Cuando salía de la ciudad, me telefoneó Walter Cole.
– Tengo más noticias -anunció-. El forense ha confirmado la identidad de los restos encontrados en el apartamento de García. Es Alice. Las pruebas toxicológicas también revelaron la presencia de DMT, dimetiltriptamina, en una pequeña sección de tejido que seguía adherida a la base del cráneo.
– Nunca he oído hablar de esa sustancia. ¿Qué hace?
– Por lo visto es un alucinógeno, pero con síntomas muy especiales. Provoca paranoia y alucinaciones sobre seres alienígenas o monstruos. A veces quienes la consumen creen que viajan por el tiempo o a otros planos de existencia. ¿Quieres conocer otro dato interesante? También encontraron rastros de DMT en el cuerpo de García. En opinión del forense, es posible que se la administraran con la comida que hallamos en su cocina, pero aún no han acabado con los análisis.
Cabía la posibilidad de que hubiesen dado la droga a Alice para asegurarse de que colaboraba, permitiendo a sus captores presentarse como salvadores cuando empezaran a pasarse los efectos de la droga. Pero también a García le habían administrado DMT, tal vez con la intención de mantenerlo bajo control induciéndole un estado de miedo casi continuo. No hacía falta una dosis muy alta: lo justo para tenerlo en el filo, de modo que pudiera manipularse su paranoia en caso de necesidad.
– Tengo algo más para ti -añadió Walter-. En el edificio de Williams-burg había un sótano. La entrada estaba escondida detrás de una pared falsa. Según parece, ya sabemos qué hacía García con los huesos.
El sótano lo encontró la División de Investigación Forense del Departamento de Policía de Nueva York. Les llevó su tiempo. Recorrieron el edificio planta por planta, de arriba abajo, cotejando los planos con lo que veían, fijándose en lo que era reciente y lo que era antiguo. Los policías que echaron abajo la pared hallaron en el suelo una puerta de acero nueva, de casi tres metros cuadrados de superficie, provista de sólidas cerraduras. Tardaron una hora en abrirla, con el respaldo de la misma Unidad de Emergencias que había acudido la noche en que murió García. Cuando se abrió la puerta, los miembros de la unidad descendieron hacia la oscuridad por una escalera de madera provisional.
El espacio inferior era de las mismas dimensiones que la puerta de acero principal, y de unos tres metros y medio de profundidad. García había trabajado con denuedo en ese espacio oculto. Guirnaldas de huesos afilados pendían de los ángulos del sótano, confluyendo en un grupo de cráneos apiñados en cada rincón. Las paredes estaban revestidas de hormigón y tenían trozos de hueso ennegrecido empotrados a media altura, secciones de maxilares, fémures, falanges y costillas que sobresalían como si se hubiesen descubierto en el transcurso de una excavación arqueológica. Cuatro columnas de candeleras creados con mármol y hueso se alzaban formando un recuadro en el centro de la habitación, las velas se sostenían en combinaciones de cráneos y huesos largos parecidas a las que yo había encontrado en el apartamento de García, y cuatro cadenas de huesos unían las columnas como para reservar espacio en el osario a una pieza aún desconocida. También había un pequeño hueco no mayor de un metro de altura, vacío pero sin duda esperando igualmente la llegada de otro elemento para la exposición, quizá la pequeña escultura de huesos que se hallaba en el maletero de mi coche.
La oficina del forense iba a encontrar serias dificultades para identificar los restos. Pero yo sabía por dónde podían empezar: una lista de mujeres muertas o desaparecidas en la región de Juárez, y las desdichadas de quienes no se había vuelto a tener noticia en las calles de Nueva York desde la llegada de García a la ciudad.
Me dirigí en coche hacia el norte. En cuanto dejé atrás el área urbana circulé a buena velocidad y llegué a Boston poco antes de las cinco de la tarde. La Casa de Stern se hallaba en una calle secundaria casi a la sombra del Fleet Center. Era un lugar poco común para un negocio como aquél, audiblemente cerca de una calle de bares que incluían el restaurante local de la cadena Hooters. Las ventanas eran de cristal ahumado y llevaba el nombre de la empresa escrito al pie con discretas letras doradas. A la derecha había una puerta de madera, pintada de negro, con una ornamental aldaba dorada en forma de boca abierta, y un buzón también dorado con una filigrana de dragones persiguiéndose las colas. En un barrio no tan para adultos, la puerta de la Casa de Stern habría sido parada obligatoria para los niños en Halloween.
Toqué el timbre y esperé. Abrió la puerta una joven muy pelirroja; llevaba las uñas pintadas de color violeta con el esmalte descascarillado en los bordes.
– Sintiéndolo mucho, está cerrado -dijo-. Abrimos al público de diez a cuatro, de lunes a viernes.
– No soy un cliente -contesté-. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Me gustaría ver a Claudia Stern.
– ¿Lo espera?
– No, pero creo que le interesa verme. Tal vez pueda enseñarle esto.
Le entregué la caja que sostenía en los brazos. La joven la miró con recelo y retiró cuidadosamente las capas de papel de periódico para ver el contenido. Dejó al descubierto una parte de la escultura de huesos, la contempló en silencio por un momento y luego abrió más la puerta para franquearme el paso. Me indicó que tomara asiento en la pequeña recepción y desapareció por una puerta verde entreabierta.
La sala en la que me hallaba era relativamente austera y parecía haber conocido tiempos mejores. La moqueta estaba gastada y raída, y el papel de las paredes desvaído en los rincones, muy rayado por el paso de la gente y los golpes y arañazos que había recibido con el trasiego de objetos de difícil manejo. A mi derecha había dos escritorios cubiertos de papeles, con sendos ordenadores apagados. A mi izquierda vi cuatro cajas de embalaje de las que asomaban, como el pelo alborotado de un payaso, pilas de virutas de madera abarquilladas. Detrás colgaba de la pared una serie de litografías con escenas de conflictos angélicos. Me acerqué para verlas mejor. Recordaban los trabajos de Gustave Doré, el ilustrador de la Divina Comedia , pero parecían basarse en alguna otra obra que yo no conocía.
– El conflicto angélico -dijo una voz femenina a mis espaldas-y la caída de las huestes rebeldes. Datan de principios del siglo diecinueve, las encargó el doctor Richard Laurence, profesor de hebreo en Oxford, para ilustrar su primera traducción inglesa del Libro de Enoc, en 1821; finalmente se descartaron debido a discrepancias con el artista. Éstas se cuentan entre las únicas copias existentes. Las demás fueron destruidas.
Me volví hacia una mujer menuda y atractiva, de poco más de cincuenta años, que vestía pantalón negro y jersey blanco con motas oscuras dispuestas de forma irregular. Tenía casi todo el pelo cano, con una pizca de dorado en las sienes. Conservaba la tez relativamente tersa, con sólo alguna que otra arruga en el cuello. Si le había calculado bien la edad, se conservaba joven.
– ¿Señora Stern?
Me estrechó la mano.
– Claudia. Me alegro de conocerlo, señor Parker.
Volví a dirigir la atención hacia las ilustraciones. -Por simple curiosidad, ¿por qué se destruyeron los otros dibujos?
– El artista era un tal Knowles, católico, que trabajaba habitualmente para editores de Londres y Oxford. Era un dibujante consumado, si bien su estilo estaba bajo la influencia de otros. Knowles ignoraba el carácter controvertido del Libro de Enoc cuando aceptó el encargo, y no conoció la historia de las escrituras en cuestión hasta que el tema de su obra salió en una conversación con el párroco local. ¿Sabe algo sobre esos textos bíblicos apócrifos, señor Parker?
– Nada especialmente digno de mención -repuse. Eso no era del todo cierto. Ya me había topado antes con el Libro de Enoc, aunque nunca había visto el texto en sí. El Viajante, el asesino de mi mujer y mi hija, había aludido a él. Fue una más de las oscuras fuentes que contribuyeron a alimentar sus fantasías.
La mujer sonrió, mostrando unos dientes blancos que empezaban a amarillear sólo un poco en los bordes y en el contorno de las encías.
– En ese caso quizá yo pueda ilustrarlo, y usted a su vez pueda ilustrarme a mí sobre el objeto que ha utilizado para presentarse a mi ayudante. El Libro de Enoc formó parte del canon bíblico aceptado durante alrededor de quinientos años, y se encontraron fragmentos entre los manuscritos del mar Muerto. La traducción de Laurence se basó en fuentes que se remontan al siglo dos antes de Cristo, pero el libro en sí aún podría ser más antiguo. Casi todo lo que sabemos, o creemos saber, sobre la caída de los ángeles procede de Enoc, y es posible que el propio Jesucristo conociese la obra, ya que se advierten claras resonancias de Enoc en algunos de los evangelios posteriores. Pasado un tiempo, cayó en desgracia entre los teólogos, en gran medida por sus teorías sobre la naturaleza de los ángeles.
– ¿Como, por ejemplo, cuántos pueden bailar en la cabeza de un alfiler?
– Por así decirlo, sí -contestó la señora Stern-. Si bien se aceptaba hasta cierto punto que las raíces del mal en la Tierra estaban en la caída de los ángeles, su naturaleza provocó divergencias. ¿Eran corpóreos? Si era así, ¿cuáles eran sus apetitos? Según Enoc, el gran pecado de los ángeles oscuros no era el orgullo sino la lujuria: su deseo de copular con mujeres, el aspecto más hermoso de la mayor creación de Dios, la humanidad. Eso llevó a la desobediencia, y a una rebelión contra Dios, y en castigo fueron expulsados del cielo. Tales especulaciones tuvieron una mala acogida entre las autoridades eclesiásticas, y el Libro de Enoc fue denunciado y excluido del canon, y algunos llegaron al extremo de declararlo consustancialmente herético. Su contenido cayó en el olvido hasta 1773, cuando un explorador escocés llamado James Bruce viajó a Etiopía y consiguió tres ejemplares del libro conservados por la Iglesia en ese país. Cincuenta años después, Laurence sacó a la luz su traducción, y así se reveló Enoc al mundo anglohablante por primera vez en más de un milenio.
– Pero sin las ilustraciones de Knowles.
– Le preocupaba la controversia que podía suscitar la publicación, y por lo visto su párroco le dijo que le negaría los sacramentos si participaba en la obra. Knowles comunicó al doctor Laurence su decisión; Laurence viajó a Londres para tratar el asunto con él, y en sus conversaciones se produjo una acalorada discusión. Knowles empezó a arrojar sus ilustraciones al fuego, los originales y los ejemplares de prueba. Lawrence se apoderó de lo que pudo rescatar de la mesa del artista y huyó. Si quiere que le sea sincera, las ilustraciones en sí no poseen gran valor, pero me gusta la historia de su creación y decidí quedármelas, pese a alguna que otra petición para que las ponga en venta. En cierto modo simbolizan lo que esta casa siempre se ha propuesto: asegurar que la ignorancia y el miedo no contribuyan a la destrucción del arte arcano, y que todas las obras de esas características lleguen a aquellos que mejor saben valorarlas. Y ahora, si quiere pasar, hablaremos de la pieza que usted ha traído.
Crucé la puerta verde detrás de ella y la seguí por un pasillo que llevaba a un taller. Allí, en un rincón, la secretaria pelirroja verificaba el estado de unos libros encuadernados en piel, mientras que en otro extremo un hombre de mediana edad con el pelo castaño y amplias entradas trabajaba sobre una pintura bajo la luz de varias lámparas.
– Ha venido en un momento interesante -dijo Claudia Stern-. Estamos preparando una subasta cuya pieza central es un objeto relacionado con Sedlec, cosa que tiene en común con su propia escultura. Pero, dado que se encuentra usted aquí, imagino que eso usted ya lo sabía. ¿Le importaría decirme quién le recomendó que me trajera a mí la escultura de huesos?
– Un tal Charles Neddo, un anticuario de Nueva York.
– Conozco al señor Neddo. Es un aficionado con talento. A veces da con objetos poco corrientes, pero nunca ha aprendido a discernir entre lo que es valioso y lo que debería desecharse y olvidarse.
– Habló muy bien de usted.
– No me extraña. Para serle franca, señor Parker, esta casa es experta en la materia, un prestigio adquirido con muchos sacrificios a lo largo de una década. Antes de nuestra llegada a este mundillo, los objetos arcanos eran coto de mercaderes de segunda, hombres mugrientos en sótanos oscuros. Alguna que otra vez, una de las casas establecidas vendía «material misterioso», como se llamaba a veces, pero ninguna de ellas se especializó en el tema. Stern es única en su especie, y rara vez un vendedor de objetos arcanos deja de consultarnos antes de subastar una pieza. Análogamente, muchos particulares nos plantean dudas, tanto a nivel formal como informal, relacionadas con colecciones, manuscritos e incluso restos humanos.
Se acercó a una mesa sobre la que estaba la escultura hallada en el apartamento de García, colocada cuidadosamente en una base giratoria. Accionó el interruptor de una lamparilla de mesa, que proyectó una luz blanca sobre los huesos.
– Lo que nos lleva a esta pieza. Supongo que el señor Neddo le ha contado ya algo sobre los orígenes de la imagen.
– Según dice, era la representación de un demonio que quedó atrapado en plata allá por el siglo quince. Lo llamó El ángel negro.
– Immael -dijo la señora Stern-. Una de las figuras más interesantes de la mitología demoniaca. Es raro encontrar su nombre en fecha tan reciente.
– ¿Su nombre?
– Según Enoc, se rebelaron doscientos ángeles, e inicialmente fueron desterrados a un monte llamado Armón, o Hermón; herem en hebreo significa «maldición». Algunos, claro está, descendieron aún más, y fundaron el infierno, pero otros se quedaron en la Tierra. Enoc da los nombres de diecinueve, creo. Immael no es uno de ellos, aunque el nombre de su gemelo, Ashmael, se incluye en ciertas versiones. De hecho, la primera vez que se tiene constancia de Immael es en los manuscritos de Sedlec posteriores a 1421, el año en que, según se dice, se creó El ángel negro, todo lo cual contribuye a su mitología.
Hizo girar lentamente la base examinando la escultura desde todos los ángulos.
– ¿Dónde ha dicho que ha encontrado esto?
– No lo he dicho.
Bajó la barbilla y me escrutó por encima de sus gafas de media lente.
– No, no me lo ha dicho, ¿verdad? Me gustaría saberlo antes de continuar.
– El propietario original, que probablemente fue también el artista responsable de su creación, ha muerto. Era un tal García, mexicano. En opinión de Neddo, también puede atribuírsele un santuario dedicado a la figura mexicana llamada Santa Muerte y la restauración de un osario en Juárez.
– ¿Cómo dejó este mundo el difunto señor García?
– ¿No lee usted los periódicos?
– No si puedo evitarlo.
– Murió de un tiro.
– Una verdadera desgracia. Si hizo esto, cabe pensar que poseía un notable talento. Ciertamente, es una obra muy hermosa. Diría que los huesos humanos empleados no son antiguos. Veo pocos indicios de desgaste. La mayoría son de niño, elegidos probablemente por razones de escala. También hay huesos de perro y ave, y las uñas en los extremos de los miembros parecen garras de gato. Es extraordinaria, pero es muy probable que no se pueda vender. Surgirían preguntas acerca de la procedencia de los huesos de niño, los cuales casi seguro que guardan relación con algún crimen. Cualquiera que intente comprarla o venderla sin conocimiento de las autoridades se expondría, como mínimo, a ser acusado, o acusada, de obstruir la acción de la justicia.
– No pretendía venderla. El hombre que la hizo participó en el asesinato de al menos dos mujeres jóvenes en Estados Unidos y quizá muchas más en México. Alguien organizó su traslado a Nueva York. Quiero averiguar quién fue.
– Si es así, ¿dónde encaja la escultura en todo esto, y por qué me la ha traído a mí?
– He pensado que despertaría su interés y me permitiría, quizás, hacerle unas preguntas.
– Y así ha sido.
– He estado reservándome una pregunta: hábleme de los Creyentes.
La señora Stern apagó la luz. El gesto le dio un instante para recomponer el semblante y disimular parcialmente la expresión de alarma que por un momento le había alterado el rostro.
– No sé si le entiendo.
– Encontré un símbolo tallado dentro de un cráneo en el apartamento de García. Era un rezón. Según Neddo, lo utiliza cierto grupo, una secta, para identificar a sus miembros y marcar a algunas de sus víctimas. Los Creyentes están interesados en la historia de Sedlec y en la recuperación de la estatua original de El ángel negro, dando por supuesto que existe. Está usted a punto de subastar un fragmento de un mapa hecho sobre vitela que supuestamente contiene alguna pista para la localización de la estatua. Supongo que eso bastaría para atraer la atención de esa gente.
Creí que la señora Stern iba a escupir en el suelo, tan manifiesta era su aversión por el tema que le había planteado.
– Los Creyentes, como ellos se hacen llamar, son bichos raros. A veces tratamos con personas extrañas en nuestro trabajo, como sin duda le habrá informado el señor Neddo, pero en su mayoría son inofensivos. Son coleccionistas, y puede disculpárseles el entusiasmo ya que nunca harían daño a un ser humano. Los Creyentes son otra cosa. Si damos crédito a los rumores, y sólo son rumores, existen desde hace siglos, y su aparición fue resultado directo del enfrentamiento en Bohemia entre Erdric e Immael. Son muy pocos, y procuran pasar inadvertidos. La única razón de su existencia es reunir a los Angeles Negros.
– ¿Ángeles? Neddo sólo me habló de una estatua…
– No me refiero a una estatua, sino a un ser -corrigió la señora Stern.
Me condujo a donde el hombre de grandes entradas en el pelo restauraba la pintura. Era un lienzo grande, de unos tres metros por dos y medio, y representaba un campo de batalla. En colinas lejanas ardían fogatas, y grandes ejércitos avanzaban entre casas en ruinas y campos chamuscados. El nivel de detalle era extremo, y cada figura estaba meticulosa y exquisitamente pintada, aunque me resultaba difícil saber si lo que veía era la propia batalla o las secuelas. En algunas secciones del cuadro se advertían aún focos de combate, pero la mayor parte del espacio central se componía de cortesanos en torno a una figura regia. A cierta distancia de él, un hombre de un solo ojo congregaba a las tropas.
El lienzo estaba en un caballete circundado de lámparas, casi como un paciente en un quirófano. En los estantes cercanos había microscopios, lentes, escalpelos, lupas y frascos de sustancias químicas diversas. Mientras yo observaba, el restaurador cogió una fina varilla de madera y la afiló con un cuchillo; a continuación la hundió en algodón y la hizo girar para formar una torunda del grosor requerido. Cuando quedó satisfecho del resultado, la sumergió en un frasco de líquido y comenzó a aplicarlo con cuidado en la superficie de la pintura.
– Eso es acetona mezclada con espíritu de petróleo -explicó la señora Stern-. Se utiliza para eliminar las capas no deseadas de barniz, tabaco y humo, los efectos de la contaminación y la oxidación. Hay que buscar el equilibrio químico adecuado para cada pintura, porque cada una tiene sus necesidades propias y únicas. El objetivo es obtener fuerza suficiente para quitar la suciedad y el barniz, incluso la pintura añadida por artistas y restauradores posteriores, sin traspasar las capas originales inferiores. Ésta ha sido una restauración especialmente laboriosa, y todavía lo es, ya que el artista anónimo empleó una combinación de técnicas poco habitual. -Señaló dos o tres zonas de la obra donde la pintura parecía mucho más espesa de lo ordinario-. Aquí ha utilizado pinturas sin óleo, lo que da a los pigmentos una consistencia anormal, como puede ver. El impasto, las zonas de pintura más densas, han acumulado capas de polvo en los surcos, que hemos tenido que retirar a base de acetona y trabajo de escalpelo.
De nuevo volvió a mover las manos sobre la obra, rozando la superficie sin llegar a tocarla.
– También se advierte mucho craquelado, que es este efecto de telaraña donde los pigmentos antiguos se han secado y degradado con el paso del tiempo. Ahora permítame enseñarle una cosa.
Buscó una pintura de menor tamaño, que representaba a un hombre de aspecto solemne vestido de armiño y tocado con sombrero negro. Al otro lado de la estancia, la secretaria abandonó su trabajo y se acercó a nosotros. Por lo visto, valía la pena asistir a las clases magistrales de la señora Stern.
– Por si le interesa, éste es el doctor Dee, un alquimista -explicó-. Tenemos previsto sacar a la venta esta obra en nuestra subasta, junto con la pintura en la que trabaja James en estos momentos. Permítame graduar la luz.
Apagó las grandes lámparas que rodeaban las pinturas mediante un interruptor central. Por un momento estuvimos en penumbra, hasta que el rincón de la habitación donde nos encontrábamos se iluminó de pronto con un resplandor ultravioleta. Los dientes y los ojos se nos pusieron de color violáceo, pero el mayor cambio se percibía en las dos pinturas. El lienzo de menores dimensiones, el retrato del alquimista Dee, estaba salpicado de motas y puntos, como si todo él hubiera sufrido el ataque de un discípulo enloquecido de Jackson Pollock. La pintura mayor, en cambio, carecía casi por completo de dichas marcas, excepto por una fina media luna en un ángulo donde el restaurador aún trabajaba.
– Los puntos del retrato de Dee se llaman «sobrepintado», y muestran las zonas donde restauradores anteriores han retocado o rellenado las partes dañadas -continuó la señora Stern-. Si uno llevara a cabo este experimento en casi cualquier galería importante del mundo, vería el mismo efecto en la mayor parte de las obras presentes. La conservación de las grandes obras de arte es un proceso continuo, y siempre lo ha sido. -La señora Stern volvió a encender las luces-. ¿Sabe qué es un «durmiente», señor Parker? En nuestro medio llamamos así a un objeto cuyo valor pasa inadvertido a una casa de subastas y posteriormente acaba en manos de un comprador que reconoce su verdadero mérito. La pintura esta de un campo de batalla es un durmiente: fue descubierta en una casa de subastas de provincias en Somerset, Inglaterra, y se adquirió por el equivalente a mil dólares. Resulta obvio que el durmiente no se ha restaurado en ningún momento de su existencia, aunque parece conservarse en un estado relativamente bueno, aparte de las consecuencias inevitables del envejecimiento natural. Sin embargo, contenía una. gran zona oculta en el ángulo inferior derecho, que se descubrió al revelarse el sobrepintado mediante la luz ultravioleta. En un principio pintaron toscamente encima de ciertas partes de esta obra para ocultar algunos de sus detalles. Eso fue relativamente fácil de eliminar. Lo que usted ve aquí es la segunda fase de la restauración. Dé un paso atrás y mire la zona con nuevos ojos.
El ángulo inferior derecho mostraba cuerpos de monjes, todos vestidos de blanco, colgados del muro de un monasterio. Bajo sus pies había huesos humanos apilados como yesca, uno de los monjes tenía una flecha en plena frente. Cada monje llevaba un rezón pintado, aparentemente con sangre, en la pechera del hábito. Un grupo de soldados a caballo se alejaba de ellos, encabezado por una figura alta, que vestía una armadura y tenía una mota blanca en el ojo derecho. Cabezas humanas pendían de sus sillas de montar y los caballos portaban la testera rematada en pico.
Aunque la figura barbuda fuese el cabecilla, era uno de sus hombres quien captaba de inmediato la atención. No iba a caballo, sino a pie junto a su capitán, empuñando una espada ensangrentada en la mano derecha. Era un demonio, gordo y deforme, con un gran bocio o tumor en el cuello. Vestía un jubón recubierto de placas de metal que no lograba disimular la enormidad de su vientre, y sus piernas casi parecían ceder bajo el gran peso del cuerpo. Tenía sangre en la boca, como de haberse cebado en los muertos. Con la mano izquierda sostenía un estandarte con el símbolo del rezón.
– ¿Por qué estaba eso escondido? -pregunté.
– Es una escena posterior al saqueo del monasterio de Sedlec -contestó la señora Stern-. Primero se achacó la matanza de los monjes a Jan Ziska y sus husitas durante una tregua, pero es posible que esta pintura se acerque más a la verdad. Parece indicar que la matanza fue obra de mercenarios, que actuaron en medio de la confusión inmediatamente posterior y bajo las órdenes de esos dos hombres. Pruebas documentales, incluidas las declaraciones de testigos presenciales, respaldan la versión de los acontecimientos que presenta el artista.
Extendió los dedos índice y medio de la mano derecha para señalar al jinete barbudo y la figura grotesca a su lado.
– Éste -señaló al gordo- no tiene nombre. Al cabecilla se lo conocía simplemente como «el Capitán», pero si damos crédito a los mitos que envuelven a Sedlec, era en realidad Ashmael, el Ángel Negro original. Según antiguos relatos, Ashmael, tras su expulsión del cielo, fue excluido de la compañía de los caídos porque sus ojos quedaron marcados por la última visión de Dios. En su soledad, Ashmael se escindió en dos para tener compañía durante sus andanzas y puso el nombre de Immael a su gemelo. Al final, los dos se cansaron y descendieron a las profundidades de la tierra cerca de Sedlec, donde permanecieron dormidos hasta que se excavaron las minas. Entonces despertaron y, como encontraron el mundo en guerra, empezaron a fomentar el conflicto, a enemistar a los bandos, hasta que por último Immael, en un enfrentamiento, fue arrojado a la plata fundida y convertido en estatua. De inmediato Ashmael empezó a buscarlo, pero cuando llegó al monasterio ya se habían llevado la estatua, así que se vengó de los monjes y prosiguió su búsqueda, una búsqueda que, según los principios de los Creyentes, ha continuado hasta el día de hoy. Así que ya lo sabe, señor Parker. La misión de los Creyentes es reunir las dos mitades de un ángel caído. Es una historia prodigiosa, que ahora me propongo vender a cambio del veinte por ciento del precio alcanzado. Finalmente seré yo la única persona que se beneficie de la historia de los Ángeles Negros.
Llegué a casa antes de las doce de la noche. Estaba en silencio. Subí y encontré a Rachel dormida. No la desperté. Me disponía a ir a ver a Sam cuando la madre de Rachel apareció en la puerta y, llevándose un dedo a los labios para pedirme que guardase silencio, me hizo una seña indicándome que la siguiera abajo.
– ¿Te apetece un café? -preguntó.
– No me vendría mal.
Calentó agua y sacó los granos sin moler del congelador. No dije nada mientras ella preparaba el café. Presentí que no me correspondía a mí iniciar la conversación que estábamos a punto de mantener.
Joan me puso una taza de café delante y sostuvo la suya entre las manos ahuecadas.
– Tuvimos un problema -dijo. No me miró al hablar.
– ¿Qué problema?
– Alguien intentó entrar en la casa por la ventana de la habitación de Sam.
– ¿Un ladrón?
– No lo sabemos. Eso cree la policía, pero Rachel y yo no estamos tan seguras.
– ¿Por qué?
– No se activaron los sensores de movimiento. Tampoco los anularon, así que no entendemos cómo consiguieron llegar a la casa. Esto va a parecerte un disparate, lo sé, pero dio la impresión de que reptaban por la fachada. Oímos cómo se movía uno por la pared exterior detrás de la cama de Rachel. Había otro en el tejado, y cuando Rachel entró en la habitación de Sam, vio, según dice, la cara de una mujer en la ventana, pero boca abajo. Le disparó y…
– ¿Cómo? ¿Le disparó?
– Yo me había llevado a Sam de la habitación, y Rachel había accionado la alarma. Tenía una pistola y disparó contra la ventana. Hoy han cambiado el cristal.
Escondí la cara entre las manos por un momento, sin hablar. Noté que algo me tocaba los dedos y después Joan me cogió la mano entre las suyas.
– Escúchame -dijo-. Sé que a veces da la impresión de que Frank y yo somos severos contigo, y me consta que Frank y tú no acabáis de llevaros del todo bien, pero debes comprender que queremos a Rachel, y queremos a Sam. Sabemos que también tú las quieres, y que Rachel se preocupa por ti, y te quiere más profundamente de lo que ha querido a un hombre en su vida. Pero sus sentimientos por ti le están costando muy caro. Han puesto en peligro su vida en el pasado, y ahora le causan dolor.
Sentí un nudo en la garganta cuando intenté hablar. Tomé un sorbo de café para aclarármela, pero no lo conseguí.
– Sé que Rachel te ha hablado de Curtís -continuó Joan.
– Sí -dije-. Parece que fue un buen hombre.
Joan sonrió al oír la descripción.
– Curtís era muy rebelde en la adolescencia -dijo Joan-, y se volvió más rebelde aún tras cumplir los veinte años. Tuvo una novia, Justine, y, Dios mío, la llevó por la calle de la amargura. Ella era mucho más tranquila, y aunque Curtís siempre estaba pendiente de ella, creo que la asustaba, y ella lo dejó durante una temporada. Él no lo entendió, y yo tuve que sentarme con él y explicarle que no pasaba nada si se dejaba llevar un poco, que eso era propio de los jóvenes, pero en algún momento uno tenía que empezar a comportarse como un adulto y poner freno a la parte juvenil. Eso no significaba pasarse el resto de la vida con traje y corbata, sin levantar nunca la voz o salirse del camino recto, pero estaba bien reconocer que las recompensas derivadas de una relación tenían un precio. El coste era mucho menor de lo que se recibía a cambio, pero no por ello dejaba de ser un sacrificio. Si él no estaba preparado para hacer ese sacrificio madurando, debía dejar irse a Justine y aceptar que no estaba hecha para él. Curtís decidió que quería estar con ella. Tardó un tiempo, pero cambió. En el fondo siguió siendo el mismo de siempre, claro, y esa vena rebelde nunca lo abandonó, pero la mantenía a raya, igual que podría adiestrarse a un caballo para controlar su fuerza y canalizar su energía. Al final entró en la policía e hizo bien su trabajo. Los que lo mataron empobrecieron el mundo al quitarle la vida y rompieron muchos corazones, muchos.
»Nunca pensé que volvería a mantener esta conversación con un hombre, y entiendo que las circunstancias no son las mismas. Me hago cargo de todo lo que has pasado, y puedo imaginar parte de tu dolor. Pero debes elegir entre la vida que se te ofrece aquí, con una mujer y una hija, quizás un segundo matrimonio y más hijos en el futuro, y esa otra vida que llevas. Si te ocurre algo a causa de ello, Rachel habrá perdido por una muerte violenta a dos hombres que amaba, pero si algo le pasa a ella o a Sam como consecuencia de tu trabajo, todos los que quieren a Rachel y a Sam quedarán destrozados, y tú el que más, porque dudo mucho que seas capaz de sobrevivir a esa pérdida por segunda vez. Nadie podría.
»Eres un buen hombre, y entiendo que te impulsa el deseo de resolver los problemas de personas incapaces de resolverlos por sí solas, personas que han sufrido o incluso que han sido asesinadas. Eso tiene algo de noble, pero no creo que a ti te preocupe la nobleza. Es un sacrificio, pero no del tipo adecuado. Pretendes reparar cosas que no tienen remedio, y te culpas por permitir que sucedan aunque no estaba en tus manos impedirlas. Pero en algún momento tendrás que dejar de culparte. No debes seguir intentando cambiar el pasado. Todo eso queda atrás, por duro que sea aceptarlo. Lo que ahora tienes ante ti es una nueva esperanza. No lo dejes escapar, ni permitas que te lo arrebaten.
Joan se levantó, vació el resto del café en el fregadero y dejó la taza en el lavavajillas.
– Creo que Rachel y Sam van a venirse a casa durante una temporada -añadió-. Necesitas tiempo para acabar lo que estás haciendo, y para reflexionar. No pretendo interponerme entre vosotros. Ni yo ni nadie. Si así fuera, no tendría esta conversación contigo. Pero Rachel tiene miedo y se siente desdichada, por no hablar del posparto y la confusión de sentimientos que conlleva. Necesita tener gente alrededor durante una temporada, gente que esté a su lado las veinticuatro horas del día.
– Lo entiendo -dije.
Joan apoyó la mano en mi hombro y me rozó la frente con los labios.
– Mi hija te quiere, y respeto su criterio más que el de ninguna otra persona que conozco. Ve algo en ti. Yo también lo veo. Tienes que recordarlo. Si lo olvidas, todo se habrá perdido.
El Ángel Negro caminaba a la luz de la luna, entre turistas y residentes de la ciudad, ante tiendas y galerías, oliendo el café y la gasolina en el aire, mientras a lo lejos unas campanas anunciaban que se acercaba la hora. Examinaba los rostros entre la multitud, buscando a aquellos a quienes podría reconocer, buscando ojos que se posaban en su cara y su forma un segundo más de lo necesario. Había dejado a Brightwell en la oficina, perdido entre las sombras y objetos antiguos, y ahora reproducía la conversación mentalmente. Al hacerlo esbozó una sonrisa, y los amantes también sonrieron, creyendo ver en la expresión del desconocido que pasaba a su lado el recuerdo de un beso reciente y de un abrazo de despedida. Ése era el secreto del ángel: podía presentar el sentimiento más vil bajo los colores más hermosos, pues de lo contrario nadie optaría por seguir su camino.
Brightwell no había sonreído al reunirse ambos hacía un rato.
– Es él -anunció Brightwell.
– Son imaginaciones tuyas -contestó el Ángel Negro.
Brightwell sacó un fajo de hojas impresas de los pliegues de su abrigo y lo colocó ante el ángel. Observó cómo éste pasaba las hojas con los dedos, leyendo trozos de titulares y artículos, y cómo a cada página aumentaba su interés hasta que acabó encorvado sobre la mesa, su sombra proyectándose sobre las palabras y las fotografías, mientras sus dedos se detenían en nombres y lugares de casos ya resueltos o archivados: Charon, Pudd, Charleston, Faulkner, Eagle Lake, Kittim.
Kittim.
– Podría ser coincidencia -susurró el ángel, pero sin convicción; no era tanto una afirmación como un paso en un proceso de razonamiento.
– ¿Tantas coincidencias? -preguntó Brightwell-. No lo creo. Ha estado siguiendo nuestras huellas.
– No es posible. No puede conocer su propia naturaleza.
– Nosotros sí la conocemos -adujo Brightwell.
El ángel fijó la mirada en los ojos de Brightwell y vio ira, y curiosidad, y afán de venganza.
¿Y miedo? Sí, quizás un poco.
– Fue un error ir a la casa -dijo el ángel.
– Pensé que podíamos usar a la niña para atraerlo a nosotros.
El Ángel Negro clavó la mirada en Brightwell. «No», pensó, «querías a la niña para algo más. Tu deseo de infligir dolor ha sido siempre tu perdición.»
– No escuchas -dijo el ángel-. Ya te he advertido que no conviene llamar la atención, y menos en un momento tan delicado.
Brightwell parecía dispuesto a protestar, pero el ángel se puso en pie y cogió el abrigo del perchero antiguo junto a su escritorio.
– Necesito salir un rato. Quédate aquí. Descansa. No tardaré en volver.
Y así, el ángel paseaba en ese momento por las calles, como una mancha de petróleo en un mar de humanidad, asomando esa sonrisa a su rostro de vez en cuando, nunca durante más de un par de segundos, y sin reflejarse nunca en sus ojos. Al cabo de una hora regresó a su despacho, donde Brightwell esperaba pacientemente en un rincón, lejos de la luz.
– Enfréntate a él si lo deseas, y si eso ha de servir para confirmar o desmentir tu sospecha.
– ¿Le hago daño? -preguntó Brightwell.
– Si es necesario.
No hizo falta formular la última pregunta, la pregunta tácita. No lo mataría, ya que matarlo sería liberarlo, y tal vez nunca volvieran a encontrarlo.
Sam estaba despierta en su cuna. No me miró cuando me acerqué. Permanecía absorta en algo por encima y más allá de los barrotes. Intentaba coger algo con las manitas y parecía sonreír. Ya la había visto así antes, cuando Rachel o yo nos inclinábamos sobre ella, hablándole u ofreciéndole un objeto cualquiera o un juguete. Me acerqué más y percibí cierta frialdad en el aire a. su. alrededor. Aun así, Sam seguía sin mirarme y dejó escapar algo parecido a una risita de alegría.
Alargué los brazos por encima de la cuna, con los dedos extendidos. Por un brevísimo momento creí notar que algo rozaba mis dedos, como de gasa o seda. Enseguida desapareció, y la frialdad con ella. Sam se echó a llorar de inmediato. La cogí en brazos, pero no se calmó. Percibí un movimiento a mis espaldas, y Rachel apareció a mi lado.
– Ya la cojo yo -dijo con irritación, y tendió los brazos hacia Sam.
– No importa. Puedo hacerlo yo.
– Te he dicho que la cogeré yo -replicó bruscamente, y esa vez había algo más que enojo en su voz.
Cuando era policía, atendí llamadas por discusiones domésticas y vi a madres aferrarse a sus hijos de la misma manera, preocupadas por protegerlos de cualquier amenaza de violencia, aun mientras sus maridos o parejas intentaban reparar lo que habían hecho o lo que habían intentado hacer, en cuanto la policía estaba delante. Vi la mirada de esas mujeres, idéntica a la que veía en ese momento en los ojos de Rachel. Le entregué a la niña sin mediar palabra.
– ¿Por qué has tenido que despertarla? -preguntó Rachel, sosteniendo a Sam contra su pecho y acariciándole la espalda con suavidad-. He tardado horas en dormirla.
Por fin pude hablar.
– Estaba despierta. Sólo me he acercado a verla y…
– Da igual. Lo hecho, hecho está.
Me dio la espalda, y las dejé a las dos. Me desnudé en el cuarto de baño y me di una larga ducha. Cuando acabé, bajé y busqué un pantalón de chándal y una camiseta; después entré en mi despacho y eché a Walter del sofá. Esa noche dormiría allí. Sam había dejado de llorar, y no se oyó nada arriba durante un rato, hasta que por fin sentí los pasos suaves de Rachel en la escalera. Se había puesto una bata sobre el camisón. Iba descalza. Apoyada en la puerta, me observó. Por un momento fui incapaz de despegar los labios. Cuando intenté hablar, volví a sentir un hormigueo en la garganta. Quise gritarle, y quise abrazarla. Quise decirle que lo sentía, que todo saldría bien, y quise que ella me repitiera lo mismo a mí, aunque ninguno de los dos fuera del todo sincero.
– Estaba cansada -se disculpó ella-. Me ha sorprendido verte de vuelta.
A pesar de todo lo que había dicho Joan, aún quería más.
– Te has comportado como si pensaras que iba a hacerle daño o a caérseme de los brazos -dije-. Y no es la primera vez.
– No, no es eso -replicó ella. Se acercó a mí-. Sé que nunca le harías daño.
Rachel intentó acariciarme el pelo y, para vergüenza mía, me aparté. Ella rompió a llorar, y ver sus lágrimas me conmocionó.
– No sé qué es -dijo-. No sé qué pasa. Es que… tú no estabas aquí, y vino alguien. Vino algo, y yo me asusté. ¿Lo entiendes? Tengo miedo, y no me gusta tener miedo. No es propio de mí, pero tú eres la causa de que me sienta así.
Ya se había desahogado. Había levantado la voz al tiempo que se le contraía la cara en una expresión de sufrimiento, rabia y dolor.
– Tú eres la causa, y me siento así por Sam, por mí misma y por ti. Te vas cuando te necesitamos aquí, y te expones a peligros por… ¿por qué? ¿Por unos desconocidos, por personas a las que no has visto nunca? Yo estoy aquí. Sam está aquí. Ahora tu vida es ésta. Eres padre, eres mi amante. Te quiero… Dios santo, te quiero de verdad, te quiero con toda mi alma… Pero no puedes seguir haciéndome esto, no puedes hacérnoslo ni a mí ni a Sam. Tienes que elegir, porque no podré aguantar otro año como éste. ¿Sabes lo que he hecho? ¿Sabes lo que tu trabajo me ha obligado a hacer? Tengo sangre en las manos. La huelo en mis dedos. Me asomo por la ventana y veo el lugar donde la derramé. Cada día, al mirar esos árboles, me acuerdo de lo que pasó allí. Lo revivo todo otra vez. Maté a un hombre para proteger a nuestra hija, y anoche habría vuelto a hacerlo. Le quité la vida en la marisma, y me alegré. Le di, y volví a darle, y deseé seguir disparando. Quería hacerlo pedazos, y que él lo sintiera segundo a segundo, hasta la última gota de dolor. Vi cómo la sangre emergía en el agua, y cómo se ahogaba, y me alegré cuando murió. Sabía qué quería hacernos, a mí y a mi hija, y no iba a permitir que eso sucediera. Lo odiaba, joder que si lo odiaba, y también te odié a ti por obligarme a hacer lo que hice, por ponerme en esa tesitura. Te odié.
Lentamente, se dejó caer en el suelo. Tenía la boca muy abierta, el labio inferior contraído en un mohín, y una lágrima tras otra le resbalaba por las mejillas, en una pena sin fin.
– Te odié -repitió-. ¿Lo entiendes? No puedo hacerlo. No puedo odiarte.
Y de pronto cesaron las palabras y sólo articuló sonidos sin significado. Oí llorar a Sam, pero fui incapaz de ir a por ella. Sólo pude tender los brazos hacia Rachel, susurrándole y besándola mientras intentaba aliviar el dolor, hasta que por fin acabamos los dos tendidos juntos en el suelo, sus dedos en mi espalda y su boca en mi cuello, intentando ambos con ese abrazo aferrarnos a todo aquello que estábamos perdiendo.
Esa noche dormimos juntos. Por la mañana Rachel hizo la maleta, puso a la niña en la sillita del coche de Joan y se dispuso a marcharse.
– Ya hablaremos -dije cuando ella estaba al lado del coche.
– Sí.
La besé en los labios. Ella me echó los brazos al cuello y me acarició la nuca con los dedos. Los dejó allí por un momento y los retiró, pero su aroma permaneció conmigo, incluso después de desaparecer el coche, incluso después de empezar a llover, incluso después de ponerse el sol y cerrarse la oscuridad y desplegarse las estrellas por el cielo nocturno como lentejuelas del traje de noche de una mujer medio imaginada, medio recordada.
Y una frialdad penetró a rastras en el vacío de la casa, y cuando concilié el sueño, una voz susurró:
Ya te dije que se iría. Sólo quedamos nosotras.
Sentí en la piel un roce como de gasa, y el perfume de Rachel se disolvió en el hedor de la tierra y la sangre.
Y en Nueva York, Ellen, la joven prostituta, despertó junto a G-Mack y sintió una mano en la boca. Intentó forcejear, hasta que notó el frío metal de la pistola en la mejilla.
– Cierra los ojos -dijo la voz de un hombre, y a ella le pareció conocer esa voz, aunque no supo de qué-. Cierra los ojos y no te muevas.
Ellen obedeció. La mano continuó sobre su boca, pero la pistola se apartó. A su lado oyó a G-Mack empezar a despertarse. Con los calmantes se quedaba amodorrado, pero por la noche se le pasaba el efecto y eso lo obligaba a tomar más.
– ¿Eh? -dijo G-Mack.
Ellen oyó cinco palabras, y luego como si un libro se hubiera caído al suelo. Algo caliente le salpicó la cara. Le retiraron la mano de la boca.
– Sigue con los ojos cerrados -ordenó la voz.
Ella mantuvo los párpados apretados hasta tener la certeza de que el hombre se había ido. Cuando volvió a abrirlos, G-Mack tenía un agujero en la frente y la sangre empapaba las almohadas.