12

Pocas personas habrían descrito a Sandy y Larry Crane como individuos felices. Incluso los excombatientes, compañeros de Larry, a quienes el tiempo pasaba factura de manera inexorable y que ahora se vanagloriaban de formar una compañía en rápida disminución de supervivientes de la segunda guerra mundial, tendían en el mejor de los casos a tolerar a Larry y su mujer cuando ocasionalmente asistían a un acto social organizado por los veteranos. Mark Hall, el otro único miembro de su pequeño grupo que seguía con vida, decía a menudo a su mujer que, después del Día D, la duda era quién iba a matar antes a Larry: los alemanes o los de su propio bando. Larry Crane era capaz de pelar una naranja en el bolsillo y de quitarle el envoltorio a un caramelo haciendo tan poco ruido que cabía pensar que sus servicios habrían sido más útiles en una unidad de operaciones especiales, sólo que Larry era un cobarde nato y, por tanto, de poco provecho para su propia unidad, y ya no digamos para un grupo de élite compuesto por curtidos soldados con la misión de actuar por detrás de las líneas enemigas en circunstancias desesperadas. Mark Hall incluso habría jurado que, durante el combate, había visto a Larry agachado detrás de hombres mejores esperando que recibieran ellos la bala antes que él.

Y eso era lo que ocurría, claro está. Larry Crane podía ser un hijo de puta de tres al cuarto, y cobarde como una gallina, pero también tenía suerte. En medio de la carnicería, la única sangre que lo manchó fue la de otros soldados. Puede que después Hall no lo reconociera ante nadie, incluso que le costara reconocerlo ante sí mismo, pero conforme avanzaba la guerra fue arrimándose cada vez más a Larry Crane con la esperanza de que se le pegase parte de su suerte. Y suponía que de algo había servido, porque él seguía con vida cuando otros habían muerto.

Pero no todo había sido buena suerte. Había pagado un precio por convertirse en la creación de Larry Crane, ligado a él por el secreto compartido de lo que habían hecho en el monasterio cisterciense de Fontfroide. Mark Hall nunca habló de eso con su mujer, por supuesto que no. Mark Hall no habló de eso con nadie excepto con Dios, y con éste sólo en el máximo secreto de confesión de su propia cabeza. Desde ese día no había vuelto a poner los pies en una iglesia; incluso había logrado convencer a su única hija de que celebrara su boda al aire libre ofreciéndole como marco el hotel más caro de Savannah. Su mujer suponía que había padecido alguna crisis de fe por sus experiencias en la guerra, y él, para que lo siguiera creyendo, alimentaba esas suposiciones con alguna que otra vaga alusión a «las cosas que vi en Europa». Pensaba que incluso había una pizca de verdad bajo el caparazón de la mentira, porque había visto cosas terribles, y también había hecho cosas terribles.

Dios santo, no eran más que niños cuando se marcharon al frente, vírgenes, y los niños vírgenes no tenían por qué llevar armas y dispararlas contra otros niños. Cuando veía a sus nietos, y lo mimados e ingenuos que eran a pesar de la pose de mundología que exhibían, no podía imaginarlos como era él a esa edad. Recordaba el trayecto en autobús al campamento Wolters, las lágrimas de su madre todavía húmedas en las mejillas, mientras el conductor ordenaba a los negros que se sentaran al fondo porque los asientos delanteros eran para los blancos a pesar de que todos iban a la misma guerra y las balas no discriminaban por raza. Los negros no protestaron, aunque vio bullir el resentimiento en un par de ellos, y apretaron los puños cuando algunos de los otros reclutas intervinieron con chistes de mal gusto mientras se dirigían a sus asientos. Sabían que no les convenía responder. Una sola palabra de ellos y la situación habría estallado, y por entonces Texas era un lugar duro. Si cualquiera de esos negros le hubiese levantado la mano a un blanco, no habrían tenido que preocuparse por los alemanes o los japoneses, porque los suyos se habrían ocupado de ellos antes de que las botas se les adaptaran a los pies, y no se le habría pedido cuentas a nadie por lo que les ocurriese.

Más tarde supo que a algunos de esos negros, los que sabían leer y escribir, les habían propuesto que solicitaran plaza en la academia militar, porque el ejército estaba organizando una división de soldados negros, la Noventa y dos, que se conocería como División Búfalo por los soldados negros que combatieron en las guerras contra los indios.

Por entonces, Hall estaba con Larry Crane en Inglaterra, sentados ambos en un campo encharcado, espantoso, y cuando alguien les contó aquello, Crane empezó a despotricar diciendo que a los negros se les ofrecían todas las oportunidades mientras que él seguía siendo un soldado raso. La invasión era inminente, y pronto algunos de esos soldados negros llegaron también a Inglaterra, con lo cual Crane despotricó aún más. Le daba igual que sus oficiales tuvieran prohibido entrar en los cuarteles generales por la puerta delantera como los oficiales blancos, o que las tropas negras hubiesen cruzado el Atlántico sin escolta porque se les consideraba menos valiosos para el esfuerzo bélico. No, para Larry Crane eran sólo unos negros engreídos, y eso incluso después de tomar la playa de Omaha, cuando los hombres de su unidad, fumando en lo alto de las murallas de un emplazamiento alemán capturado, veían abajo a los soldados negros que, reducidos al nivel de recolectores de desechos humanos, recorrían la arena cargados con sacos y metían dentro los miembros amputados de los caídos. No, incluso entonces Larry Crane consideró oportuno quejarse, acusándolos de cobardes que no merecían tocar los restos de hombres mejores, pese a que fue el ejército quien dictaminó que no eran aptos para el combate, no entonces, no hasta que hombres como el general Davis impulsaron la integración de los soldados negros en las unidades de infantería en el invierno de 1944, y la División Búfalo empezó a abrirse paso por Italia. Hall tuvo pocos problemas con los soldados negros. No quiso compartir barracón con ellos, y desde luego no estaba dispuesto a beber de la misma cantimplora, pero le parecía que podían recibir un balazo igual que cualquiera, y mientras mantuviesen sus armas apuntadas en la dirección correcta, no tenía inconveniente en vestir el mismo uniforme que ellos. En comparación con Larry Crane, esta actitud convertía a Mark Hall en un bastión del liberalismo; pero Hall se conocía lo bastante a sí mismo para admitir que, como nunca había hecho un gran esfuerzo para contradecir a Crane u obligarlo a cerrar el pico, también él era culpable. Hall intentó por todos los medios distanciarse de Larry Crane, pero vio cada vez más claro que Larry era un superviviente, y un precario lazo se forjó entre los dos hombres hasta que tuvieron lugar los sucesos de Fontfroide y el lazo se fortaleció, se convirtió en un secreto inconfesable.

Y por eso Mark Hall mantuvo una aparente amistad con Larry Crane, tomando una copa con él cuando no quedaba más remedio, o incluso invitándolo a aquella ruinosa boda, a pesar de que su mujer le había dejado bien claro que no quería que Larry ni la desastrada de su mujer echaran a perder con su presencia un día tan especial para su hija, y se pasó una semana con cara larga cuando Hall le recordó que la puta boda la pagaba él, y que si ella tenía algún problema con sus amigos, tal vez debería haber ingresado más dinero en su cuenta del banco para pagar ella todos los gastos de la boda. Sí, y tanto que se lo había dicho. Era todo un hombre, un gran hombre, ofendiendo a su esposa para encubrir su propia vergüenza y culpabilidad.

Hall suponía que además sentía algo de afecto por Larry Crane: al fin y al cabo, los dos habían estado allí juntos, y los dos eran cómplices de lo ocurrido. Él había permitido que Larry vendiese una porción de lo que habían encontrado, y luego había aceptado, agradecido, su parte del dinero. Con eso había podido aportar capital en un concesionario de automóviles de segunda mano y, a partir de esa inversión inicial, convertirse en el rey del automóvil del nordeste de Georgia. Así lo presentaban los anuncios en la prensa y la televisión: era el Rey del Automóvil, el Número Uno en Precios. No hay quien supere al Rey del Automóvil. Nadie puede arrebatarle la corona por lo que se refiere a la relación calidad/precio.

Era un imperio levantado a base de una buena gestión, pocos gastos generales y un poco de sangre. Sólo un poco. En comparación con toda la sangre derramada durante la guerra, era apenas una mancha. Larry y él nunca hablaron de lo sucedido después de ese día, y Hall esperaba no tener que volver a hablar de ello hasta el día de su muerte.

Y al final, curiosamente, eso fue más o menos lo que ocurrió.


Sentada en un taburete junto a la ventana de la cocina, Sandy Crane observaba a su marido forcejear con una manguera de jardín como si fuera Tarzán intentando someter a una serpiente. Con gesto aburrido, dio una calada a su cigarrillo mentolado y tiró la ceniza en el fregadero. A su marido lo sacaba de quicio que hiciera eso. Según él, el fregadero olía después a caramelos de menta rancios. Sandy pensaba que el fregadero apestaba de todos modos, y un poco de ceniza no iba a empeorar las cosas. Si él no pudiera quejarse por el olor del tabaco, sin duda encontraría otra cosa. Al menos Sandy obtenía cierto placer fumando, lo que suponía una gran ayuda para aguantar las gilipolleces de su marido, y además el tabaco barato que Larry compraba a cartones tampoco olía mucho mejor.

En ese momento Larry estaba en cuclillas, intentando desenredar la manguera sin conseguirlo. La culpa era de él. Ella ya le había dicho muchas veces que si la enrollase debidamente en lugar de dejarla tirada en el garaje de cualquier manera, hecha un asco, no tendría esos problemas, pero Larry no aceptaba consejos de nadie, y menos de su mujer. En cierto modo, Larry se pasaba la vida en un continuo esfuerzo por salir de los líos en que se metía él solo, y ella se pasaba la vida recordándole que ya se lo había dicho.

Y hablando de asco, se le veía claramente la raja del culo por encima de la cintura del pantalón. Sandy ya no soportaba verlo desnudo. Le daba grima ver cómo le colgaba todo: las nalgas, el vientre, el pequeño órgano arrugado, ahora casi sin pelo, igual que la cabeza, llena de arrugas. Tampoco ella era una perita en dulce, pero tenía menos años que su marido y sabía sacarse partido y esconder sus defectos. Más de un hombre había descubierto, cuando ya era demasiado tarde, lo ridícula que era Sandy Crane cuando se quitaba la ropa, pero se la había tirado de todos modos. Una mujer con menos aplomo no habría sabido a quién despreciar más, si a los hombres o a sí misma. Sandy Crane no le daba a eso muchas vueltas, y, como en los demás aspectos de su vida, optaba por despreciar a todos por igual, a todos menos a sí misma.

Cuando conoció a Larry, él ya había cumplido los cincuenta, y ella tenía veinte años menos. Ni siquiera entonces estaba de muy buen ver, pero disfrutaba de una posición económica holgada. Era dueño de un bar restaurante en Atlanta, que vendió cuando los «maricones» empezaron a invadir la zona. Así era su Larry: más tonto que un autobús lleno de oligofrénicos mudos, tan cargado de prejuicios que no supo ver que los homosexuales que se trasladaban al barrio tenían mucha más clase y más dinero que su anterior clientela. Vendió el negocio por una cuarta parte de lo que debía de valer ahora, y rabiaba desde entonces. Si de algo le sirvió la lección, fue para enconar más que nunca su fanatismo homófobo y racista, lo cual era mucho decir, ya que Larry Crane estaba a un paso de clavar cruces ardiendo en los jardines.

A veces Sandy se preguntaba por qué seguía con Larry, pero enseguida tomaba conciencia de que los fugaces momentos en habitaciones de motel o en los dormitorios de otras mujeres difícilmente se traducirían en relaciones duraderas con una sólida base económica. Al menos con Larry tenía una casa, y un coche, y una forma de vida razonablemente cómoda. Él le exigía poco, y cada vez menos ahora que había perdido por completo el deseo sexual. Además estaba tan reconcentrado en su rabia contra el mundo que era sólo cuestión de tiempo que tuviese una embolia o un infarto. Incluso cabía la posibilidad de que esa manguera le hiciera un favor a Sandy si aprendía a tener la boca cerrada el tiempo suficiente.

Se acabó el cigarrillo, encendió otro con el ascua mortecina y tiró la colilla a la trituradora de basura. El periódico estaba en la mesa, esperando a que Larry volviese de sus tareas para tener algo de lo que quejarse durante el resto del día. Lo cogió y lo hojeó, a sabiendas de que este sencillo acto pondría fuera de sí a su marido. Le gustaba ser el primero en leer el periódico. Detestaba el olor a perfume y mentol en el papel, y se ponía hecho un basilisco por cómo ella lo arrugaba y lo rompía al leerlo; pero si ella no le echaba un vistazo entonces, cuando llegara a sus manos las noticias ya habrían pasado a la historia; es más, apestarían al cuarto de baño de Larry, ya que su marido parecía concentrarse mejor sentado en el váter, obligando a su cuerpo avejentado a realizar una seca y dolorosa evacuación más.

El periódico no traía nada interesante. Nunca traía nada. Sandy no sabía muy bien qué esperaba encontrar en sus páginas cada vez que lo abría. Sólo sabía que al final siempre quedaba decepcionada. Dirigió su atención a la correspondencia. Abrió todas las cartas, incluso las que eran para su marido. Él siempre despotricaba y se lamentaba cuando Sandy hacía eso, pero la mayoría de las veces acababa pasándoselas para que se ocupara ella de todos modos. Simplemente le gustaba hacer ver que aún tenía voz y voto en el asunto. Pero esa mañana Sandy no estaba de humor para sus gilipolleces, así que las abrió sin contemplaciones con la esperanza de encontrar algo que la entretuviera un poco. Casi todo era correo basura, aunque apartó los vales de oferta, por si acaso. Incluía recibos y propaganda de tarjetas de crédito con dudosas ventajas e invitaciones para suscribirse a revistas que nunca se leerían. También había un sobre marrón de aspecto oficial. Lo abrió y leyó la carta que contenía; luego volvió a leerla para asegurarse de que no se le había pasado por alto ningún detalle. La carta llevaba adjuntas dos fotocopias en color de hojas del catálogo de una casa de subastas de Boston.

– Joder -exclamó Sandy-. Joder.

En el papel cayó un poco de ceniza del cigarrillo. Se apresuró a sacudir la hoja. Las gafas de lectura de Larry estaban en la estantería al lado de sus vitaminas y su medicamento para la angina de pecho. Sandy las cogió y las limpió con el paño de cocina. Su marido era incapaz de leer una sola palabra sin sus gafas.

Larry seguía forcejeando con la manguera cuando la sombra de Sandy se proyectó sobre él. Alzó la vista para mirarla.

– Apártate de la luz, maldita sea -protestó él, y vio entonces lo que Sandy había hecho con su periódico; pues ella, de lo alterada que estaba, se lo había metido bajo el brazo de cualquier manera-. Mira cómo has dejado el periódico. Ahora sólo sirve para ponerlo en el fondo de la jaula del pájaro.

– Olvídate del condenado periódico -replicó ella-. Lee esto.

Le entregó la carta.

Larry se irguió, resoplando un poco y subiéndose el pantalón por encima de su escasa barriga.

– No puedo leer sin gafas.

Ella le dio sus gafas y observó con impaciencia mientras él examinaba las lentes y las limpiaba con el borde sucio de la camisa antes de ponérselas.

– ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Qué es tan importante para que hayas dejado el periódico como papel higiénico al traérmelo?

Ella señaló con el dedo el papel en cuestión.

– Joder -dijo Larry.

Y por primera vez en más de una década, Larry y Sandy compartieron un momento de placer.


Larry Crane le ocultaba cosas a su mujer. Siempre había sido así. Al principio de la relación, por ejemplo, Larry no se tomaba la molestia de mencionar las veces que la engañaba, por razones obvias, y después, en su trato con Sandy, tendió a aplicar la máxima de que el menor conocimiento era peligroso. Pero uno de los pocos vicios que le quedaban a Larry, los caballos, se le había ido un poco de las manos, y en la actualidad debía dinero a la clase de personas no precisamente tolerantes con esos asuntos. Dos días antes, cuando Larry pagó una parte lo bastante sustancial de los intereses para conservar los diez dedos intactos otro par de semanas, le habían informado de la postura que adoptarían al respecto. Había llegado al punto en que la casa era el único bien que podía liquidar, porque ni siquiera lo que sacara por el coche cubriría la deuda, y dudaba mucho de que Sandy diese su aprobación a la venta de la casa y a trasladarse a una caseta de perro para pagar sus deudas de juego.

Siempre podía recurrir a Mark Hall, claro, pero ése era un recurso que ya había explotado hacía un par de años, y sólo la desesperación absoluta lo llevaría a acudir de nuevo a él. En cualquier caso, Larry se metería en un juego peligroso si empleaba la carta del chantaje con el viejo Rey Hall, porque Hall siempre podía descubrir el pastel y Larry Crane no sentía el menor deseo de pasar el resto de su vida en la celda de una cárcel. Suponía que Hall lo sabía. El viejo Hallie podía ser muchas cosas, pero desde luego no era tonto.

Así, mientras Larry Crane forcejeaba con la manguera, preguntándose si no podría emplearla para estrangular a Sandy y así sacar algún provecho de ella, deshaciéndose del cuerpo y reclamando el seguro, la dama en cuestión proyectó de pronto su sombra sobre él. Larry supo en ese momento que tenía casi las mismas posibilidades de matar con éxito a su esposa que de hacerse cargo de la mansión Playboy los días en que Hugh Hefner estuviera de capa caída. Era grande y fuerte, y para colmo mala. Si intentaba siquiera levantarle la mano, lo partiría en dos como si fuera uno de esos bastoncitos que ella usaba en sus cócteles baratos.

Pero mientras leía y releía la carta, se dio cuenta de que tal vez no tendría que recurrir a medidas tan desesperadas. Larry había visto algo parecido al objeto descrito en las fotocopias, pero nunca había sospechado que pudiese tener algún valor, y ahora esa nota de prensa informaba de que podía proporcionar decenas de miles de dólares, tal vez más. Pero ese «podía» era una salvedad importante. Lo que se buscaba no estaba exactamente en poder de Larry Crane. Su propietario era un tal Marcus E. Hall, el Rey del Automóvil.


Si bien la cara del Rey del Automóvil seguía siendo la de Mark Hall, el viejo apenas era ya una figura decorativa. Sus hijos, Craig y Mark, habían asumido la dirección práctica del negocio familiar hacía casi una década. Su hija Jeanie tenía una participación del veinte por ciento en la empresa, una cifra que respondía al hecho de que eran Craig y Mark quienes se ocupaban de todo el trabajo mientras que Jeanie esperaba cruzada de brazos la llegada del cheque. Sin embargo, Jeanie no lo veía así, y había dado bastante guerra por ello en los últimos cinco años. El rey adivinaba detrás la mano de su marido, Richard. Dick, como se complacían en llamarlo sus hijos tanto delante de él como a sus espaldas, y siempre con cierta malevolencia, era abogado, y si había una especie de roedor capaz de usar la excusa del dinero para abrirse paso royendo hasta el corazón de una familia y agotar toda su bondad, ésa era la de los abogados. El Rey sospechaba que en cuanto muriese, Dick empezaría a presentar papeles en los tribunales y a exigir una porción mayor del negocio remontándose a los tiempos en que la mismísima Virgen María estaba de duelo. Los propios asesores del Rey habían afirmado que lo tenía todo atado y bien atado, pero ésos eran también abogados, que le decían a su cliente lo que pensaban que quería oír. Tras su muerte, el paso por los tribunales sería inevitable, de eso al Rey no le cabía la menor duda, y su querido concesionario, y su igualmente querida familia, se desintegrarían a causa de ello.

De pie delante de su oficina del aparcamiento principal en la Interestatal 17, bebía café de una taza grande con una corona de oro estampada. Todavía le gustaba ir por allí al menos un par de días por semana, y los demás vendedores no se quejaban porque lo que él ganaba en comisiones iba a parar al bote. A fin de mes, se extraía el nombre de un vendedor de un sombrero entre rondas de cerveza en el Artie's Shack, y todo el dinero era para él, o para ella, ya que ahora trabajaban dos mujeres en los aparcamientos del Rey, y vendían un montón de coches a esa clase de hombres que tenían la polla y la cartera conectadas con un cable. El ganador pagaba la cerveza y la comida, y todos tan contentos.

Eran las cuatro de la tarde, hora baja, y puesto que era un día laborable a mediados de mes, el Rey no esperaba mucha actividad antes del cierre. Si bien podía entrar alguna que otra gente al acabar el horario de oficinas, lo único que tendría en los bolsillos la mayoría de ellos serían las manos.

En ese momento, al fondo del aparcamiento, vio inclinarse a un hombre sobre el parabrisas de un coche familiar, un Volvo V70 turbo del 2001, 2,4 automático, tapicería de piel, reproductor de cedés, casete y radio, techo solar, setenta mil kilómetros. Lo habían conducido como si fuera de porcelana y no tenía un solo arañazo en la pintura. Los chicos del Rey habían fijado el precio en veinte mil dólares, con amplio margen de regateo. El hombre llevaba una visera y gafas de sol, pero el Rey no pudo deducir gran cosa acerca de él excepto que se lo veía un poco viejo y decrépito. Últimamente al Rey le faliaba la vista, pero en cuanto tenía a un posible cliente en el punto de mira, podía sacar en treinta segundos más conclusiones sobre esa persona de lo que podían llegar a saber la mayoría de los psicólogos en un año de sesiones.

El Rey dejó la taza en el alféizar de la ventana, se arregló la corbata, cogió las llaves del Volvo de la taquilla y salió al aparcamiento. Alguien le preguntó si necesitaba ayuda. Se oyeron carcajadas. El Rey sabía qué hacían; vigilarlo al tiempo que fingían no hacerlo.

– Ese hombre es más viejo que yo -dijo-. Sólo me preocupa que se muera antes de que consiga hacerle firmar los papeles.

Más risas. El Rey vio que el anciano había abierto la puerta del conductor y ocupado el asiento. Eso era buena señal. Convencerlos para que entraran en el maldito coche era lo más difícil, y en cuanto salían a probarlo empezaba a actuar la culpabilidad. El vendedor, un tío simpático, buscaba un hueco en su apretada agenda para dar una vuelta con ellos. Sabía algo de deportes, tal vez le gustaba la misma música después de desplazarse por el dial y encontrar algo que arrancaba una sonrisa al posible cliente. Tras tomarse tantas molestias, ¿qué podía hacer un ser humano decente sino escuchar lo que ese hombre tenía que decir acerca del precioso automóvil? Y para colmo ahí fuera hacía un calor de mil demonios, así que mejor refrescarse en la oficina con una bebida fría en la mano, ¿no? ¿Cómo que tiene que consultarlo antes con su mujer? Este coche le va a encantar: es seguro, está limpio, tiene un sólido valor de reventa. Si sale de aquí sin firmar, ya no lo encontrará después de esa conversación con su señora, que para empezar ni siquiera es necesaria, porque ella le dirá lo que le estoy diciendo yo ahora: es una ganga. Le dará esperanzas y luego, cuando la traiga aquí, descubrirá que esta preciosidad ha desaparecido y estará en peor situación que al principio. ¿Hablar con el banco? Nosotros incluimos un servicio de financiación mejor que el de cualquier banco. No son más que números: nunca acabará devolviendo tanto…

El Rey llegó al Volvo, se agachó y miró por la ventana del conductor.

– Buenas tardes, ¿cómo va…?

Interrumpió la frase a medias. Larry Crane le sonrió, con los dientes amarillentos, el pelo sucio y mugre incrustada en las arrugas.

– Me va estupendamente, Rey, de maravilla.

– ¿Buscas coche, Larry?

– Algo busco, Rey, de eso no te quepa duda, pero todavía no tengo intención de comprar. Aunque seguro que puedes hacerme un favor, como viejos compañeros de armas y demás.

– Puedo ofrecerte un buen trato, claro -respondió el Rey.

– Ya -dijo Larry-. Seguro que puedes ofrecerme un buen trato, y yo puedo ofrecerte uno a ti.

Levantó una de sus descarnadas nalgas del asiento y dejó escapar una ruidosa ventosidad. El Rey asintió con la cabeza, e incluso el falso afecto que había conseguido mostrar se desvaneció rápidamente.

– Ya -dijo-. Ya. No has venido a comprar un coche, Larry. ¿Qué quieres?

Larry Crane se inclinó a un lado y abrió la puerta del acompañante.

– Siéntate conmigo, Rey -dijo-. Si no soportas el olor, puedes bajar las ventanillas. Tengo una proposición que hacerte.

El Rey no se sentó.

– No vas a sacarme un céntimo, Larry. Ya te lo he dicho antes. Eso se acabó.

– No vengo a pedirte dinero. Siéntate, chico. No va a costarte nada escucharme.

El Rey dejó escapar un sonoro suspiro. Miró en dirección a la oficina, lamentando haber dejado el café, y se metió en el Volvo.

– ¿Tienes las llaves de esta mierda? -preguntó Larry.

– Las tengo.

– Entonces vamos los dos a dar un paseo. Tenemos que hablar.


Francia, 1944


Los cistercienses franceses estaban habituados a guardar secretos. Entre 1164 y 1166, el monasterio de Pontigny, en la Borgoña, acogió a Thomas Becket, el prelado inglés exiliado por oponerse a Enrique II, hasta que decidió regresar a su diócesis y murió asesinado en pago a las molestias que había causado. Loc-Dieu, en Martiel, en los Pirineos Centrales, dio refugio a la Mona Lisa durante la segunda guerra mundial, pues su combinación de altas murallas propias de una fortaleza y el esplendor de una mansión campestre era la idónea para el forzado retiro de tal dama. Es cierto que otros monasterios en lugares más recónditos contenían sus propios tesoros: a los cistercienses de Duke Cor, o «Duke Corazón», en el lago Kindar de Escocia, se les confió el corazón embalsamado de John, Lord Balliol, en 1269, y el de su mujer, Lady Devorgilla, que lo siguió a la tumba dos décadas después; y Zlatá Koruna, en la República Checa, guardaba una espina que supuestamente procedía de la corona que ungió la cabeza de Cristo, comprada al rey Luis en persona por Premysl Otakar II. Pero éstas eran reliquias cuyo paradero se conocía, y si bien los monjes las tenían bajo su custodia, en el siglo XX poco preocupaba ya que la divulgación de su existencia pudiera exponer a los monasterios a posibles amenazas.

No, eran los objetos conservados en silencio, ocultos tras los muros de sótanos o dentro de enormes altares, los que ponían en peligro a los monasterios y a quienes vivían en ellos. El conocimiento de su existencia se transmitía de abad en abad, así que eran pocos quienes estaban enterados de lo que se ocultaba bajo la biblioteca de Salem en Alemania, o bajo el ornamental pavimento de la iglesia de Byland en North Riding, Yorkshire.

O en Fontfroide.

En Fontfroide hubo monjes desde 1093, si bien la primera comunidad propiamente dicha, compuesta casi con toda seguridad por antiguos ermitaños de la orden benedictina, se estableció en 1118. La propia abadía de Fontfroide apareció en 1148 o 1149, y pronto se convirtió en una fortaleza de primera línea en la lucha contra la herejía. Cuando el papa Inocencio III decidió perseguir a los maniqueos, sus legados eran dos monjes de Fontfroide, uno de los cuales, Pierre de Castelnau, murió asesinado más tarde. Un antiguo abad de Fontfroide encabezó la sangrienta cruzada contra los albigenses, y el monasterio tomó claro partido contra las fuerzas cátaras de Montsegur y Queribus, toleradas por los liberales de Aragón. Tal vez no sorprendiera a nadie que Fontfroide obtuviera con el tiempo el mayor de todos los premios, y así fue como la abadía vio recompensada por fin su constancia cuando el antiguo abad, Jacques Fournier, se convirtió en el papa Benedicto XII.

Fontfroide rebosaba riquezas, su prosperidad se basaba en las veinticinco granjas y los rebaños de más de veinte mil cabezas que poseía, pero el número de monjes se redujo paulatinamente y, durante la Revolución francesa, la ciudad de Narbona convirtió Fontfroide en un asilo. En cierto modo, eso fue la salvación de Fontfroide, ya que permitió conservar la abadía cuando tantas otras cayeron en estado de ruina, y una comunidad cisterciense prosperó allí una vez más entre 1858 y 1901, cuando el Estado puso en venta la abadía de Fontfroide y un par de franceses del Languedoc, amantes del arte, la compró y conservó.

Pero durante todo ese tiempo, incluso en los periodos en que ningún monje honraba los claustros con su presencia, Fontfroide permaneció bajo la atenta mirada de los cistercienses. Allí estuvieron disfrazados de seglares cuando era un asilo, cuidando de los enfermos y de los heridos; y volvieron al recinto cuando los ricos benefactores, Gustave Fayet y su esposa, Madeleine d'Andoque, la compraron para evitar su traslado, ladrillo a ladrillo, a Estados Unidos. Hay una pequeña iglesia aproximadamente a un kilómetro y medio de Fontfroide, una ofrenda a Dios mucho más humilde que su enorme vecina. Se llama iglesia de la Vigilia, y desde allí los cistercienses velaban por Fontfroide y sus secretos. Durante casi quinientos años sus tesoros habían permanecido intactos, hasta que la segunda guerra mundial entró en su fase final, los alemanes iniciaron la retirada y llegaron los soldados estadounidenses.


– No -dijo el Rey-. Ajá. Yo también he recibido una de esas cartas y la tiré a la basura.

Mark Hall sabía que los tiempos habían cambiado, aun cuando Larry Crane no lo supiera. Durante los meses posteriores a la guerra, el mundo seguía sumido en el caos, y un hombre podía cometer muchas fechorías y salir impune por poco que se lo propusiera. Ahora ya no era así. Había permanecido atento a los periódicos, y seguido el caso de los Meador con especial interés e inquietud. Joe Tom Meador, al servicio del ejército de Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, había robado manuscritos y relicarios de una cueva en las afueras de Quedlinburg, en Alemania central, donde la catedral de la ciudad los había puesto a buen recaudo durante la conflagración. Joe Tom envió por correo los tesoros a su madre en mayo de 1945; y cuando regresó al país, le dio por enseñárselos a las mujeres a cambio de favores sexuales. Joe Tom murió en 1980, y sus hermanos Jack y Jane decidieron vender los tesoros, haciendo un inútil esfuerzo por camuflar sus orígenes. El botín se valoró en unos doscientos millones de dólares, pero los Meador recibieron del Estado alemán sólo tres, ya eso hubo que descontar las minutas de los abogados. Por otra parte, al vender esos objetos, atrajeron el interés de la fiscal del este de Texas, Carol Johnson, la cual inició una investigación internacional en 1990. Seis años más tarde, Jack, Jane y su abogado, John Torigan, fueron acusados de conspiración ilegal para la venta de tesoros robados, cargos que les representaron una pena de diez años de prisión y multas de hasta doscientos cincuenta mil dólares. Para Mark Hall, el hecho de que saliesen del paso pagando sólo ciento treinta y cinco mil dólares a Hacienda era lo de menos. A su juicio, lo inteligente era llevarse a la tumba lo que Larry y él habían hecho en Francia durante la guerra, pero ahora Larry Crane, necio y codicioso, había decidido arrastrarlos a una situación potencialmente perjudicial. A Hall ya le había preocupado la llegada misma de la carta. Significaba que alguien estaba atando cabos y extrayendo conclusiones. Si guardaban silencio y se negaban a picar el anzuelo, quizás Hall consiguiera irse a la tumba sin gastar la herencia de sus hijos en abogados.

Estaban aparcados en el camino de acceso a la casa del Rey. Su mujer había ido a visitar a Jeanie, así que su coche era el único. Larry apoyó una mano temblorosa en el brazo del Rey. Éste intentó apartársela, pero Larry reaccionó cerrando la mano y agarrándolo con fuerza.

– Echémosle una ojeada, sólo propongo eso. Basta con que lo comparemos con la fotografía para asegurarnos de que hablamos de lo mismo. Esta gente ofrece mucho dinero.

– Yo ya tengo dinero.

Por primera vez Larry Crane perdió los estribos.

– Pues yo no tengo un puto centavo, eso te lo aseguro -exclamó-. Estoy con la mierda hasta el cuello, Rey, y ando metido en un buen lío.

– ¿En qué clase de lío puede meterse un viejo chocho como tú?

– Ya sabes que siempre me ha gustado el juego.

– Vaya por Dios. Sabía que eras la clase de idiota que se creía más listo que los demás idiotas, pero en las carreras de caballos sólo deberían apostar quienes pueden permitirse perder. Por lo último que supe, tú no estabas entre los primeros de esa lista.

Crane aguantó el insulto encajando el golpe. Deseó arremeter contra el Rey, estamparle la cabeza contra el salpicadero de madera de pino natural de aquel cacharro escandinavo, pero eso no le serviría para acceder al dinero.

– Es posible -dijo, y, por unos momentos, Crane permitió que el odio que sentía por sí mismo, escondido durante tanto tiempo bajo su odio a los demás, aflorase a la superficie-. Nunca he tenido tu inteligencia, eso está claro. Contraje un mal matrimonio y tomé decisiones equivocadas en los negocios. No tengo hijos, y quizá mejor así. También a ellos los habría jodido. Supongo, visto lo visto, que tengo lo que me merezco, y más aún. -Soltó el brazo al Rey-. Pero esos hombres van a hacerme daño, Rey. Por poco que puedan se quedarán con mi casa. Joder, es lo único que me queda de valor, pero además me harán daño, y no puedo sobrellevar esa clase de dolor. Sólo te pido que le eches un vistazo a eso que tienes para ver si coincide. Podría ser que llegáramos a un acuerdo con la gente que lo busca. Basta con una llamada. Podemos hacerlo de manera discreta, y nadie se enterará. Por favor, Rey. Hazlo por mí, y no volverás a verme en la vida. Sé que no te gusta mi presencia, y en cuanto a tu mujer, aunque me viera arder en el fuego del infierno, no malgastaría ni una gota de sudor en refrescarme, pero eso me trae sin cuidado. Únicamente quiero ver qué dice el tipo ese, y sólo será posible si sé que tenemos lo que busca. Yo he traído mi parte.

Sacó un sobre marrón manchado de grasa de una bolsa de supermercado que había dejado en el asiento trasero. Contenía una pequeña caja de plata muy antigua y muy deteriorada.

– Hasta ahora nunca le había dado mucha importancia -explicó.

Sólo de verla allí, en el camino de acceso de su propia casa, el Rey sintió escalofríos. Ya en su día no supo siquiera por qué se la llevaban, salvo que, en cuanto posó los ojos en ella, una voz en su interior le dijo que era rara, quizás incluso valiosa. Le complacía pensar que se habría dado cuenta de eso aun cuando aquellos hombres no hubiesen muerto por conservarla.

Pero eso fue después, cuando aún sentía la sangre caliente, la suya y la de los demás.

– No sé qué decirte -contestó el Rey.

– Ve a buscarla -susurró Larry-. Juntémoslos, y lo veremos.

El Rey, inmóvil, guardó silencio. Contempló su bonita casa, su césped bien cuidado, la ventana del dormitorio que compartía con su mujer. «Si pudiese deshacer un solo hecho de mi vida», pensó, «si pudiera retirar una sola acción, sería ésa. Todo lo que ha venido después, toda la felicidad y alegría, se ha visto empañado por eso. Ya que a pesar de todo el placer que he conocido en la vida, a pesar de la fortuna que he amasado y el prestigio que he adquirido, no he tenido un solo día de paz.»

El Rey abrió la puerta del coche y se encaminó lentamente hacia su casa.


El soldado raso Larry Craney el cabo Mark E. Hall estaban en un verdadero apuro.

Su sección había salido de patrulla por el Languedoc -parte de un esfuerzo conjunto con británicos y canadienses para asegurarse el sudoeste y expulsar a grupos aislados de alemanes mientras el grueso del ejército de Estados

Unidos continuaba su avance hacia el este- y había caído en una emboscada en las afueras de Narbona: alemanes con uniformes de camuflaje marrones y verdes, con el refuerzo de un semioruga provisto de una ametralladora pesada. Los uniformes habían confundido a los americanos. Debido a la escasez de equipo, algunas unidades usaban todavía un uniforme de camuflaje experimental de dos piezas, el M1942, que parecía la vestimenta de rutina de las Wqffen SS en Normandía. Anteriormente Hall y Crane ya se habían visto envueltos en un incidente durante la campaña, cuando su unidad abrió fuego contra cuatro fusileros de la Segunda División Armada de la Cuarenta y uno, que habían quedado aislados durante los enconados combates con la Segunda División Panzer de las SS cerca de Saint-Denis-le-Gast. Dos fusileros fueron abatidos sin tener ocasión de identificarse, y uno de ellos murió a causa de las heridas. Fue el propio teniente Henry quien disparó la bala mortal, y a veces Mark Hall se preguntaba si fue ésa la razón de que permitiese a sus hombres salir de la oscuridad un vital momento antes de ordenarles que abriesen fuego. Entonces ya era demasiado tarde. Hall nunca había visto moverse efectivos alemanes con semejante velocidad y precisión. Estaban frente a los americanos y de pronto se dispersaran a ambos lados de la carretera, rodeando a sus enemigos con rapidez y calma antes de aniquilarlos. Los dos soldados se escondieron en una zanja al iniciarse el fuego en torno a ellos y convertirse los árboles y los arbustos en astillas que surcaban el aire como flechas y se les incrustaban en la piel y la ropa.

– Alemanes -dijo Crane, de manera un tanto innecesaria, con la cara hundida en la tierra-. Se suponía que aquí no quedaban alemanes. ¿Qué demonios hacen en Narbona?

«Matarnos», pensó Hall, «eso hacen.» Pero Crane tenía razón: los alemanes se habían batido en retirada en la región, y sin embargo era evidente que aquellos soldados avanzaban. A Hall le sangraba el rostro y el cuero cabelludo, y alrededor continuaba el fuego de los fusiles. Sus compañeros sucumbían. Sólo quedaban unos cuantos vivos, y Hall veía cómo los soldados alemanes estrechaban el cerco en torno a los supervivientes para eliminarlos, mientras los destellos de luz de dos linternas se evidenciaban, pues ya no había necesidad de ocultarse. Hall vio que el semioruga era americano, un M15 capturado, con una única ametralladora de treinta y siete milímetros. Esos hombres no eran alemanes corrientes. Tenían un objetivo.

Oyó gimotear a Crane. Lo tenía tan cerca, encogido a su lado con la esperanza de resguardarse tras su cuerpo, que le olía el aliento. Hall sabía lo que hacía, y empujó bruscamente al soldado de menor edad.

– Apártate de mí -ordenó.

– Tenemos que seguir juntos -suplicó Crane.

Las detonaciones ya eran menos frecuentes, y las que oían eran ráfagas sueltas de armas alemanas. Hall supo que estaban rematando a los heridos.

Empezó a arrastrarse entre la maleza. Al cabo de unos segundos, Crane lo siguió.


A muchos kilómetros de distancia y muchos años después de los acontecimientos de aquel día, Larry Crane, sentado en el Volvo con aire acondicionado, frotó con los dedos la cruz labrada en la caja. Intentó rememorar cómo era el papel que antes contenía. Recordaba haber echado un vistazo al texto, pero le resultó ilegible y lo despreció pensando que carecía de valor. Aunque no lo sabía, estaba en latín, y las palabras en sí eran intrascendentes. La verdadera esencia residía en otra parte, en unas diminutas letras y cifras meticulosamente consignadas en el ángulo superior derecho del trozo de vitela, pero tanto al Rey como a Larry Crane les había llamado la atención la ilustración en la hoja. Parecía un boceto de algo, una estatua quizá, pero ninguno de los dos había entendido nunca qué motivo llevaría a alguien a realizar una estatua como aquélla, empleando lo que parecían trozos de hueso y piel seca extraídos de humanos y animales.

Pero alguien lo quería, y si Larry Crane no se equivocaba, esa persona estaba dispuesta a pagar generosamente por ese capricho.


Los dos soldados vagaban sin rumbo, intentando desesperadamente refugiarse de aquel frío extraño, e impropio de la estación, que había empezado a arreciar de repente, y esconderse de los alemanes que, cabía suponer, en esos momentos peinaban la zona en busca de supervivientes para cerciorarse de que nadie comunicaba su presencia a instancias superiores. Eso no era un ataque a la desesperada, un vano intento de los alemanes por obligar a retroceder la marea aliada como un rey Canuto teutónico. Los hombres de las SS debían de haberse lanzado en paracaídas y capturado quizás el semioruga sobre la marcha; y la sospecha de Hall de que tenían misteriosas intenciones quedó reforzada por lo que vio cuando Crane y él se retiraban: hombres de paisano que salían de sus escondites, seguían al semioruga y aparentemente dirigían los esfuerzos de los soldados. Hall no le veía el menor sentido a todo aquello. Sólo acariciaba la esperanza de que el camino que Crane y él habían tomado los llevase lo más lejos posible del objetivo de los alemanes.

Avanzaron hacia un terreno más elevado, y por fin se encontraron en lo que parecía una zona despoblada de los montes Corbière. No había casas ni ganado. Hall supuso que cualquier animal que en otro tiempo hubiese pastado allí había sido sacrificado para dar de comer a los nazis.

Empezó a llover. Hall sentía la humedad en los pies. Los altos mandos habían considerado que las nuevas botas de combate con hebillas recién repartidas entre los soldados bastarían para el invierno si se las trataba con grasa, pero ahora Hall tenía la prueba concluyente, si hacían falta más pruebas, de que no servían siquiera a principios del otoño. Las botas no repelían el agua ni conservaban el calor, y mientras los dos hombres se abrían paso penosamente entre la hierba fría y mojada, a Hall comenzaron a dolerle tanto los dedos de los pies que se le saltaban las lágrimas. Para colmo, debido a los problemas en la cadena de suministros, Crane y él llevaban sólo pantalones de lana y guerreras. Entre los dos tenían cuatro granadas de fragmentación, el M1 de Crane (con un cargador suplementario de «uso inmediato» en su macuto cruzado, por razones que Hall no acababa de entender, ya que Crane sólo había conseguido disparar un par de tiros durante la emboscada), y el fusil automático Browning de Hall. Le quedaban nueve cargadores de 13x20 balas, incluido el que llevaba en el arma, y Crane, como su ayudante designado, cargaba otros dos cinturones, o sea, que en total contaban con veinticinco cargadores. Disponían también de cuatro raciones K, dos de jamón dulce y salchicha para cada uno. No estaba mal, pero tampoco bien, no si los alemanes encontraban su rastro.

¿Tienes idea de dónde estamos? -preguntó Crane.

– No -respondió Hall.

Entre todos los hombres con quien podía acabar después de una matanza, tenía que tocarle precisamente Larry Crane. Ese tipo era inmortal. Con todas las astillas que se le habían clavado, Hall se sentía como un alfiletero, y Crane, en cambio, no tenía un solo rasguño en el cuerpo. Aun así, era verdad lo que decían: alguien cuidaba de Crane, y permaneciendo cerca de él, Hall se había beneficiado también de parte de esa protección. Era una razón para estarle agradecido, supuso. Al menos aún vivía.

– Hace frío -se quejó Crane-. Y llueve.

¿Crees que no me he dado cuenta?

¿Es que vas a seguir andando hasta caer rendido?

– Voy a seguir andando hasta…

Se interrumpió. Estaban en lo alto de un pequeño otero. A la derecha, unos peñascos blancos resplandecían a la luz de la luna. Más allá se perfilaba un complejo de edificios contra el cielo nocturno. Hall distinguió lo que parecía un par de campanarios y grandes ventanas oscuras en las paredes.

¿Qué es?

– Una iglesia, quizás un monasterio. -¿Crees que allí hay monjes? -No si tienen dos dedos de frente. Crane se acuclilló, apoyándose en el fusil. -¿Qué piensas?

– Bajamos, echamos un vistazo y subimos otra vez. Tiró de Crane, manchándole el uniforme de sangre. Sintió punzadas de dolor en la mano al hundírsele más aún las astillas en la carne. -Eh, me has pringado de sangre -protestó Crane. -Sí, lo siento -dijo Hall-. No sabes cuánto lo siento.


Sandy Crane hablaba con su hermana por teléfono. El marido de su hermana le gustaba. Era un hombre atractivo. Vestía con elegancia y olía bien. Además tenía dinero, y lo daba a manos llenas para que su mujer pudiera lucirse en el club de golf, o en las cenas de beneficencia a las que por lo visto asistían semana sí semana no y de las que su hermana nunca se cansaba de hablarle. Bien, pues ahora iba a enterarse, en cuanto Larry le echara el guante a ese dinero. Apenas habían transcurrido ocho horas desde que abrió la carta, pero Sandy ya se había gastado diez veces la cantidad que les había caído del cielo.

– Sí -dijo-. Parece que Larry va a embolsarse un poco de dinero. Una de sus inversiones ha dado beneficios, y ahora estamos esperando el cheque. -Guardó silencio por un momento para escuchar la falsa enhorabuena de su hermana-. Ya. Pues quizá vayamos con vosotros al club alguna vez, y ya puestos, si nos avaláis, igual presentamos la solicitud para asociarnos.

Sandy no se imaginaba a su hermana proponiendo a los Crane como socios de aquel club de pijos por miedo a que a ella misma la echaran con cajas destempladas, pero le divertía provocarla. Sólo esperaba que, por una vez, Larry no encontrara la manera de pifiarla.


Hall y Crane se encontraban a un tiro de piedra de la tapia exterior cuando vieron unas sombras proyectadas por luces en movimiento. -¡Al suelo! -susurró Hall.

Los dos soldados se arrimaron a la tapia y aguzaron el oído. Oyeron voces. -Franceses -dijo Crane-. Hablan en francés.

Se aventuró a asomarse por encima de la tapia y luego se agachó junto a Hall.

– Son tres hombres -informó-. Sin armas, por lo que he visto.

Los hombres se dirigían hacia la izquierda de los soldados. Hall y Crane los siguieron por detrás de la tapia hasta llegar a la entrada de la capilla principal, donde la única puerta estaba abierta. Por encima, tenía un tímpano con tres bajorrelieves tallados, incluida una magnífica representación de la crucifixión en el centro, pero la fachada la dominaban el vitral de un óculo y dos ventanas, la referencia tradicional a la Santísima Trinidad. Aunque ellos no podían saberlo, la puerta que tenían ante sus ojos rara vez se abría. En el pasado, aquel cerrojo sólo se había descorrido para acoger los restos de los vizcondes de Navarra u otros benefactores de la abadía que serían enterrados en Fontfroide.

Del interior de la capilla llegaban ruidos. Hall y Crane oyeron movimiento de piedras y gruñidos de hombres por el esfuerzo. Una figura atravesó las sombras a su derecha, atenta a la carretera que conducía al monasterio. Daba la espalda a los dos soldados. Con sigilo, Hall se acercó a la vez que desenfundaba la bayoneta. Cuando se encontró lo bastante cerca, le tapó al hombre la boca con la mano y le hincó la punta del cuchillo en el cuello.

– No te muevas, no hagas ruido -dijo-. Comprenez?

El hombre asintió. Hall vio un hábito blanco bajo su raído abrigo.

¿Eres monje? -susurró.

El hombre asintió de nuevo.

¿Cuántos hay dentro? Dilo con los dedos.

El monje levantó tres dedos.

¿También son monjes?

Asintió.

– Bien. Vamos a entrar, tú y yo.

Crane se reunió con él.

– Monjes -informó Hall. Vio que Crane lanzaba un hondo suspiro de alivio, él mismo sintió algo de ese alivio-. Pero no vamos a correr riesgos. Tú cúbreme.

Obligó al monje a bajar los cuatro peldaños de piedra hasta la puerta de la iglesia. Al acercarse, vieron dentro el parpadeo de las luces. Hall se detuvo en la entrada y miró.

El suelo de piedra estaba cubierto de oro: cálices, monedas, incluso dagas y espadas con rutilantes piedras preciosas en las empuñaduras y las vainas. Como había dicho el monje, tres hombres se afanaban en el frío espacio interior, mientras su aliento se elevaba en grandes vaharadas, sus cuerpos sudorosos envueltos en vapor. Dos de ellos, desnudos de cintura para arriba, ejercían presión en sendas palancas insertadas en un resquicio entre el suelo y la piedra. El tercero, mayor que los otros, permanecía a un lado, apremiándolos. Calzaba unas sandalias, casi ocultas bajo el hábito. Llamó a alguien por su nombre y, al no recibir respuesta, se dirigió hacia la puerta.

Hall entró en la capilla. Soltó al monje y lo obligó a avanzar de un ligero empujón. Crane apareció junto a él.

– Tranquilos -dijo-. Somos americanos.

La expresión en el rostro del viejo monje no reflejó la menor tranquilidad, y Hall se dio cuenta de que le preocupaban tanto los aliados como cualquier otra amenaza potencial.

– No -repuso-, ustedes no deberían estar aquí. Tienen que irse. ¡Váyanse!

Hablaba en inglés casi sin el menor acento. Detrás de él, los otros dos monjes, que por un momento habían dejado de intentar desplazar la piedra, redoblaron sus esfuerzos.

– Me temo que no va a ser así -contestó Hall-. Estamos en un aprieto. Alemanes. Hemos perdido a muchos hombres.

¿Alemanes? -repitió el monje-. ¿Dónde?

– Cerca de Narbona -informó Hall-. Las SS.

– Entonces pronto llegarán aquí -dijo el monje.

Se volvió hacia el vigilante y le ordenó que ocupase otra vez su puesto. Crane hizo ademán de detenerlo, pero Hall lo contuvo y el monje pasó.

¿Quieren decirnos qué hacen? -preguntó Hall.

– Es mejor que no lo sepan. Déjennos, por favor.

Los otros dos monjes lanzaron exclamaciones de rabia y decepción, y la enorme piedra cayó de nuevo en su hueco. Uno de ellos se postró de rodillas en un gesto de frustración.

¿Se proponen esconder eso?

Un silencio precedió a la respuesta.

– Sí -dijo el monje, y Hall supo que no decía toda la verdad. Se preguntó qué clase de monje mentiría en una iglesia, y supuso que sólo un monje desesperado.

– No conseguirá mover esa piedra con sólo dos hombres -advirtió Hall-. Podemos ayudarles. ¿De acuerdo?

Miró a Crane, pero el soldado raso tenía la vista fija en el tesoro que había en el suelo. Hall dio una fuerte palmada a Crane en el brazo.

– He dicho que podemos ayudar a estos monjes. ¿Tienes inconveniente?

Crane negó con la cabeza.

– No, claro que no.

Se quitó la guerrera, dejó el arma en el suelo, y Hall y él se unieron a los hombres junto a la piedra. De cerca, Hall vio que estaban tonsurados. Miraron a su superior, aguardando la respuesta de éste al ofrecimiento de los americanos.

– Bien -dijo por fin el monje de mayor edad-. Vite.

Con el esfuerzo conjunto de cuatro hombres en lugar de dos, la piedra comenzó a ascender más fácilmente, pero pesaba muchísimo. Se resbaló dos veces en el hueco donde se alojaba, hasta que al final, haciendo uso de todas sus fuerzas, lograron levantarla lo suficiente para depositarla en el suelo. Hall, con las manos apoyadas en las rodillas, observó el agujero que habían abierto.

Dentro, en la tierra, vio una caja hexagonal de plata de unos quince centímetros de perímetro, sellada con lacre. Era sencilla, sin más adorno que una austera cruz labrada en la tapa. El viejo monje se arrodilló y alargó el brazo con cuidado para sacarla. Cuando ya la tenía fuera, el centinela de la puerta dio la voz de alarma.

– Mierda -dijo Hall-. Problemas.

El viejo monje empujaba ya los objetos de oro al interior del agujero e instaba a sus compañeros a colocar la piedra otra vez lo mejor que pudiesen, pero éstos, extenuados, avanzaban despacio.

– Por favor -dijo el monje-. Ayúdenlos.

Pero Hall y Crane se dirigían hacia la puerta. Con cautela, se reunieron con el vigilante en lo alto de la escalinata.

Unos hombres, quizás una docena o más, marchaban por la carretera, sus cascos brillaban a la luz de la luna. Los seguía el semioruga, con más hombres detrás. Los dos americanos cruzaron una mirada y desaparecieron en la oscuridad.


El Rey llegó al último peldaño de la escalerilla y tiró del cordón. El desván se iluminó, aunque la luz no llegó a los rincones más alejados. Su mujer le había repetido hasta la saciedad que debían instalar una claraboya o, como mínimo, una bombilla más potente, pero Mark nunca había considerado prioritario ni lo uno ni lo otro. En todo caso, rara vez subían, y ya ni siquiera sabía con certeza qué contenían la mayoría de las cajas y maletas viejas. A su edad ya no podía limpiar el desván, así que se había resignado, sin grandes dificultades, al hecho de que correspondería a sus hijos poner orden en ese trastero cuando Jan y él hubiesen muerto.

Había una caja que sí sabía dónde encontrarla. Estaba en un estante con una colección de objetos de la guerra que, si bien en algún momento se había planteado exponerlos, en la actualidad no hacían más que acumular polvo. No, eso no era del todo cierto. Como la mayoría de los soldados, se había llevado recuerdos del enemigo, nada macabro, nada como las orejas que coleccionaban aquellos desquiciados de Vietnam, sino gorras, una pistola Luger, e incluso una espada ceremonial que había encontrado entre los escombros chamuscados de un búnker en Omaha. Los había cogido sin pensárselo dos veces. Al fin y al cabo, si no se los llevaba él, lo haría otro, y de nada les servían ya a sus anteriores propietarios. De hecho, cuando entró en el búnker, olió al oficial que seguramente había sido el orgulloso dueño de la espada, mientras su cuerpo calcinado humeaba aún en un rincón. Ésa no era una buena manera de morir, atrapado en un búnker de cemento con fuego líquido penetrando por la aspillera. No era una buena manera de morir ni mucho menos. Pero cuando regresó a casa, el deseo de acordarse del servicio militar llevado a cabo durante la guerra disminuyó notablemente, y toda idea de exponer aquello se vio desterrada, como los propios trofeos, a un lugar oscuro y sin uso.

Hall se adentró más en el desván, con la cabeza agachada para evitar dolorosos golpes contra el techo, y se abrió paso entre cajas y alfombras enrolladas hasta llegar al estante. Allí seguía la espada, envuelta en papel marrón y plástico transparente, pero la dejó tal como estaba. Detrás había una caja con cerradura. Siempre la había tenido cerrada con llave, en parte porque allí guardaba la Luger y no quería que sus hijos, de niños, la encontrasen por casualidad y empezasen a usarla como juguete. No muy lejos se hallaba la llave, en un tarro lleno de clavos oxidados, para disuadir más aún a posibles manos ociosas. Vertió los clavos en el suelo hasta que vio la llave y, a continuación, abrió la caja. Cerca había un baúl lleno de libros viejos encuadernados en tapa dura y, tras sentarse en él, se apoyó la caja en las rodillas. Tuvo la sensación de que pesaba más de lo que él recordaba, pero hacía mucho tiempo que no la abría, y ahora era más viejo. Gratuitamente, se preguntó si los malos recuerdos y los pecados antiguos acumulaban peso, si su carga aumentaba de manera gradual con el paso de los años. Esa caja contenía recuerdos horrendos provistos de forma, pecados dotados de volumen y contorno. Casi parecía obligarlo a agachar la cabeza, como si la llevase colgada al cuello de una cadena.

La abrió y, en el suelo, lentamente empezó a colocar el contenido a sus pies: primero la Luger, luego la daga. Era plateada y negra y llevaba grabado el emblema de la calavera. Al desenvainarla, presentaba manchas de herrumbre bajo la empuñadura y a lo largo de la hoja, pero por lo demás el acero se conservaba casi incólume. La había untado de grasa y envuelto antes de guardarla, y sus precauciones habían dado fruto. El plástico se desprendió con facilidad, y bajo la tenue luz la grasa confirió a la hoja un aspecto orgánico, reluciente, como si acabase de retirar una capa de piel y dejar a la vista el interior de un ser vivo.

Dejó el cuchillo junto a la Luger y extrajo el tercer objeto. Muchos soldados regresaron de la guerra con Cruces de Hierro del enemigo, en su mayoría corrientes, pero algunas, como la que Hall sostenía en la mano en ese momento, adornadas con hojas de roble. El oficial a quien le había sido arrebatada debía de haber hecho algo muy especial, pensó Hall. Debían de confiar mucho en él para mandarlo a Narbona, con el enemigo en pleno avance, a buscar el monasterio de Fontfroide y recuperar lo que fuese que allí tenían tan bien guardado.

En la caja sólo quedaban dos cosas. La primera era un crucifijo de oro, de diez centímetros de altura, con rubíes y zafiros engastados. Hall se lo había quedado, consciente de que no debía, porque era precioso y quizá también porque simbolizaba su propia fe arrinconada a causa de la vergüenza por sus fechorías. Ahora, cuando la hora de su muerte se acercaba de manera inevitable, tomó conciencia de que no había perdido esa fe por completo. El crucifijo siempre había estado allí, a buen recaudo en el desván junto con los fragmentos desechados de su propia vida y los de su mujer e hijos. Ciertamente algunos eran inservibles y otros era mejor olvidarlos, pero allí había también objetos de valor, cosas que no deberían haberse dejado de lado sin más.

Rozó con las yemas de los dedos el elemento central del adorno: un rubí del tamaño de la base del pulgar. «Me lo quedé porque era precioso», se dijo. «Me lo quedé porque era hermoso, y porque, en algún rincón de mi corazón y mi alma, aún creía. Creía en su fuerza, y en su pureza, y en su bondad. Creía en lo que representaba. Siempre ha sido el penúltimo objeto de la caja, siempre, ya que así descansa sobre el fragmento de vitela colocado al fondo, inmovilizándolo ahí, atenuando el horror de su contenido. Larry Crane nunca lo comprendió. Larry Crane nunca ha creído en nada. Pero yo sí. Yo me eduqué en la fe, y moriré en la fe. Lo que hice en Fontfroide fue una atrocidad, y recibiré mi castigo cuando muera; sin embargo, en el momento en que toqué el fragmento de vitela supe que era un lazo con algo mucho más repugnante. Aquellos alemanes no arriesgaron la vida por el oro y las joyas. Para ellos, todo eso no eran más que adornos y baratijas. No, iban a por aquel trozo de vitela, y si algo bueno deparó aquella noche, fue que no lo consiguieron. Pero eso no bastará para salvarme de la condenación eterna. No, Larry Crane y yo arderemos juntos por lo que hicimos aquella noche.»


Los hombres de las SS afluyeron por la escalinata como riachuelos de agua sucia y lodosa y se reagruparon en el pequeño patio frente a la puerta de la iglesia creando una especie de guardia de honor para los cuatro civiles que se apearon del semioruga y se dirigieron hacia ellos. Desde las sombras donde yacía, Hall vio al viejo monje intentar impedirles el paso. De un empujón, lo echaron a los brazos de los soldados que esperaban y éstos lo lanzaron contra la pared. Hall lo oyó hablar con el oficial de más alto rango, el de la daga al cinto y la medalla colgando del cuello, que acompañaba a los hombres de paisano. El monje le tendió un crucifijo de oro y piedras preciosas, ofreciéndoselo. Hall no sabía alemán, pero saltaba a la vista que el monje pretendía convencer al oficial de que, si los quería, había más tesoros en el lugar de donde provenía aquél. El oficial respondió con tono cortante y acto seguido entró en la iglesia junto con los civiles. Hall oyó gritos y una breve ráfaga de metralleta. Alguien levantó la voz y Hall distinguió unas palabras que sí comprendió: una orden de alto el fuego. Ignoraba cuánto se prolongaría aquello. Cuando los alemanes tuviesen lo que habían ido a buscar, no dejarían a nadie con vida porque no querían testigos.

Hall comenzó a retroceder en la oscuridad, adentrándose en el bosque, hasta que se halló frente al semioruga. La puerta del acompañante estaba abierta y había un soldado sentado al volante, observando lo que ocurría en el patio. Hall desenvainó la bayoneta y, a rastras, llegó al borde mismo del camino de tierra. Tras asegurarse de que los otros soldados no lo veían, cruzó el camino con sigilo y, agachado, se encaramó a la cabina del semioruga. El alemán percibió su presencia en el último instante, porque se volvió, dispuesto aparentemente a dar la voz de alarma, pero Hall, con un rápido movimiento, le plantó una mano bajo el mentón, obligándolo a cerrar la boca, y con la otra mano le hundió la hoja por debajo del esternón y le perforó el corazón. El alemán se estremeció contra la bayoneta y al cabo de un momento quedó quieto. Hall lo inmovilizó en el asiento traspasándolo por completo con la hoja y clavándolo al respaldo antes de abandonar la cabina y entrar en la parte trasera del semioruga. Veía con claridad casi todo el patio y a los soldados situados a la derecha de la escalinata, pero al menos tres quedaban ocultos por la pared de la izquierda. Miro a la derecha y vio a Crane, que lo observaba desde unos arbustos. «Por una vez, sólo por una vez, haz las cosas bien, Larry», pensó. Con una seña, indicó a Crane que circundase el vehículo por detrás y avanzase entre los árboles para poder eliminar a los alemanes que quedaban ocultos a Hall.

Crane tardó un momento en asentir y ponerse en marcha.


Larry Crane intentaba encender un cigarrillo, pero habían retirado el maldito encendedor del Volvo para disuadir a los fumadores de echar a perder el falso olor a coche nuevo con el humo del tabaco. Volvió a rebuscarse en los bolsillos, pero no encontró su mechero. Con las prisas por plantearle a su viejo amigo el Rey del Automóvil la perspectiva de un dinero fácil, seguramente se lo había dejado en casa. Al pararse a pensar, notó que el cigarrillo apagado que tenía en la boca sabía un poco a moho, lo que lo llevó a sospechar que se había olvidado tanto el tabaco como el mechero y que lo que colgaba en ese momento entre sus labios era una reliquia de un paquete antiguo que por alguna razón le había pasado inadvertido. Había cogido la primera chaqueta que había encontrado, y era una que se ponía poco. Para empezar, tenía coderas de cuero, lo que le daba aspecto de profesor judío de Nueva York, y las mangas demasiado largas. Con esa chaqueta se sentía más viejo y más pequeño de lo que era, y no tenía ninguna necesidad de eso. Sí tenía necesidad, en cambio, de un buen latigazo de nicotina, y se habría jugado algo a que el Rey no había echado el cerrojo a la puerta de su casa al entrar. Larry supuso que encontraría cerillas en la cocina. En el peor de los casos podía encender el cigarrillo directamente en un quemador. No sería la primera vez, aunque lo intentó una vez que había tomado un par de copas de más y casi se chamuscó las cejas. La derecha aún le crecía de manera un tanto irregular como consecuencia de aquel incidente.

El jodido Rey del Automóvil en su bonita casa, con la gorda de su mujer, los listillos de los hijos, y esa quejica de hija a la que no le vendrían mal unos kilos más y un hombre de verdad que la metiera en cintura. El Rey no necesitaba más dinero, y ahora dejaba a su viejo compañero de armas retorcerse en el anzuelo mientras él se pensaba si picar o no. Pues picaría, le gustara o no. Larry Crane no estaba dispuesto a dejarse romper los dedos sólo porque el Rey del Automóvil se andaba con escrúpulos de conciencia. Por Dios, el muy cabrón ni siquiera tendría un negocio de no haber sido por Larry. Habrían salido de aquel monasterio tan pobres como cuando llegaron, y ya viejo, Hall estaría recortando vales de descuento y gorreando centavos en lugar de ser un respetado pilar del comercio en Georgia, viviendo en una maldita mansión de un barrio elegante. «¿Crees que seguirían respetándote si supieran cómo te hiciste con el dinero para comprar el primer concesionario?», pensó. «Puedes estar seguro de que no. Os colgarían a secar a ti y al mal bicho de tu mujer y a tu lamentable prole.

Larry se estaba cargando de razón. Dejó fluir la vieja sangre por primera vez en mucho tiempo, y le sentó bien. No iba a aguantarle gilipolleces al Rey del Automóvil, esta vez no, nunca más.

Con el cigarrillo húmedo de saliva venenosa, Larry Crane entró con paso enérgico en la casa del Rey en busca de fuego.


El oficial salió de la iglesia flanqueado por los hombres de paisano. Uno de ellos sostenía la caja de plata en las manos mientras los otros habían cargado el oro en un par de sacos. Detrás apareció uno de los monjes a quienes Hall y Crane habían ayudado a mover la piedra, con los brazos a la espalda, inmovilizado por dos SS. Lo condujeron por la fuerza hasta la pared, donde estaban el abad y el centinela. Tres monjes. Eso significaba que uno ya había muerto, y al parecer los otros no tardarían en seguir sus pasos. El abad inició un último ruego, pero el oficial le volvió la espalda y ordenó a tres soldados que formasen un pelotón de fusilamiento improvisado.

Hall se colocó detrás de la treinta y siete milímetros y vio que Crane ocupaba por fin su posición. Contó doce alemanes en la mira. Siendo así, y si no surgían complicaciones, Crane tendría que ocuparse sólo de unos pocos. Hall respiró hondo, apoyó las manos en la enorme ametralladora y apretó el gatillo.

En el silencio de la noche, el repentino ruido fue ensordecedor y el arma lo sacudió con su potencia mientras disparaba. Una obra de mampostería de siglos de antigüedad se fragmentó al penetrar las balas en el monasterio, dejando agujeros en la fachada de la iglesia y haciendo añicos parte del dintel de la puerta, aunque, cuando perforaron la pared, ya habían traspasado a media docena de soldados alemanes, destrozándolos como si fueran de papel. Alcanzó a ver los fogonazos del arma de Crane, pero no oyó las detonaciones. Le zumbaban los oídos y marionetas oscuras de uniforme danzaban ante sus ojos al son de la música que él creaba. Vio cómo desaparecía parte de la cabeza del oficial y cómo se agitaba contra la pared uno de los civiles, ya muerto pero sacudiéndose aún a cada balazo. Barrió el patio y la escalinata hasta tener la certeza de que cuantos aparecían en la mira estaban muertos, y entonces dejó de disparar. Empapado de sudor y lluvia, le flaqueaban las piernas.

Bajó al mismo tiempo que Crane salía de entre los arbustos, y los dos soldados contemplaron su obra. El patio y la escalinata se habían teñido de rojo, y restos de tejido y hueso parecían brotar de las grietas como flores nocturnas. Uno de los monjes yacía muerto junto a la pared, alcanzado tal vez de rebote por una bala, supuso Hall, o por una ráfaga de un alemán moribundo. Los sacos con los ornamentos de la iglesia habían caído al suelo, y parte de su contenido se había desparramado alrededor. Cerca se hallaba la caja de plata. Ante la mirada de Hall, el monje de mayor edad alargó el brazo para cogerla. El otro monje, el centinela, ya intentaba guardar el oro en los sacos. Ninguno de los dos medió palabra con los americanos.

– Eh -dijo Crane.

Hall lo miró.

– Ese oro es nuestro -afirmó Crane

¿Cómo que suyo?

Crane señaló los sacos con el cañón de su arma.

– Les hemos salvado la vida, ¿no? Merecemos una recompensa. -Apuntó al monje con el arma-. Déjelo -ordenó Crane.

El monje no se detuvo siquiera.

– Arrêt! -dijo Crane, y por si acaso añadió-: Arrêt! Français, oui? Arrêt!

Para entonces el monje había vuelto a llenar los sacos y sostenía uno con cada mano, dispuesto a llevárselos. Crane disparó una ráfaga ante él. El monje se detuvo, aguardó un par de segundos y luego continuó su camino.

Los siguientes disparos lo alcanzaron en la espalda. Se tambaleó, se le cayeron los sacos al suelo y buscó apoyo en la pared de la iglesia. Así permaneció por un momento, sosteniéndose, hasta que las rodillas le flojearon y se desplomó, desmadejado, junto a la puerta.

¿Qué demonios haces? -dijo Hall-. ¡Lo has matado! Has matado a un monje.

– Eso es nuestro -repuso Crane-. Es nuestro futuro. No he sobrevivido tanto tiempo para irme a casa pobre, y no creo que tú quieras volver a trabajar en una granja.

El viejo monje miraba con rostro inexpresivo el cuerpo caído al lado de la puerta.

– Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo Crane.

– Podemos marcharnos -respondió Hall.

– No. ¿Te crees que no contará lo que hemos hecho? Nos recordará. Nos fusilarán por saqueadores, por asesinos.

«No. Te fusilarán a ti», pensó Hall. «Yo soy un héroe. He matado a los hombres de las SS y salvado el tesoro. Recibiré¿ qué? ¿Una distinción por mi valor? ¿Una medalla? Puede que ni siquiera eso. Lo que he hecho no ha tenido nada de heroico. He dirigido una ametralladora enorme contra un puñado de nazis. No han disparado ni un solo tiro en respuesta.» Miró a Larry Crane a los ojos y supo que al monje de la herida en el pecho no lo había matado una bala alemana. Larry había concebido ya entonces su plan.

– Mátalo tú -dijo Crane.

¿Y si no?

El cañón del arma de Crane permanecía suspendido en el aire, a medio camino entre Hall y el monje. El mensaje era inequívoco.

– O estamos en esto juntos -dijo Crane-, o no lo estamos en absoluto.

Más tarde, Hall se diría que habría muerto si no hubiese obrado en connivencia con Crane, pero en el fondo sabía que eso no era verdad. Aun en ese momento, podría haberse defendido. Podría haber intentado razonar con Crane y esperar la ocasión para actuar, pero no lo hizo. En parte fue porque sabía, por anteriores intentos, que Larry Crane no era hombre que admitiese razonamiento alguno, pero la decisión no se reducía a eso. Hall quería algo más que una distinción o una medalla. Quería comodidad, un buen porvenir. Crane tenía razón: no quería regresar a Estados Unidos tan pobre como cuando se fue. Ya no había vuelta atrás, no después de matar Crane a un hombre desarmado, probablemente a dos. Era la hora de elegir, y en ese preciso instante Hall comprendió que quizá Larry Crane y él estuviesen predestinados a encontrarse, y que, a fin de cuentas, no eran tan distintos. De reojo advirtió que el último monje hacía ademán de dirigirse a la puerta y volvió hacia él su fusil automático Browning. Hall dejó de contar después de cinco disparos. Cuando el fogonazo del cañón se hubo desvanecido, y desaparecieron los puntos de delante de sus ojos, vio en el suelo el crucifijo a unos centímetros de los dedos extendidos del anciano, con gotas de sangre alrededor como joyas.

Acarrearon los sacos y la caja casi hasta Narbona y los enterraron en el bosque detrás de una casa de labranza en ruinas. Dos horas después un convoy de camiones verdes entró en la aldea, y Hall y Crane se reunieron con sus compañeros y, combatiendo con distintos grados de valor, cruzaron Europa hasta que llegó el momento de volver a casa. Los dos optaron por quedarse en Europa durante una temporada y regresaron a Narbona en un jeep que era excedente del ejército, o se convirtió en excedente en cuanto pagaron el oportuno soborno. Hall se puso en contacto con gente del mundo de las antigüedades, que a su vez actuaban como intermediarios de algunos de los coleccionistas de arte y reliquias menos escrupulosos, y que ya se abrían camino entre los huesos de la cultura europea de posguerra. Ninguno de ellos parecía muy interesado en la caja de plata ni en su contenido. El trozo de vitela era desagradable en el mejor de los casos, e incluso si tenía algún valor, parecía difícil colocárselo a alguien si no era un coleccionista muy especializado. Y por eso Craney Hall se habían repartido el objeto entre los dos, Crane se quedó la primitiva caja de plata y Hall conservó el fragmento del documento. Crane había intentado vender la caja en una ocasión, pero no le habían ofrecido casi nada, así que decidió guardarla de recuerdo. Al fin y al cabo, en cierto modo, le gustaban los recuerdos que le traía a la memoria.


Larry Crane encontró unas cerillas largas en un cajón y encendió un cigarrillo. Observaba una pila para pájaros vacía en el jardín trasero cuando oyó unos pasos que descendían por la escalera.

– Estoy aquí -anunció.

Hall entró en la cocina.

– No recuerdo haberte invitado a pasar -dijo.

– Necesitaba fuego para el pitillo -respondió Crane-. ¿Tienes ese papel?

– No -respondió Hall.

– Escúchame bien -dijo Crane, y se interrumpió cuando Hall se acercó a él. Ahora los dos viejos estaban cara a cara, Crane de espaldas al fregadero.

– No -repuso Hall-. Escucha tú. Estoy harto de ti. Has sido como una mala deuda toda mi vida, una mala deuda que nunca podré pagar. Aquí se acaba, hoy.

Crane echó a Hall una bocanada de humo a la cara.

– Te olvidas de una cosa, chico. Sé lo que hiciste delante de aquella iglesia. Yo te vi hacerlo. Si me hundo, te arrastraré conmigo, eso te lo aseguro. -Se inclinó hacia Hall. Exhalaba un aliento fétido al hablar-. Se habrá acabado cuando lo diga yo.

De pronto Crane lo miró con los ojos desorbitados. Abrió la boca en un gran óvalo de asombro, y el resto del humo del cigarrillo escapó de entre sus labios. Tendiendo la mano izquierda en un movimiento familiar, Hall tapó la boca a Crane mientras con la mano derecha hundía la hoja de la daga del oficial de las SS por debajo del esternón de Crane.

Hall sabía lo que hacía. Al fin y al cabo, ya lo había hecho antes. El cuerpo de Larry Crane se desplomó contra él, y Hall olió los gases que salieron de las entrañas del viejo.

– Dilo, Larry -susurró Hall-. Di que se ha acabado.


Manó sangre, pero menos de la que Hall esperaba. No tardó mucho tiempo en limpiarla. Llevó el Volvo a la parte trasera de la casa; después envolvió el cadáver de Crane en una lámina de plástico del garaje que había sobrado tras las últimas reformas en la casa. Cuando se aseguró de que Crane estaba bien envuelto lo colocó, no sin cierta dificultad, en el maletero del coche y fue a dar un paseo a los pantanos.

El aeropuerto de Tucson estaba en obras, y un túnel provisional llevaba desde la sala de recogida de equipajes a los mostradores de alquiler de coches. A los dos hombres les entregaron un Camry, cosa que desató las airadas quejas del más bajo de ellos mientras se dirigían al garaje.

– Tal vez si no te pesara tanto el culo, no lo encontrarías tan pequeño -dijo Louis-. Yo te saco más de un palmo y entro perfectamente en un Camry.

Ángel se detuvo.

– ¿Te parezco gordo?

– Vas camino de serlo.

– Nunca me lo habías dicho.

– ¿Cómo que no? Vengo diciéndote desde que nos conocemos que tu problema es que eres goloso. Deberías seguir una de esas dietas Atkins.

– Me moriría de hambre.

– Creo que no acabas de entenderlo. Los africanos sí se mueren de hambre. Tú, si te pones a dieta, harás lo mismo que una ardilla. Es como si te echas una siesta y dejas que el cuerpo queme lo que ya hay.

Ángel intentó darse un discreto pellizco en la carne de la cintura.

– ¿Cuánto puedo pellizcar para considerarme sano?

– En la tele dicen que entre dos y tres centímetros.

Ángel miró lo que tenía pinzado entre los dedos.

– ¿A través o de arriba abajo?

– Tío, si no lo sabes, es que tienes un problema.

Por primera vez en muchos días, Ángel se permitió una sonrisa, aunque parca y muy breve. Desde la aparición de Martha en la casa, Louis apenas había comido o dormido. Ángel se despertaba en la oscuridad y se encontraba vacía la cama que compartían, las almohadas y las sábanas frías desde hacía rato en el lado de su pareja. La primera noche, cuando llevaron a Martha de vuelta a la ciudad y la dejaron instalada en otro hotel, Ángel se había acercado con pasos quedos a la puerta del dormitorio y había observado en silencio a Louis, el cual, sentado junto a la ventana, contemplaba la ciudad escrutando cada rostro que pasaba con la esperanza de encontrar el de Alice entre ellos. Exudaba culpabilidad, de modo que la habitación casi parecía oler a algo amargo y viejo. Ángel conocía bien la historia de Alice. Había acompañado a Louis cuando iba a buscarla, al principio por la Octava Avenida, cuando se enteró de que había llegado a la ciudad, y más tarde por el Point, cuando empezaron a notarse realmente las reformas de Giuliani y la Brigada Antivicio inició una campaña de redadas en las calles de Manhattan, con los equipos de supervisión listos para actuar desde furgonetas sin distintivos mientras los «topos» del Departamento de Policía de Nueva York se mezclaban con la muchedumbre por debajo de la calle Cuarenta y cuatro. En un primer momento, el Point resultó un poco más fácil: ojos que no ven, corazón que no siente, ése era el lema de Giuliani. En cuanto los turistas y los asistentes a congresos en Manhattan dejaron de tropezarse con tal cantidad de fulanas adolescentes si por azar -o a propósito- se alejaban de Times Square, se consideró que todo estaba mejor que antes. En Hunts Point, la comisaría del Distrito Noventa sólo disponía de efectivos para organizar una operación especial con diez agentes quizás una vez al mes, por lo general dirigida contra los clientes y con una sola mujer policía encubierta. Cierto que había alguna que otra redada, pero fueron infrecuentes hasta que la política de «tolerancia cero» empezó a imponerse, y entonces la policía creó un carnaval de citaciones, que casi inevitablemente conducía a detenciones, ya que las drogadictas y mujeres sin hogar que constituían el grueso de las prostitutas callejeras de la ciudad no podían permitirse el pago de las multas, y eso equivalía de forma automática a noventa días de privación de libertad en Rikers. El acoso casi continuo de la policía a las prostitutas obligaba a las mujeres a alternar los recorridos para no ser vistas en el mismo sitio dos noches consecutivas. Las obligaba asimismo a frecuentar con sus clientes lugares cada vez más aislados, lo que las exponía a violaciones, secuestros y asesinatos.

Ésa era la espiral descendente en la que había caído Alice, y las intervenciones de ellos no sirvieron para nada. De hecho, Ángel tuvo la sensación de que, en algunos momentos, Alice obtenía un extraño placer al provocar a Louis con su inmersión en esa clase de vida, aun cuando condujera inexorablemente a su degradación y, en último extremo, la muerte. Al final, lo único que pudo hacer Louis fue asegurarse de que el chulo que viviese de ella, fuera quien fuese, conociera las consecuencias en caso de ocurrirle algo y pagara sus multas para que no cumpliera penas de prisión. Al final, Louis ya no soportó ser testigo de su decadencia, y quizá no era de extrañar que Alice escapase de la red cuando murió Free Billy y fuera a parar a manos de G-Mack.

Así pues, Ángel lo observó esa primera noche, en silencio durante un rato, hasta que por fin dijo:

– Lo intentaste.

– No lo suficiente.

– Puede que aún esté por ahí, en algún sitio.

Louis movió la cabeza en un gesto de negación casi imperceptible.

– No. Ha muerto. Lo presiento, como si me hubieran arrancado un trozo.

– Escucha a…

– Vete a la cama.

Y eso hizo, porque no podía decir nada más. No tenía sentido intentar convencerlo de que la culpa no era suya, de que la gente tomaba sus propias decisiones, de que no era posible salvar a alguien que no quería dejarse salvar, por mucho que uno lo intentara. Louis no quería, o no podía creer en eso. El culpable era él, y el camino que Alice había tomado no había sido elección de ella exclusivamente. Los actos de los demás la habían empujado en esa dirección, incluidos los del propio Louis.

Pero había otras cosas que Ángel no podía adivinar, momentos íntimos, privados, entre Louis y Alice que quizá sólo Martha habría comprendido, ya que se veían reflejados en las llamadas y las tarjetas ocasionales que ella recibía. Louis recordaba a Alice de niña, cómo jugaba a sus pies o se quedaba dormida hecha un ovillo junto a él, bañada por el resplandor del primer televisor de la familia. Alice lloró cuando él se fue de casa, pese a que apenas tenía edad para entender lo que ocurría, y en los años posteriores, cuando las visitas de Louis fueron reduciéndose más y más, siempre era ella la primera en salir a recibirlo. Poco a poco reconoció los cambios que se operaban en él a medida que el muchacho que había matado a su padre, creyéndolo culpable del asesinato de su propia madre, maduraba y se convertía en un hombre capaz de quitar la vida a otras personas sin plantearse su inocencia o culpabilidad. Alice no podía describir esos cambios, ni explicar con exactitud el carácter de la metamorfosis de Louis, pero la frialdad que se adueñaba de él le llegó al alma, y las sospechas y temores a medio formar sobre la muerte de su padre cobraron cuerpo. Louis vio lo que ocurría, y resolvió distanciarse de su familia; decisión que no le costó mucho debido a la naturaleza de su profesión y su renuencia a exponer a sus seres queridos a posibles represalias. Todas estas tensiones culminaron el día en que Louis abandonó la casa de su infancia por última vez, cuando Alice se acercó a él, sentado a la sombra de un álamo, con el sol poniéndose lentamente a sus espaldas, su sombra propagándose como sangre oscura por la corta hierba. Por entonces, ella entraba en la adolescencia, aunque aparentaba más edad y su cuerpo maduraba más deprisa que el de otras niñas.

– Mamá ha dicho que te marchas hoy -comentó ella.

– Así es.

– Tal como lo ha dicho, parece que no volverás nunca.

– Las cosas cambian. La gente cambia. Éste ya no es lugar para mí.

Alice apretó los labios; luego se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos mientras contemplaba el sol arrebolado.

– He visto cómo te mira la gente.

– ¿Y cómo me mira?

– Como si te tuvieran miedo. Incluso mamá te mira así a veces.

– No tiene por qué tenerme miedo. Y tú tampoco.

– ¿Por qué te tienen miedo?

– No lo sé.

– He oído lo que se cuenta por ahí.

Louis se levantó e intentó esquivarla, pero ella le interceptó el paso, sujetándolo por la cintura.

– No -dijo Alice-. Dímelo. Dime que lo que cuentan no es verdad.

– No tengo tiempo para chismorreos.

Tras agarrarla de las muñecas y obligarla a volverse, se zafó de ella y se encaminó hacia la casa.

– Dicen que mi padre era un mal hombre. Dicen que recibió su merecido.

Ahora vociferaba. Louis la oyó correr detrás de él, pero no volvió la vista.

– Dicen que tú sabes lo que le pasó. ¡Dímelo! ¡Dímelo!

Y lo golpeó en la espalda con tal fuerza que él tropezó y cayó de

rodillas. Cuando intentó levantarse, ella lo abofeteó. Louis vio que lloraba.

– Dímelo -repitió, pero esta vez hablaba en voz baja, casi en susurros -. Dime que no es verdad.

Pero él no pudo contestar, y se marchó y los abandonó a todos. Sólo una vez, en los años de su degradación, Alice volvió a sacar el tema de su padre. Sucedió catorce meses antes de su desaparición, cuando Louis creía que todavía podía salvarse. Alice lo llamó desde una clínica privada de Phoenicia, en medio de los Catskills, y él cogió el coche y fue a verla esa misma tarde. La había ingresado allí después de llamarlo Jackie O para decirle que Alice estaba con él, que un cliente le había hecho mucho daño y que ella casi había muerto a causa de una sobredosis en un intento de aplacar el dolor. Tenía magulladuras y sangraba; sus ojos eran rendijas blancas entre párpados hinchados, su boca una mueca deforme. Louis la llevó a Phoenicia a la mañana siguiente, en cuanto ella se hubo recuperado lo suficiente para comprender qué ocurría. La paliza la había dejado en estado de shock, y parecía más predispuesta que nunca a considerar una intervención exterior. Pasó seis semanas aislada en Phoenicia, y entonces telefoneó.

Louis la encontró en el jardín, sentada en un banco de piedra. Había perdido algo de peso y se la veía exhausta y demacrada, pero una nueva luz iluminaba sus ojos, un minúsculo destello titilante que hacía tiempo que él no veía. Podía apagarlo la menor brisa, pero, de momento, allí estaba. Dieron un paseo, y ella se estremeció un poco por el gélido aire de la montaña a pesar de que llevaba un grueso chaquetón acolchado. Louis le ofreció su abrigo y ella, aceptándolo, se arrebujó con él como con una manta.

– Te he hecho un dibujo -dijo Alice después de recorrer el recinto ajardinado hablando de la clínica y los otros pacientes que había conocido.

– No sabía que te gustase dibujar -comentó Louis.

– Nunca había tenido ocasión. Me dijeron que a lo mejor me iba bien. Viene una señora todos los días durante una hora, o más si considera que avanzas y dispone de tiempo. Según dice, tengo talento, pero yo no lo creo.

Se llevó la mano al bolsillo del chaquetón y sacó una hoja de papel blanco, plegada en cuatro. Louis la abrió.

– Es nuestra casa -explicó ella, como si temiera que su obra fuera tan deficiente que él no pudiera adivinarlo.

– Es precioso -dijo él, y era verdad.

Alice había representado la casa en medio de la bruma, usando tizas para desdibujar los trazos. Una luz tenue y cálida penetraba por las ventanas, y la puerta estaba entornada. Las dedaleras y los cañutillos del jardín eran manchas azules y rosadas; los lirios, pequeñas estrellas de colores verde y rojo. Al fondo, el bosque se veía como una aguada de troncos altos y marrones, como mástiles en un mar de helechos verdes.

– Gracias -dijo él.

– He telefoneado a mamá. Ahora que llevo aquí un tiempo, me han dicho que puedo hacer llamadas. Le he contado que estoy bien, pero no es verdad. Es duro, ¿sabes?

– Lo sé.

Ella le examinó el rostro, con los labios un tanto apretados, y de pronto Louis se acordó de la muchacha que le había plantado cara bajo el álamo.

– Lo siento -dijo ella.

– Yo también.

Alice sonrió y, por primera vez desde que era niña, lo besó en la mejilla.

– Adiós. -Empezó a desprenderse del abrigo, pero él la detuvo.

– Quédatelo -dijo-. Aquí hace frío.

Alice se abrochó el abrigo y se encaminó de regreso a la clínica. Louis vio a un auxiliar registrar el abrigo en busca de contrabando y luego devolvérselo. Ella se volvió para mirarlo, se despidió con la mano y desapareció.

Louis no supo qué pasó después. Según rumores, tuvo una discusión con otro paciente, seguida de una sesión dolorosa y atormentada con uno de los psicoterapeutas del centro. En cualquier caso, la siguiente llamada que recibió de Phoenicia fue para informarle de que Alice se había ido. La buscó en las calles, pero cuando al cabo de tres semanas ella volvió a salir del rincón oscuro que había habitado, aquella minúscula luz se había extinguido para siempre, y lo único que le quedó a Louis fue un dibujo de una casa que parecía desvanecerse ante sus ojos, y el recuerdo de un último beso de alguien que, a su manera, estaba unida más estrechamente a él que ninguna otra persona en el mundo.

Ahora, por primera vez desde la aparición de Martha y el hallazgo de los restos en Williamsburg, Louis pareció cobrar energía. Ángel sabía qué significaba. Alguien estaba a punto de sufrir las consecuencias de lo que le había hecho a Alice, y a Ángel no le importaba siempre y cuando eso le procurara alivio a su pareja.

Llegaron al coche de alquiler.

– Detesto estos coches -comentó Ángel.

– Sí, ya lo has dicho.

– Es que me ofende que a esa mujer se le ocurra siquiera pensar que tenemos el aspecto de personas que irían en un Camry.

Dejaron el equipaje en el suelo y vieron que se acercaba un hombre vestido con los colores de la compañía de alquiler de coches. Llevaba un maletín de titanio en la mano.

– Se han olvidado una maleta -dijo.

– Gracias -contestó Louis.

– De nada. ¿El coche les parece bien?

– A mi amigo no le gusta.

El hombre se arrodilló, sacó una navaja del bolsillo y, con cuidado, insertó la hoja en el neumático delantero del coche. Hizo girar el cuchillo, lo retiró y vio con satisfacción cómo empezaba a desinflarse el neumático.

– Vayan a pedir otro, pues -dijo, y a continuación salió del garaje, entró en un monovolumen blanco que esperaba y partió de inmediato.

– Supongo que no es verdad que trabaja para la compañía de alquiler de coches -observó Ángel.

– Tú tendrías que ser detective.

– No está bien pagado. Voy a buscar un coche como Dios manda.

Ángel regresó al cabo de unos minutos con la llave de un Mercury rojo. Louis cargó el equipaje, lo llevó al coche y abrió el maletero. Echó una ojeada alrededor antes de abrir el maletín de titanio. Dos Glocks del nueve quedaron a la vista, junto con ocho cargadores de repuesto sujetos con gomas elásticas en cuatro pares. No necesitarían más que eso, a menos que decidiesen declararle la guerra a México. Se metió las pistolas en los bolsillos exteriores del abrigo y añadió los cargadores. Luego cerró el maletero. Entró en el coche, en una emisora de radio independiente sonaba Shiver. A Louis le gustaba Howe Gelb. Estaba bien dar apoyo a los músicos lugareños. Entregó a Ángel una de las Glocks y dos cargadores. Los dos comprobaron las armas y, una vez satisfechos, las guardaron.

– ¿Sabes adónde vamos? -preguntó Ángel.

– Sí, creo que sí.

– Estupendo. Me horroriza mirar mapas.

Tendió la mano hacia el dial de la radio.

– No toques el dial, tío. Te lo advierto.

– Esto es un tostón.

– Déjalo.

Ángel lanzó un suspiro. Salieron de la penumbra del garaje a la oscuridad más profunda del exterior. El cielo estaba salpicado de estrellas, y una fresca brisa del desierto penetró por las entradas de aire del salpicadero.

– Es hermoso -se admiró Ángel.

– Supongo.

El hombre más bajo contempló la vista unos segundos más y al final dijo:

– ¿Crees que podríamos parar a comprar unos bollos?


Era tarde, y yo estaba otra vez en Cortlandt Alley, con el regusto de la comida tailandesa aún en la boca. Oí risas en Lafayette de la gente que fumaba y coqueteaba frente a uno de los bares. El escaparate de Ancient & Classic Inc. estaba iluminado, y dentro unos hombres colocaban con cuidado una nueva remesa de muebles y adornos. Un cartel advertía de un socavón en la acera, y tuve la impresión de que casi se oía el eco de mis pasos a través de los sucesivos estratos bajo mis pies.

Me encaminé hacia la puerta de Neddo. Esta vez no se molestó en poner la cadena cuando le dije quién era. Me llevó al mismo despacho de la trastienda y me ofreció un té.

– Me lo dan los de la tienda de la esquina. Es muy bueno.

Lo observé mientras lo servía en dos tazas de porcelana que parecían de una casa de muñecas. Cuando cogí una, vi que era muy antigua, con una maraña de resquebrajaduras finas y marrones como pelos en el interior. El té era fuerte y fragante.

– Lo he leído todo sobre la muerte de ese hombre en los periódicos -comentó Neddo-. No se menciona su nombre, por lo que he visto.

– Tal vez les preocupe mi seguridad.

– Más de lo que le preocupa a usted, eso es obvio. Cabría pensar que siente usted un impulso suicida, señor Parker.

– Me alegra decir que no se ha realizado.

– De momento. Espero que no lo hayan seguido hasta aquí. No siento el menor deseo de unir mi expectativa de vida a la suya.

Había tomado precauciones, y así se lo dije.

– Hábleme de la Santa Muerte, señor Neddo.

Neddo se mostró perplejo por un momento, pero la expresión de desconcierto se disipó enseguida.

– Ah, el mexicano que murió. Esto tiene que ver con él, ¿no? -preguntó Neddo.

– Responda primero, luego ya veré qué puedo darle yo a cambio.

Neddo movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– Es un icono mexicano -contestó-. La Santa Muerte: el ángel de los marginados, de los forajidos. Incluso los delincuentes y las malas personas necesitan sus santos. La veneran el primer día de cada mes, a veces en público, más normalmente en secreto. Las viejas le rezan para que libre a sus hijos y sobrinos de la delincuencia, en tanto que esos mismos hijos y sobrinos le rezan para obtener buenos botines, o para que los ayude a matar a sus enemigos. La Muerte es el mayor y último poder, señor Parker. Según como caiga su guadaña, puede proteger o destruir. Puede ser cómplice o asesina. A través de esta Santa, la Muerte cobra forma. Es una invención de los hombres, no de Dios.

Neddo se levantó y desapareció en el caos de su tienda. Regresó con un cráneo sobre un basto bloque de madera, envuelto en gasa azul decorada con imágenes del sol. El cráneo estaba pintado de negro excepto los dientes, que eran dorados. Tenía unos pendientes baratos atornillados al hueso, y lo ungía una tosca corona de alambre pintado.

– Ésta es la Santa Muerte -dijo Neddo-. Suele representársela como un esqueleto o un cráneo decorado, a menudo rodeado de ofrendas o velas. Le gusta el sexo, pero como no tiene carne, aprueba los deseos de los demás, y vive a través de ellos. Viste ropa estridente, y luce anillos en los dedos. Le gusta el whisky a palo seco, el tabaco y el chocolate. En lugar de cantarle himnos en las misas, tocan música de mariachi. Es la «Santa Secreta». Puede que la Virgen de Guadalupe sea la santa patrona del país, pero en México la gente es pobre y lucha por la vida, y recurre a la delincuencia ya sea por necesidad o por propensión. Siguen siendo profundamente religiosos, y sin embargo tienen que quebrantar las leyes de la Iglesia y el Estado para sobrevivir, si bien se trata de un Estado que consideran corrupto hasta sus raíces. La Santa Muerte les permite conciliar sus necesidades y sus creencias. Le han dedicado santuarios en Tepito, en Tijuana, en Sonora, en Juárez, dondequiera que se congreguen los pobres.

– Eso parece una secta.

– Es una secta. La Iglesia católica ha condenado su adoración por considerarla un rito satánico; y si bien yo tengo grandes dificultades con esa institución, no resulta difícil darse cuenta de que en este caso su postura queda bastante justificada. La mayoría de quienes le rezan buscan simplemente que los proteja del mal. Hay otros que solicitan su beneplácito antes de infligir el mal a otros. El culto ha cobrado fuerza entre los peores hombres: narcotraficantes, tratantes de blancas, proveedores de prostitución infantil. Hubo una oleada de asesinatos en Sinaloa hace unos meses en la que murieron más de cincuenta personas. La mayoría de los cadáveres presentaba la imagen de la Santa en tatuajes, o en amuletos y anillos. -Alargó la mano y quitó un poco de polvo de debajo de las cuencas vacías del icono-. Y lo peor todavía está por verse -concluyó-. ¿Más té?

Me rellenó la taza.

– El hombre que murió en el apartamento tenía una escultura como ésta dentro de la pared de una habitación, e invocó a la Santa Muerte durante el ataque -expliqué-. Sospecho que él, y quizás otros, emplearon esa habitación para hacer daño y matar. Creo que el cráneo era de la mujer a quien yo buscaba.

Neddo echó un vistazo al cráneo de su escritorio.

– Lo lamento -dijo-. Si lo hubiera sabido, habría tenido la delicadeza de no enseñarle este icono. Puedo retirarlo si lo prefiere.

– Déjelo. Al menos ahora ya sé qué representaba.

– En cuanto a ese hombre que mató, ¿lo han identificado?

– Se llamaba Homero García. Tenía antecedentes penales en México, de cuando era joven.

No le dije a Neddo que los federales estaban muy interesados en García. La noticia de su muerte había atraído muchas llamadas de mexicanos a la Nueve Seis, incluida una solicitud formal del embajador de México para que el Departamento de Policía de Nueva York cooperase de todas las maneras posibles con las fuerzas del orden mexicanas y les proporcionase copias de todo el material relacionado con la investigación de la muerte de García. Por lo común, los antiguos delincuentes juveniles no suscitaban tanto interés en círculos diplomáticos y judiciales.

– ¿De dónde era?

Me sentí reacio a dar más detalles. Apenas conocía a Neddo, y su fascinación por la exhibición de restos humanos me inquietaba. Percibió mis recelos.

– Señor Parker, no sé si aprueba o desaprueba mis intereses, y cómo me gano la vida, pero créame: sé más de estos asuntos que casi cualquier otra persona en Nueva York. Mi fascinación es la de un experto. Puedo ayudarlo, pero sólo si me dice lo que ha averiguado.

Al parecer, no me quedaban muchas más opciones.

– Teniendo en cuenta los antecedentes de García, los mexicanos están más interesados de la cuenta en él -contesté-. Han proporcionado cierta información sobre él a la policía, pero cae por su propio peso que se guardan datos. García nació en Tepito, pero su familia se marchó de allí cuando era pequeño. Fue aprendiz de orfebre. Al parecer, era una tradición familiar. Por lo visto fundía objetos robados a cambio de una parte del valor de reventa, y eso fue lo que causó su detención. Pasó tres años en la cárcel y, cuando salió en libertad, volvió a ejercer su oficio. Teóricamente ya no se metió en más líos después de eso.

Neddo se inclinó en la silla.

– ¿Dónde trabajaba, señor Parker? -preguntó con renovado apremio en la voz-. ¿Dónde residía?

– En Juárez -respondí-. Residía en Juárez.

Neddo ató cabos, dejando escapar un largo suspiro.

– Las mujeres -dijo-. La chica a quien usted buscaba no fue la primera. Creo que Homero García era un asesino profesional de mujeres.


No había mucho ajetreo en el Harry's Best cuando el Mercury, por entonces considerablemente más polvoriento que antes, se detuvo en el aparcamiento. Aunque todavía quedaban camiones dispersos en la oscuridad, nadie comía en la cafetería, y cualquier camionero solitario que buscase consuelo en las mujeres de la cantina podría haber disfrutado de una amplia selección si hubiese llegado esa tarde unas horas antes, pero su número se había reducido a causa de las atenciones dispensadas por la policía después de los asesinatos del Spyhole. La cantina ya había cerrado esa noche y sólo había dos mujeres, medio dormidas y desplomadas junto a la barra, con la esperanza de hacerle un servicio al hombre que estaba con ellas, fumando un porro y bebiendo una última cerveza Tecate en la penumbra, sin que las luces de carnaval que iluminaban la barra mostraran apenas sus facciones.

Harry estaba fuera, en la parte de atrás, apilando cajas de cerveza cuando Louis salió de la oscuridad.

– ¿Es usted el dueño de este local? -preguntó.

– Sí -respondió Harry-. ¿Busca algo?

– A alguien -corrigió Louis-. ¿Quién cuida aquí de las mujeres?

– Aquí las mujeres se cuidan solas -replicó Harry. Sonrió de su propio chiste y se dio media vuelta para entrar. Ya se ocuparían sus socios de aquel hombre en cuanto les informase de su presencia.

Harry descubrió que le impedía el paso un hombre de corta estatura, con barba de tres días y necesitado de un buen corte de pelo desde hacía un mes. Además, estaba un poco fondón. Harry no lo mencionó. Harry no dijo nada, porque el hombre de la puerta empuñaba una pistola. No apuntaba exactamente a Harry, pero la situación se complicaba por momentos, y a saber cómo podía acabar.

– Un nombre -dijo Louis-. Quiero el nombre del chulo de Sereta.

– No conozco a ninguna Sereta.

– Hablemos en pasado -rectificó Louis-. Está muerta. Murió en el Spyhole.

– Lo siento -dijo Harry.

– Usted mismo podrá decírselo a ella si no me da ese nombre.

– No quiero problemas.

– ¿Esas cabañas de allí son suyas? -preguntó Louis señalando las tres pequeñas construcciones que se alzaban a la derecha del aparcamiento.

– Sí. A veces alguno de mis clientes se cansa de dormir en el camión. Si quiere, puede disponer de sábanas limpias por una noche.

– O por una hora.

– Por el tiempo que sea.

– Si no empieza a cooperar, voy a llevarlo a una de esas cabañas y hacerle daño hasta que me diga lo que necesito saber. Si me da un nombre, y me miente, volveré, lo llevaré a una de esas cabañas y lo mataré. Tiene una tercera opción.

– Octavio -se apresuró a responder Harry-. Se llama Octavio, pero se ha ido. Se fue cuando mataron a la puta.

– Dígame qué pasó.

– Llevaba un par de días trabajando aquí cuando vinieron unos hombres. Uno era un gordo, muy gordo. El otro era un tío callado vestido de azul. Sabían que debían preguntar por Octavio. Hablaron con él un rato y luego se marcharon. El propio Octavio me dijo que los olvidara. Esa noche asesinaron en el motel a toda esa gente.

– ¿Adónde se ha ido ese tal Octavio?

– No lo sé. De verdad, no me lo dijo. Huyó asustado.

– ¿Quién cuida de sus mujeres mientras él no está?

– Su sobrino.

– Descríbamelo.

– Es alto, para ser mexicano. Un bigote fino. Lleva una camisa verde, pantalón vaquero, sombrero blanco. Está ahí dentro.

– ¿Cómo se llama?

– Ernesto.

– ¿Va armado?

– Por Dios, todos van armados.

– Llámelo.

– ¿Cómo?

– He dicho que lo llame. Dígale que aquí fuera hay una chica que quiere verlo por un asunto de trabajo.

– Entonces sabrá que lo he delatado.

– Me aseguraré de que vea nuestras pistolas. Sin duda comprenderá sus motivos. Y ahora llámelo.

Harry se dirigió hacia la puerta.

– Ernesto -gritó-. Aquí fuera hay una chica que quiere hablar contigo por un asunto de trabajo.

– Hazla entrar -contestó una voz masculina.

– No quiere entrar. Dice que está asustada.

El hombre lanzó una maldición. Oyeron acercarse sus pasos. La puerta se abrió y un joven mexicano salió a la luz del patio trasero. Se le veía soñoliento y un ligero olor a hierba flotaba en torno a él.

– Fumar esa mierda va a acabar con tu salud -dijo Louis a la vez que sigilosamente se acercaba al mexicano por detrás y extraía un Colt de plata de su cinturón, tocándole la nuca con su propia arma-. Aunque no tan deprisa como una bala. Vamos a dar un paseo. -Louis se volvió hacia Harry-. Ya no regresará. Si le dice a alguien lo que ha pasado aquí, volveremos a hablar. Es usted un hombre ocupado. Ahora tiene muchas cosas que olvidar.

Dicho esto, se llevaron a Ernesto. Tras recorrer ocho kilómetros en coche, encontraron un camino de tierra y se adentraron en la oscuridad hasta que dejó de verse el tráfico en la carretera. Al cabo de un rato, Ernesto les contó lo que querían saber.

Siguieron carretera adelante y por fin llegaron a una ruinosa caravana plantada detrás de una casa a medio construir en una parcela sin cerca. El tal Octavio los oyó acercarse e intentó huir, pero Louis le disparó en la pierna. Octavio rodó por una pendiente arenosa y fue a parar a un abrevadero seco. Le ordenaron que tirase la pistola que sostenía, o moriría allí mismo.

Octavio arrojó el arma lejos y observó las dos sombras que descendían hacia él.


– Los peores están en Juárez -dijo Neddo.

El té se había enfriado. La imagen de la Santa Muerte seguía entre nosotros, escuchando sin oír, mirando sin ver.

Juárez: de pronto lo entendí.

Juárez tenía un millón y medio de habitantes, la mayoría sumidos en una pobreza indescriptible, más difícil aún de sobrellevar a la sombra de la riqueza de El Paso. Allí había narcotraficantes y tratantes de blancas. Allí había prostitutas apenas púberes, y otras que no vivirían lo suficiente para llegar a la pubertad. Allí estaban las «maquiladoras», las enormes plantas de montaje de electrodomésticos que suministraban hornos microondas y secadores de pelo al mundo desarrollado, con bajos costes de producción gracias a que el jornal de los obreros era de diez dólares y se les negaba protección legal y representación sindical. Más allá de las cercas de los polígonos industriales se sucedían hileras tras hileras de chabolas, las «colonias populares», sin servicios sanitarios ni agua corriente ni suministro eléctrico ni calles asfaltadas, hogar de hombres y mujeres que trabajaban en las maquiladoras, entre los cuales los más afortunados eran recogidos cada mañana por los autobuses rojos y verdes empleados en otro tiempo para llevar al colegio a niños norteamericanos, mientras que los demás se veían obligados a someterse al peligroso paseo de madrugada a través de Sitio Colosio Valle o una zona igual de pestilente. Por detrás de sus chabolas se extendía el vertedero municipal, donde los carroñeros sacaban más provecho que los obreros de las fábricas. Allí se hallaban los burdeles de Mariscal y los pabellones de tiro de la calle Ligarte, donde jóvenes de ambos sexos se inyectaban «alquitrán» mexicano, un derivado barato de la heroína procedente de Sinaloa, y dejaban a su paso un rastro de jeringuillas ensangrentadas. Allí convivían ochocientas bandas, todas deambulaban por las calles de la ciudad con relativa impunidad, y sus miembros quedaban fuera del alcance de unas fuerzas del orden incapaces de actuar contra ellos o, más bien, demasiado corruptas para preocuparse, puesto que los federales y el FBI ya no informaban a la policía local de Juárez de las operaciones en su territorio, seguros de que notificárselo equivalía a prevenir al blanco de sus acciones.

Pero eso no era lo peor de Juárez: en la última década, más de trescientas jóvenes habían sido violadas y asesinadas en la ciudad, algunas «putas», otras mujeres «fáciles», pero la mayoría chicas trabajadoras, pobres y vulnerables. Normalmente las encontraban los carro-ñeros, mutiladas entre la basura, pero las autoridades de Chihuahua continuaban haciendo la vista gorda a los asesinatos, a pesar de que los cadáveres aparecían con abrumadora regularidad. En fechas recientes se había solicitado la intervención de los federales poniendo como excusa para investigar el que se hubieran producido denuncias de tráfico de órganos, cosa que se consideraba delito federal; pero el enfoque del tráfico de órganos era, en gran medida, una cortina de humo. Predominaban con mucho las teorías, potenciadas por el miedo y la paranoia, de que las muertes se debían a la rapiña de hombres ricos y las acciones de sectas religiosas, entre las que se incluía a los seguidores de la Santa Muerte.

Sólo se había condenado a un hombre por algunos de esos asesinatos: el egipcio Abdel Latif Sharif, supuestamente relacionado con la muerte de hasta veinte mujeres. Según los investigadores, Sharif siguió con sus matanzas incluso desde la cárcel, pagando a miembros de Los Rebeldes, una de las bandas de la ciudad, para que asesinaran a mujeres por él. Se decía que cada miembro cobraba mil pesos por su participación. Cuando toda la banda de Los Rebeldes fue encarcelada, Sharif reclutó al parecer a cuatro conductores de autobús, que mataron a otras veinte mujeres. Su recompensa fue de mil doscientos dólares mensuales, a repartir entre ellos y un quinto hombre, siempre y cuando matasen a cuatro chicas al mes. La mayoría de los cargos contra Sharif se retiraron en 1999. Sharif era un solo hombre, y ni siquiera con sus presuntos colaboradores habría podido dar cuenta de todas las víctimas. Actuaba más gente, y siguieron matando mientras él estaba en la cárcel.

– Hay un lugar llamado Anapra -explicó Neddo-. Es un suburbio, un barrio de chabolas. Allí viven veinticinco mil personas a la sombra del monte de Cristo Rey. ¿Sabe qué hay en la cima del monte? Una estatua de Jesús. -Soltó una risa hueca-. ¿Cómo no va a sorprendernos que la gente se aparte de Dios y deposite su fe en una deidad esquelética? Se dice que Sharif secuestró en Anapra a muchas de sus víctimas, y ahora otros se han cebado en las mujeres de Anapra o en las de Mariscal. Cada vez se encuentran más cadáveres con imágenes de la Santa Muerte. A algunos los han mutilado después de morir, les han despojado de sus miembros, de sus cabezas. Si damos crédito a los rumores, los responsables han aprendido de los errores de sus predecesores. Se andan con pies de plomo. Están protegidos. Se cuenta que tienen dinero, y que lo hacen por deporte. Puede que sea verdad. Puede que no.

– En el apartamento de García había unas cintas de vídeo -dije-. Aparecían mujeres muertas y moribundas.

Neddo tuvo la decencia de aparentar consternación.

– Pero estaba aquí, en Nueva York -dijo-. Quizás había dejado de ser útil y huyó. Quizá planeaba usar las cintas para chantajear a quien no debía, o como garantía de seguridad. Incluso es posible que un hombre así obtuviera placer volviendo a ver sus crímenes una y otra vez. Sea cual fuere la razón por la que vino al norte, parece proporcionar un vínculo humano entre la Santa Muerte y los asesinatos de Juárez. No me sorprende que las autoridades mexicanas estén interesadas en él, como lo estoy yo.

– Aparte de la conexión con la Santa Muerte, ¿cuál es su interés en esto? -pregunté.

– Juárez tiene un pequeño osario -dijo Neddo-, una capilla decorada con los restos de los muertos. No destaca especialmente, y su creación no requirió grandes aptitudes. Estuvo abandonada durante mucho tiempo, pero en los últimos años alguien ha dedicado un gran esfuerzo a su restauración. Yo la he visitado. Los objetos se han reparado con pericia. Incluso se han añadido nuevos elementos al mobiliario: apliques, candeleros, una custodia, todo de una calidad muy superior a la de los originales. Según parece, el responsable afirmó haber usado sólo restos dejados en el osario con ese fin, pero tengo mis dudas. No pude llevar a cabo un examen detenido del trabajo realizado. El encargado del mantenimiento, un sacerdote, se mostró reservado y temeroso a la vez. Creo, no obstante, que algunos de los huesos habían sido envejecidos con técnicas artificiales, poco más o menos como el cráneo que me trajo usted la primera noche. Pregunté por el responsable con la intención de hablar con él, pero ya se había marchado de Juárez. Más tarde supe que lo buscaban los federales. Se decía que habían recibido orden de capturarlo vivo y de no matarlo. De eso hace un año.

«Delante del osario, el mismo individuo había creado un santuario a la Santa Muerte: un santuario hermoso, muy ornamentado. Si Homero García era de Juárez, y veneraba a la Santa Muerte, es posible que él y el restaurador del osario fuesen la misma persona. Al fin y al cabo, un hombre capaz de realizar complejos trabajos en plata también podría trabajar análogamente con otros materiales, el hueso inclusive.

Se reclinó en la silla. Una vez más se puso de manifiesto su fascinación por los detalles, como cuando habló del predicador Faulkner y su libro de piel y huesos.

Quizá García se había trasladado a Nueva York por propia voluntad, sin la ayuda de nadie, pero lo dudaba. Alguien había descubierto su talento, le había encontrado el almacén de Williamsburg y le había proporcionado un espacio donde trabajar. Lo habían traído al norte por su destreza, para alejarlo de los federales, y acaso también de aquellos a quienes suministraba mujeres, de las que luego se deshacía. Volví a pensar en la figura alada hecha con partes de aves, animales y hombres. Recordé las cajas vacías, los fragmentos desechados de hueso que había en la mesa de trabajo como los restos de la labor de un artesano. Fuera cual fuera el encargo recibido por García, casi había concluido su obra cuando lo maté.

Miré a Neddo, pero estaba perdido en la contemplación de la Santa Muerte.

E incluso después de todo lo que me había contado, me pregunté qué me ocultaba.


Me sonó el móvil cuando me acercaba al hotel. Era Louis. Me dio el número de una cabina y me dijo que volviera a llamarle desde un fijo. Lo telefoneé desde la calle usando mi tarjeta de AT &T. Oía el tráfico de fondo y gente que cantaba en la calle.

– ¿Qué has averiguado? -pregunté.

– El chulo de Sereta se llamaba Octavio. Se escondió después de la muerte de la chica, pero encontramos al sobrino y, por mediación suya, localizamos a Octavio. Le hicimos daño. Mucho. Nos dijo que estaba de camino a México, a Juárez, su ciudad natal. Oye, ¿sigues ahí?

Casi se me cayó el auricular de la mano. Era la segunda vez que me mencionaban Juárez en menos de una hora. Empecé a atar cabos. Tal vez García conocía a Octavio de Juárez. Sereta huyó de Nueva York y entró en el ámbito de Octavio. Cuando encontraron a Alice, probablemente les dijo lo que sabía del paradero de su amiga. García tanteó a sus contactos, y Octavio lo llamó. Después dos hombres fueron enviados en busca de Sereta y de lo que ella tenía en su poder.

– Sí -contesté-. Te lo explicaré cuando vuelvas. ¿Y ahora dónde está Octavio?

– Muerto.

Respiré hondo, pero callé. -Octavio tenía un contacto en Nueva York -prosiguió Louis-. Tenía que avisarlo si alguien aparecía preguntando por Sereta. Es un abogado. Se llama Sekula.


En Scarborough, sentada en el borde de la cama, Rachel mecía entre sus brazos a Sam, que por fin se había dormido. Delante de la casa había un coche patrulla, y la policía de Scarborough había tapiado la ventana rota. La madre de Rachel estaba junto a su hija, con las manos cruzadas entre los muslos.

– Llámalo, Rachel -instó Joan.

Rachel negó con la cabeza, pero no en respuesta a su madre.

– Esto no puede seguir así -dijo Joan-. No puede seguir así.

Pero Rachel se limitó a estrechar a su hija en silencio.

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