La localidad de Sedlec se encuentra a unos cincuenta kilómetros de la ciudad de Praga. Un viajero poco curioso, disuadido tal vez por los insípidos barrios residenciales, quizá no se molestaría siquiera en detenerse allí, y preferiría seguir hasta la ciudad vecina y más conocida de Kutná Hora, que en la actualidad prácticamente ha absorbido a Sedlec. Sin embargo, no siempre ha sido así, ya que esta parte del antiguo reino de Bohemia fue una de las mayores productoras de plata del mundo medieval. A finales del siglo XIII, un tercio de la plata europea procedía de esta región, pero en el siglo X allí ya se acuñaban monedas de plata. La plata atraía a muchas personas a este lugar, que se convirtió en un serio rival de Praga en la lucha por la supremacía económica y política. Llegaron intrigantes, aventureros, mercaderes y artesanos. Y, allí donde había poder, estaban también los representantes de un poder que se situaba por encima de todos los demás. Allí donde había riqueza estaba la Iglesia.
El primer monasterio cisterciense fue fundado en Sedlec por Miroslav de Cimburk en 1142. Sus monjes, procedentes de la abadía de Valdsassen, en el Palatinado Superior, acudieron allí seducidos por la promesa del mineral de plata, ya que Valdsassen era, en la línea del de Morimondo, uno de los monasterios vinculados a la minería. (Los cistercienses, por decirlo de algún modo, mostraron una actitud pragmática respecto a la riqueza y su acumulación.) Es evidente que el mismísimo Dios veía sus hazañas con buenos ojos, ya que se encontraron depósitos de plata en las tierras del monasterio a finales del siglo XIII y, como resultado, creció la influencia del Císter. Por desgracia, Dios pronto volcó sus atenciones en otra dirección, y hacia finales de siglo el monasterio sufrió la primera de sus numerosas destrucciones a manos de hombres hostiles, un proceso que llegó a su máximo apogeo en el ataque de 1421, que lo dejó reducido a escombros humeantes. Ése fue el asalto que señaló la primera aparición de los Creyentes.
Sedlec, Bohemia, 21 de abril de 1421
El fragor de la batalla había cesado. Ya no sacudía los muros del monasterio, ni los monjes se sentían atribulados por el tenue polvo gris que llovía sobre sus hábitos blancos y se acumulaba en sus tonsuras de tal modo que los jóvenes parecían viejos y los viejos parecían aún más viejos. Al sur, a lo lejos, aún se elevaban las llamas y los cadáveres de las víctimas se amontonaban tras las rejas del cementerio cercano, aumentando a diario de número, pero ahora los grandes ejércitos permanecían en silencio y vigilantes. A pesar de que el hedor era insoportable, los monjes se habían acostumbrado a él después de tantos años de tratar con los muertos, ya que los huesos se apilaban para siempre como yesca en torno al osario, contra las paredes, al vaciar las tumbas y sepultar nuevos restos en su lugar, en un gran ciclo de enterramiento, descomposición y exposición. Cuando el viento soplaba del este, el humo venenoso del mineral fundido se sumaba a la mezcla, y aquellos que se veían obligados a trabajar al aire libre tosían hasta que los hábitos les quedaban salpicados de sangre.
El abad de Sedlec estaba en la puerta de sus aposentos, a la sombra de la iglesia conventual del monasterio. Era heredero del gran abad Heidenreich, emisario y consejero de reyes, que había muerto hacía un siglo pero había transformado el monasterio en un centro de influencia, poder y riqueza -con la ayuda de los grandes depósitos de plata descubiertos en las tierras de la orden-, aunque sin olvidar nunca sus deberes para con los menos afortunados entre los hijos de Dios. Así, se alzó una catedral junto a un hospital, se erigieron capillas improvisadas entre los asentamientos mineros autorizados por Heidenreich, y los monjes enterraron a gran cantidad de muertos sin la menor protesta ni queja. Era irónico, pensó el abad, que en los logros de Heidenreich residieran las semillas que, al crecer, habían condenado a la comunidad a su fatídico destino, atrayendo como un imán a las fuerzas católicas y su adalid, Segismundo, el emperador del Sacro Imperio Romano y aspirante a la corona bohemia. Sus ejércitos se hallaban acantonados en torno a Kutná Hora, y los esfuerzos del abad para mantener cierta distancia entre el monasterio y las fuerzas imperiales no habían dado fruto. Las famosas riquezas de Sedlec eran una tentación para todos, y el abad ya había dado refugio a los monjes cartujos de Praga, cuyo monasterio había sido destruido unos años antes durante los estragos causados tras la muerte de Venceslao IV. Aquellos dispuestos a saquear Sedlec no necesitaban mayor incentivo para el ataque, y con la llegada de Segismundo su destrucción era inevitable.
Fue la ejecución del reformador Jan Hus lo que precipitó estos acontecimientos. El abad había visto en cierta ocasión a Hus, un sacerdote ordenado de la Universidad de Praga, donde fue decano de la facultad de letras y más tarde rector, y su entusiasmo lo había impresionado favorablemente. No obstante, el instinto reformista de Hus era peligroso. Tres papas distintos, en conflicto, reclamaban el papado: Juan XXIII, italiano, el cual, obligado a huir de Roma, se había refugiado en Alemania; Gregorio XXII, francés; y Benedicto XIII, español. Los dos últimos ya habían sido depuestos una vez, pero se negaban a aceptar su destino. En esa época, la exigencia de Hus de una Biblia en checo, así como su porfiada insistencia en dar misa en checo en lugar de latín, lo llevaron inevitablemente a ser tachado de hereje, acusación que se vio exacerbada cuando abrazó las creencias del anterior hereje, John Wycliffe, y declaró al malvado Juan XXIII el Anticristo, opinión que el abad, al menos en el fondo de su alma, no tenía intención de discutir. No era de extrañar, pues, que Hus fuera excomulgado.
Emplazado ante el Concilio de Constanza en 1414 por Segismundo para expresar sus quejas, Hus fue encarcelado y procesado por herejía. Se negó a retractarse, y en 1415 fue llevado al «Lugar del diablo», el sitio de ejecución en un prado cercano. Lo desnudaron, lo ataron de pies y manos a una estaca con cuerdas mojadas y lo encadenaron a un poste por el cuello. Le empaparon la cabeza de aceite y apilaron yesca y paja en torno a él cubriéndolo hasta el cuello. Las llamas tardaron media hora en prender, y Hus se asfixió finalmente a causa del espeso humo negro. Después lo descuartizaron, le rompieron los huesos y abrasaron el corazón en una fogata al aire libre. Por último, incineraron los restos, introdujeron las cenizas a paladas en el cuerpo sin vida de un buey y lo arrojaron todo al Rin.
Los seguidores de Hus en Bohemia, indignados por la muerte que había sufrido, juraron defender su doctrina hasta la última gota de sangre. Se declaró una cruzada contra ellos, y Segismundo mandó a Bohemia un ejército de veinte mil hombres para sofocar el alzamiento, pero los husitas los aniquilaron, encabezados por Jan Ziska, un caballero tuerto que transformó carretas en carros de combate y llamó a sus hombres «guerreros de Dios». Ahora Segismundo se lamía las heridas y planeaba su siguiente maniobra. Se había pactado un tratado de paz, por el que se perdonaba la vida a aquellos que se adhirieran a los Cuatro Artículos husitas de Praga, incluida la renuncia del clero a los bienes materiales y toda forma de autoridad seglar, un artículo que, obviamente, el abad de Sedlec no estaba dispuesto a aceptar. Ese mismo día, horas antes, los habitantes de Kutná Hora habían marchado hasta el monasterio de Sedlec, alrededor del cual se hallaban concentradas las tropas husitas, para rogar misericordia y perdón, ya que, en la ciudad, se sabía que los seguidores de Hus habían sido arrojados vivos a los pozos de las minas, y los ciudadanos temían las consecuencias si no se hincaban de rodillas ante las tropas atacantes. El abad escuchó mientras ambos bandos entonaban el Te Deum en aceptación de la tregua, y sintió náuseas ante la hipocresía de aquel acto. Los husitas no saquearían Kutná Hora, ya que su industria minera y su ceca eran demasiado valiosas, pero en cualquier caso querían asegurarse su propiedad. Todo aquello no era más que falsas apariencias, y el abad sabía que en breve ambos bandos volverían a enzarzarse por las grandes riquezas de la ciudad.
Los husitas se habían replegado a cierta distancia del monasterio, pero el abad aún veía sus fogatas. No tardarían en llegar, y no perdonarían a nadie que encontraran entre sus muros. Lo poseía la ira y la pena. Amaba el monasterio. Había participado en las obras más recientes, y la construcción misma de sus lugares de culto había sido un acto de contemplación y meditación en igual medida que los oficios celebrados entre sus paredes, pues cada piedra se hallaba imbuida de espiritualidad, y el severo ascetismo de sus líneas era una medida de precaución contra cualquier distracción del rezo y la contemplación. Su iglesia, la mayor de su género en el país, tenía forma de cruz latina, y se integraba de manera armoniosa en la formación natural del valle ribereño de la región mediante un eje central que orientaba el coro en la misma dirección que las aguas del río en lugar de hacia el este. Así y todo, la iglesia conventual era también una compleja variación del proyecto original diseñado por el fundador de la orden, Bernardo de Clairvaux, y estaba impregnada del amor de éste por la música, que se manifestaba en su fe en el misticismo de los números basado en la teoría agustiniana de la música y su aplicación a las proporciones de los edificios. La pureza y el equilibrio eran expresiones de la armonía divina, y por eso la iglesia conventual de la Asunción de Nuestra Señora y San Juan Bautista era un himno mudo y hermoso a Dios, cada columna una nota; cada arco perfecto, un Te Deum.
Ahora esta extraordinaria estructura corría el peligro de ser destruida por completo, pese a que, en su simplicidad y ausencia de ornamentos innecesarios, simbolizaba en sí misma las cualidades que los reformistas más deberían haber valorado. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, el abad introdujo la mano entre los pliegues de su hábito y extrajo una piedra pequeña. En ella había incrustada una diminuta criatura, distinta de todo aquello que, a lo largo de su vida, el abad había visto, ya fuera caminar, reptar o nadar, y transformada por entonces en piedra, petrificada como si un basilisco la hubiese atrapado bajo su mirada. Semejaba un caracol, sólo que la concha era mayor, y su espiral más apretada. Uno de los peones la había encontrado mientras excavaba en busca de mineral a la orilla del río y se la había regalado al abad. Se decía que antiguamente ese lugar estuvo cubierto por un gran mar, desaparecido hacía ya mucho tiempo, y el abad se preguntaba si ese diminuto animal había surcado alguna vez sus profundidades antes de quedar varado al retroceder el mar y ser absorbido poco a poco por la tierra. Acaso fuera una reliquia del Diluvio Universal; si era así, su pareja debía de existir aún, sin duda, en algún lugar del orbe, pero el abad, para sus adentros, albergaba la esperanza de que eso no fuera así. Él le atribuía un valor a esa piedra por su rareza, y se le antojaba a la vez triste y hermosa en su fugacidad. Se le había pasado el tiempo, tal como el tiempo del abad tocaba en ese momento a su fin.
Temía a los husitas, pero también sabía que otros amenazaban el carácter sagrado del monasterio, y todo se reducía a qué enemigo irrumpiría primero por sus puertas. Habían llegado rumores a sus oídos, historias destinadas a él y sólo a él: relatos de mercenarios con un bidente marcado a fuego, encabezados por un Capitán con un ojo manchado, a quien seguía los pasos de cerca un demonio de hombre, un gordo feo y tumoroso. Según sus informadores, no estaba claro a qué bando rendían tributo los soldados del Capitán, pero el abad suponía que eso importaba poco. Esa clase de hombres adoptaba banderas de conveniencia para ocultar sus verdaderos propósitos, y su lealtad era un fuego que ardía deprisa y sin calor y sólo dejaba cenizas a su paso. Sabía qué buscaban. Al margen de lo que creyesen los ignorantes, en Sedlec quedaba poca riqueza. El más afamado tesoro del monasterio, una custodia de plata enchapada en oro, se lo habían confiado a los agustinos de Klosterneuburg hacía seis años. Quienes saqueasen aquel lugar encontrarían pocas riquezas eclesiásticas que repartirse.
Pero al Capitán no le interesaban esas bagatelas.
Y por tanto el abad había empezado a prepararse para lo que se avecinaba, pese a que la amenaza de destrucción estaba cerca. A veces los monjes oían voces de mando lejanas; en otras ocasiones les llegaban los gritos de los heridos y los moribundos a las puertas del monasterio. Aun así, no se interrumpían en su trabajo. Los caballos estaban ensillados, y un enorme carro cubierto, uno de los dos construidos expresamente para el abad, aguardaba junto a la entrada oculta al jardín del monasterio. Sus ruedas se habían hundido en el barro a causa del peso que transportaba. Los caballos tenían los ojos muy abiertos y echaban espumarajos por la boca, como si fueran conscientes de la naturaleza de la carga depositada en ellos. Casi era la hora.
«Una gran sentencia se ha dictado contra ti. Él te atará…»
Herejía, pensó el abad cuando esas palabras acudieron espontáneamente a él. Incluso la posesión del Libro de Enoc, condenado como escritura apócrifa, bastaría para atraer sobre su cabeza la acusación, y por eso había hecho todo lo posible para que la obra permaneciese oculta. Aun así, en su contenido había encontrado respuestas a muchas preguntas que lo inquietaban, entre ellas el carácter de la creación terrible y hermosa cuyos cuidados le habían encomendado, el deber de mantenerla escondida, que en ese momento recaía sobre él.
«Arrójalo a la oscuridad… Lánzale con fuerza piedras puntiagudas y cúbrelo de oscuridad; allí permanecerá eternamente; cúbrele la cara, que no pueda ver la luz. Y en el gran día del juicio permite que sea arrojado al fuego.»
Los aposentos del abad se hallaban en el corazón de las concéntricas fortificaciones del monasterio. El primer círculo, en el que estaba en ese momento, albergaba la iglesia conventual, reservada para uso de los miembros iniciados de la orden, el edificio del convento y la galería del claustro. En el lado del crucero de la iglesia opuesto al río se encontraba la puerta de los difuntos, que daba al camposanto. Era el portal más importante del monasterio, su compleja obra escultórica en marcado contraste con la austeridad de la arquitectura que la rodeaba. Aquello era la puerta entre la vida terrena y la eternidad, entre este mundo y el otro. El abad había acariciado la esperanza de que algún día acarreasen su cuerpo a través de ella y lo enterrasen junto a sus hermanos. Aquellos que habían huido ya por orden suya tenían instrucciones de volver cuando no hubiese peligro y buscar sus restos. Si la puerta seguía en pie, debían transportarlo a través de ella; si no, debían buscarle un lugar de todos modos, para que pudiese descansar junto a las ruinas de la capilla que tanto había amado.
El segundo círculo pertenecía a los iniciados; y éste contenía, además, el granero y, ante el pórtico de entrada a la iglesia, una parcela de tierra sagrada utilizada para cultivar el grano con el que se cocía la hostia. Dentro del tercer círculo estaban la puerta del monasterio; una iglesia para los legos de la orden, los fieles y los peregrinos; viviendas, huertos y jardines; y el cementerio principal. El abad contempló las murallas que protegían el monasterio, sus líneas se perfilaban con claridad incluso a oscuras gracias al falso amanecer creado por las fogatas en las laderas de los montes. Semejaba una visión del infierno, pensó. El abad no creía que los cristianos debiesen luchar por Dios, pero más que a aquellos que mataban en nombre de un Dios misericordioso, detestaba a quienes usaban el nombre de Dios como excusa para aumentar su propio poder. A veces casi creía comprender la ira de los husitas, por más que se reservara tales opiniones. Los que no se las reservaban no tardaban en ser descoyuntados en la rueda o quemados en una pira por su temeridad.
Oyó que se acercaban pasos, y a su lado apareció un joven novicio. Llevaba una espada y tenía el hábito sucio por los esfuerzos.
– Está todo listo -anunció el novicio-. Los criados preguntan si pueden enfundar los cascos de los caballos y envolver las bridas con trapos. Les preocupa que el ruido atraiga a los soldados.
El abad no contestó de inmediato. El joven tuvo la impresión de que el abad estaba tentado de aceptar esa última oportunidad de escapar. Al final suspiró y, como las bestias uncidas al carro, aceptó su ineludible carga.
– No -contestó-. Que no enfunden los cascos ni envuelvan las bridas. Deben apresurarse y hacer ruido.
– Pero entonces los descubrirán y los matarán.
El abad se volvió hacia su novicio y apoyó con delicadeza la mano en su mejilla.
– Hágase la voluntad de Dios -dijo-, Y ahora vete y llévate contigo a cuantos puedas sin peligro.
– ¿Y vos?
– Yo…
Pero las palabras del abad se vieron interrumpidas por los ladridos de los perros en los círculos exteriores. Muchos de aquellos que en otras circunstancias habrían podido acudir en defensa del monasterio lo habían abandonado, y ahora sólo vagaban animales detrás de la segunda y de la tercera muralla. El ladrido de los perros era de pánico, casi histérico. Su miedo era palpable, como si un lobo estuviera a punto de aparecer ante ellos y supieran que morirían peleando contra él. El joven novicio desenvainó la espada.
– Venid -apremió-. Se acercan los soldados.
El abad descubrió que era incapaz de moverse. Los pies no respondían a las órdenes de su cerebro y le temblaban las manos. Ningún soldado provocaría tal reacción en los perros. Por eso había ordenado que los soltasen: los perros los olerían y alertarían a los monjes de su proximidad.
En ese momento la doble puerta de la muralla interior se vino abajo, una hoja se desprendió de los goznes y fue a caer entre los árboles y la otra quedó colgada como un borracho al final de la noche. Los perros huyeron a través de la brecha; los que eran demasiado lentos cayeron bajo las flechas disparadas desde la oscuridad más allá de la puerta.
– Vete -ordenó el abad-. Asegúrate de que la carreta llega al camino.
Tras una última mirada de temor a la puerta, con aflicción en los ojos, el novicio huyó. En su lugar, un par de criados se acercó al abad. Empuñaban alabardas y eran muy viejos. Se habían quedado en el monasterio tanto por su incapacidad para huir muy lejos como por lealtad al abad.
Lentamente, un grupo de jinetes apareció de detrás de la muralla y entró en el círculo interior. En su mayoría vestían simples petos con la forma del torso labrada y cota de malla en la entrepierna, las axilas y los codos. Tres llevaban celadas cilíndricas italianas, y sus rasgos apenas se distinguían a través de la abertura frontal en forma de T. Los demás tenían el pelo largo y les caía sobre la cara ocultándosela casi tanto como las celadas a sus compañeros. De sus sillas pendían restos humanos: cueros cabelludos y manos y guirnaldas de orejas. Los flancos de sus caballos estaban blancos de baba y espumarajos, y los animales parecían al borde de la locura. Sólo un hombre iba a pie. Pálido y gordo, tenía el cuello hinchado por un horrendo bocio morado. Cubría su torso una enorme brigantina a modo de armadura, confeccionada con pequeñas placas de metal unidas con remaches a una tela, ya que su complexión era demasiado deforme para la ceñida protección empleada por sus compañeros. Llevaba los muslos y las espinillas resguardados con placas tejidas de manera semejante, pero iba con la cabeza al descubierto. Su tez era muy pálida; sus ojos verdes y sus facciones, casi femeninas. En la mano sostenía la cabeza de una mujer, sus dedos pálidos entre el pelo. El abad reconoció su cara, incluso contraída en el tormento de la muerte: una idiota que pedía limosna sentada ante las puertas del monasterio, demasiado estúpida para abandonar su puesto incluso en tiempo de guerra. Cuando el hombre aquel y los suyos se acercaron, el abad vio un símbolo toscamente trazado en sus sillas de montar: un rezón rojo, recién dibujado con la sangre de sus víctimas.
Y entonces el cabecilla surgió de entre sus hombres. Montaba un caballo negro con una testera rematada en pico en la cabeza y una barda ante el pecho, ambas grabadas con recargados motivos negros y plateados. Vestía armadura negra completa, salvo por la capucha: hombreras que abarcaban el pecho y los omóplatos; guanteletes con largos puños protectores, y faldar para cubrir el punto vulnerable entre el extremo superior de los quijotes y la parte inferior del peto. Su única arma era una espada larga, que permanecía envainada.
El abad empezó a rezar en silencio.
– ¿Quiénes son? -susurró uno de los criados-. ¿Hombres de Jan?
El abad encontró saliva suficiente para humedecerse la boca y soltó la lengua lo justo para hablar.
– No -respondió-. No son de Jan, ni son hombres.
Detrás del monasterio creyó distinguir el traqueteo de la carreta, estimulado el tiro por el cochero. Los cascos marcaron una lenta cadencia sobre la hierba; luego sobre la tierra cuando llegaron al camino. La velocidad de sus atabales aumentó gradualmente al intentar poner tierra entre ellos y el monasterio.
El cabecilla de los jinetes alzó la mano, y seis hombres se separaron del grupo principal y, al galope, rodearon la capilla para cortar el paso a quienes huían. Otros seis desmontaron, pero permanecieron con su jefe, que se acercaba despacio al abad y sus hombres. Todos portaban ballestas, ya tensadas, con la saeta a punto. El abad nunca las había visto tan pequeñas y ligeras, con un cranequín para tensar el arco de acero que podían llevar al cinto. Dispararon las saetas, y los criados del abad cayeron.
El Capitán espoleó los flancos de su montura. El animal avanzó y la sombra del Capitán se proyectó sobre el viejo monje. El caballo se detuvo tan cerca del abad que éste sintió en la cara la humedad de los ollares. El Capitán permaneció con la cabeza gacha y un tanto ladeada, de modo que el abad no le veía la cara.
– ¿Dónde está? -preguntó.
Tenía la voz cascada y ronca por los gritos de la batalla.
– Aquí no tenemos nada de valor -respondió el abad.
Un sonido salió de debajo de los pliegues de la capucha del Capitán. Podría haber pasado por una risotada, en caso de que una serpiente hubiese encontrado la manera de transmitir humor con su silbido. Comenzó a descalzarse los guanteletes.
– Vuestras minas os han hecho ricos -dijo el Capitán-. No lo habréis gastado en bagatelas. Es posible que lo que tenéis carezca de valor para algunos, pero no para mí. Sólo busco una cosa, y vos sabéis lo que es.
El abad dio un paso al frente. Con la mano derecha, cogió el crucifijo que le colgaba del cuello.
– Ya no está aquí -contestó.
A lo lejos, oyó los relinchos desesperados de los caballos y el impacto de metal contra metal en la lucha de sus hombres por defender la carreta y su carga. Deberían haber salido antes, comprendió. Así, su maniobra de ocultación no se habría descubierto tan pronto.
El Capitán se inclinó sobre el cuello del caballo. Ya llevaba las manos desnudas. Sus dedos, visibles a la luz de la luna, estaban surcados de cicatrices blancas. Levantó la cabeza y escuchó los gritos de los monjes mientras sus hombres los sacrificaban.
– Han muerto por nada -dijo-. Su sangre mancha vuestras manos.
El abad sujetó aún con más fuerza el crucifijo. Los bordes se le clavaron en la piel y la sangre resbaló entre sus dedos, como si diera contenido a las palabras del Capitán.
– Vuelve al infierno -dijo el abad.
El Capitán se llevó las pálidas manos a la capucha y se apartó la tosca tela del rostro. Un cabello oscuro enmarcaba sus hermosas facciones y su piel casi parecía resplandecer en el aire nocturno. Tendió la mano derecha y una ballesta apareció a su alcance, ofrecida por el demonio de hombre que sonreía a su lado. El abad vio el destello de una mota blanca en la negrura del ojo derecho del Capitán, y en sus momentos finales le fue concedido ver la cara de Dios.
– Jamás -dijo el Capitán, y el abad oyó la sorda descarga de la ballesta en el mismo instante en que la saeta le traspasaba el pecho. Tambaleándose, retrocedió hacia la puerta y, al topar contra la pared, se deslizó lentamente hacia el suelo. A una señal del Capitán, sus hombres empezaron a entrar en los edificios del círculo interior, el eco de sus veloces pasos resonaba en la piedra, Un pequeño grupo de criados armados salió de detrás de la iglesia conventual y corrió a enfrentarse con los intrusos en el espacio cerrado.
«Más tiempo», pensó el abad. «Necesitamos más tiempo.»
Sus monjes y criados, los pocos que quedaban, ofrecían feroz resistencia, impidiendo a los soldados del Capitán acceder a la iglesia y a los edificios interiores.
– Sólo un poco más de tiempo, Señor -oró-. Sólo un poco.
El Capitán bajó la vista para mirar al abad y escuchó sus palabras. El abad sintió latir más despacio su corazón en el preciso momento en que los hombres del Capitán flanqueaban a los monjes en la escalinata y entraban en la capilla, subiendo por las paredes y reptando como lagartos por las piedras. Uno se desplazó cabeza abajo por el techo y luego se dejó caer detrás de los defensores y empaló al hombre de retaguardia con la punta de una espada.
El abad lloró por ellos, aun mientras la fina punta de una saeta entraba en contacto con su frente. El lugarteniente del Capitán, hinchado y emponzoñado, estaba ahora de rodillas junto a él, con la boca abierta y la cabeza ladeada, como si se preparase para dar un último beso a una amante.
– Sé qué sois -susurró el abad-. Y nunca encontraréis a quien buscáis.
Un dedo pálido apretó el disparador.
Esta vez, el abad no oyó el tiro.
Hasta el siglo XVIII los cistercienses de Sedlec no pudieron iniciar en serio la reconstrucción, que incluía la restauración de la iglesia de la Asunción, la cual quedó sin tejados ni bóvedas tras las guerras husitas. Ahora siete capillas forman un anillo en torno al presbiterio, y su interior barroco está decorado con obras de arte, aunque no es accesible al público mientras dure la restauración.
Y sin embargo la imponente estructura, tal vez la más impresionante de su género en la República Checa, no es el elemento más interesante de Sedlec. Hay una rotonda cerca de la iglesia, y en esta rotonda un cartel indica la dirección a KOSNICE, a la derecha. Los que lo siguen llegan a una casa de culto modesta, relativamente pequeña, en el centro de un camposanto embarrado. Es la iglesia de Todos los Santos, erigida en 1400, con una bóveda nueva que data del siglo XVII, y reconstruida por el arquitecto Santini-Aichel en el siglo XVIII, responsable también de las obras de restauración de la capilla de la Asunción. Se accede por una ampliación añadida por Santini-Aichel al descubrirse que la fachada de la iglesia había empezado a ladearse. Una escalera a la derecha asciende a la capilla de Todos los Santos, donde antiguamente se encendían velas para los difuntos en las dos torretas detrás de la propia capilla. Ni siquiera a la luz del sol primaveral, la capilla de Todos los Santos llama tanto la atención como para echarle algo más que una segunda mirada sin gran interés desde las ventanas de un autocar con aire acondicionado. Al fin y al cabo, todavía quedan por ver las maravillas de Kutná Hora, con sus estrechas callejuelas, sus edificios perfectamente conservados y la gran mole de Santa Bárbara que lo domina todo.
Pero Todos los Santos no es lo que parece desde fuera, ya que, de hecho, se compone de dos estructuras. La primera, la capilla, se encuentra sobre el nivel del suelo; la segunda, conocida como Jesucristo en el Monte de los Olivos, es subterránea. Lo que hay arriba es un monumento a la perspectiva de una vida mejor después de ésta; lo que hay abajo es un testimonio de la fugacidad de todo lo mortal. Es un lugar extraño, un lugar enterrado, y nadie que haya pasado un rato entre sus prodigios los olvida jamás.
Según la leyenda, Jindrich, un abad de Sedlec, se trajo de Jerusalén una saca de tierra que esparció en el cementerio. Llegó a considerarse un puesto de avanzada de la propia Tierra Santa, y allí se enterraba a gente de toda Europa, junto con las víctimas de la peste y aquellos que habían caído en los muchos conflictos librados en los campos cercanos. Al final eran tantos los huesos que hubo que tomar medidas, y en 1511 la tarea de deshacerse de ellos se encomendó, según cuentan, a un monje medio ciego. Éste dispuso los cráneos en pirámides, y así se inició la gran obra que se convertiría en el osario de Sedlec. Después de las reformas emprendidas por el emperador José II, el monasterio fue adquirido por la rama de Orlik de la familia Schwarzenberg, pero el osario siguió creciendo. Se contrató a un tallista llamado Frantisek Rint, que dio rienda suelta a su imaginación. Con los restos de cuarenta mil personas, Rint creó un monumento a los muertos.
Una gran araña de luces hecha de cráneos pende del techo del osario. Los cráneos forman la base de los candeleros, cada uno apoyado en un arco pélvico, con un húmero prendido por debajo del maxilar superior. Allí donde deberían colgar delicados cristales, penden huesos verticalmente, uniendo los cráneos al soporte central por medio de un sistema de vértebras. Más huesos, pequeños y grandes, constituyen el propio soporte y adornan las cadenas que sujetan los cráneos al techo. Grandes hileras de cráneos, cada uno con su respectivo hueso bajo el maxilar, decoran los arcos del osario a cada lado de la araña. Cuelgan como bucles, y forman cuatro estrechas pirámides en el centro, que crean un cuadrado bajo la araña, cada cráneo puede utilizarse para sostener una vela en su centro.
Hay también otras maravillas: una custodia hecha de huesos, con un cráneo en medio donde podía colocarse la hostia, seis fémures se extienden radialmente por detrás, con huesos más pequeños y vértebras entretejidos. Los huesos tapan el soporte de madera en torno al cual se ha construido la custodia y su base es una U con un cráneo en cada extremo. Hay coronas y jarrones y cálices, todos de hueso; incluso el escudo de armas de la familia Schwarzenberg es de huesos, rematado por una corona de cráneos y pelvis. Los huesos a los que no se ha podido dar una utilidad práctica están amontonados bajo los arcos de piedra.
Aquí duermen los muertos.
Aquí están los tesoros, los visibles e invisibles.
Aquí está la tentación.
Y aquí está el mal.