17

Nos sentamos a la mesa de la cocina mientras las marismas se preparaban para anegarse, aguardando la inminencia de la marea que traería consigo muerte y regeneración. En el aire ya se notaba algo distinto; se percibía en la naturaleza una quietud, una actitud vigilante, como si todo ser vivo que dependía de la marisma para su existencia se hallase en sintonía con sus ritmos y supiese de manera instintiva lo que estaba a punto de ocurrir.

Me limpié los cortes del brazo, aunque no podía reconstruir la sucesión de acontecimientos que los habían causado. Aún tenía una sensación de vértigo, un mareo que me hacía perder el equilibrio, y no podía eliminar el sabor a vino dulce de la boca.

Ofrecí café a mis visitantes, pero prefirieron té. Rachel había dejado una infusión detrás del café instantáneo. Olía un poco como cuando alguien echa una meada en un rosal. Al probarlo, el clérigo de la barba, que se presentó como Martin Reid, hizo una ligera mueca, pero perseveró. Sin duda, los años consagrados a su vocación lo habían dotado de cierto grado de fortaleza interior.

– ¿Cómo me han encontrado? -pregunté.

– No ha sido muy difícil relacionarlo con lo sucedido en Brooklyn -contestó-. Causa usted sensación allí adonde va. Hemos averiguado algo más sobre usted por mediación del señor Neddo de Nueva York.

La conexión de Neddo con aquellos hombres me sorprendió. Tuve que admitir que, a esas alturas, Neddo me ponía los pelos de punta incondicionalmente. No podía negar que poseía amplios conocimientos sobre ciertos temas, pero el placer que le procuraban era inquietante. Estar con él era como hallarse en compañía de un semirehabilitado cuyo afán por mantenerse limpio no era tan apremiante como su atracción por los narcóticos.

– Creo que el señor Neddo puede ser sospechoso desde un punto de vista moral -comenté-. Podrían ustedes contaminarse por el contacto con él.

– Todos tenemos defectos.

– Es posible, pero yo no tengo el armario lleno de cráneos chinos recién pasados por el arma del verdugo.

Reid me dio la razón.

– Debo reconocer que procuro no ahondar demasiado en sus adquisiciones. Con todo, es una fuente útil de información, y tiene usted motivos para agradecerle que nos haya informado de su visita, y de los derroteros que ha tomado su investigación. Ese caballero que hemos visto en la calle no ha parecido alegrarse de nuestra intrusión en sus asuntos. Si no hubiésemos llegado en ese momento, las cosas podrían haberse puesto muy feas. O en el caso de él, más feas aún.

– Muy guapo no era, eso desde luego -admití.

Reid desistió de seguir con el té.

– Esto sabe a rayos -se quejó-. Me quedará este regusto en la boca hasta el día en que me muera.

Volví a disculparme.

– El hombre que estaba en la calle me ha dicho que se llamaba Brightwell -comenté-. Creo que usted sabe algo más sobre él.

El sacerdote más joven, que se había presentado como Paul Bartek, miró a su colega. Los dos eran monjes cistercienses, con residencia en Europa pero alojados en la actualidad en un monasterio de Spencer. Reid tenía acento escocés, pero el dejo de Bartek era más difícil de identificar: se advertían rasgos de francés e inglés americano, así como algo más exótico.

– Cuénteme qué ha pasado en la calle -dijo Reid-. ¿Qué ha sentido?

Intenté rememorar las sensaciones que había experimentado. El recuerdo pareció intensificar mis náuseas, pero persistí.

– Parecía que estaba apoyado en su coche y de pronto lo tenía encima -expliqué-. Le olía el aliento. A vino. Y luego me ha agarrado del brazo y me ha arrastrado hacia el coche. Me ha hecho estos cortes en el brazo. Se ha abierto el maletero, y parecía una herida. Era de carne y sangre, y apestaba.

Reid y Bartek cruzaron una mirada.

– ¿Qué pasa?-pregunté.

– Al llegar los hemos visto a los dos -dijo Bartek-. Él no se ha movido. No lo ha tocado.

Les enseñé las heridas.

– Pero tengo esto.

– Eso es verdad -dijo Reid-. No se puede negar. ¿Le ha dicho algo?

– Me ha dicho que era difícil de localizar, y que teníamos cosas de que hablar.

– ¿Algo más?

Recordé la sensación de caída, de estar envuelto en llamas. No quise comentárselo a aquellos hombres porque me producía una gran vergüenza y pesar, pero algo me decía que eran dignos de confianza, incluso buenos, y estaban dispuestos a responder a algunas de mis preguntas.

– He experimentado una sensación de vértigo, como si cayera desde una gran altura. Me quemaba, y otros se quemaban a mi alrededor. He oído cómo hablaba mientras me arrastraba hacia el coche, o eso creía.

– ¿Qué le ha dicho?

– «Hallado.» Ha dicho que me había hallado.

Si esto sorprendió a Reid, lo disimuló bien. Bartek no tenía la cara de póquer de su amigo. Estaba pasmado.

– ¿Es el hombre ese un Creyente? -quise saber.

– ¿Por qué lo pregunta? -dijo Reid.

– Tenía una marca en el brazo. Parecía un rezón. Neddo me dijo que se marcaban.

– Pero ¿sabe qué es un Creyente? -inquirió Reid. Advertí en el tono de su voz cierto escepticismo, casi paternalismo, que no me gustó.

Mantuve la voz baja y serena. Me requirió un notable esfuerzo.

– No me gusta que den por sentada mi ignorancia, y que implícitamente dejen en el aire la promesa de ilustrarme -dije-. Ni siquiera cuando la gente incita a los perros con premios, así que no se pasen de la raya. Sé qué busca esa gente, y sé qué son capaces de hacer para conseguirlo.

Me levanté y cogí el libro que había comprado en South Portland. Se lo lancé a Reid y, cuando él lo atrapó torpemente con las dos manos, el libro se abrió. Solté una andanada de palabras mientras él examinaba las páginas.

– Sedlec. Enoc. Ángeles oscuros de forma corpórea. Un apartamento con restos humanos inmersos en orina para amarillearlos. Un sótano adornado con restos humanos, a la espera de que llegue una estatua de plata con un demonio atrapado dentro. Un hombre que se queda sentado plácidamente en un coche en llamas mientras su cuerpo se reduce a cenizas. Y el cráneo de una joven, con guarniciones de oro, que colocaron en un hueco tras asesinarla en una habitación alicatada construida exclusivamente con ese fin. ¿Está más claro ahora, padre o hermano, o como sea que le guste que lo llamen?

Reid tuvo el detalle de disculparse con un gesto, pero yo ya empezaba a lamentar mi exabrupto delante de aquellos desconocidos, no sólo porque me avergoncé de mi propio mal genio, sino porque no quería revelar nada indebido en un ataque de ira.

– Lo siento -dijo Reid-. No estoy habituado a tratar con detectives privados. Siempre tiendo a dar por supuesto que nadie sabe nada, y, para serle sincero, rara vez me sorprenden.

Volví a sentarme a la mesa y aguardé a que continuase.

– Los Creyentes, o quienes los guían, están convencidos de que son ángeles caídos, expulsados del cielo, renacidos una y otra vez en forma de hombres. Se creen invulnerables. Si los matan, vagan en forma incorpórea hasta que encuentran a un huésped adecuado. Pueden tardar años, incluso décadas, antes de lograrlo, pero entonces el proceso vuelve a empezar. Si no los matan, creen que envejecen a un ritmo infinitamente más lento que los seres humanos. En última instancia, son inmortales. Eso es lo que creen.

– ¿Y usted qué cree?

– No creo que sean ángeles, ni caídos ni no caídos, si se refiere a eso. Antes yo trabajaba en hospitales psiquiátricos, señor Parker. Un delirio habitual entre los pacientes era que creían ser Napoleón Bona-parte. Estoy seguro de que hay una buena razón para que prefieran a Napoleón en lugar de, digamos, Hitler o el general Patton, pero no me preocupó tanto como para intentar averiguarlo. Me bastaba con saber que un caballero paquistaní de cuarenta años que pesaba cien kilos no era, con toda probabilidad, Napoleón Bonaparte; pero, para él, mi incredulidad no cambiaba nada. De igual manera, poco importa si aceptamos o no las convicciones de los Creyentes. Ellos creen, y convencen a otros espíritus o almas más débiles para que también compartan sus creencias. Parecen dominar el poder de la sugestión, la capacidad de sembrar falsos recuerdos en terreno fértil, pero no por eso su delirio y el de las personas que los rodean son menos peligrosos.

Pero había algo más en esa gente. Las circunstancias de la muerte de Alice demostraron claramente que esos individuos eran mucho más desagradables, y más poderosos, de lo que incluso Reid estaba dispuesto a reconocer, al menos allí, delante de mí. Estaba, por otra parte, el asunto del DMT, la droga encontrada en los restos de Alice y en el cuerpo de García. Para atar a la gente, no sólo usaban la fuerza de la voluntad.

– ¿Qué ha querido decir con eso de que me había hallado?

– No lo sé.

– No le creo.

– Está en su derecho.

No insistí.

– ¿Qué sabe de una empresa llamada Dresden Enterprises?

Esta vez le tocó a Reid sorprenderse.

– Sé poca cosa. El dueño es un tal Joachim Stuckler, un coleccionista.

– Tengo que verme con él en Boston.

– ¿Se puso en contacto con usted?

– Me envió a uno de sus adláteres para concertar la cita. De hecho, envió a tres adláteres, pero dos de ellos tardarán un tiempo en volver a respirar. Por cierto, intentaron hacerse los listos.

Reid pareció inquieto ante aquella insinuación de amenaza.

– Me permito recordarle que también nosotros somos más fuertes de lo que aparentamos, y el hecho de que llevemos alzacuellos no significa que no vayamos a defendernos.

– Los hombres que pisotearon a los enviados de Stuckler se llaman Tony y Paulie Fulci -dije-. No creo que sean buenos católicos, pese a su origen. De hecho, no creo que sean buenos en ningún sentido, pero se enorgullecen de su trabajo. En eso, los psicópatas son raros. No tendría ningún reparo en echarles encima a los Fulci, siempre y cuando no decida complicarles la vida yo mismo, o dejarlos en manos de alguien a cuyo lado los Fulci parecen misioneros.

»No sé qué creen ustedes que está pasando, pero permítanme que se lo explique. La joven asesinada se llamaba Alice Temple. Era prima de uno de mis mejores amigos; pero la palabra "prima" no expresa en toda su magnitud la obligación que él siente hacia ella, igual que "amigo" no refleja la dimensión de mi deuda con él. Buscamos a los responsables, y los encontraremos. Puede que a ustedes no les importen mucho mis amenazas. Puede que ni siquiera les preocupe la posibilidad de ser pisoteados por trescientos kilos de orgullo italoamericano mal orientado. Pero les diré una cosa: mi amigo Louis es infinitamente menos tolerante que yo, y cualquiera que se interponga en su camino, o que retenga información, está jugando con fuego y se quemará.

«Parecen plantear esto como una especie de pasatiempo intelectual en el que el premio es información, pero aquí hay vidas en juego, y ahora mismo no tengo tiempo para regatear con ustedes. Ayúdenme o márchense y acepten las consecuencias cuando vayamos a buscarlos.

Bartek fijó la mirada en el suelo.

– Lo sé todo sobre usted, señor Parker -dijo Reid, al principio en tono vacilante-. Sé qué les pasó a su mujer y su hija. He leído sobre los hombres y mujeres a los que dio caza. También sospecho que, sin saberlo usted, ya se acercó antes a los Creyentes, pues sin duda destruyó a algunos de los que compartían sus delirios. Usted no pudo establecer la relación entre unos y otros, y por alguna razón ellos tampoco, no hasta hace poco. Puede que tenga que ver con la diferencia entre el bien y el mal: el bien es desinteresado, mientras que el mal se centra en el interés propio. El bien atrae el bien, y quienes participan de él se aúnan en una meta común. El mal, por su parte, atrae a hombres malvados, pero nunca actúan realmente unidos. Siempre sentirán desconfianza y envidia. En última instancia, buscan poder para ellos solos, y por eso al final siempre se vienen abajo. -Sonrió un poco tímidamente-. Lo siento, tengo cierta tendencia a la digresión filosófica. Es la consecuencia inevitable cuando uno se ocupa de esta clase de asuntos. En cualquier caso, sé que ahora tiene pareja y una hija. No veo el menor rastro de su presencia aquí. Hay platos sucios en el fregadero, y veo en sus ojos que le preocupan cosas que no tienen nada que ver con este caso.

– Eso no es asunto suyo -repliqué.

– Sí lo es, señor Parker. Usted es vulnerable, y está rabioso, y ellos se aprovecharán de eso. Lo usarán para llegar a usted. No dudo ni por un momento de que sea capaz de hacer daño a las personas que lo frustren o se interpongan en su camino. Ahora mismo creo que no necesita muchas excusas para hacerlo, pero créame cuando le digo que somos cautos en nuestras respuestas por una buena razón. Aunque quizás esté usted en lo cierto. Quizás ha llegado la hora de que seamos sinceros los unos con los otros. Así que permítame empezar.

»Stuckler tiene dos caras, y dos colecciones. Una la expone al público, y la otra es por completo privada. La colección pública se compone de pinturas, esculturas, antigüedades, todas de procedencia demostrada, e irreprochables en cuanto al gusto y la fuente. La segunda colección delata sus orígenes. El padre de Stuckler fue comandante en Der Führer Regiment de la Segunda División Panzer de las SS. Luchó en el frente ruso, y fue uno de los que después dejaron un rastro de sangre por toda Francia en 1944. Estuvo en Tulle cuando colgaron de farolas a noventa y nueve civiles en represalia por los ataques del maquis a las fuerzas alemanas, y tenía gasolina en las manos tras la matanza y quema de más de seiscientos civiles en Oradour-sur-Glane. Mathias Stuckler obedecía órdenes, aparentemente sin cuestionarlas, como se esperaba de un miembro de la élite militar.

»Su otra función era la de buscador de tesoros para los nazis. Stuckler tenía conocimientos de historia del arte. Era un hombre culto, pero como sucede con muchos hombres cultos, su gusto por la belleza coexistía con una naturaleza barbárica. Participó en el saqueo de los tesoros de los Habsburgo en Viena en 1938, entre los que se incluía lo que un idiota tomó por la lanza de Longino; y fue uno de los predilectos de Himmler. Himmler sentía una pasión especial por lo oculto; al fin y al cabo, fue un hombre que mandó expediciones al Tíbet en busca de los orígenes de la raza aria y que utilizó mano de obra esclava para reformar el castillo de Wewelsburg a imagen de Camelot, con mesa redonda y todo. Personalmente, dudo mucho que Stuckler se creyera una sola palabra de todo eso, pero le sirvió como excusa al saquear y adquirir tesoros para su propia gratificación y recompensa, los cuales iba apartando cuidadosamente cada vez que surgía la oportunidad.

»Después de la guerra, esos tesoros pasaron a manos de su hijo, y eso es lo que, según creemos, constituye el grueso de su colección privada. Si los rumores son ciertos, parte de la colección de arte de Goering acabó también en las cámaras acorazadas de Joachim Stuckler. Hacia el final de la guerra, Goering intentó enviar desde su pabellón de caza todo un tren lleno de arte robado para ponerlo a buen recaudo, pero el tren fue abandonado y la colección desapareció. Una pintura de François Boucher, robada de una galería de París en 1943 y que se sabía que formaba parte del tesoro de Goering, se repatrió discretamente el año pasado, y se dice que la suministró Stuckler. Por lo visto hizo averiguaciones con la idea de venderla, y se descubrió su procedencia. Para ahorrarse el bochorno, la devolvió al Estado francés, afirmando que él mismo la había comprado unos años antes por error. Stuckler siempre ha negado la existencia de un alijo secreto, y sostiene que si es verdad que su padre amasó semejante tesoro de objetos expoliados…, cosa que ha desmentido públicamente con toda rotundidad…, su paradero se fue a la tumba con él.

– ¿Qué fue de su padre?

– Mathias Stuckler murió en 1944 en una refriega en el monasterio cisterciense francés de Fontfroide en los montes Corbière. Las circunstancias nunca han quedado del todo claras, pero un grupo de soldados de las SS, varios enlaces civiles de la Universidad de Nuremberg y cuatro monjes cistercienses fueron acribillados a tiros en un enfrentamiento en el patio del monasterio. Stuckler obedecía órdenes, pero sucedió algo imprevisto. En todo caso, no accedió al tesoro de Fontfroide.

– ¿Y cuál era ese tesoro?

– Aparentemente un valioso crucifijo de oro del siglo catorce, varias monedas de oro, cierta cantidad de piedras preciosas, dos cálices de oro y una pequeña custodia con gemas engastadas.

– No parece el tipo de botín que arrastraría a las SS a lo alto de una montaña ante un enemigo en continuo avance.

– El oro era un señuelo. El verdadero tesoro se encontraba en una caja de plata corriente. Era un fragmento de un mapa en clave. En el siglo quince todos los fragmentos de ese mapa se guardaron en cajas similares y se dispersaron en diversos lugares. Desde entonces no hemos vuelto a ver su contenido, lo que quizás hubiera sido lo deseable si las cajas también se hubieran perdido irreparablemente.

– Ha sido un descuido por su parte extraviar su propia estatua -observé.

Reid dio un pequeño respingo, pero por lo demás su cara no dejó traslucir sorpresa alguna por el hecho de que mis conocimientos del Ángel Negro y la historia de su creación fueran tal vez mayores de lo que esperaba.

– No era un objeto que la orden tuviera gran interés en exhibir -dijo Reid-. Desde el principio hubo quienes fueron partidarios de destruirlo.

– ¿Y por qué no se hizo?

– Porque, si se daba crédito al mito de su creación, temían que cualquier intento de destruir la estatua liberase lo que había dentro. Aquéllos eran tiempos de mayor credulidad, debo añadir. En vez de destruirla, se ocultó y se difundió entre abades de confianza, en fragmentos de vitela, el lugar de su paradero. Cada fragmento contiene una gran cantidad de información suplementaria, como ilustraciones, dimensiones de salas, descripciones parciales de la creación de la estatua que usted ha mencionado, y una referencia numérica junto con una sola letra: una D o una S, de «dexter» o «sinister», derecha o izquierda. Son unidades de medida, tomadas todas desde un único punto de partida. En teoría, combinadas, dan la localización exacta de una cámara. Stuckler pretendía reunir el mapa cuando murió, como lo habían intentado otros muchos antes que él. El fragmento de Fontfroide desapareció después de la refriega, y no se ha vuelto a ver desde entonces.

»Como sabe, se rumorea que la estatua está enterrada en el sótano. Eso era lo que Stuckler intentaba recuperar, y también lo que los Creyentes intentan localizar. Recientes sucesos han dado un nuevo impulso a su búsqueda. Este mismo año, hace unos meses, se encontró un fragmento del mapa en Sedlec, en la República Checa, pero desapareció posteriormente, antes de que se pudiese examinar. Creemos que un segundo fragmento fue sustraído de una casa de Brooklyn hace unas semanas.

– La casa de Winston.

– Y por eso usted se vio involucrado, ya que ahora sabemos que cuando se produjeron los asesinatos estaban presentes en la casa dos mujeres, a las que después se persiguió en la convicción de que se habían apoderado del fragmento.

– Hablamos, pues, de dos fragmentos, sin incluir el de Fontfroide.

– Otros tres, uno de Bohemia, uno de Italia y otro de Inglaterra, llevan siglos desaparecidos. El contenido de la sección italiana se conoce desde hace mucho, pero los otros están casi con toda seguridad en malas manos. Ayer recibimos información de que un fragmento, posiblemente el desaparecido en Fontfroide, se adquirió quizás en Georgia. Dos veteranos de la segunda guerra mundial fueron hallados muertos en un pantano. Las circunstancias de su muerte no están claras, pero ambos sobrevivieron a un ataque de unos soldados de las SS cerca de Fontfroide, los mismos soldados que después cayeron en el monasterio.

– ¿Fue Stuckler responsable de la muerte de esos veteranos?

– Es posible, aunque no sería propio de él. Creemos que tiene al menos un fragmento, posiblemente más. Desde luego se ha dejado llevar en su búsqueda.

Yo no me imaginaba a Murnos involucrado en el asesinato de dos ancianos. No parecía esa clase de persona.

– ¿Stuckler es Creyente?

– No tenemos ninguna prueba de ello, pero esa gente se mantiene bien escondida. Es muy posible que Stuckler sea uno de ellos, o incluso que sea un renegado y que se haya arriesgado a enfrentarse con sus correligionarios.

– ¿Podría ser, acaso, que compita con ellos por la posesión del mapa?

– Esta semana sale a la venta un fragmento en una misteriosa casa de subastas de Boston dirigida por una tal Claudia Stern. Según tenemos entendido, se trata del fragmento de Sedlec, aunque no podemos demostrarlo. El mapa y la caja desaparecieron de Sedlec poco después del hallazgo y antes de que pudiese llevarse a cabo un examen riguroso. Hemos investigado la posibilidad de emprender acciones legales para impedir la subasta hasta poder determinar su origen, pero se nos ha indicado que cualquier intento en esa dirección fracasaría. No disponemos de ninguna prueba de que se lo llevaran de Sedlec, ni de que la orden cisterciense tenga derecho de propiedad. Pronto todas las partes podrán examinarse, y entonces irán en busca de la estatua.


Los vi marcharse cuando la tarde se sumió en la oscuridad y el silencio. No había averiguado tanto como esperaba, pero ellos tampoco. Seguíamos moviéndonos en círculos unos en torno a otros, temerosos de hablar más de la cuenta. No les había mencionado a Sekula, pero Ángel y Louis habían quedado en pasar por su bufete cuando regresasen a Nueva York. Si se enteraban de algo más, me lo dirían.

Cerré la puerta y llamé a Rachel al móvil. La llamada fue directa al buzón de voz. Pensé en probar en el teléfono de sus padres, pero no quería vérmelas con Frank o Joan. Así que saqué a Walter a pasear por la marisma, pero cuando llegamos a una arboleda en el extremo del bosque, no quiso seguir y continuó nervioso hasta que volvimos a casa. Ya se veía la luna en el cielo, y se reflejaba en el agua del estanque como la cara de un hombre ahogado flotando en sus profundidades.


Reid y Bartek se dirigieron hacia la Interestatal 95. No hablaron hasta circular por ella en dirección sur.

– ¿Por qué no se lo has dicho? -preguntó Bartek. -Le he dicho más que suficiente, quizá demasiado.

– Le has mentido. Le has dicho que no sabías qué significaba ser «hallado».

– Esa gente padece delirios.

– Brightwell no es como los demás. Es distinto. ¿Cómo no va a serlo si aparece una y otra vez, siempre con el mismo aspecto?

– Que crean lo que quieran, incluido Brightwell. No tiene sentido preocuparle más aún. Bastante abrumado está ya por el peso que sobrelleva. Así que ¿para qué habríamos de darle más problemas?

Bartek miró por la ventana. En las obras de ampliación de la carretera habían apilado grandes montículos de tierra. Había árboles caídos en espera de que los desramaran y se los llevaran. Contra el cielo crepuscular se dibujaba el contorno de las máquinas excavadoras, como bestias paralizadas en medio de un gran conflicto.

«No», pensó. «Es más que un delirio. No sólo buscan la estatua.»

Habló con cautela. Reid era hombre de genio vivo, y Bartek no quería tenerlo malhumorado al volante durante el resto del viaje.

– Habrá que decírselo, al margen de cualquier otro problema que pueda tener -comentó-. Volverán por lo que creen que es. Y le harán daño.

Se acercaban a la salida de Kennebunk. Bartek vio el aparcamiento en el área de descanso y las luces de los restaurantes de comida rápida. Iban por el carril de la izquierda, con un camión enorme a su derecha.

– Maldita sea -dijo Reid-. Ya sabía yo que no tenía que traerte.

Pisó el acelerador, se cruzó por delante del camión y tomó la salida. Segundos después volvían por donde habían venido.


Cuando el coche de Reid y Bartek se detuvo, Walter ya había empezado a ladrar. Había aprendido a responder a la alarma del sensor de movimiento de la verja. Ahora que Rachel no estaba, yo había abierto la caja fuerte donde guardaba las armas y colocado una pistola en una consola de la entrada y otra en la cocina. La tercera, la Smith 10, intentaba tenerla siempre a mano. Vi al sacerdote corpulento acercarse a la puerta. El más joven se quedó en el coche vigilando la calle.

– ¿Se ha perdido? -pregunté al abrir.

– Hace mucho tiempo -contestó Reid-. ¿Hay algún sitio al que podamos ir a comer? Me muero de hambre.

Los llevé al Great Lost Bear. Me gustaba el Bear. Era poco pretencioso y barato, y no quería tener que pagar una cena cara a un par de monjes. Pedimos alitas picantes, hamburguesas y patatas fritas. Reid se quedó impresionado con la selección de cervezas y pidió una inglesa de importación que parecía embotellada en tiempos de Shakespeare.

– Así pues, ¿dónde estaban cuando les han asaltado los remordimientos por su falta de sinceridad? -pregunté.

Reid dirigió a Bartek una mirada virulenta.

– La maldita voz de la conciencia me ha hablado en algún sitio cerca de un Burger King -contestó.

– No era precisamente el camino de Damasco -añadió Bartek-, pero tú tampoco eres san Pablo, por más que tengas en común el mal genio.

– Como parece haberse dado cuenta usted, no he estado muy comunicativo sobre ciertas cuestiones -dijo Reid-. Mi joven colega opina que deberíamos advertirle con claridad de los riesgos a los que se enfrenta, y explicarle a qué se refería Brightwell al decirle que lo había «hallado». Me mantengo firme en lo dicho anteriormente: deliran, y quieren que los demás compartan sus delirios. Ellos pueden creer lo que quieran, y usted no tiene por qué seguirles el juego; pero ahora reconozco que esas creencias podrían ser una amenaza para usted.

»Todo se remonta a los textos apócrifos y la caída de los ángeles. Dios expulsa del cielo a los rebeldes, y éstos arden mientras caen. Son desterrados al infierno, pero algunos prefieren vagar por la tierra naciente, consumidos por el odio a Dios y, más tarde, por el odio a las crecientes hordas de seres humanos que ven alrededor. Identifican lo que consideran el defecto en la creación de Dios: Dios ha concedido al hombre libre albedrío, así que éste es receptivo tanto al bien como al mal. Por consiguiente, la guerra contra Dios continúa en la tierra, librada a través de los hombres. Supongo que, en cierto modo, podría describirse como una guerra de guerrillas.

»Pero no todos los ángeles volvieron la espalda a Dios. Según Enoc, hubo uno que, arrepentido, creyó que aún podía ser perdonado. Los otros intentaron darle caza, pero él se escondió entre los hombres. La salvación que buscaba nunca llegó, pero siempre creyó en la posibilidad de que se le concediera si reparaba todas sus malas acciones. No perdió la fe. Al fin y al cabo, su ofensa era grande, y su castigo debía serlo en igual medida. Estaba dispuesto a sobrellevar todo lo que cayese sobre él con la esperanza de alcanzar la salvación. Así que nuestros amigos, los Creyentes, son de la opinión de que este último ángel sigue rondando por ahí, en algún sitio, y lo odian casi tanto como al propio Dios.

Hallado.

– ¿Quieren matarlo?

– Según ellos, no pueden matarlo. Si lo matan, lo perderán otra vez. Vagará, encontrará una nueva forma, y la búsqueda deberá empezar de nuevo.

– ¿Y qué opciones tienen?

– Corromperlo, llevarlo a la desesperación para que se una otra vez a ellos; o también pueden encerrarlo para siempre, aislarlo en algún sitio, donde, aunque se debilite y se consuma, nunca pueda disfrutar de la liberación de la muerte. Padecerá una eternidad de lenta decadencia en vida. Una idea espantosa, por decir poco.

– Verá -dijo Bartek-, Dios es misericordioso. Eso creo yo, eso cree Martin, y eso cree, según Enoc, el ángel solitario. Dios habría perdonado incluso a Judas Iscariote si hubiese pedido perdón. Judas no fue condenado por su traición a Cristo. Fue condenado por desesperar, por rechazar la posibilidad de ser perdonado por lo que había hecho.

– Yo siempre he pensado que Judas hizo un mal trato -añadió Reid-. Jesucristo tuvo que morir para redimirnos, y para llegar a ese punto intervino mucha gente. Se podría decir que el papel de Judas estaba predestinado y que, después, no cabía esperar que un solo hombre soportara el peso de haber matado a Dios sin desesperar. Lo lógico sería pensar que Dios, en su gran proyecto, le dejó a Judas un poco de margen de maniobra.

Yo bebía una cerveza sin alcohol. No era nada del otro mundo, pero no le iba a echar la culpa a la cerveza por eso.

– Está usted diciéndome que, según ellos, yo podría ser ese ángel al que han estado buscando.

– Sí -confirmó Reid-. Enoc es muy alegórico, como sin duda ya habrá comprobado, y hay partes donde la alegoría se confunde con los aspectos más directos e inmediatos. Para el creador de Enoc, el ángel arrepentido debía simbolizar la esperanza del perdón que todos debemos abrigar, incluso aquellos que han cometido los peores pecados. Los Creyentes han optado por interpretarlo de manera literal, y en usted creen haber encontrado a su penitente perdido. Pero no están seguros. Por eso Brightwell ha intentado acercarse a usted.

– No se lo he contado antes, pero creo que ya he visto a alguien parecido a Brightwell -dije.

– ¿Dónde?

– En un cuadro del siglo quince. Estaba en el taller de Claudia Stern. Se subastará esta semana, junto con la caja de Sedlec.

Esperaba que Reid se burlara de mí por decir que alguien podría parecerse a Brightwell, pero no lo hizo.

– El señor Brightwell tiene múltiples aspectos interesantes. Como mínimo puede decirse que él, o antepasados suyos a los que se parece de forma asombrosa, lleva por aquí mucho, mucho tiempo.

Hizo una señal con la cabeza a su compañero, y Bartek empezó a extender por la mesa dibujos y fotografías de una carpeta que tenía a sus pies. Estábamos al fondo del Bear, y para que no nos molestaran le habíamos dicho a la camarera que de momento no necesitábamos nada más. Me acerqué la primera foto con un dedo. Era una imagen en blanco y negro de un grupo de hombres, la mayoría con uniforme nazi. Entre ellos había varios civiles. En total eran unos doce hombres, y estaban sentados al aire libre en torno a una mesa alargada de madera llena de botellas de vino vacías y restos de comida.

– El hombre del fondo, a la izquierda, es Mathias Stuckler -dijo Bartek-. Los otros que van uniformados son miembros del grupo especial de las SS. Los civiles son miembros de la Ahnenerbe, la Sociedad de Educación e Investigación del Patrimonio Ancestral, incorporada a las SS en 1940. A todos los efectos, era el instituto de investigación de Himmler y sus métodos distaban mucho de ser benévolos. Berger, su experto en cuestiones raciales, vio las posibilidades de experimentar en los campos de concentración ya en 1943. Ese año pasó ocho días en Auschwitz, seleccionando a más de cien prisioneros para medirlos y evaluarlos, y luego los gaseó a todos y los mandó al departamento de anatomía de Estrasburgo.

»Todo el personal de la Ahnenerbe tenía rango de SS. Estos son los hombres que murieron en Fontfroide. La fotografía se tomó sólo unos días antes de que murieran. A esas alturas, muchos de los camaradas de Stuckler pertenecientes al Der Führer Regiment habían caído intentando detener el avance de las tropas aliadas después del día D. Los soldados que lo acompañan en esta foto eran los únicos que quedaban de sus cuadros más leales. El resto acabó en Hungría y Austria, luchando junto con los vestigios del Tercer Reich hasta el último día de la guerra. Estaban muy comprometidos, aunque fuera con la causa equivocada.

Ninguna de las figuras del grupo destacaba especialmente, aunque Stuckler era más alto y corpulento que el resto, y un poco más joven. Pero sus rasgos eran severos, y la luz de sus ojos se había apagado hacía mucho tiempo. Yo estaba a punto de apartar la fotografía cuando Bartek me detuvo.

– Mire detrás de ellos, entre la gente.

Examiné el fondo de la fotografía. En varias de las otras mesas había militares, en algún caso acompañados de mujeres. Sentado en un rincón, un hombre bebía solo, con un vaso de vino medio vacío ante él. Cuando se tomó la fotografía, miraba discretamente en dirección al grupo de las SS, así que sólo se le veía parte de la cara.

Era Brightwell. Estaba un poco menos gordo, y tenía algo más de pelo, pero el cuello tumoroso y el toque femenino de sus rasgos disipaban cualquier duda en cuanto a su identidad.

– Pero si esta foto es de hace casi sesenta años -dije-. Tiene que haber sido manipulada.

Reid se mostró escéptico.

– Es posible, pero creemos que es auténtica. Y aunque ésta no lo sea, hay otras acerca de las que no cabe la menor duda.

Me acerqué el resto de las imágenes. La mayoría era en blanco y negro, algunas de tonos sepia. Casi todas eran de hacía mucho tiempo, las más antiguas de 1891. A menudo mostraban iglesias o monasterios, con grupos de peregrinos delante. En cada fotografía asomaba el espectro de un hombre, una figura extraña y obesa, de labios carnosos y piel pálida, casi luminosa.

Además de las fotografías, había una reproducción de gran calidad de un cuadro, parecido al que me había enseñado Claudia Stern, quizás incluso del mismo artista. Una vez más, representaba a un grupo de hombres a caballo, rodeados por el fragor y la violencia de la guerra. En el horizonte se alzaban llamas, y por todas partes los hombres luchaban y morían, y sus sufrimientos quedaban reproducidos con un nivel de detalle sorprendente. Los hombres a caballo se distinguían por las marcas en las sillas de montar: un rezón rojo. Los encabezaba un hombre de melena oscura y envuelto en una sobreveste, bajo la que se veía la armadura. El artista le había pintado los ojos a una escala un tanto desproporcionada, de modo que eran demasiado grandes para la cabeza. Uno tenía una mancha blanca, como si se hubiera rascado la pintura para mostrar el lienzo debajo. A su derecha, la figura de Brightwell enarbolaba un estandarte con un rezón rojo; con la derecha, sostenía por el pelo la cabeza decapitada de una mujer.

– Se parece a la pintura que vi -comenté-. Ésta es más pequeña y, en este caso, los jinetes son el tema principal, no un elemento más, pero el parecido es enorme.

– La pintura muestra una acción militar en Sedlec -explicó Bartek-. Ahora Sedlec forma parte de la República Checa y sabemos que, como dice el mito, fue aquí donde se enfrentaron Immael y el monje Erdric. Tras ciertas discusiones, se decidió que era demasiado peligroso guardar la estatua en Sedlec, y que debía esconderse. Se dispersaron los fragmentos de vitela y se confió cada uno al abad del monasterio en cuestión, el cual debía compartir el hecho con un solo miembro de su comunidad. El abad de Sedlec era la única persona de la orden que sabía adónde se había enviado cada caja, y tras repartirlas mandó la estatua a su nuevo escondite.

»Por desgracia, durante el traslado de la estatua, Sedlec fue atacado por los hombres de la pintura. El abad había logrado ocultar El ángel negro, pero se llevó a la tumba su paradero, porque sólo él sabía a qué monasterios se habían confiado los fragmentos del mapa, y los abades en cuestión habían jurado mantenerlo en secreto so pena de excomunión y condena eterna.

– Así pues, si la estatua realmente existe, ¿sigue perdida? -pregunté.

– Las cajas existen -contestó Reid-. Sabemos que cada una contiene un fragmento de algún tipo de mapa. Es cierto que todo puede ser una treta, una broma rebuscada por parte del abad de Sedlec. Pero, si era una broma, lo mataron por ella, y otros muchos han muerto por ella desde entonces.

– ¿Y por qué no los dejan buscarla sin más? -pregunté-. Si existe, que se la queden. Si no, habrán perdido el tiempo.

– Sí existe -se limitó a decir Reid-. Eso sí que me lo creo. Lo que pongo en duda es su naturaleza, no su existencia. Es un imán del mal, pero el mal no está contenido en ella, sino reflejado. Todo esto -señaló el material extendido sobre la mesa con un amplio gesto de la mano-… es secundario. No tengo ninguna explicación en cuanto a cómo Brightwell, o alguien con un asombroso parecido a él, ha llegado a estas imágenes. Tal vez forme parte de una estirpe, y todos éstos sean sus antepasados. En cualquier caso, los Creyentes llevan siglos matando, y ha llegado la hora de pararles los pies. Se han vuelto descuidados, en gran medida porque las circunstancias los han obligado. Por primera vez creen que están a punto de apoderarse de todos los fragmentos. Si los vigilamos, la orden podrá identificarlos y tomar medidas contra ellos.

– ¿Qué clase de medidas?

– Si encontramos pruebas que los relacionen con sus crímenes, podemos entregar la información a las autoridades y procesarlos.

– ¿Y si no encuentran pruebas?

– Entonces bastará con dar a conocer sus identidades, y otros harán lo que nosotros no podemos hacer.

– ¿Matarlos?

Reid se encogió de hombros.

– Encerrarlos, quizás, o algo peor. No soy yo quien debe decirlo.

– Creía que había dicho que no se los puede matar.

– He dicho que están convencidos de que no se los puede destruir. No es lo mismo.

Cerré los ojos. Aquello era una locura.

– Ahora ya sabe lo que nosotros sabemos -dijo Reid-. Sólo le pedimos que comparta con nosotros cualquier dato que pueda ayudarnos a luchar con esa gente. Si ve a Stuckler, me interesaría saber qué le dice. Igualmente, si consigue encontrar al agente del FBI Bosworth, debe decírnoslo. En medio de todo esto, ese hombre sigue siendo una incógnita.

Les había hablado de Bosworth de camino a Portland. Me pareció que ya habían oído hablar de él. Al fin y al cabo, había intentado poner patas arriba una de sus iglesias. Aun así, no sabían dónde estaba, y decidí no decirles que vivía en Nueva York.

– Y por último, señor Parker, quiero que se ande con cuidado -añadió Reid-. Aquí interviene una inteligencia superior, y no es Brightwell.

Golpeteó con el dedo la reproducción de la pintura y apoyó la yema en la cabeza del capitán que llevaba armadura y que tenía la mancha blanca en el ojo.

– En algún sitio hay alguien que se cree la reencarnación del Capitán, y eso significa que padece el mayor delirio de todos. Según él, es Ashmael, impulsado a buscar a su gemelo. De momento, Brightwell siente curiosidad por usted, pero su prioridad es encontrar la estatua. En cuanto lo haya conseguido, volverá a centrar su atención en usted, y no creo que ésa sea una situación deseable.

Reid se inclinó sobre la mesa y me cogió del hombro con la mano izquierda. Se llevó la derecha bajo la camisa y sacó un crucifijo negro y plateado que le colgaba del cuello.

– Pero recuerde: pase lo que pase, la respuesta de todo está aquí.

Dicho esto, se quitó el crucifijo y me lo dio. Tras vacilar un momento, lo acepté.


Volví a casa solo. Reid y Bartek se habían ofrecido a acompañarme, e incluso a quedarse conmigo, pero me negué amablemente. Quizá fuese un orgullo mal entendido, pero me incomodaba la posibilidad de necesitar a dos monjes para que me guardasen las espaldas. Parecía una pendiente resbaladiza en la que al final unas monjas me acompañarían al gimnasio y los sacerdotes de San Maximiliano me llenarían la bañera de agua caliente.

Cuando llegué, había un coche aparcado en el camino de acceso y la puerta de casa estaba abierta. Tendido en el felpudo del porche, Walter, feliz, roía un hueso. Ángel apareció detrás de él. Walter alzó la vista, meneó el rabo y continuó con su cena.

– No recuerdo haber dejado la puerta abierta -dije.

– Nos gusta pensar que tu puerta siempre está abierta para nosotros, y si no lo está, siempre podemos abrirla con una ganzúa. Además, conocemos la clave de tu alarma. Te hemos dejado un mensaje en el móvil.

Comprobé el teléfono. No lo había oído. Pero tenía dos mensajes.

– Estaba distraído -dije.

– ¿Con qué?

– Es una larga historia.

Escuché los mensajes mientras caminaba hacia él. El primero era de Ángel. El segundo era de Ellis Chambers, el hombre al que le había dado la espalda cuando recurrió a mí por su hijo; el hombre al que había aconsejado que pidiese ayuda a otro. Sus palabras degeneraron en sollozos antes de poder acabar de decirme todo lo que quería decirme, pero me bastó con lo que oí.

Habían hallado el cuerpo de su hijo Neil en una zanja en las afueras de Olathe, Kansas. Los hombres a los que debía dinero por fin habían perdido la paciencia con él.

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