11

David Sekula ocupaba una modesta oficina en una vieja y bonita casa de obra vista en Riverside. Una placa de latón en la pared anunciaba su profesión: abogado. Pulsé el botón del portero automático. Emitió un tranquilizador campanilleo bitonal, como para persuadir a quienes en el ínterin pudieran sentir la tentación de huir de que al final todo acabaría bien. Al cabo de unos segundos, el altavoz cobró vida con una crepitación y una mujer preguntó en qué podía ayudarme. Le di mi nombre. Me preguntó si tenía hora. Admití que no. Me dijo que el señor Sekula estaba ocupado. Contesté que me sentaría en la escalinata y esperaría, y tal vez abriría una cerveza para matar el tiempo, pero no me atenía a las consecuencias si me entraban ganas de echar una meada.

Me dejaron entrar. El encanto, por poco que sea, abre muchas puertas.

La secretaria de Sekula era una mujer despampanante, aunque de una manera un tanto amenazadora. Tenía el pelo negro y largo, recogido con una cinta roja a la espalda, ojos azules y la tez tan pálida que el tenue asomo de arrebol en las mejillas semejaba dos puestas de sol idénticas, mientras que los labios habrían dado tema para un congreso freudiano de un mes. Vestía una blusa oscura que, si bien no era del todo diáfana, transparentaba lo que parecía lencería negra de encaje muy cara. Por un momento pensé que tenía cicatrices, porque allí donde la blusa se ceñía al cuerpo daba la impresión de que líneas irregulares surcaban su piel. La falda gris le llegaba justo por encima de la rodilla y debajo lucía unas tupidas medias negras. Parecía la clase de mujer que prometía a un hombre una noche de éxtasis como nunca había imaginado, pero a condición de que inmediatamente después se sometiese a una muerte lenta. Ciertos hombres incluso podían considerarlo un buen trato. A juzgar por la expresión de su cara, dudé de que fuera a hacerme semejante ofrecimiento, no a menos que pudiera saltarse la parte del éxtasis e ir derecha a la tortura lenta. Me pregunté si Sekula estaba casado. Si yo le hubiese insinuado a Rachel que necesitaba una secretaria con el aspecto de esa mujer, habría accedido sólo si me prestaba previamente a una castración química temporal, con la amenaza siempre en el horizonte de aplicar una solución más duradera si alguna vez sentía la menor tentación de descarriarme.

La recepción, enmoquetada de gris, ocupaba todo el espacio de entrada e incluía un sofá de piel negro debajo de una ventana en saliente y, enfrente, una mesa de centro modernísima hecha de un único bloque de cristal negro. Unos sillones a juego flanqueaban la mesa, y en las paredes la decoración, si podía llamarse así, consistía en la clase de cuadros que inducían a pensar que una persona con una profunda depresión se había plantado frente a un lienzo en blanco durante largo rato y, al final, había trazado una pincelada en negro a bulto y colocado una etiqueta con un precio desorbitado antes de iniciar una terapia de por vida. Visto lo visto, el minimalismo parecía estar a la orden del día. Ni siquiera la mesa de la secretaria se veía alterada por nada semejante a una carpeta o una hoja de papel fuera de sitio. Quizá Sekula no tenía mucho trabajo, o quizá se pasaba los días contemplando a su secretaria con mirada soñadora.

Le mostré mi licencia. No se dejó impresionar.

– Desearía que el señor Sekula me dedicara unos minutos.

– El señor Sekula está ocupado.

Me pareció oír a mi derecha el murmullo monótono de una conversación telefónica detrás de una puerta negra de dos hojas.

– Cuesta imaginarlo -dije echando otra mirada a la recepción impoluta-. Espero que el señor Sekula esté ahí dentro despidiendo al decorador.

– ¿De qué se trata? -preguntó la secretaria. No se dignó pronunciar mi nombre.

– Al parecer, el señor Sekula tiene bajo su responsabilidad una propiedad en Williamsburg. Quería hacerle unas preguntas al respecto.

– El señor Sekula administra muchas propiedades.

– Ésta es una muy peculiar. Según parece, dentro hay muchos muertos.

La secretaria de Sekula ni siquiera parpadeó al oírme mencionar los sucesos de Williamsburg.

– El señor Sekula ya ha hablado de eso con la policía -respondió.

– Mejor, así lo tendrá todo fresco en la memoria. Tomaré asiento y esperaré a que acabe.

Me senté en uno de los sillones. Era incómodo, tal como sólo pueden serlo los muebles muy caros. Al cabo de dos minutos me dolía la base de la columna. Al cabo de cinco, me dolía también el resto de la columna, y otras partes de mi cuerpo se quejaban por solidaridad. Me planteaba ya tumbarme en el suelo cuando se abrió la puerta negra y un hombre con un traje milrayas gris marengo salió a la recepción. Tenía el pelo trigueño recortado con el mismo esmero que un seto artístico aspirante a un premio, sin un solo mechón fuera de sitio. Era apuesto, con esa buena presencia insulsa propia de un modelo a tiempo parcial, y sin los defectos o indicios de individualidad que podían conferirle carácter o distinción.

– Señor Parker -dijo-. Soy David Sekula. Siento haberle hecho esperar. Estamos más ocupados de lo que pueda parecer.

Era obvio que Sekula había oído todo lo que habíamos dicho en recepción. Tal vez la secretaria había dejado encendido el intercomunicador. En cualquier caso, sentí curiosidad por saber con quién hablaba Sekula por teléfono hacía un momento. Quizá no guardaba relación alguna conmigo, en cuyo caso tendría que afrontar la posibilidad de que el mundo no girase en torno a mí. No sabía si ya estaba preparado para dar ese paso.

Estreché la mano a Sekula. La tenía suave y seca, como una esponja sin usar.

– Espero que se haya recuperado del mal trago -comentó mientras me acompañaba al despacho-. Lo que pasó allí es espantoso.

La policía, al interrogarlo, debía de haberle explicado mi intervención en los hechos. Era evidente que habían olvidado incluir a la secretaria en la charla, o tal vez habían intentado decírselo y ella no los había entendido con tanto baboseo.

Sekula se detuvo un momento junto a la mesa de la secretaria.

– No me pases llamadas, Esperanza, por favor -indicó.

¿Se llamaba Esperanza? Costaba creerlo.

– Muy bien, señor Sekula -contestó ella.

– Bonito nombre -dije-. Le pega.

Le sonreí. Ya éramos todos amigos. Quizá me invitasen a ir de viaje con ellos. Podíamos beber, reír, recordar la tirantez de nuestro primer encuentro antes de conocernos y darnos cuenta de lo estupendos que éramos.

Esperanza no me devolvió la sonrisa. Al parecer, el viaje se había cancelado.

Sekula cerró la puerta en cuanto entramos y me señaló una silla de respaldo recto frente a su escritorio. Si bien la silla miraba hacia la ventana, las cortinas estaban echadas, así que no veía lo que se extendía al otro lado. Comparado con la recepción, su despacho parecía haber sufrido un bombardeo; aun así, nunca había visto tanto orden en el despacho de un abogado. Había expedientes en la mesa, pero estaban perfectamente apilados y metidos en carpetas pulcras y bonitas, cada una con su etiqueta impresa. La papelera estaba vacía, y los archivadores se hallaban ocultos detrás del revestimiento de roble de imitación de las paredes o sencillamente no existían. Los cuadros eran mucho menos inquietantes que los de la recepción: había un enorme grabado de Picasso de un fauno tocando el laúd, nada menos que firmado, y un gran lienzo de unos caballos, semejante a una pintura rupestre, realizado en capas de óleo de modo que los animales quedaban literalmente tallados en la pintura: el pasado recreado en el presente. También llevaba la firma de la artista, Alison Rieder. Sekula me vio mirarlo.

– ¿Es usted coleccionista? -dijo.

Me pregunté si se hacía el gracioso, pero parecía hablar en serio. Sekula debía de pagar a sus investigadores muy por encima de la tarifa media.

– No sé de arte lo suficiente para coleccionar -contesté.

– Pero ¿tiene cuadros en las paredes?

Arrugué la frente. No intuía adónde quería ir a parar.

– Alguno que otro.

– Bien -dijo-. Un hombre debe saber valorar la belleza en todas sus formas.

Sonriendo, señaló con el mentón la puerta del despacho, tras la que se encontraba la figura cada vez menos cautivadora de su secretaria. Estaba casi convencido de que si hacía eso delante de la dama en cuestión, ella le cortaría la cabeza y la empalaría en lo alto de una reja de Central Park.

Sekula me ofreció una copa de un mueble bar adosado a la pared o, si lo prefería, un café. Decliné el ofrecimiento. Se sentó ante su mesa, juntó las yemas de los dedos de ambas manos ante la cara y me miró con semblante serio.

– ¿Ha salido ileso del incidente? -inquirió-. Aparte de…

Se tocó la mejilla izquierda. Yo tenía unos cortes en la cara a causa de las astillas y sangre en el ojo izquierdo.

– Tendría que ver al otro -dije.

Sekula no supo si hablaba en broma. No le conté que conservaba viva en la memoria la imagen de García desplomado contra la pared, el polvo embebido en sangre, el papel salpicado de pintura, el movimiento de sus labios mientras rezaba a esa deidad que le permitía actuar en connivencia con asesinos de mujeres y, aun así, ofrecía esperanza y socorro a quienes le rezaban. No le hablé del olor metálico de la sangre del moribundo que había impregnado la escasa comida que yo había ingerido a lo largo del día. No le hablé del hedor que se elevó de él al morir ni del modo en que se le vidriaron los ojos al exhalar el último aliento.

Y no le mencioné el sonido de ese último aliento, ni la manera en que escapó de él: una expiración larga y lenta, con reticencia y alivio a la vez. Siempre se empleaban palabras relacionadas con la libertad y la huida al describir ese momento en que el brillo daba paso a lo opaco, y la vida se convertía en muerte. Bastaba con estar cerca de otro ser humano en ese instante para convencerse, aunque fuese por poco tiempo, de que algo que escapaba a nuestra comprensión abandonaba el cuerpo con ese suspiro final, y de que cierta esencia iniciaba su tránsito de este mundo al otro.

– No me imagino siquiera lo que tiene que ser matar a un hombre -dijo Sekula, como si me hubiera leído el pensamiento en la mirada.

– ¿Por qué habría de querer imaginarlo? -pregunté.

Pareció pensar la respuesta con detenimiento.

– Supongo que a veces he deseado matar a alguien -contestó-. Por fugaz que fuese el deseo, era real. Pero siempre he pensado que no sería capaz de convivir con las consecuencias, no sólo las consecuencias legales, sino también las morales y psicológicas. Aunque, claro está, nunca me he visto en una situación que me haya obligado a contemplar seriamente la posibilidad de quitarle la vida a otra persona. En esas circunstancias quizá sí sería capaz de matar.

– ¿Ha defendido alguna vez a alguien acusado de homicidio?

– No. Me ocupo sobre todo de asuntos mercantiles, y eso nos lleva al asunto que lo ha traído a usted aquí. Sólo puedo decirle lo que ya le he dicho a la policía. Antes el almacén pertenecía a la compañía cervecera Rheingold. Cerró en 1974, y el almacén se vendió. Lo adquirió un caballero llamado August Welsh, que posteriormente pasó a ser cliente mío. A su muerte, surgieron ciertas dificultades legales en lo concerniente a la liquidación de su herencia. Le daré un consejo, señor Parker: haga testamento. Aunque tenga que escribirlo en una servilleta de papel, hágalo. El señor Welsh no fue tan previsor. Pese a mi insistencia, se negó a dejar constancia por escrito de sus intenciones. Tenía la impresión, supongo, de que hacer testamento era en cierto modo reconocer la inminencia de su mortalidad. A su modo de ver, los testamentos eran para las personas que iban a morir. Intenté hacerle entender que todos morimos algún día: él, yo, incluso sus hijos y sus nietos. Fue en vano. Murió intestado, y sus hijos se enzarzaron en una disputa, como suele ocurrir en esas situaciones. Entretanto, intenté administrar su patrimonio de la mejor manera posible. Me aseguré de que su cartera de valores siguiese siendo rentable, de que los fondos acumulados se reinvirtiesen de inmediato o se ingresasen en una cuenta independiente, y me ocupé de obtener el mayor rendimiento de sus diversas propiedades. Por desgracia, el almacén de la Rheingold no fue una de sus mejores inversiones. Las propiedades inmobiliarias en la zona están revalorizándose, pero no encontré a nadie dispuesto a destinar el dinero suficiente para la rehabilitación del edificio. Dejé el asunto en manos de Ambassade Realty, y básicamente no volví a acordarme hasta esta semana.

– ¿Estaba enterado de que Ambassade cerró?

– Debieron de informarme casi con toda seguridad, pero supongo que en ese momento trasladar la responsabilidad del arrendamiento del edificio no era prioritario.

– Así que ese hombre, García, no había firmado contrato de arrendamiento con Ambassade ni con su bufete.

– No que yo sepa.

– Sin embargo, se habían realizado ciertas obras en la planta superior del almacén. Había luz y agua. Alguien pagaba los recibos.

– Ambassade, supongo.

– Y ahora no queda nadie en Ambassade a quien preguntar.

– No, eso me temo. Lamento no poder ser de más ayuda.

– Pues ya somos dos.

Sekula intentó adoptar una expresión pesarosa. No lo consiguió del todo. Como a muchos profesionales, no le gustaba que personas ajenas a su especialidad arrojasen dudas sobre cualquier aspecto de su trabajo. Se puso en pie dejando claro que nuestra reunión había concluido.

– Si me acuerdo de algo que pueda servirle, se lo haré saber -dijo-. Primero deberé informar a la policía, claro, pero dadas las circunstancias, no tengo el menor reparo en mantenerlo informado también a usted, siempre y cuando la policía me asegure que eso no obstaculizará la marcha de la investigación.

Traté de interpretar lo que Sekula acababa de decir, y llegué a la conclusión de que había averiguado todo lo que estaba dispuesto a contarme. Le di las gracias y le dejé mi tarjeta. Me acompañó a la puerta del despacho, volvió a estrecharme la mano y cerró la puerta en cuanto salí. Intenté traspasar por última vez la capa de permafrost de su secretaria expresando mi gratitud por todo lo que había hecho, pero era una mujer impermeable a la insinceridad. Si Sekula disfrutaba de su compañía por las noches, no lo envidiaba. Cualquiera que durmiese con ella tendría que abrigarse para protegerse del frío, y quizá ponerse incluso un gorro de lana.


A continuación fui a Sheridan Avenue, en el Bronx, donde Eddie Tager tenía su despacho. Había mucha competencia en el sector, y las calles al este del Yankee Stadium, y cerca de los juzgados, estaban abarrotadas de fiadores. En su mayoría se anunciaban con rótulos como mínimo bilingües, y los que podían permitirse las luces de neón normalmente se aseguraban de que en sus ventanas la palabra «fianzas» se viera tanto en español como en inglés.

Hubo un tiempo en que el negocio de las fianzas era coto privado de personajes poco recomendables. Éstos aún existían, pero eran exclusivamente elementos secundarios. Casi todos los fiadores importantes contaban con el respaldo de las principales compañías de seguros, incluido Hal Buncombe. Según Louis, era el fiador a quien Alice debía telefonear si alguna vez estaba en un apuro. El hecho de que ella no lo hubiese telefoneado era indicio de la animadversión que sentía hacia Louis, incluso hallándose en una situación tan desesperada. Me encontré con Buncombe en una pequeña pizzería de la calle Ciento sesenta y uno, donde se estaba comiendo la primera de las dos porciones de pizza que tenía en un plato de papel. Hizo ademán de limpiarse los dedos con una servilleta para darme la mano, pero le dije que no se preocupara. Pedí un refresco y una porción, y me senté a su mesa. Buncombe era un hombre menudo y fibroso, de unos cincuenta años. Irradiaba la mezcla de calma interior y absoluta fe en sí mismo propia de quienes lo han visto todo y han aprendido lo suficiente de sus errores pasados para asegurarse de que no los repetirán con demasiada frecuencia.

– ¿Cómo va el negocio? -pregunté.

– Bien -contestó-. Podría ir mejor. Este mes ya hemos tenido a varios fugitivos, cosa que no conviene. Según nuestros cálculos, el año pasado regalamos doscientos cincuenta mil dólares al estado, lo que significa que este año hay que compensar las pérdidas desde el principio. Tendré que dejar de ser amable con la gente. De hecho, ya no lo soy. -Levantó la mano derecha. Advertí que tenía los nudillos amoratados y un tanto despellejados-. Hoy mismo he retirado a uno de la calle. Tenía un mal presentimiento con respecto a él. Si se fugaba, me habría costado cincuenta mil, y no estaba dispuesto a asumir ese riesgo.

– Deduzco que se ha opuesto.

– Ha recibido un par de ganchos -admitió Buncombe-. Lo hemos llevado a rastras a la cárcel de Rikers, pero allí no aceptan a nadie en libertad bajo fianza, y el juez que la fijó está en la Costa Oeste hasta mañana, así que lo tengo en una habitación en la parte de atrás de la oficina. Según él, posee un inmueble fuera del estado que puede ofrecer como garantía, una casa en un callejón de mala muerte de Chicago, pero no podemos aceptar propiedades fuera del estado o en el extranjero, así que tendremos que retenerlo esta noche e intentar que lo encierren por la mañana.

Terminó la primera porción y empezó la segunda.

– Una manera difícil de ganar dinero -observé.

– No tanto. -Se encogió de hombros-. Hacemos bien nuestro trabajo, mis socios y yo. Como dijo Joe Namath, sólo se fanfarronea cuando uno es incapaz de hacerlo.

– ¿Qué puedes decirme de Eddie Tager? ¿Él también hace bien su trabajo?

– Tager es un indeseable. De lo peor. Está tan desesperado que trabaja básicamente en Queens y Manhattan, y ésas son zonas complicadas, muy complicadas. A su lado, el Bronx y Brooklyn son coser y cantar, pero la gente como él no puede elegir. Tager acepta casos de poca monta: no sólo fianzas, sino también multas. Por lo que he oído, a casi ninguna fulana le gusta recurrir a él cuando está en apuros. Tiende a exigirles algún extra en señal de agradecimiento, no sé si me entiendes, y por eso me sorprendió saber que había pagado por Alice. Seguro que ella estaba prevenida.

Paró de comer, como si de pronto hubiese perdido el apetito, y dejó caer el resto de la pizza en el plato antes de tirarlo a la basura.

– Me sabe mal lo que pasó. Yo estaba aquí ocupándome del papeleo y atendiendo el teléfono. Alguien me comentó de pasada que la policía había detenido a Alice por tenencia de drogas, pero pensé que disponía de un par de horas y que ella bien podía esperarse a que me llegaran unas cuantas fianzas más para que mereciera la pena acercarme allí y sacarla. Es una lata quedarse allí de brazos cruzados hasta que suelten a los detenidos. Es más sensato reunir a cuatro o cinco y esperar a que los dejen en libertad a todos. Cuando llegué allí, ya se había ido. Vi el recibo y deduje que había decidido acudir a Tager. Sabía que ella tenía un problema con nuestro «amigo común», así que no me lo tomé como algo personal. Ya sabes que en los últimos tiempos estaba muy mal. La última vez que la vi no tenía buen aspecto, pero no se merecía lo que le ha pasado. Nadie se merece una cosa así.

– ¿Has visto a Tager últimamente?

– Nuestros caminos ya rara vez se cruzan, pero he preguntado por ahí. Parece que se ha escondido. Es posible que tenga miedo y haya huido. A lo mejor se enteró de que la chica tenía contactos y que, debido a su desaparición, ciertas personas iban a ver su intervención con malos ojos.

Buncombe me indicó cómo llegar a la oficina de Tager. Incluso se ofreció a acompañarme, pero no acepté. No creía necesitar ayuda para hacer hablar a Tager. En esos momentos, las palabras eran la única moneda de cambio que tenía para comprar su vida.


Eddie Tager era un fiador de tan bajo nivel que vivía y trabajaba en la trastienda de una bodega destruida por un incendio, que había cerrado por reformas en algún momento durante el Watergate y ya no había vuelto a abrir. Encontré el sitio sin muchas dificultades, pero no me atendieron cuando llamé al timbre. Fui por detrás dispuesto a aporrear la puerta trasera. Se entreabrió con el impacto del primer puñetazo.

– ¿Hola? -dije.

Abrí más la puerta y entré. Estaba en la cocina de un pequeño apartamento. Una encimera la separaba de una sala de estar decorada con moqueta marrón, un sofá marrón y un televisor marrón. Incluso el papel pintado de las paredes era de color marrón claro. Había periódicos y revistas desparramados por todas partes. Los más recientes tenían fecha de dos días atrás. Al frente vi un pasillo con una puerta abierta que conducía al despacho. A la derecha había un dormitorio y, al lado, un pequeño cuarto de baño con la cortina de la ducha enmohecida. Eché un vistazo a cada una de las habitaciones y luego fui al despacho. No estaba precisamente impecable, pero al menos se veía un intento de orden. Repasé los casos más recientes, pero no encontré ningún dato relacionado con Alice. Me senté en la silla de Tager y registré los cajones de su escritorio, no vi nada importante. En el cajón superior había una caja con tarjetas de visita, pero no me sonaba ningún nombre.

Unas cuantas cartas se apilaban detrás de la puerta. Era todo correo basura y recibos, incluido uno del proveedor de telefonía móvil de Tager. Abrí el sobre y hojeé la factura hasta que llegué a la fecha de la detención de Alice. Como la mayoría de los fiadores, Tager usaba mucho el móvil en su trabajo. Sólo ese día había hecho treinta o cuarenta llamadas, y la frecuencia de éstas crecía a medida que se acercaba la noche. Volví a meter la factura en el sobre y, cuando estaba a punto de guardármela en el bolsillo para examinarla después más detenidamente, descubrí una mancha oscura en el papel. Me miré los dedos y vi sangre. Me los limpié en el sobre e intenté localizar la procedencia, volviendo sobre mis pasos hasta llegar otra vez a la silla de Tager.

La sangre se coagulaba en el ángulo inferior derecho del escritorio. No había mucha, pero cuando alumbré con la linterna, me pareció ver un poco de pelo mezclado, y había manchas en la moqueta. Aunque el escritorio era grande y pesado, al examinar la zona alrededor de las patas vi marcas en el tejido allí donde el escritorio se había desplazado un poco. Si la sangre era de Tager, alguien le había estampado la cabeza contra el ángulo del escritorio, probablemente cuando ya estaba tendido en el suelo.

Volví a la cocina y mojé mi pañuelo bajo el grifo; a continuación limpié todas las superficies que había tocado. Al acabar, tenía el pañuelo teñido de color rosado. Salí por donde había entrado, tras asegurarme de que nadie rondaba por allí. No hice ninguna llamada en relación con la sangre. Si notificaba el hecho, tendría que explicar qué hacía allí, y después yo mismo necesitaría un fiador. En todo caso, no creía que Tager regresase. Alguien le había pedido que depositara la fianza por Alice, lo que significaba que había sido cómplice en la secuencia de acontecimientos que habían llevado a la muerte de ésta. García no había actuado solo, y ahora daba la impresión de que sus socios estaban ocupándose de los eslabones débiles de la cadena. Di una palmada al recibo del teléfono móvil en mi bolsillo. En esa lista de números esperaba que hubiera otro eslabón que quizás hubiesen pasado por alto.

Ya era tarde y había oscurecido. Decidí que no podía hacer nada más hasta la mañana siguiente, cuando repasaría los números de la factura del móvil de Tager. Volví a la habitación de mi hotel y llamé a Rachel. Su madre cogió el teléfono y me dijo que Rachel ya se había acostado. Sam había dormido mal la noche anterior y se había pasado la mayor parte del día llorando hasta que, agotada por fin, había sucumbido al sueño. Rachel se había dormido inmediatamente después. Le dije a Joan que no la molestase, pero que le hiciese saber que había llamado.

– Está preocupada por ti -dijo Joan.

– Estoy bien -respondí-. No dejes de decírselo.

Prometí que intentaría regresar a Maine al día siguiente a última hora; luego colgué y fui a cenar a un tailandés al lado del hotel, para no quedarme solo en la habitación con el temor de que mi relación estuviese desintegrándoseme en las manos. Me limité a los platos vegetarianos. Después de mi visita al despacho de Tager, el sabor a cobre de la sangre derramada había vuelto a mi boca con saña.


Sentado en la silla de su despacho, Charles Neddo tenía la mesa cubierta de ilustraciones, todas ellas procedentes de libros escritos después de 1870, y en su mayoría representaban variaciones de El ángel negro. Nunca había entendido por qué no existían imágenes anteriores a esa fecha. No, eso no era así. Más bien, los dibujos y pinturas empezaron a ser más uniformes en el último cuarto del siglo XIX, menos especulativos y con ciertos rasgos comunes en las líneas, sobre todo los inspirados en los artistas de Bohemia. Las representaciones de siglos anteriores eran mucho más diversas, de modo que sin una referencia escrita de la fuente, imaginada o no, habría sido imposible saber que se trataba de imágenes del mismo tema.

Sonaba música de fondo, una colección de piezas para piano de Satie. A Neddo le gustaba esa melancolía. Se quitó las gafas, se reclinó en el asiento y se desperezó. Los puños arrugados de su camisa se deslizaron por sus delgados brazos y dejaron a la vista una pequeña cicatriz por encima de la muñeca izquierda, como si una marca hubiese sido disimulada de manera inexperta hacía relativamente poco tiempo. Le escocía un poco, y Neddo se acarició la cicatriz con la mano izquierda, siguiendo con la yema de los dedos las líneas del rezón marcado a fuego en su piel en otro tiempo. Uno podía alejarse, pensó, y esconderse entre antigüedades sin valor, pero las viejas obsesiones permanecían. ¿Por qué, si no, se había rodeado de huesos?

Volvió a sus dibujos, consciente ya de la creciente sensación de entusiasmo y expectación. La visita del detective privado le había revelado muchas cosas, y horas antes esa misma noche había recibido otra visita inesperada. Los dos monjes estaban nerviosos e impacientes, y Neddo entendía que su presencia en la ciudad era una señal de que los acontecimientos se precipitaban, y de que pronto se llegaría a alguna resolución. Neddo les contó todo lo que sabía, y después el de mayor edad lo absolvió de sus pecados.

Dejó de oírse la música de Satie y el despacho se sumió en el silencio mientras Neddo guardaba los papeles. Creía saber qué había estado creando García, y por qué. Se hallaban cerca, y en ese instante, más que nunca, Neddo tomaba conciencia del conflicto desatado dentro de él. Había tardado muchos años en escapar de su influencia, pero, igual que un alcohólico, temía no librarse realmente de la tentación de caer. Se llevó la mano izquierda al crucifijo que le colgaba del cuello, y notó que la cicatriz de la muñeca empezaba a escocerle.


Rachel dormía profundamente cuando la despertó su madre. Se sobresaltó e intentó decir algo, pero su madre le tapó los labios con los dedos.

– Chist -susurró Joan-. Escucha.

Rachel permaneció callada y quieta. Por un momento no oyó nada, y Juego le llegó el ruido de algo que se movía en el tejado de la casa.

– Allí arriba hay alguien -dijo Joan.

Rachel asintió, aún atenta. Era un sonido extraño. No podía describirse con exactitud como pisadas. Le pareció más bien que quienquiera que estuviese allí arriba se arrastraba por las tejas, y se arrastraba deprisa. Le recordó, desagradablemente, el movimiento de un lagarto. El ruido se repitió, pero esta vez lo acompañó el eco de una vibración en la pared detrás de su cabeza. El dormitorio abarcaba todo el ancho de la primera planta, de modo que la cama estaba adosada a la pared de la casa. Ahora una segunda presencia palpable subía por la pared vertical hacia el tejado, y también daba la impresión de que se movía a cuatro patas.

Rachel se levantó y se acercó rápidamente al armario. Lo abrió con sigilo, apartó dos cajas de zapatos y miró la pequeña caja fuerte donde estaban guardadas las armas. El mero hecho de tenerlas allí la molestaba, y había insistido en poner una combinación de cinco números para que Sam no pudiera acceder al interior de la caja, a pesar de que estaba encima del estante superior, a casi dos metros del suelo. Introdujo la clave y oyó descorrerse los cerrojos. Dentro había dos pistolas. Sacó la más pequeña, la de calibre 38. Detestaba las armas de fuego, pero, a la luz de los sucesos recientes, había accedido de mala gana a aprender a usarla. La cargó con el cargador automático; luego volvió a su cama y se arrodilló. Había en la pared una pequeña caja blanca con un botón rojo en lo alto. Lo pulsó en el preciso instante en que oyó sacudirse la ventana en la habitación contigua como si alguien intentase abrirla.

– ¡Sam! -gritó.

La alarma empezó a sonar, rasgando el silencio de las marismas a la vez que Rachel corría hacia la habitación de Sam seguida de cerca por Joan. Oyó llorar a la niña, aterrorizada por el repentino estrépito. La puerta estaba abierta, y la ventana se hallaba enfrente. Sam se retorcía en la cuna, agitando sus manitas en el aire y casi amoratada por el esfuerzo del llanto. Por un fugaz momento, Rachel creyó ver algo de color claro moverse tras el cristal, pero enseguida desapareció.

– Cógela -dijo Rachel-. Llévala al cuarto de baño y echa el cerrojo por dentro.

Joan sacó a la niña de la cuna y salió corriendo de la habitación.

Rachel se acercó despacio a la ventana. Sostenía la pistola con la mano un poco trémula, pero ya no tenía el dedo apoyado en la guarda, sino que rozaba suavemente el gatillo. Ahora estaba más cerca: tres metros, dos, uno…

Volvió a oír el ruido de algo que se arrastraba en el tejado, esta vez alejándose de la habitación de Sam hacia el extremo opuesto de la casa. Distrajo a Rachel, que lo siguió con la vista a medida que avanzaba, como si la intensidad de su mirada pudiese traspasar el techo y las tejas y permitirle ver lo que había encima.

Cuando volvió a mirar hacia la ventana, vio allí una cara, suspendida boca abajo en la oscuridad desde lo alto del cristal, el cabello oscuro colgando verticalmente por debajo de unas pálidas facciones.

Era una mujer.

Rachel disparó y el cristal se hizo añicos. Siguió disparando cuando volvieron a oírse aquellos seres en el tejado y la pared, cada vez más débilmente a medida que se alejaban. Vio que una luz azul surcaba la oscuridad, y oyó el llanto de Sam incluso por encima de la alarma. Y ella lloraba con su hija, aullando de miedo e ira, apretando aún el gatillo con el dedo una y otra vez a pesar de que el percutor sólo golpeaba los casquillos vacíos y el aire nocturno inundaba la habitación, colmado de olor a salitre y vegetación marina y podredumbre invernal.

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