la mano derecha, pero un picor era un picor, ¿o no? Si Melanie no estaba a mano -y su trabajo con el banco lo obligaba a veces a pasar fuera un par de días-, Danny iba a buscar placer en otra parte. Por lo general, decía a las mujeres en cuestión que era soltero. Algunas ni siquiera se lo preguntaban. Una o dos se habían encaprichado un poco de él y eso le había acarreado ciertos problemas, pero los había resuelto. Danny incluso había recurrido a putas alguna que otra vez. Con éstas, el sexo era distinto; pero para él esa clase de sexo no era engañar a Melanie. No intervenía emoción alguna y, a juicio de Danny, sin emoción no traicionaba realmente sus sentimientos hacia Melanie. Era algo frío y clínico, y él siempre practicaba el sexo seguro, incluso con las que ofrecían algún extra.
En el fondo, Danny quería ser la persona que Melanie creía que era. Cada vez que se descarriaba, se decía que ésa era la última. En ocasiones aguantaba semanas, incluso meses, sin estar con otra mujer, pero al final se encontraba solo durante cierto tiempo, o en una ciudad desconocida, y el impulso de salir de caza volvía a apoderarse de él.
Pero quería a Melanie, y si hubiese podido retrasar el reloj de su vida y tomar sus decisiones otra vez -la primera puta, y la vergüenza que sintió después; la primera vez que engañó a alguien, y la posterior culpabilidad-, pensaba que viviría de una manera distinta y, en consecuencia, sería un hombre mejor y más feliz.
«Volveré a empezar», se mintió. Era como el alcoholismo, o como cualquier otra adicción. Había que ir poco a poco, y cuando dabas un traspié, recobrabas el equilibrio y empezabas a contar desde uno.
Alargó el brazo para acariciarle la espalda a Melanie y oyó llamar a la puerta.
Melanie Gardner temía que Danny la engañara. No sabía por qué, pues ninguna de sus amigas lo había visto nunca con otra mujer y jamás había encontrado indicios reveladores en su ropa o en sus bolsillos. Una vez, mientras Danny dormía, ella intentó leer sus mensajes de correo electrónico, pero él se cuidaba de borrarlos todos, tanto los de salida como los de entrada, excepto aquellos relacionados con el trabajo. En su agenda aparecían muchas mujeres, pero no reconoció ningún nombre. Además, a Danny se le consideraba uno de los mejores electricistas del pueblo, y por experiencia sabía que en la mayoría de los casos eran mujeres quienes lo llamaban por razones de trabajo, probablemente porque a sus maridos les daba vergüenza admitir que eran incapaces de reparar ellos mismos algo en la casa.
De pronto, sentada en la cama, mientras el calor de Danny se desvanecía gradualmente, sintió el impulso de encararse a él. Quería preguntarle si se veía con alguien, si había estado con otra mujer en el tiempo que llevaban juntos. Quería mirarlo a los ojos cuando contestara, convencida de que se daría cuenta si mentía. Lo quería. Lo quería tanto que no se atrevía a preguntar, pues si mentía, ella lo sabría y le partiría el corazón, y si le decía lo que ella temía que era la verdad, también se lo partiría. La tensión acumulada había estallado por fin en una discusión absurda sobre música un rato antes esa noche, y luego habían hecho el amor pese a que en realidad a Melanie no le apetecía. Eso le había permitido aplazar el enfrentamiento, del mismo modo que pintarse las uñas se le había antojado de pronto una cuestión de la máxima urgencia.
Melanie aplicó el esmalte con esmero en la última porción de uña del dedo meñique y, tras introducir el pincel en el frasco, se volvió hacia Danny. Lo vio tender la mano hacia ella.
Justo cuando por fin abría la boca para hablar, oyó que llamaban a la puerta.
Edgar Certaz pulsaba despreocupadamente los botones del mando a distancia pasando de un canal a otro. Había tantos que, cuando acabó de verlos todos, no recordaba ya si alguno ofrecía algo que mereciera su atención. Al final se conformó con una película del Oeste. Le pareció muy lenta. Tres hombres esperaban un tren. Llegaba el tren. Se apeaba un hombre con una armónica. Mataba a los tres hombres. Un italiano hacía el papel de irlandés, y un actor americano cuya cara le sonaba hacía de malo, cosa que desconcertó un tanto a Certaz, ya que sólo lo había visto en papeles de bueno. Por lo que vio, salían pocos mexicanos, y mejor así. Certaz estaba harto de ver campesinos vestidos de blanco con sombreros de ala ancha entre las manos pidiendo ayuda contra los bandidos a pistoleros de negro, como si todos los mexicanos fuesen víctimas o caníbales que se alimentaban de los suyos.
Certaz era intermediario. Como la mujer de la habitación contigua, también él tenía contactos en Juárez, y él y otros narcotraficantes habían sido responsables de muchas muertes en la ciudad. El suyo era un trabajo peligroso, pero bien pagado. Al día siguiente se reuniría con dos hombres y organizaría una entrega de cocaína por valor de dos millones de dólares, que a sus socios y a él les representaría una comisión del cuarenta por ciento. Si la entrega se realizaba sin percances, el siguiente envío sería considerablemente mayor, y su recompensa sería también mayor en igual proporción. Certaz organizaría la operación hasta el último detalle, pero en ningún momento tendría en su poder drogas ni dinero. Edgar Certaz había aprendido a protegerse del riesgo.
Los colombianos controlaban aún el proceso de elaboración de la cocaína, pero ahora eran los mexicanos los principales traficantes de esa droga en el mundo. Sin proponérselo, los colombianos habían introducido en el negocio a los traficantes mexicanos al pagarles con cocaína en lugar de dinero. A veces, hasta la mitad de cada cargamento llegado a Estados Unidos acababa en manos mexicanas. Certaz fue una de las primeras muías y ascendió rápidamente a una posición destacada en el cártel de Juárez bajo el control de Amado Carrillo Fuentes, apodado «el Señor de los Cielos» por ser el primero en emplear aviones jumbo para el transporte de grandes cargamentos de droga entre territorios.
En noviembre de 1999, durante una redada conjunta de las fuerzas del orden mexicanas y estadounidenses, se descubrió una fosa común en un rancho del desierto llamado La Campana, cerca de Juárez. La fosa contenía doscientos cadáveres, quizá más. La Campana había sido en otro tiempo propiedad de Fuentes y su lugarteniente, Alfonso Corral Olaguez. Carrillo había muerto en el verano de 1997, debido a una sobredosis de anestesia administrada en el transcurso de una operación de cirugía plástica destinada a cambiar su aspecto. Corría el rumor de que sus proveedores colombianos, envidiosos de su influencia, habían pagado a los médicos. Dos meses después, Corral fue asesinado a tiros en el restaurante Maxfim de Juárez, lo que provocó una cruenta guerra territorial encabezada por el hermano de Carrillo, Vicente. Entre los cadáveres de La Campana, amontonados en los narcobúnkeres excavados por toda la finca, se encontraban los de aquellos que habían contrariado a Carrillo, incluidos los miembros del cártel rival de Tijuana, así como los desventurados campesinos que habían tenido la mala suerte de estar donde no debían en el momento menos oportuno. Certaz lo sabía, porque él mismo había ayudado a enterrar a más de uno. Con el descubrimiento de los cadáveres, había aumentado la presión sobre los traficantes mexicanos obligándolos a extremar la cautela en sus actividades, y de ahí que los hombres con la experiencia de Certaz fuesen cada vez más necesarios. Había sobrevivido a las investigaciones y las recriminaciones, y había salido más fuerte y seguro que nunca.
En la película, una mujer llegaba en tren. Esperaba que alguien fuese a recogerla, pero no había nadie en la estación. Iba a una casa, donde el irlandés interpretado por el italiano aparecía muerto sobre una mesa de picnic junto a sus hijos.
Certaz se aburría. Pulsó el botón del mando para quitar la película, y en ese preciso instante oyó llamar a la puerta.
Danny Quinn, con una toalla ceñida a la cintura, se acercó a la puerta.
– ¿Quién es? -preguntó.
– Policía.
Fue un error, pero Brightwell no estaba en su mejor momento. Había sido un largo viaje y le pesaba el cansancio. El calor diurno lo había agotado, y ahora las temperaturas nocturnas del desierto, muy bajas en comparación, lo habían pillado por sorpresa.
Danny miró a Melanie. Ella agarró el bolso, se fue al baño y cerró la puerta. Tenían un poco de hierba en una bolsa de plástico de cierre hermético, pero Melanie la tiraría por el váter. Aunque era una lástima perderla, Danny podía conseguir más.
– ¿Puede identificarse? -preguntó Danny.
Aún no había abierto la puerta. Echó un vistazo por la mirilla y vio a un gordo de cara redonda y cuello raro con una placa y un carnet plastificado.
– Vamos -insistió el hombre-, abra. Es simple rutina. Buscamos inmigrantes ilegales. Sólo tengo que echar una ojeada dentro y hacerles unas preguntas. Luego me iré.
Danny lanzó una maldición, pero se relajó un poco. Se preguntó si Melanie ya habría tirado la hierba. Esperaba que no. Abrió la puerta y le llegó un olor desagradable. Procuró disimular su sorpresa ante el aspecto del policía, pero no lo consiguió. Sabía ya que había cometido un error. Aquél no era un policía.
– ¿Está solo? -preguntó el gordo.
– Mi novia está en el baño.
– Dígale que salga.
«Esto no me gusta», pensó Danny. «No me gusta nada.»
– Eh -dijo Danny-, déjeme ver otra vez esa placa.
El gordo se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Cuando la sacó, no sostenía una cartera. Danny Quinn vio un destello plateado y de inmediato sintió cómo la hoja penetraba en su pecho. El gordo agarró a Danny por el pelo e hincó la hoja más hondo, desviándola hacia la izquierda. Oyó a la chica llamar desde el baño.
– ¿Danny? -preguntó Melanie-. ¿Pasa algo?
Brightwell soltó el pelo de Danny y desprendió la hoja. El chico se desplomó en el suelo. El cuerpo se sacudió en espasmos y el gordo apoyó el pie en el estómago para inmovilizarlo. De haber tenido más tiempo, Brightwell lo habría besado como había hecho con Ruiz, pero en ese momento tenía asuntos más apremiantes que atender.
Desde el baño llegó el ruido de la cadena del váter, pero su finalidad era camuflar otro sonido. Se oyó el chirrido de una ventana al abrirse, y una mosquitera que se resistía. Brightwell se dirigió al cuarto de baño y, levantando el pie derecho, destrozó la cerradura de una patada.
Edgar Certaz oyó que llamaban en la habitación contigua pocos segundos después de que alguien llamara a su propia puerta. A continuación oyó una voz masculina que se identificaba como policía en busca de inmigrantes ilegales.
Certaz no era tonto. Sabía que cuando la policía iba de cacería, no se andaba con tantos miramientos. Irrumpía a la fuerza y por sorpresa, y con numerosos efectivos. También sabía que ese motel no estaba en su lista negra, porque era un establecimiento relativamente caro y bien organizado. Las sábanas estaban limpias y cambiaban las toallas del cuarto de baño a diario. Además, caía lejos de las principales rutas empleadas por los ilegales. Ningún mexicano que llegase hasta allí iba a registrarse en el motel Spyhole para darse un baño y ver una película porno; estaría sentado en la parte de atrás de una furgoneta con rumbo al norte o al oeste, felicitándose a sí mismo y a sus compañeros por haber atravesado el desierto.
Certaz no contestó cuando llamaron a la puerta. Volvieron a llamar.
– Abra -ordenó una voz-. Es la policía.
Certaz llevaba un ligero revólver Smith & Wesson de cañón corto, de diez centímetros. Carecía de licencia para esa arma. Aunque no tenía antecedentes penales, sabía que si lo detenían y le tomaban las huellas digitales, éstas dispararían las alarmas de agencias locales y federales, y que cuando lo soltaran ya sería un anciano, eso en el supuesto de que no encontrasen alguna excusa para ajusticiarlo antes. Así las cosas, dos ideas cruzaron por su mente. Primero: si aquello era realmente una redada policial, estaba en un aprieto. Segundo: si esos hombres no eran policías, también estaba en un aprieto, pero en un aprieto al que podía hacer frente. Oyó un grito ahogado en la habitación contigua cuando Brightwell despachó a la novia de Danny Quinn.
«Quieres que abra», decidió Edgar, «pues abriré.»
Sacó la Smith & Wesson, se acercó a la puerta de madera y disparó.
El de azul se sacudió al recibir en el pecho el impacto del primer balazo, disminuida un poco su potencia al atravesar la puerta. El segundo lo alcanzó en el hombro derecho mientras se volvía. Desplomándose en la arena, dejó escapar un sonoro gruñido. El sigilo ya no era necesario. Sacó su propia Double Eagle y disparó desde el suelo al abrirse la puerta de la habitación del motel.
No había nadie en el umbral. De pronto asomó un arma por el lado izquierdo, a baja altura, donde Certaz estaba agachado bajo la ventana. El de azul vio el dedo oscuro tensarse sobre el gatillo y se preparó para el final.
Se oyeron varios tiros, pero no del mexicano. Brightwell, junto a la ventana, disparaba en ángulo a través del cristal. Hirió a Edgar Certaz en lo alto de la cabeza y el mexicano cayó de bruces al tiempo que otras dos balas le perforaban la espalda.
El de azul se levantó. Ahora también él tenía sangre en la camisa. Se tambaleaba un poco.
Oyeron correr a alguien detrás del motel. La puerta de la última habitación seguía cerrada, pero sabían que su presa ya no estaba dentro.
– Ve -dijo el de azul.
Brightwell echó a correr. Al correr, balanceándose sobre sus piernas cortas, no mostraba la misma agilidad que al caminar; aun así, era rápido. Oyó arrancar un coche y revolucionarse el motor. Segundos después, un Buick amarillo dobló la esquina del motel a toda velocidad. Una mujer joven iba al volante. Brightwell apuntó a la derecha de la cabeza de la conductora y disparó. Alcanzó el parabrisas, pero el coche siguió adelante obligándolo a lanzarse a un lado para no ser arrollado. Los disparos posteriores reventaron las ruedas e hicieron añicos la luna trasera. Complacido, observó cómo el Buick iba a estrellarse contra la furgoneta del difunto Edgar Certaz y paraba en seco.
Brightwell se puso en pie y se acercó al coche destrozado. Dentro, la joven estaba aturdida en el asiento del conductor. Tenía sangre en la cara, pero por lo demás parecía ilesa.
«Bien», pensó Brightwell.
Abrió la puerta y la sacó de un tirón.
– No -susurró Sereta-, por favor.
– ¿Dónde está, Sereta?
– No sé a qué…
Brightwell le asestó un puñetazo y le fracturó la nariz.
– He preguntado dónde está.
Sereta cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara. Él apenas la entendió cuando le dijo que la tenía en el bolso.
El gordo cogió el bolso del interior del coche. Empezó a vaciar el contenido en el suelo hasta que encontró la pequeña caja de plata. Con cuidado, la abrió y examinó el amarillento trozo de vitela que contenía. Lo miró y, aparentemente satisfecho, volvió a guardarlo en la caja.
– ¿Por qué te la llevaste? -preguntó con sincera curiosidad.
Sereta lloraba. Contestó algo, pero sus palabras quedaron ahogadas por las lágrimas y las manos ahuecadas en torno a la nariz rota. Brightwell se inclinó.
– No te oigo -dijo.
– Era bonita -respondió Sereta-, y yo no tenía nada bonito.
Brightwell le acarició el pelo casi con ternura. El de azul se acercaba. Aunque un poco tambaleante, se mantenía en pie. Sereta se arrastró hacia el coche, intentando restañar la hemorragia nasal. Miró al de azul, que parecía resplandecer. Por un momento vio un cuerpo negro y consumido, alas maltrechas colgando de unos nódulos en la espalda y largos dedos con garras que se hincaban débilmente en el aire. Los ojos de la figura, amarillos, brillaban en una cara casi sin rasgos, salvo por una boca llena de dientes pequeños y afilados. Al cabo de un instante, la silueta que tenía ante los ojos volvía a ser un hombre que agonizaba de pie.
– Jesús, ayúdame -suplicó ella-. Jesús de mi vida, Santo Dios, ayúdame.
Brightwell le encajó un puntapié a un lado de la cabeza y ella cayó. Él arrastró su cuerpo inerte hasta el maletero del coche, lo abrió y la metió dentro antes de dirigirse a su Mercedes y regresar con dos bidones de gasolina.
El de azul se apoyó en el Buick mientras se acercaba su compañero. Posó la mirada por un momento en la gasolina y luego la desvió.
– ¿No la quieres? -preguntó.
– Me dejaría el sabor de sus palabras en la boca -respondió Brightwell-. Pero es extraño.
– ¿Qué es extraño? -preguntó el de azul.
– Que crea en Dios y no en nosotros.
– Tal vez sea más fácil creer en Dios -dijo el de azul-. Dios promete tanto…
– … pero da tan poco -concluyó Brightwell-. Nosotros hacemos menos promesas, pero las cumplimos todas.
Si Sereta hubiese podido verlo, el de azul habría resplandecido otra vez ante sus ojos. Su compañero no lo notó. Vio al de azul como siempre lo veía.
– Estoy desvaneciéndome -dijo el de azul.
– Lo sé. Hemos sido descuidados. Yo he sido descuidado.
– No importa. Quizá vague durante un tiempo.
– Quizá -coincidió Brightwell-. A su debido tiempo volveremos a encontrarte.
Vertió gasolina sobre su compañero, empapándole la ropa, el pelo, la piel, y luego echó el resto en el interior del Buick. Tiró los bidones vacíos al asiento trasero y luego se detuvo ante el de azul.
– Adiós -dijo.
– Adiós -respondió el de azul.
La gasolina casi lo había cegado, pero encontró a tientas la puerta abierta del Buick y se sentó al volante. Brightwell lo miró por un momento y después sacó un Zippo del bolsillo y contempló la llama mientras cobraba vida. Lanzó el encendedor al coche y se alejó. No volvió la vista atrás, ni siquiera al estallar el depósito e iluminarse la oscuridad a sus espaldas con un nuevo fuego cuando el de azul abandonó este mundo y se transformó.