19

Poco después de mi entrevista con Stuckler me reuní con Phil Isaacson para cenar en el Puerto Antiguo. Cada vez estaba más claro que la subasta del día siguiente sería un momento crucial: atraería a aquellos que querían poseer la caja de Sedlec, incluidos los Creyentes, y provocaría un conflicto entre Stuckler y ellos si él conseguía adquirirla. Deseaba estar presente en la subasta, pero, cuando telefoneé a Claudia Stern, no pude hablar con ella. Me dijeron que sólo podía accederse a la subasta por rigurosa invitación y que ya era muy tarde para incorporarme a la lista de invitados. Dejé un mensaje a Claudia en el que le pedía que me llamara, pero no esperaba volver a tener noticias suyas. A sus clientes, supuse, no les gustaría que la casa permitiese la entrada a un investigador privado, y para colmo un investigador interesado en el destino final de una de las piezas más insólitas salidas al mercado en los últimos años. Pero si había alguien capaz de encontrar una vía de acceso a la Casa de Stern, y con información suficiente sobre los postores para ayudarme, ése era Phil Isaacson.

Natasha's estaba antes en Cumberland Avenue, cerca del Bintliff's, y su traslado al Puerto Antiguo era uno de los pocos cambios recientes en la vida de la ciudad que yo aprobaba sin reservas. El nuevo local era más cómodo, y puede que la comida incluso hubiera mejorado, todo un logro considerando que Natasha's ya era un restaurante excelente. Cuando llegué, Phil me esperaba sentado a una mesa cerca del banco que se extendía a lo largo del comedor principal. Como siempre, su aspecto se ajustaba a la definición de «atildado» que podía dar un diccionario: era un hombre menudo, de barba blanca, vestido con una chaqueta de tweed y pantalones de color tostado, más una pajarita roja perfectamente anudada sobre una camisa blanca. Su profesión era la abogacía, y conservaba el puesto de socio en su bufete de Cumberland, pero además era el crítico de arte del Portland Press Herald. Yo no tenía nada contra el periódico, pero no dejaba de sorprenderme que un crítico de arte del nivel de Phil Isaacson se ocultara entre sus páginas. Se complacía en afirmar que sencillamente se habían olvidado de que escribía para ellos, y a veces no costaba imaginar que alguien en la redacción cogiera el periódico, leyera la columna de Phil y exclamara: «Pero ¿cómo? ¿Tenemos un crítico de arte?».

Había conocido a Phil en una exposición en la galería June Fitzpatrick de Park Street, donde June presentaba la obra de una artista de Cumberland llamada Sara Crisp, que empleaba objetos encontrados -hojas de árboles, huesos de animales, pieles de serpiente- para crear piezas de una belleza asombrosa, donde fragmentos de flora y fauna se hallaban dispuestos sobre fondos de complejas formas geométricas. Deduje que tenía algo que ver con el orden de la naturaleza, y Phil más o menos coincidió conmigo. O eso creo. El vocabulario de Phil era notablemente más elaborado que el mío en lo que se refería al mundo del arte. Al final compré una de las obras: una cruz confeccionada con cáscaras de huevo montadas en cera, sobre un fondo rojo de círculos entrelazados.

– Vaya, vaya -dijo Phil cuando llegué a la mesa-. Empezaba a pensar que habías encontrado a alguien más interesante con quien pasar la velada.

– Lo he intentado, créeme -respondí-. Pero parece que esta noche toda la gente interesante tiene algo mejor que hacer.

Una camarera dejó en la mesa una copa de tinto, un zinfandel californiano. Le dije que trajera la botella y, para acompañarla, pedí una selección de aperitivos orientales para dos. Phil y yo intercambiamos unos cuantos chismorreos locales mientras esperábamos la comida, y él me informó de artistas que podrían interesarme si llegaba a tocarme la lotería. El restaurante empezó a llenarse, y aguardé a que todos los comensales de las mesas cercanas parecieran oportunamente absortos en las personas que las acompañaban antes de plantear el tema principal de la velada.

– ¿Qué puedes decirme de Claudia Stern y sus clientes? -pregunté cuando Phil acabó de comer la última gamba de la bandeja de aperitivos.

Phil dejó los restos de la gamba junto al borde del plato y se limpió delicadamente los labios con la servilleta.

– No suelo cubrir sus subastas en mi columna. Para empezar, no quisiera que a la gente le sentase mal el desayuno al describir la clase de objetos con los que a veces trata; y, en segundo lugar, tengo mis dudas sobre la utilidad de escribir sobre subastas a las que se asiste sólo con invitación. Además, ¿por qué habría de interesarme lo que ofrece? ¿Tiene que ver con algún caso?

– Algo así. Podría decirse que interviene un elemento personal.

Phil se reclinó en la silla y se acarició la barba.

– Veamos. No es una casa de subastas antigua. Se fundó hace sólo diez años y está especializada en lo que podría definirse como objetos «esotéricos». Claudia Stern es licenciada en antropología por Harvard, pero cuenta con un grupo de expertos a quienes consulta cuando surge la necesidad de certificar la autenticidad de una pieza. Su área de interés es amplia y a la vez muy especializada. Hablamos de manuscritos, ciertos restos humanos convertidos en simulacros de arte, y diversos objetos relacionados con los textos apócrifos.

– Cuando la conocí, me mencionó restos humanos, pero no entró en detalles -dije.

– En fin, no es un tema del que la gente suela hablar con desconocidos -comentó Phil-. Hasta hace poco, digamos que cinco o seis años, Stern comerciaba a pequeña escala pero muy activamente con ciertos objetos aborígenes: cráneos, sobre todo, pero a veces piezas más elaboradas. Ahora se ve con malos ojos esa clase de comercio, y los gobiernos y las tribus se apresuran a recuperar cualquiera de esos restos ofrecidos en subasta. Con las esculturas de huesos europeas hay menos dificultades, siempre y cuando sean de cierta antigüedad, y la casa de subastas salió en los periódicos hace unos años cuando subastó restos óseos de varios osarios polacos y húngaros. Los huesos se habían empleado para construir un par de candelabros a juego, si no recuerdo mal.

– ¿Tienes idea de quién podría haberlos comprado?

Phil negó con la cabeza.

– Stern tiende a la discreción hasta el punto del hermetismo. Atiende a una clase muy especial de coleccionistas, y ninguno de los cuales, que yo sepa, se ha quejado nunca sobre la forma en que Claudia Stern lleva el negocio. Todas las piezas se someten a un riguroso examen para garantizar su autenticidad.

– Nunca ha vendido a nadie un palo de escoba que no volase.

– Según parece, no.

La camarera retiró las sobras del aperitivo. Al cabo de unos minutos llegó el plato principal: langosta para Phil, un filete para mí.

– Veo que sigues sin comer marisco -señaló.

– Creo que a algunas criaturas las crearon feas para disuadir a la gente de comérselas.

– O de salir con ellas -añadió Phil.

– Tú lo has dicho.

Se dispuso a descuartizar su langosta. Procuré no mirar.

– Y bien, ¿vas a contarme a qué viene ese interés por Claudia Stern? -preguntó-. Entre tú y yo, debo añadir.

– Mañana se celebra una subasta.

– El tesoro de Sedlec -dijo Phil-. Me han llegado rumores.

Uno de los intereses de Phil era la estética de los cementerios, así que no era de extrañar que conociese Sedlec. A veces el alcance de sus conocimientos era casi preocupante.

– ¿Sabes algo al respecto?

– Me han dicho que la pieza central de la subasta, un fragmento de vitela, contiene cierto dibujo, y que por sí solo posee escaso valor, aparte del que pueda tener como simple curiosidad. Sé que Claudia Stern sólo presentó un pequeño trozo del papel para certificar su autenticidad, y el resto quedó bajo llave hasta que se encuentre un comprador. También sé que, para una pieza de tan escasa importancia, el proceso se ha llevado muy en secreto y con suma cautela.

– Yo puedo contarte algo más -dije.

Y así lo hice. Cuando acabé, la langosta de Phil estaba a medio consumir en su plato. Yo apenas había tocado la carne. La camarera se mostró dolida cuando se acercó a nuestra mesa para ver cómo iba todo.

– ¿Está todo a su gusto? -preguntó.

El rostro de Phil se iluminó con una sonrisa tan perfecta que sólo un experto habría advertido que era falsa.

– Estaba todo exquisito, pero ya no tengo el mismo apetito que antes -explicó.

También yo dejé que se llevase mi plato, y la sonrisa se desvaneció lentamente en la cara de Phil.

– ¿Crees que esa escultura existe de verdad? -preguntó.

– Creo que se escondió algo, hace mucho tiempo -contesté-. Hay demasiada gente interesada para que sea sólo un mito. En cuanto a su naturaleza exacta, no sabría decirte, pero cabe suponer que posee el valor suficiente para matar por ella. ¿Qué sabes de los coleccionistas de esa clase de material?

– Conozco a algunos por su nombre, a otros por su reputación. Ciertas personas del medio comparten a veces alguna que otra habladuría conmigo.

– ¿Podrías conseguir un par de invitaciones para la subasta?

– Creo que sí. Implicaría pedir que me devuelvan algún favor, pero acabas de decirme que Claudia Stern probablemente prefiere que no asistas.

– Espero que esté distraída con el propio acontecimiento y me permita colarme contigo a mi lado. Si llegamos cuando la subasta esté a punto de empezar, cuento con que prefiera que nos quedemos a echarnos y alterar así la marcha de la subasta. De todos modos, hago muchas cosas que la gente no ve con buenos ojos. Si no fuera así, me quedaría sin trabajo.

Phil apuró el vino.

– Ya sabía yo que esta comida gratis me saldría cara -comentó.

– Vamos, sé que te interesa. Y si alguien te mata, piensa en la necrológica que saldrá en el Press Herald. Quedarás inmortalizado.

– Eso no es muy tranquilizador -dijo Phil-. Confiaba en alcanzar la inmortalidad por no morir.

– Puede que seas el primero -repliqué.

– ¿Y tú qué posibilidades tienes?

– Pocas -contesté-. Y cada vez menos.


Brightwell tenía hambre. Había reprimido sus impulsos durante mucho tiempo, pero últimamente ya eran demasiado fuertes. Recordaba la muerte de la mujer, Alice Temple, en aquel almacén frío, y el sonido de sus propios pies descalzos en las baldosas cuando se acercó a ella. Temple: su apellido en cierto modo se adecuaba a la luz de la profanación infligida a su cuerpo. A Brightwell le resultaba extraña la manera en que podía permanecer fuera de sí mismo y observar lo que ocurría, como si su parte mortal se dedicase a ciertos cometidos mientras la conciencia que lo guiaba estaba ocupada en otra cosa.

Brightwell abrió la boca y aspiró hondo el aire untuoso. Apretó y distendió los puños, y los nudillos palidecieron bajo la piel. Se estremeció recordando la furia con que había despedazado a la mujer. Fue en ese momento cuando se produjo la separación, la división entre el ser y el no-ser: una parte sólo deseaba desgarrar y arrancar, en tanto que la otra se quedaba al margen, tranquila pero alerta, aguardando el momento, el momento final. Ése era el don de Brightwell, la razón de su existencia: incluso con los ojos cerrados, o sumido en la absoluta oscuridad, era capaz de percibir la inminencia del último aliento…

La frecuencia de los espasmos empezaba a aumentar. Tenía la boca muy seca. Temple, Alice Temple. Le encantaba el nombre, como le encantó también el sabor de ella cuando sus bocas se encontraron, entremezclados la sangre, la saliva y el sudor en sus labios, mientras la conciencia de ella se apagaba y perdía las fuerzas. Ahora Brightwell volvía a estar con ella, los dedos ensangrentados en torno a su cabeza, los labios de ambos sellados, toda ella teñida de rojo: rojo por dentro, rojo por fuera. Se moría, y, para cualquiera, ya fuese médico o lego, aquello no sería más que un cuerpo que se consumía en la silla destartalada, desnudo y desmadejado, mientras la vida lo abandonaba.

Pero en ese momento partía algo más aparte de la vida, y Brightwell lo esperaba. Lo sentía como un movimiento impetuoso en la boca, como una dulce brisa que asciende por un túnel escarlata, como un otoño cálido que deja paso al crudo invierno, como la puesta de sol y la noche, la presencia y la ausencia, la luz y la falta de luz. Y de pronto estaba dentro de él, encerrado en él, atrapado entre mundos en la prisión antigua y oscura que era Brightwell.

Brightwell, el ángel guía, el guardián de los recuerdos. Brightwell, el buscador, el identificador.

A Brightwell se le aceleró la respiración. Las sentía dentro de sí, atormentadas, en continua búsqueda.

Brightwell, capaz de doblegar la voluntad de los demás, de convencer a los extraviados y olvidados de que la verdad de su naturaleza residía en las palabras de él.

Necesitaba otra. Sentía el sabor en la boca. En lo más profundo de su ser se elevó un gran coro de voces in crescendo que clamaban por su liberación.

No lamentaba todo lo sucedido después de la muerte de Alice. Era verdad que, sin quererlo, había atraído la atención de aquellos otros. Al final resultó que no estaba sola en el mundo. Había quienes se preocupaban por ella, y quienes no dejarían pasar por alto su fallecimiento; pero el camino de Alice no se había cruzado con el de Brightwell por casualidad. Brightwell era muy viejo, y a mayor edad, más paciencia. Siempre había conservado la fe, la certeza de que cada vida arrebatada lo acercaría más y más a aquel que lo había traicionado, que los había traicionado a todos por la posibilidad de una redención destinada a negársele eternamente. Se había escondido bien, ocultando la verdad de su ser, enterrándola bajo un simulacro de normalidad incluso cuando los tres mundos -este mundo, el mundo superior y el mundo en la gran colmena inferior- hacían cuanto podían para demostrarle que la normalidad no tenía lugar en su existencia.

Brightwell tenía planes para él, desde luego. Brightwell buscaría un lugar frío y oscuro, con argollas en las paredes, y allí lo encadenaría, y lo observaría por un agujero en la pared de ladrillos mientras se consumía, una hora tras otra, un día tras otro, un año tras otro, un siglo tras otro, tambaleándose al borde de la muerte y sin caer no obstante en el abismo.

Y si Brightwell se equivocaba acerca de su naturaleza -y Brightwell rara vez se equivocaba, ni siquiera en los pequeños detalles-, sería de todos modos una muerte larga, lenta y agónica para el hombre que había amenazado con interponerse en la revelación que buscaban desde hacía tanto tiempo, y la recuperación de aquel que habían perdido hacía mucho tiempo.

Ya lo tenían todo listo. Al día siguiente averiguarían lo que necesitaban saber. Ya no había nada más que hacer, así que Brightwell se permitió un pequeño capricho. Esa misma noche, horas más tarde, se encontró con un joven en la oscuridad del parque, y lo atrajo con la promesa de dinero y extraños placeres carnales. Y llegado el momento, Brightwell se abalanzó sobre él, hundió las manos en su cuerpo, le rebanó los órganos con sus largas uñas y le aplastó con delicadeza las venas controlando la compleja máquina que era el cuerpo humano, arrastrando lentamente al muchacho al clímax que Brightwell buscaba, hasta que por fin sus bocas se unieron, sus labios se sellaron, y la oleada de dulzura invadió a Brightwell mientras otra voz se añadía al gran coro de almas en su interior.

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