Doblamos a la derecha después de un gran supermercado Kaufland y llegamos al cruce de las calles Cechova y Starosedlecka. El osario se encontraba en esta última, justo delante de nosotros, rodeado de altas tapias y un cementerio. Enfrente había un restaurante y una tienda llamada U Balanu, y a la vuelta de la esquina, a la derecha, un hotel. Pedimos que nos enseñaran las habitaciones, y al final encontramos dos que ofrecían una buena vista del osario. Luego fuimos a echar un vistazo al propio osario.
En Sedlec nunca habían escaseado los cadáveres para llenar sus tumbas: los que no salieron de las minas, la peste o los conflictos, acabaron allí atraídos por la Tierra Santa. Según las Crónicas de Zbraslav, en un solo año se dio sepultura en el cementerio a treinta mil personas, muchas de ellas llevadas allí específicamente por el privilegio de ser inhumadas en esa pequeña porción de Tierra Santa, pues se creía que el cementerio tenía propiedades milagrosas y que los difuntos enterrados allí se descomponían en un solo día y dejaban tras de sí tan sólo huesos blancos en perfecto estado de conservación. Cuando esos huesos empezaron a acumularse inevitablemente, los sepultureros del cementerio construyeron un depósito de dos plantas que contenía un osario en el que podían exhibirse los restos. Si el osario cumplía una finalidad práctica, ya que permitía vaciar las tumbas de restos óseos y dejar sitio para aquellos más necesitados de un espacio oscuro donde despojarse de su carga mortal, también cumplía con igual eficacia una finalidad espiritual: los huesos se convertían en recordatorios de la fugacidad de la existencia humana y el carácter temporal de todas las cosas terrenales. En Sedlec, la frontera entre este mundo y el otro estaba marcada con huesos.
Incluso allí, en ese lugar extranjero, percibía ecos de mi propio pasado. Recordé una habitación de hotel de Nueva Orleans, y fuera el aire quieto y saturado de humedad. Estábamos cercando al hombre que me había arrebatado a mi mujer y mi hija, y comprendiendo por fin en cierta medida la esencia de su «arte». También él creía en la fugacidad de todo lo humano, y dejó atrás su propio memento mori mientras recorría el país, separando la piel de la carne y la carne del hueso, para mostrarnos que la vida no era más que algo efímero e intrascendente, que alguien tan insignificante como él podía arrebatar a su antojo.
Sólo que se equivocaba, ya que no todos nuestros empeños carecían de valor, y muchos aspectos de nuestras vidas eran dignos de celebración y recuerdo. Con cada vida que truncó, el mundo pasó a ser un lugar más pobre, su índice de posibilidades se redujo para siempre, privado del potencial para el arte, la ciencia, la pasión, la inteligencia, la esperanza y el pesar que las existencias no vividas de generaciones posteriores habrían traído.
Pero ¿y las vidas que había truncado yo? ¿No era yo igualmente culpable, y no era por eso por lo que ahora había tantos nombres, de hombres buenos y malos, grabados en ese palimpsesto que llevaba encima, y por lo que por cada uno de los cuales se me pedirían cuentas con razón? Podía aducir que, causando un mal menor, había evitado uno mayor; aun así, seguiría cargando con la marca de ese pecado y quizá sería condenado por él. Sin embargo, en último extremo, no podía quedarme al margen. Había cometido pecados por ira, movido por la cólera, y por ésos no me cabía duda de que al final sería acusado y declarado culpable. Pero ¿y los demás? Actué libremente, convencido de que el mayor mal residía en la pasividad. He buscado una reparación, a mi manera.
El problema es que, como el cáncer, una pequeña corrupción del alma al final se propaga por todas partes.
El problema es que no hay males menores.
Cruzamos la verja del cementerio y rodeamos las tumbas, las lápidas más recientes a menudo identificadas con fotografías de los difuntos insertadas en el mármol o en el granito bajo la palabra RODINA, seguida del apellido. Una o dos tenían incluso hornacinas labradas en la piedra, protegidas con cristal, y detrás se exhibían, tan plácidamente como podrían haber estado expuestos en un aparador o un estante cuando los difuntos aún vivían, los retratos enmarcados de todos aquellos que allí descansaban. Tres peldaños llevaban a la entrada del osario: una sencilla puerta de madera de dos hojas bajo una ventana semicircular. A la derecha, una escalera mas empinada ascendía a la capilla, ya que ésta se hallaba encima del osario, y desde su ventana podía verse el interior del propio osario. Dentro, junto a la puerta, había una joven sentada detrás de una vitrina con postales y baratijas. Pagamos treinta coronas checas cada uno por entrar, o, lo que es lo mismo, menos de cuatro dólares por los tres. Éramos los únicos presentes, y nuestro aliento adoptó formas extrañas en el aire frío mientras contemplábamos las maravillas de Sedlec.
– Dios mío -exclamó Ángel-. Pero ¿esto qué es?
Una escalera descendía ante nosotros. En las paredes a ambos lados, las siglas IHS, de Iesus Hominum Salvator, «Jesús Salvador de la Humanidad», aparecía escrita con huesos largos, rodeada de cuatro grupos de tres huesos que representaban los brazos de una cruz. Cada brazo terminaba en un cráneo. Al pie de la escalera, dos series de columnas paralelas se sucedían una frente a la otra. Las columnas eran de cráneos que se alternaban con lo que parecían fémures, colocados verticalmente debajo del maxilar superior de cada cráneo. Las columnas contorneaban dos hornacinas, en las que había un par de urnas enormes, o podrían haber sido pilas bautismales, también construidas por entero con restos humanos y cubiertas con un círculo de cráneos.
Entré en la zona principal del osario. A los lados, sendas cámaras contenían grandes pirámides de cráneos y huesos, demasiados para contarlos, rematadas en cada caso por una corona dorada. Ante mí había dos salas parecidas separadas por barrotes, de modo que ocupaban los cuatro rincones del osario. Según el folleto que nos dieron en la puerta, los restos representaban a las multitudes que esperaban el juicio final ante Dios, en tanto que las coronas simbolizaban el reino del cielo y la promesa de la resurrección de entre los muertos. En una de las paredes, al lado de la cámara de los cráneos a mi derecha, había una inscripción, también en hueso. Rezaba:
FRANTISEK RINT
Z CESKE SKALICE
1870
Como la mayoría de los artistas, Rint había firmado su obra. Pero si Bosworth tenía razón, Rint había visto algo mientras llevaba a cabo la reconstrucción del osario, y lo que había visto lo había obsesionado hasta tal punto que se había pasado años recreando su imagen, como si al hacerlo pudiera empezar a exorcizarlo lentamente de su imaginación y por fin encontrar la paz.
La otra cámara, a mi izquierda, tenía el escudo de armas de la familia Schwarzenberg, que había financiado la obra de Rint. También era todo de huesos: Rint incluso había construido un ave, un cuervo o un grajo, utilizando una pelvis para el cuerpo y un trozo de costilla para el ala. El grajo hundía el pico en la cuenca vacía de lo que era supuestamente un cráneo turco, detalle añadido al escudo de armas como regalo del emperador Rodolfo II después de que Adolfo de Schwarzenberg hubiese doblegado a los turcos conquistando la fortaleza de Raab en 1598.
Pero todo esto no era nada en comparación con la pieza central del osario. Del techo abovedado pendía una araña de luces, realizada con todos los huesos que podían encontrarse en el cuerpo humano. Las partes que se extendían eran huesos de brazos colgantes, rematados con una placa de pelvis en la que descansaba, en cada caso, un solo cráneo. Había un candelero engastado en lo alto de cada cráneo, y una cinta de huesos entrelazados constituía las cadenas de sostén que los mantenía en su sitio. Era imposible contemplar aquella lámpara sin experimentar una sensación de repugnancia vencida por el respeto a la imaginación que había producido semejante artefacto. Era a la vez hermosa e inquietante, un maravilloso testimonio de la mortalidad.
Empotrada en el suelo debajo de la araña había una losa rectangular de cemento. Era la entrada a la cripta, en la cual se enterraban los restos de individuos acaudalados. En cada ángulo de la piedra de la cripta se alzaba un candelabro barroco en forma de torre gótica, con tres hileras de siete cráneos incrustados en cada uno, los cuales también tenían un hueso del brazo prendido bajo la mandíbula y coronado con ángeles tocando trompetas.
En total, el osario contenía los restos de unas cuarenta mil personas.
Miré alrededor. Ángel y Louis examinaban un par de vitrinas, que guardaban los cráneos de algunos de aquellos que habían perecido en las campañas husitas. Dos o tres presentaban los pequeños orificios de bala de mosquete, en tanto que otros tenían grandes heridas infligidas a fuerza bruta. Una hoja afilada casi había rebanado la parte trasera de un cráneo.
Una gota de algo me cayó en la camisa, y la mancha se extendió por la tela. Alcé la vista y vi humedad en el techo. Tal vez había goteras, pensé, pero en ese momento sentí resbalar por mi cara un hilo de sudor hasta los labios. Me di cuenta de que ya no veía mi aliento condensado en el aire y de que empezaba a sudar profusamente. Ni Ángel ni Louis parecían incómodos. De hecho, Ángel se había subido la cremallera de la cazadora hasta el mentón y, con las manos en los bolsillos, daba patadas en el suelo para calentarse.
El sudor me entró en los ojos y me nubló la vista. Intenté aclarármela enjugándome la frente con la manga del abrigo, pero eso empeoró las cosas. La sal me escoció y empecé a sentirme mareado y desorientado. No quería apoyarme en nada, por miedo a activar las alarmas sobre las que nos habían prevenido en la puerta. Así que me acuclillé y respiré hondo, pero me tambaleaba ligeramente y me vi obligado a apoyar los dedos en el suelo para no perder el equilibrio. Toqué la piedra de la cripta, y al instante sentí una punzada de dolor a través de la piel. Me ahogaba en calor líquido, todo mi cuerpo parecía envuelto en llamas. Intenté abrir la boca para decir algo, pero el calor me la llenó de inmediato ahogando cualquier sonido. Estaba cegado, mudo, obligado a soportar mis tormentos en silencio. Deseaba morir, y sin embargo no podía. Me vi encerrado, atrapado en un lugar tenebroso y duro. Estaba al borde de la asfixia, sin poder tomar aire, y seguía sin encontrar alivio. El tiempo dejó de tener sentido. Quedaba sólo un presente interminable, insufrible.
Y, sin embargo, aguanté.
Sentí una mano en el hombro, y Ángel habló. El contacto de su mano me pareció extraordinariamente frío y su aliento fue como hielo en mi piel. Y en ese momento tomé conciencia de otra voz tras la de Ángel, sólo que ésta repetía palabras en un idioma que yo no entendía, una letanía pronunciada una y otra vez, siempre con la misma entonación, las mismas pausas, los mismos énfasis. Era una especie de invocación, pero totalmente impregnada de locura, y me recordó a los animales del zoo que, enloquecidos por el encierro y su entorno inmutable, deambulaban sin fin por las jaulas, siempre al mismo paso, siempre con los mismos movimientos, como si para ellos la única manera de sobrevivir fuese asimilando la naturaleza del lugar en el que estaban retenidos, equiparando la implacable ausencia de novedades del lugar con la suya propia.
De pronto la voz cambió. Farfulló las palabras. Intentó empezar de nuevo, pero una vez más se perdió. Al final se interrumpió, y me di cuenta de que algo sondeaba el osario, igual que un ciego podía interrumpir el golpeteo de su bastón y aguzar el oído al acercarse un desconocido.
Y entonces aulló repetidamente, elevándose el tono y el volumen hasta convertirse en un continuo alarido de rabia y desesperación, pero una desesperación, por primera vez en mucho tiempo, aliviada por la esperanza. El sonido me desgarró los oídos, me destrozó los nervios, mientras me llamaba una y otra vez.
«Se ha dado cuenta», pensé. «Lo sabe.»
«Está vivo.»
Ángel y Louis me llevaron de regreso al hotel. Me sentía débil y me ardía la piel. Me acosté, pero no se me pasaban las náuseas. Al cabo de un rato me reuní con ellos en su habitación. Nos sentamos ante las ventanas y observamos el cementerio y sus edificios.
– ¿Qué te ha pasado allí dentro? -preguntó Louis por fin.
– No estoy seguro.
Louis estaba enojado. Ni siquiera intentó disimularlo.
– Pues tienes que explicarlo, por raro que te parezca. No tenemos tiempo para estas cosas.
– No hace falta que me lo digas -repliqué.
Me miró con frialdad.
– ¿Y qué ha sido, pues?
No me quedó más remedio que contestarle.
– Por un momento me ha parecido percibir algo debajo del osario, y que sabía que yo notaba su presencia. Tenía la sensación de estar encerrado, sentía agobio y calor. Eso ha sido. No puedo decirte nada más.
No sabía cómo reaccionaría Louis. «Ahora», pensé. «Ha llegado el momento. Lo que nos separaba se abre paso hacia la superficie.»
– ¿Crees que podrás volver allí? -preguntó.
– La próxima vez me pondré un abrigo más ligero -contesté.
Louis tamborileó con los dedos suavemente en el borde de la silla, al son de algún ritmo que sólo él oía.
– Tenía que preguntártelo -explicó.
– Lo entiendo.
– Supongo que empiezo a impacientarme. Quiero acabar con esto.
No me gusta cuando se trata de algo personal. -Se volvió en la silla y me miró fijamente-. Van a venir, ¿verdad?
– Sí -respondí-. Y entonces podrás hacer lo que quieras con ellos. Te prometí que los encontraríamos, y así ha sido. ¿No es eso lo que querías de mí?
Pero Louis aún no se daba por satisfecho. Tabaleó en el alféizar, y parecía que los dos campanarios idénticos de la capilla atraían una y otra vez su mirada. Ángel, sentado en una silla en un rincón oscuro, permanecía en silencio e inmóvil, a la espera de que se diera nombre a lo que se alzaba entre nosotros. Se había producido un cambio radical en nuestra amistad, y yo no sabía si, como consecuencia, la relación se acabaría o daría lugar a un nuevo comienzo.
– Dilo -insté.
– Quería echarte la culpa -susurró Louis. No me miró al hablar-. Quería echarte la culpa de lo que le pasó a Alice. No al principio, porque sabía la vida que ella llevaba. Intenté velar por ella, e intenté que otros velaran también, pero al final eligió su propio camino, como hacemos todos. Cuando desapareció, lo agradecí. Sentí alivio. No duró mucho, pero ahí estaba, y me avergoncé.
»Después encontramos a García, y ese tal Brightwell salió de la nada, y de pronto ya no tenía que ver con Alice. Tenía que ver contigo, porque tú estabas relacionado de algún modo. Y llegué a pensar que quizá no había sido culpa de Alice, que quizás había sido culpa tuya. ¿Sabes cuántas mujeres hacen la calle en Nueva York? Entre todas las putas o yonquis que podrían haber elegido, entre todas las mujeres que podrían haber entrado en contacto con ese Winston, ¿por qué ella? Era como si tú hubieras proyectado una sombra en las vidas de los demás, y esa sombra, al crecer, la hubiese alcanzado pese a que tú no la conocías, ni siquiera sabías de su existencia. Después no quise mirarte a la cara durante un tiempo. No te odiaba por eso, porque no lo habías hecho aposta, pero prefería no estar cerca de ti. Entonces empezó a llamarme.
Conforme caía la noche, el reflejo de Louis se veía más claramente en el cristal. Su rostro flotaba en el aire, y tal vez por una tara en el cristal, o por alguna otra cosa, el reflejo parecía duplicarse, pero el caso es que una segunda presencia pendía en la naciente penumbra detrás de él, una presencia de rasgos indistinguibles, en cuyos ojos brillaban las estrellas.
– La oigo por la noche. Primero creí que era la voz de alguien del edificio, pero cuando salí del apartamento para comprobarlo, dejé de oírla. Sólo la percibía dentro. Sólo la oigo cuando no hay nadie más. Es su voz, pero no está sola. La acompañan otras voces, muchas, y todas pronuncian nombres distintos. Ella me llama a mí. Cuesta entenderla, porque alguien no quiere que me llame. Al principio, no le importaba, porque creía que nadie se preocupaba por ella, pero ahora se ha dado cuenta de que no le conviene. Quiere que se calle. Está muerta, pero sigue llamando, como si no tuviera paz. Está siempre llorando. Tiene miedo. Todos tienen miedo.
»Y entonces supe que tal vez no fuera casualidad que tú nos encontrases a Ángel y a mí, o que nosotros te encontrásemos a ti. No entiendo todo lo que te pasa, pero sí sé una cosa: todo lo sucedido tenía que ocurrir, y estamos todos implicados. Siempre ha estado al acecho, y ninguno de nosotros puede escapar. No se te puede echar la culpa. Ahora lo sé. Claro que se podía haber llevado a otras mujeres, pero entonces ¿qué? Habrían desaparecido, y serían sus voces las que llamarían, pero nadie las oiría y a nadie le importaría. Así, nosotros la oímos y vinimos.
Por fin se volvió hacia mí, y la mujer que flotaba en el aire nocturno se desvaneció.
– Quiero que deje de llorar -dijo Louis, y vi con toda claridad las arrugas en su cara y el cansancio en sus ojos-. Quiero que todos dejen de llorar.
Esa noche Walter Cole me telefoneó al móvil. Había hablado con él antes de marcharme y le había contado todo lo que sabía.
– Tu voz suena como si estuvieras a miles de kilómetros de aquí -dijo- y, yo que tú, seguiría así. Prácticamente todas las personas con las que has hablado de este asunto están muertas, y la gente pronto empezará a buscarte para que contestes a unas cuantas preguntas. Es posible que no quieras oír ciertas cosas. Neddo ha muerto. Alguien le hizo unos cortes bastante feos. Podría ser que lo torturaran para sonsacarle información, sólo que tenía un trapo metido en la boca, así que aun en el supuesto de que hubiera tenido algo que decir, no habría podido hablar. Pero eso no es lo peor. Reid, el monje que habló contigo, fue asesinado a puñaladas delante de un bar en Hartford. El otro monje denunció el hecho a la policía mediante una llamada telefónica, pero o bien su orden lo protege, o realmente no saben dónde está.
– ¿La policía cree que lo mató él? Si es así, se equivocan.
– Sólo quieren hablar con él. Reid tenía sangre en la boca, y no era la suya. A menos que coincida con la de Bartek, éste está libre de sospecha. Parece que Reid mordió a su asesino. La muestra de sangre ha sido enviada con carácter de urgencia a un laboratorio privado. Tendrán los resultados dentro de un par de días.
Yo ya sabía qué encontrarían: ADN viejo, degradado. Y me pregunté si la voz de Reid se había unido a la de Alice en ese lugar oscuro en el que las víctimas de Brightwell pedían a gritos la liberación. Di las gracias a Walter, colgué y reanudé la vigilancia del osario.
Sekula llegó el segundo día por la mañana. No iba solo. Un conductor esperaba al volante del Audi gris, y Sekula entró en el osario acompañado de un hombre de baja estatura, en vaqueros y chaquetón. Al cabo de media hora salieron y subieron por la escalera a la capilla. No se quedaron mucho tiempo.
– Está comprobando la alarma -dijo Ángel-. El bajito debe de ser el experto.
– ¿Es buena? -pregunté.
– Ayer le eché un vistazo. No es tan buena como para evitar que entren. Ni siquiera parece que la hayan modernizado desde la última vez que forzaron la entrada.
Los dos hombres salieron de la capilla y, tras recorrer el perímetro del edificio, volvieron al Audi y se marcharon.
– Podríamos haberlos seguido -dijo Louis.
– Podríamos -contesté-, pero ¿para qué? Tienen que volver.
Ángel se pellizcaba el labio inferior.
– ¿Cuánto tardarán? -pregunté.
– Yo lo haría lo antes posible si la alarma no supone ningún problema. Esta noche, tal vez.
Seguramente tenía razón. Vendrían, y entonces lo sabríamos todo.
Junto a la tienda U Balanu, enfrente del osario, había un pequeño patio que en verano hacía las veces de terraza del restaurante. Era de fácil acceso, y allí se apostó Louis poco después de oscurecer. Yo estaba en la habitación del hotel, desde donde disfrutaba de una buena vista de todo lo que ocurría. Louis y yo habíamos acordado que ninguno de nosotros actuaría por iniciativa propia. Ángel se hallaba en el cementerio. Un pequeño cobertizo con el tejado rojo se alzaba a la izquierda del osario. Tenía las ventanas rotas, pero protegidas con rejas de acero negro. En su día debió de ser la caseta del sepulturero, pero ahora sólo contenía tejas de pizarra, ladrillos, tablones y un neoyorquino aterido de frío.
Tenía el móvil en modo vibración. Reinaba el silencio, salvo por el murmullo lejano del tráfico. Y así esperamos.
El Audi gris llegó poco después de las nueve. Primero dio una vuelta completa a la manzana y luego aparcó en Starosedlecka. Unos minutos después apareció un segundo Audi negro y una furgoneta verde inidentificable, con barro acumulado en los neumáticos y el rótulo dorado en los laterales deslucido e ilegible. Sekula salió del primer coche acompañado del especialista en alarmas, un hombre de baja estatura, y una segunda figura con pantalón negro y un abrigo con capucha que le llegaba hasta los tobillos. Llevaba la capucha puesta, ya que ese día la temperatura había descendido notablemente. Incluso a Sekula lo reconocí sólo por la altura, ya que una bufanda le tapaba la boca y un gorro de punto negro le cubría la cabeza.
Del segundo vehículo salieron tres personas. Una era la encantadora señorita Zahn, al parecer indiferente al frío. Llevaba el abrigo desabrochado y la cabeza descubierta. Dada la temperatura de lo que le corría por las venas, la noche debía de parecerle templada. La segunda persona era un hombre de pelo cano a quien no reconocí. Empuñaba una pistola. El tercero era Brightwell. Vestía aún la misma ropa beis. Al igual que la señorita Zahn, no parecía molestarle el frío más de la cuenta. Retrocedió hacia la furgoneta y habló con uno de los dos hombres que estaban dentro. Por lo visto, pensaban llevarse la estatua si la encontraban.
Los dos hombres se bajaron de la cabina y siguieron a Brightwell hasta la puerta de atrás de la furgoneta. Al abrirla salieron otros dos hombres, envueltos en varias capas de ropa para el frío viaje en la parte trasera sin calefacción. Después, tras una breve consulta, Brightwell condujo a la señorita Zahn, a Sekula, al individuo desconocido de la capucha y al especialista en alarmas a la verja del cementerio. Uno de los ayudantes los siguió. Ángel había vuelto a cerrar la verja al entrar para ir al cobertizo; Brightwell, no obstante, se limitó a cortar la cadena y el grupo entró en el recinto del osario.
Hice un rápido recuento. Fuera teníamos al conductor del Audi y los tres del equipo de la furgoneta. Dentro del recinto había otros seis. Avisé a Louis por el móvil.
– ¿Qué ves? -pregunté.
– Ahora a un hombre en la puerta del osario, dentro del recinto -contestó en voz baja-. El conductor, de pie junto a la puerta del acompañante, de espaldas a mí.
Lo oí cambiar de postura.
– Dos de los aficionados de la furgoneta en cada esquina, vigilando la calle. Otro en la verja.
Reflexioné.
– Dame cinco minutos. Rodearé la furgoneta y me ocuparé de los dos tipos de las esquinas. Tú encárgate del conductor y del hombre de la verja. Dile a Ángel que le toca la puerta. Te avisaré cuando esté listo para actuar.
Salí del hotel y di la vuelta a la manzana lo más deprisa posible. Al final, tuve que saltar una tapia y atravesar un parque con una zona infantil; tenía el cementerio a mi izquierda. Telefoneé a Ángel cuando entré en el parque.
– Estoy en el parque detrás de ti. No me dispares.
– Sólo por esta vez. Avanzaré al mismo tiempo que tú.
Oí un pequeño ruido procedente del cementerio cuando Ángel salió del cobertizo, y luego volvió a reinar el silencio.
Encontré una verja en el otro extremo del parque. La abrí con el mayor sigilo. A mi izquierda, sólo veía la parte trasera de la furgoneta. Me mantuve pegado a la tapia hasta que empezó a curvarse hacia la entrada principal. En la verja se dibujaba claramente la silueta del vigilante. Si intentaba cruzar la calle, me vería con toda probabilidad.
Volví a telefonear a Louis.
– Cambio de planes -dije-. Ángel cubrirá la puerta y la verja.
Dentro del cementerio, el vigilante del osario encendió un cigarrillo. Se llamaba Gary Toolan, y no era más que un delincuente norteamericano a sueldo radicado en Europa. En esencia le gustaban sólo las mujeres, la bebida y hacer daño a los demás, pero algunas de las personas para quienes trabajaba en ese momento le daban grima. Por alguna razón eran distintos: extraños. El del pelo blanco, la tía buena con la piel rara y, sobre todo, el gordo del cuello hinchado lo ponían nervioso. No sabía qué habían ido a hacer allí, pero de una cosa estaba seguro: tenía su número, y por eso le habían pagado por adelantado. Si intentaban algo, él ya había cobrado, tenía una pistola de reserva y los hombres que había proporcionado a estos bichos raros se pondrían de su parte en caso de que surgieran problemas. Toolan dio una larga calada al cigarrillo. Cuando tiró la cerilla, las sombras se movieron a su lado, y tardó un segundo en darse cuenta de que la luz decreciente y la oscuridad cambiante no guardaban relación.
Ángel le descerrajó un tiro en la sien y se encaminó hacia la verja.
Louis consultó el reloj. Aún tenía el teléfono pegado al oído. Esperé.
– Tres -contó Louis-. Dos, uno. Ya.
Se oyó el leve ruido de una detonación amortiguada y el hombre junto a la verja se desplomó al recibir por detrás un disparo de Ángel. Eché a correr.
El conductor del Audi se llevó de inmediato la mano al arma, pero Louis ya iba hacia él. El conductor pareció intuir su presencia en el último momento, porque empezaba a volverse cuando la bala de Louis lo penetró por la parte de atrás de la cabeza. En ese instante uno de los hombres de la esquina gritaba algo. Corrió hacia la cabina de la furgoneta y casi consiguió abrir la puerta antes de deslizarse por el flanco del vehículo e intentar tocarse los riñones, donde lo había alcanzado mi primer balazo. Lo rematé en el suelo y acabé con el último hombre al mismo tiempo que él disparaba. La bala hizo saltar un trozo de erosionada mampostería de la pared junto a mi cabeza, pero para entonces el autor del disparo ya había muerto.
Louis arrastraba ya el cuerpo del conductor al patio del restaurante. Se detuvo cuando oyó el disparo. Nadie salió de las casas cercanas para ver qué ocurría. O habían confundido el tiro con el petardeo de un tubo de escape, o preferían no saber qué era. Oculté los cadáveres de los dos hombres bajo la furgoneta, donde no se verían fácilmente, y a continuación Louis y yo corrimos hacia el osario» Ángel estaba agachado en la puerta, lanzando sucesivas miradas al interior.
– Me he cargado a otro dentro -dijo-. Ha oído el tiro y ha salido corriendo. Parece que han levantado una piedra de la cripta, y hay una luz al lado del agujero, pero no creo que haya nadie ahí dentro. Deben de estar bajo tierra.
El calor dentro del osario era intenso. Al principio temí volver a sentir las mismas náuseas que el día anterior y confirmar así los peores temores de Louis sobre mí, pero cuando miré a Ángel y a Louis, los dos habían empezado a sudar copiosamente. Percibíamos el sonido de un goteo a nuestro alrededor, ya que hilos de agua caían del techo y las paredes mojando los huesos y resbalando como lágrimas por las mejillas blancas de los muertos. El cuerpo del especialista en alarmas yacía junto a la puerta, ya salpicado de agua.
La piedra de la cripta había sido extraída de su sitio y ahora se encontraba a un lado de la entrada, junto a una lámpara de pilas encendida. Bordeamos el agujero, procurando que no se nos viera desde abajo. Me pareció percibir, aunque muy tenuemente, el sonido de unas voces, y luego una fricción de piedra sobre piedra. Una escalera de toscos peldaños se adentraba en la oscuridad, y se veía una insinuación de luz procedente de una fuente fuera del alcance de la vista dentro de la propia cripta.
Ángel me miró. Yo miré a Ángel. Louis nos miró a los dos.
– Estupendo -susurró Ángel-. Estupendo. Deberíamos llevar dianas en el pecho.
– Tú te quedas aquí -dije-. Escóndete en la oscuridad junto a la puerta. Si llega alguno más, no conviene que nos atrape ahí abajo.
Ángel no se opuso. En su lugar, tampoco yo me habría opuesto. Louis y yo nos acercamos a la escalera sin ser vistos. Uno de los dos tendría que bajar primero.
– ¿Cómo lo hacemos? -pregunté-. ¿Por edad o por belleza?
Louis avanzó y pisó el primer peldaño.
– Las dos cosas -contestó.
Me rezagué un par de pasos mientras él bajaba. El suelo del osario, que a la vez era el techo de la cripta, tenía un grosor de más de cincuenta centímetros, así que no vimos nada hasta que nos hallábamos a medio entrar, e incluso entonces la mitad de la cripta quedaba a oscuras. A nuestra izquierda había una serie de nichos, cada uno ocupado por una tumba de piedra. Todas estaban adornadas con escudos de armas o representaciones de la resurrección en relieve. A la derecha había más tumbas dispuestas de manera parecida, pero uno de los sarcófagos de piedra había sido volcado y los restos de su ocupante desparramados por el suelo de baldosas. Los huesos llevaban mucho tiempo desarticulados, pero me pareció ver ligeros rastros de la mortaja con la que habían dado sepultura al cadáver. El nicho, en ese momento vacío, revelaba una abertura rectangular previamente oculta por el sepulcro, quizá de un metro veinte de altura y poco más o menos lo mismo de anchura. Vi que se filtraba luz por la brecha desde el otro lado. Allí las voces se oían mejor y la temperatura había aumentado perceptiblemente. Era como estar en la boca de un horno, a punto de ser consumido por las llamas.
Sentí un soplo de aire un poco más fresco en el cuello, y al instante me volví a la derecha apartando a Louis de un empujón con todas mis fuerzas antes de echarme cuerpo a tierra. Algo surcó el aire y alcanzó una de las columnas que sostenían la bóveda. Me llegó el vago aroma de un perfume a la vez que oía gruñir a la señorita Zahn, sorprendida por el impacto de la palanca contra la piedra. Lancé un violento golpe con el talón e hice blanco a la altura de su rodilla. Le cedió la pierna y gritó, pero blandió la palanca instintivamente en dirección a mí cuando intenté levantarme, y ésta me golpeó en el codo derecho; el dolor se propagó por todo el brazo de inmediato paralizándomelo. Se me cayó la pistola y me vi obligado a arrastrarme hacia atrás hasta topar de espaldas con la pared y entonces pude ponerme en pie ayudándome de la mano izquierda. Oí el estampido de un disparo, que, a pesar del silenciador, reverberó intensamente en el espacio cerrado. No supe dónde estaba Louis hasta que acabé de levantarme con dificultad y lo vi arrimado a una de las tumbas, enzarzado en un combate cuerpo a cuerpo con Sekula. La pistola del abogado estaba en el suelo, pero mantenía apartada con la mano izquierda el arma de Louis mientras le arañaba la cara con la derecha, buscando tejidos blandos. Yo no podía intervenir. Pese al dolor, la señorita Zahn renqueaba en torno a mí, al acecho, en espera de una nueva oportunidad de atacar. Se había quitado el abrigo por el calor, y en sus intentos de golpearme se le habían saltado los botones de la blusa negra. La iluminó un haz de luz y vi los tatuajes. Parecían moverse al resplandor de la linterna: los rostros se contraían y distorsionaban, los grandes ojos parpadeaban, las pupilas se dilataban. Una boca se abrió y reveló unos diminutos dientes felinos. Una cabeza se volvió, achatándose aún más la nariz, como si otro ser vivo dentro de ella hubiese aplastado la cara contra su epidermis desde dentro intentando atravesarla por la fuerza y salir al mundo exterior. Todo su cuerpo era una efervescente galería de máscaras grotescas, y me resultaba imposible desviar la mirada. Ejercía un efecto casi hipnótico, y me pregunté si era así como sometía a sus víctimas antes de eliminarlas, sumiéndolas en un trance al acercarse para matar.
Me dolía el brazo derecho y tenía la sensación de que el calor extraía toda la humedad de mi cuerpo. No entendí por qué no me disparaba sin más. Tambaleándome, retrocedí ante un amago de la señorita Zahn. Perdí el equilibrio y en el momento en que la palanca trazaba un amplio arco hacia mi cabeza, una voz exclamó «¡Eh, zorra!» y una bota alcanzó a la señorita Zahn en la mandíbula y se la partía con un sonoro chasquido. Conmocionada, cerró los ojos, y a la tenue luz me pareció ver que las caras en su cuerpo reaccionaban también: los ojos se cerraron por un instante, las bocas se abrieron en mudos lamentos de dolor. La señorita Zahn miró hacia la escalera, donde Ángel yacía de costado justo por debajo del techo. Aún tenía la pierna derecha extendida y sostenía por encima la pistola del cuarenta y cinco.
La señorita Zahn soltó la palanca y levantó la mano izquierda. Ángel disparó, y la bala le traspasó la palma de la mano. Apoyada en la pared, se desplomó lentamente, dejando un rastro de materia oscura. Mantuvo un ojo abierto, pero el otro era una herida negra y roja. Pestañeó una vez, y de nuevo todos los ojos tatuados de su piel parecieron parpadear al mismo tiempo; luego cerró el ojo, y los párpados pintados en su cuerpo se entornaron lentamente hasta que por fin cesó todo movimiento.
Mientras la señorita Zahn moría, la energía pareció abandonar a Sekula. Al encorvarse, le dio a Louis la oportunidad que buscaba. Hincó el cañón de la pistola en la carne blanda bajo la barbilla de Sekula y apretó el gatillo. El ruido del disparo reverberó alrededor una vez más, y el sonido halló expresión material en el oscuro surtidor que manchó el techo abovedado. Louis soltó a Sekula y dejó que se desplomase en el suelo.
– Se ha detenido -dijo Louis señalando a Sekula-. Me tenía apuntado con su pistola y se ha detenido.
Parecía perplejo.
– Me dijo que se creía incapaz de matar a un hombre -expliqué-. Supongo que era verdad.
Desfallecido, me apoyé en la pared húmeda de la cripta. Me dolía mucho el brazo, pero no parecía tener ningún hueso roto. Di las gracias a Ángel con un gesto, y volvió a su puesto en el osario. Más allá se encontraba la cavidad en la pared.
– Esta vez tú primero -dijo Louis.
Miré los restos de la señorita Zahn y de Sekula.
– Al menos puede que vea a la próxima persona que nos ataque -comenté.
– Ella tenía un arma -dijo él señalando la pistola en el cinto de la señorita Zahn-. Podría haberte pegado un tiro.
– Me quería vivo -expliqué.
– ¿Por qué? ¿Por tus encantos?
Negué con la cabeza.
– Creía que yo era como ella, y como Brightwell.
Me agaché y entré por la abertura, oyendo los pasos de Louis a mis espaldas. Nos hallábamos en un túnel largo; el techo, de poco más de un metro ochenta de altura, impedía a Louis erguirse por completo. Se extendía al frente en la oscuridad, con una suave curva a la derecha. A ambos lados había huecos o celdas que aparentemente, en su mayoría, sólo contenían lechos de piedra, aunque a veces también cuencos rotos y botellas de vino vacías en el suelo, prueba de que en algún momento habían estado ocupados. Todas las celdas estaban provistas de una reja levadiza, una especie de rastrillo que se levantaba y bajaba mediante un sistema de poleas y cadenas instalado en el exterior. Casi todas las rejas se hallaban alzadas, pero encontramos una a la derecha cerrada. Dentro, iluminé con la linterna unos restos humanos envueltos en ropa. El cráneo conservaba aún parte del pelo, y la ropa estaba relativamente intacta. Despedía un olor fétido.
– ¿Qué es esto? -preguntó Louis.
– Podría ser una cárcel.
– Por lo visto, se olvidaron de que tenían un huésped aquí abajo.
Algo se agitó en la celda cerrada. «Una rata», pensé. «Es sólo una rata. Tiene que serlo.» Quienquiera que fuese el que yacía en esa celda llevaba mucho tiempo muerto. Era piel hecha jirones y hueso amarillento, nada más.
Y en ese momento el hombre se movió en su camastro pétreo. Arrastró las uñas por la piedra, estiró la pierna derecha casi de manera imperceptible y ladeó ligeramente la cabeza. Le requirió sin duda un esfuerzo colosal. Vi trabajar cada uno de los músculos consumidos de sus brazos secos, y tensarse cada tendón de la cara al intentar hablar. Tenía las facciones muy hundidas en el cráneo, como si se succionasen lentamente desde dentro. Los ojos eran como frutas podridas en las cuencas vacías, apenas visibles detrás de su mano descarnada mientras intentaba protegerse de la luz al tiempo que trataba de ver a quienes estaban detrás.
Louis dio un paso atrás.
– ¿Cómo puede seguir vivo? -preguntó sin poder disimular su asombro. Nunca lo había oído hablar en ese tono.
Como la media vida de un isótopo. Sólo podía explicarlo así. El proceso de la muerte, pero con su inevitable final postergado hasta límites inimaginables. Quizá, como Kittim, este hombre desconocido era prueba de esa creencia.
– Da igual -dije-. Déjalo.
Vi que Louis levantaba la pistola. El gesto me sorprendió. No acostumbraba a dejarse llevar por actos de misericordia convencionales. Apoyé la mano en el cañón del arma y lo obligué a bajarla con delicadeza.
– No -dije.
El ser tendido en la losa de piedra intentó hablar. Vi la desesperación en sus ojos y casi sentí algo de la compasión de Louis por él. Me volví y oí que Louis me seguía.
A esas alturas estábamos ya a una considerable profundidad bajo tierra, y lejos del cementerio. Por la dirección que seguíamos, deduje que nos hallábamos en algún punto entre el osario y el emplazamiento del antiguo monasterio cercano. Allí había más celdas, muchas con la reja bajada, pero sólo miré en un par al pasar. Era evidente que los hombres encarcelados en su interior estaban muertos, sus huesos separados desde hacía tiempo. Probablemente cometieron errores en el camino, pensé. Era como en los antiguos juicios por brujería: si los sospechosos morían, eran inocentes; si sobrevivían, eran culpables.
El calor era cada vez mayor. Las paredes se notaban calientes al tacto, y la ropa que llevábamos se convirtió en una carga tan pesada que nos vimos obligados a dejar atrás las chaquetas y los abrigos. Un murmullo tumultuoso reverberaba en mi cabeza. Distinguí en medio palabras, pero ya no eran fragmentos de un antiguo ensalmo pronunciados en la locura. Éstas tenían finalidad e intención. Llamaban, apremiaban.
Una luz brillaba ante nosotros. Vimos una sala circular, delimitada por celdas abiertas, y tres faroles en el centro. Detrás se alzaba la silueta obesa de Brightwell. De pie, ante una pared desnuda, intentaba desprender un ladrillo a la altura de la cabeza mediante una palanca. A su lado estaba la figura encapuchada con la cabeza gacha. Brightwell fue el primero en advertir nuestra presencia, porque de pronto se volvió con la palanca todavía en las manos. Pensé que iba a empuñar un arma, pero no lo hizo. De hecho, dio la impresión de que casi se alegraba. Tenía la boca desfigurada, con puntos negros de sutura en zigzag en el labio inferior, donde Reid le había hincado los dientes en su forcejeo final.
– Lo sabía -dijo-. Sabía que vendrías.
La figura a su derecha se quitó la capucha. Vi caer el pelo cano de una mujer y luego su rostro quedó a la vista. A la luz de los faroles, la delicada estructura ósea de Claudia Stern había adquirido un aspecto enjuto y famélico. Con la piel pálida y reseca, abrió la boca para hablar, y tuve la sensación de que los dientes eran más largos que antes, como si las encías se hubieran encogido. Tenía una mancha blanca en el ojo derecho, antes oculta con algún tipo de lente de contacto. Brightwell le entregó la palanca, pero no hizo ademán de venir hacia nosotros, ni de amenazarnos en modo alguno.
– Ya casi hemos acabado -dijo-. Nos alegramos de que estés aquí en este momento.
Claudia Stern introdujo la palanca en la brecha que Brightwell había abierto e hizo fuerza. Vi desplazarse la piedra. Cambió la palanca de posición y la accionó con redoblado esfuerzo. La piedra se ladeó unos treinta grados y por fin quedó perpendicular al muro. En la abertura me pareció percibir un destello. Con un último esfuerzo apartó la piedra, que cayó al suelo mientras ella seguía su trabajo con los otros ladrillos, retirándolos más fácilmente una vez que la brecha estaba abierta. Yo debería haberla detenido, pero no lo hice. Me di cuenta de que también yo deseaba saber qué había detrás de la pared. Deseaba ver El ángel negro. Un amplio recuadro de plata se veía ya claramente a través del agujero. Distinguí la forma de una costilla, y el contorno de lo que acaso fuera un brazo. Era una figura tosca, inacabada, con gotas de plata endurecida en la superficie como lágrimas congeladas.
De pronto, como en respuesta a un impulso imprevisto, Claudia Stern soltó la palanca y metió la mano en el agujero.
Tal era el calor allí dentro que tardé un momento en advertir que la temperatura volvía a subir, pero empecé a sentir que me ardía y escocía la piel, como si me hallase expuesto sin protección a una intensa luz solar. Me miré la piel, casi esperando que empezara a enrojecerse ante mis ojos. Las voces en mi cabeza eran más sonoras, un torrente de susurros como el agua impetuosa de una gran cascada, con un mensaje ininteligible pero de un significado claro. Cerca de Stern comenzó a manar un líquido por las rendijas entre la argamasa, resbalando lentamente por las paredes como gotas de mercurio. Vi que humeaban, y olí el polvo quemado. Lo que había detrás de la pared estaba fundiéndose; la plata se desprendía para mostrar lo que se ocultaba en su interior. Stern miró a Brightwell, y vi la sorpresa en su rostro. Era evidente que aquello no lo habían previsto. Todos los preparativos indicaban que tenían la intención de transportar la estatua de regreso a Nueva York, sin concebir que pudiera derretirse a sus pies. Oí un ruido al otro lado de la pared, como un aleteo, que me hizo volver a la realidad recordándome lo que debía hacer.
Apunté a Brightwell con la pistola.
– Detenía.
Brightwell no se movió.
– No la usarás -dijo-. Volveremos.
A mi lado, Louis pareció dar un respingo. Con el rostro contraído como por un dolor, se llevó la mano izquierda al oído. Entonces lo oí yo también: un coro de voces, elevándose en una súplica cacofónica, todas procedentes de algún lugar en lo más hondo de Brightwell.
Las gotas de plata se habían convertido en hilos que se filtraban por las grietas de las paredes. Me pareció oír más movimiento detrás de las piedras, pero el ruido en mi cabeza era tal que no podía saberlo con certeza.
– Eres un hombre enfermo, deliras -dije.
– Sabes que es verdad -replicó-. Tú mismo lo sientes.
Negué con la cabeza.
– No, te equivocas.
– No hay salvación para ti, ni para ninguno de nosotros -dijo Brightwell-. Dios te arrebató a tu mujer y a tu hija. Ahora te quitará a tu segunda mujer y a tu segunda hija. A él le da igual. ¿Crees que las habría dejado sufrir de esa manera si de verdad le hubiesen importado, si alguien le importase de verdad? ¿Por qué, entonces, crees en él y no en nosotros? ¿Por qué sigues depositando en él tus esperanzas?
No me salía la voz. Tenía la sensación de que me ardían las cuerdas vocales.
– Porque contigo no hay esperanza -contesté.
Lo apunté con cuidado a través de la mira.
– No me matarás -repitió Brightwell, pero su voz traslucía incertidumbre.
De pronto, se movió. Súbitamente estaba en todas partes y en ninguna. Oí su voz en mis oídos, sentí sus manos en la piel. Abrió la boca y mostró aquellos dientes un tanto romos. Me mordía, y mi sangre se derramaba en su boca mientras él hincaba los dientes en mí.
Disparé tres veces, y la confusión cesó. Brightwell tenía el pie destrozado a la altura del tobillo, y una segunda herida por debajo de la rodilla. Había errado el tercer tiro, pensé, y entonces vi propagarse la mancha por su vientre. En su mano apareció un arma. Intentó alzarla, pero Louis se había abalanzado ya sobre él y la apartó.
Pasé junto a ellos, en dirección a Claudia Stern. Tenía su atención concentrada en la pared, hipnotizada por lo que ocurría ante sus ojos. El metal se enfriaba ya en el suelo en torno a sus pies, y no se veía plata a través de la abertura del muro. En lugar de eso, vi un par de costillas negras envueltas en una fina capa de piel, y la parte expuesta aumentaba de tamaño lentamente alrededor de la zona en contacto con su mano. La agarré por el hombro y la alejé de la pared, separándola de lo que se hallaba oculto al otro lado. Lanzó un grito de rabia, y tras el muro se oyó otra voz, como un eco de la suya. Me arañó la cara y me asestó patadas en las espinillas. Vi un destello metálico en su mano izquierda justo antes de que la hoja me hiriera el pecho abriéndome una larga herida desde el costado izquierdo hasta la clavícula. Le di un violento golpe con la base de la mano en la cara y, mientras se tambaleaba hacia atrás, volví a pegarle obligándola a retroceder hasta la entrada de una de las celdas. Intentó apuñalarme, pero esta vez respondí con una patada, y se desplomó en el suelo de piedra. Entré en la celda detrás de ella y, pisándole la muñeca para inmovilizarla, le arranqué el cuchillo de la mano. Intentó escabullirse, pero descargué en ella otro puntapié y la alcancé en la nariz ya rota. Soltó un aullido animal y dejó de moverse.
Sin volverme, salí de la celda. La plata había dejado de manar de las paredes, y el calor parecía haberse disipado un poco. Los hilos de metal en el suelo y la pared empezaban a endurecerse, y ya no se oían ruidos, reales o imaginados, detrás de las piedras. Me acerqué a Brightwell. Louis le había roto la pechera de la camisa y dejado a la vista el vientre moteado. La herida sangraba profusamente, pero aún vivía.
– Sobrevivirá si lo llevamos a un hospital -dijo Louis.
– Lo dejo en tus manos -contesté-. Alice era parte de ti.
Louis dio un paso atrás y bajó la pistola.
– No -dijo-, yo no entiendo nada de esto, pero tú sí.
Aunque tenía el rostro contraído de dolor, Brightwell habló con voz serena.
– Si me matas, te encontraré -me dijo-. Ya te encontré una vez y volveré a encontrarte, por mucho que tarde. Seré tu Dios. Destruiré todo aquello que amas y te obligaré a mirar mientras lo hago pedazos. Y luego tú y yo descenderemos a un lugar oscuro, y yo me quedaré allí contigo. No habrá salvación para ti, ni arrepentimiento, ni esperanza.
Exhaló un suspiro largo y ronco. Yo aún oía el extraño coro de voces cacofónicas, pero el tono había cambiado. Se percibía en él una expectación, un júbilo creciente.
– Ni perdón -susurró-. Nunca tendrás el perdón.
Su sangre se extendía por el suelo. Corría por las rendijas entre las baldosas, llenando las formas geométricas poco a poco en dirección a la celda donde yacía Stern. Aunque otra vez consciente, estaba débil y desorientada. Tendió una mano hacia Brightwell, y él advirtió el movimiento y la miró.
Levanté la pistola.
– Vendré a buscarte -dijo Brightwell.
– Sí, sé que lo harás -contestó ella.
Brightwell tosió y se rascó la herida del vientre.
– Vendré a buscarlos a todos -dijo él.
Le disparé en plena frente, y dejó de existir. Un último aliento surgió de su cuerpo. Sentí un roce fresco en la cara, y olí a sal y aire limpio cuando el gran coro por fin se acalló.
Claudia Stern, arrastrándose por el suelo, intentaba restablecer el contacto con la figura que seguía atrapada al otro lado de la pared. Hice ademán de detenerla, pero de pronto unos pasos se acercaron por el túnel a nuestras espaldas. Louis y yo nos volvimos y nos preparamos para hacerles frente.
Bartek apareció en la puerta. Lo acompañaba Ángel, con una actitud un tanto vacilante. Los seguían otros cinco o seis, hombres y mujeres, y por fin entendí por qué nadie había respondido al disparo en la calle, por qué el sistema de alarma no se había sustituido y cómo un último y vital fragmento del mapa había llegado de Francia a Sedlec.
– Ustedes lo sabían desde el principio -dije-. Tendieron el anzuelo y esperaron a que vinieran.
Cuatro de los acompañantes de Bartek pasaron a nuestro lado y, tras rodear a Claudia Stern, la llevaron de nuevo a rastras hasta la celda abierta.
– Martin me reveló los secretos -respondió Bartek-. Dijo que al final usted estaría aquí. Tenía mucha fe en usted.
– Lo siento. Me he enterado de lo sucedido.
– Lo echaré de menos -dijo Bartek-. Creo que gozaba de los placeres de la vida a través de él.
Oí ruido de cadenas. Claudia Stern empezó a gritar, pero no miré.
– ¿Qué van a hacer con ella?
– En la Edad Media lo llamaban emparedamiento. Una manera terrible de morir, pero una manera peor de no morir, en el supuesto de que ella sea lo que cree que es.
– Y sólo hay una manera de averiguarlo.
– Por desgracia, así es.
– Pero ¿no irán a dejarla aquí?
– A su debido tiempo se trasladará todo y volverá a esconderse. Sedlec ha cumplido su función.
– Era una trampa.
– Pero el cebo tenía que ser real. Lo habrían presentido si la estatua no hubiese estado presente. Debía mantenerse la ficción de su pérdida.
Los gritos de Claudia Stern aumentaron de intensidad y de pronto se acallaron.
– Vamos -dijo Bartek-. Es hora de irse.
Estábamos en el cementerio. Bartek se arrodilló y apartó nieve de una lápida que mostraba una foto de un hombre trajeado de mediana edad.
– Hay muertos -dije.
Bartek sonrió.
– Esto es un osario, dentro de un cementerio -respondió-. Nos será fácil ocultarlos. Aun así, ha sido una lástima que Brightwell no sobreviviera.
– He tomado una decisión.
– Martin le tenía miedo. Y hacía bien. ¿Ha dicho algo Brightwell antes de morir?
– Ha prometido encontrarme.
Bartek apoyó la mano en mi brazo derecho y me dio un suave apretón.
– Que crean lo que quieran. Martin me dijo algo sobre usted, antes de morir. Dijo que si algún hombre ha expiado sus faltas, por terribles que sean, ése es usted. Merecido o no, ha recibido castigo más que suficiente. No se castigue usted más aún. Brightwell, o algo como él, existirá siempre en este mundo; otros también. Al mismo tiempo, siempre habrá hombres y mujeres dispuestos a enfrentarse a estos seres y todo lo que representan, pero con el tiempo usted no estará entre ellos. Usted descansará, con una lápida como ésta sobre la cabeza, y se reunirá con quienes ha amado y quienes lo amaron a usted.
»Pero recuerde: para ser perdonado tiene que creer en la posibilidad del perdón, tiene que pedirlo, y le será concedido. ¿Lo entiende?
Asentí con la cabeza. Me ardían los ojos. Rescaté las palabras de mi infancia, de confesonarios oscuros ocupados por sacerdotes invisibles y un Dios terrible en su misericordia.
– Perdóname, padre, porque he pecado…
Y las palabras brotaron de mí como un cáncer que cobra forma, una avalancha de pecados y pesares expulsados de mi cuerpo. Y a su debido tiempo oí dos palabras, y Bartek acercó su rostro al mío al susurrármelas al oído.
– Te absolvo -dijo-. ¿Me oye? Está absuelto.
Lo oí, pero no me lo pude creer.