Martin Reid me telefoneó a primera hora de la mañana siguiente, lo que llevó a Ángel a preguntar si el sacerdote no estaría confabulado con las mismas personas a quienes supuestamente combatía, ya que sólo alguien aliado con el demonio podía llamar a las seis y media de la mañana.
– ¿Asistirá al acto de hoy? -preguntó.
– Eso espero. ¿Y usted?
Gruñó.
– Soy un poco demasiado conocido para pasar inadvertido entre tales personas. De todos modos, ayer tuve una conversación telefónica muy tensa con la señora Stern, e insistí una vez más en lo mucho que me disgusta su firme determinación de seguir adelante con la subasta a pesar de las dudas sobre el origen y la propiedad de la caja. Enviaremos a alguien allí para ver en qué acaba todo, pero no seré yo.
No era la primera vez que tenía la impresión de que había algo raro en cómo enfocaba Reid la venta del fragmento de Sedlec. En la Iglesia católica no escaseaban los abogados, y menos en el estado de Massachusetts, como podía atestiguar cualquiera que hubiese tenido trato con la archidiócesis en el transcurso de los recientes escándalos por abusos deshonestos. Si se hubiese propuesto impedir la celebración de la subasta, el local de Claudia Stern hubiese sido un hervidero de hombres y mujeres untuosos con trajes caros y lustrosos zapatos.
– A propósito -dijo-, ha llegado a mis oídos que anda usted haciendo averiguaciones sobre nosotros.
Había indagado acerca de Reid y Bartek tras nuestro encuentro. Tardé un poco en encontrar a alguien dispuesto a admitir que hubieran puesto los pies en una iglesia, y menos aún que hubieran tomado el hábito, pero al final me confirmó su identidad la abadía de San José en Spencer, Massachusetts, donde se alojaban los dos. Reid residía oficialmente en San Bernardo alle Terme, en Roma, y al parecer se encargaba de ilustrar a otros clérigos y monjas de visita sobre la forma de vida de san Benito, el santo más estrechamente vinculado a la regla de la orden, por medio de la contemplación de los lugares donde pasó las partes más cruciales de su vida: Nursia, Subiaco y Monte Cassino. Bartek tenía su base en el nuevo monasterio de Nuestra Señora de Novy Dvur en la República Checa, el primer monasterio construido en el país desde la caída del comunismo, todavía en obras. Antes había vivido con la comunidad de la abadía de Sept-Fons, en Francia, a la que había llegado huyendo de la persecución religiosa junto con otros jóvenes checos a principios de la década de 1990, pero también había trabajado ampliamente en Estados Unidos, sobre todo en la abadía de Genesee en el norte del estado de Nueva York. Sept-Fons, recordé, era el monasterio que Bosworth, el escurridizo agente del FBI, había profanado.
Aun así, la historia de Bartek era verosímil; Reid, en cambio, no me parecía la clase de persona que se conformaba con sentarse en la parte delantera de un autobús turístico mascullando lugares comunes por un micrófono. Curiosamente, el monje que me explicó todo esto -después de pedir autorización al superior de la orden en Estados Unidos y, cabía suponer, a los propios Reid y Bartek- me dijo que en realidad los dos monjes representaban a dos órdenes distintas. Bartek era trapense, un grupo cuyo nombre se deriva de la abadía de Nuestra Señora de La Trappe en Francia, constituido después de una escisión en la orden entre aquellos a favor de la estricta observancia del silencio, la austeridad y las vestimentas sencillas, y aquellos que, como Reid, preferían cierta relajación en sus obligaciones y formas de vida. Este último grupo se conocía como la Sagrada Orden de Citeaux, o los cistercienses de la Común Observancia. También percibí cierto respeto, rayano en la veneración, en la manera en que el monje habló de los dos hombres.
– Sentía curiosidad -dije a Reid-. Y sólo tenía su palabra de que era realmente monje.
– ¿Y qué ha averiguado? -Parecía hacerle gracia.
– Nada que usted no les haya autorizado a decirme. Por lo visto, es usted guía turístico.
– ¿Eso le han dicho? -preguntó Reid-. Vaya, vaya. También están al servicio del que sólo se queda en la puerta del autobús y espera a los que llegan tarde. Es importante que la historia no caiga en el olvido. Por eso le di el crucifijo. Confío en que lo lleve puesto. Es muy antiguo.
Casualmente, lo había prendido del llavero. Ya llevaba un crucifijo: una simple cruz bizantina de peregrino, de más de mil años, que me había regalado mi abuelo cuando acabé secundaria. No necesitaba otra.
– Lo tengo a mano -le aseguré.
– Bien. Si me pasa algo, frótelo y me pondré en contacto con usted desde el más allá.
– No sé si eso me tranquiliza mucho -dije-. Como tantas cosas sobre usted.
– ¿Por ejemplo?
– Creo que usted quiere que se celebre esta subasta -contesté. Por inverosímil que fuese, no había podido llegar a otra conclusión-. Creo que sus esfuerzos y los de su orden por impedirla han sido pura apariencia. Por alguna razón, les interesa que se revele el contenido de ese último fragmento.
Sólo se oyó silencio al otro lado de la línea. A no ser por el susurro de su respiración, habría dicho que Reid ya no estaba al aparato.
– ¿Y qué razón podríamos tener? -preguntó, y era obvio que ya no le veía la gracia. Ahora, por el contrario, se le notaba cauto. No, cauto no, exactamente: quería que yo dedujera la respuesta, pero no estaba dispuesto a dármela. Pese a las amenazas de que la ira conjunta de Louis y los Fulci se desataría sobre él, Reid iba a jugar a su manera, de principio a fin.
– Quizás a usted también le gustaría ver El ángel negro -aventuré-. Su orden lo perdió, y ahora quiere recuperarlo.
Reid chasqueó la lengua repetidamente y recuperó la máscara risueña.
– Señor Parker, se ha acercado -dijo Reid-, pero no ha dado en el blanco. Cuide ese crucifijo y dele recuerdos de mi parte a Claudia Stern.
Colgó, y nunca más volví a hablar con él.
Me encontré con Phil Isaacson en Fanueil Hall, y desde allí fuimos a pie a la casa de subastas. Saltaba a la vista que Claudia Stern había tomado ciertas precauciones para la venta del fragmento del mapa. Un cartel anunciaba que la casa estaba cerrada por una venta privada, y que cualquier consulta debía hacerse por teléfono. Llamé al timbre, y abrió la puerta un hombre corpulento con traje oscuro que, a juzgar por su aspecto, no había pujado en su vida más que por la opción de dar el primer golpe.
– Esto es un acto privado, caballeros. Sólo se puede entrar con invitación.
Phil extrajo las invitaciones del bolsillo. Ignoraba cómo las había conseguido. Impresas en cartón, llevaban grabadas en relieve dorado la palabra Stern y la fecha y la hora de la subasta. El conserje las examinó y luego nos miró detenidamente para asegurarse de que no estábamos a punto de sacar crucifijos y agua bendita y empezar a salpicar el local. En cuanto quedó satisfecho se apartó para franquearnos el paso.
– No es precisamente Fort Knox -comenté.
– Aun así, es más de lo que uno suele encontrarse. Debo confesar que siento cierta expectación.
Phil se registró en la recepción y le entregaron una paleta de puja. Una joven de negro con una bandeja nos ofreció refrescos. De hecho, había mucha gente de negro. Aquello parecía el lanzamiento de un nuevo álbum de The Cure, o la recepción después de una boda entre seguidores del movimiento gótico. Los dos elegimos zumo de naranja y luego subimos por la escalera hacia la sala de subastas. Como yo esperaba, la gente aún no se había sentado y pasamos inadvertidos entre el público. Me sorprendió el número de asistentes, pero todavía más el hecho de que en su mayoría tuviesen una apariencia relativamente normal, aparte del gusto indumentario monocromático; aunque había unos cuantos que tal vez pasaban demasiado tiempo solos en la oscuridad dedicados a actividades desagradables, incluido un espécimen particularmente repulsivo con las uñas afiladas y una coleta negra, a un tris de ponerse una camiseta anunciando que se había amamantado a los pechos de Satán.
– A lo mejor viene Jimmy Page -comenté-. Debería haber traído mi copia de Led Zep IV.
– ¿Jimmy qué? -preguntó Phil.
No habría sabido decir si hablaba en serio.
– Led Zeppelin. Un grupo de música moderna, Su Señoría.
Nos sentamos al fondo. Mantuve la cabeza gacha y hojeé el catálogo de Phil. La mayoría de los lotes eran libros, algunos muy antiguos. Había una primera versión del Ars Moriendi, una especie de guía práctica para aquellos con la esperanza de evitar la condenación después de la muerte, impreso por el inglés Caxton en algún momento tras 1490 y compuesto de once láminas xilográficas de las tentaciones de un hombre en el lecho de muerte. Sin duda, Claudia Stern sabía reunir un paquete impresionante e instructivo a la vez: a partir del par de párrafos que describían el lote, aprendí que el término «viático» es la comunión administrada a un moribundo, que el «santolio» era la extremaunción y que una «buena muerte» no excluía necesariamente un final violento. También supe por una hagiografía que san Dionisio, el apóstol de la Galia y santo patrón de Francia, fue decapitado por sus torturadores, pero después cogió su cabeza y se marchó a dar una vuelta con ella, lo que decía mucho a favor de la voluntad de san Dionisio de tomarse las cosas con deportividad y ofrecer un buen espectáculo a la multitud.
Algunos de los lotes parecían relacionados entre sí. El lote 12 era un ejemplar del Malleus Maleficarum, El martillo de las brujas, que se remontaba al siglo XVI y, según se decía, perteneció a un tal Johann Geiler von Kaisersberg, un exaltado predicador catedralicio de Estrasburgo, mientras que el lote 13 contenía un ejemplar de sus sermones de 1516. Los sermones de Geiler contenían un grabado de Hans Baldung, discípulo de Durero, sobre el tema de las brujas; y el lote 14 constaba de una serie de grabados eróticos de Baldung que mostraba a un viejo -en representación de la muerte- acariciando a una joven; un tema, por lo visto, al que Baldung volvió repetidamente a lo largo de su carrera.
También había estatuas, iconos, pinturas -incluida la pieza que yo había visto restaurar en el taller, ahora en la lista bajo el escueto título de «Kutná Hora, siglo XV, artista desconocido»- y una serie de esculturas de huesos. La mayoría se hallaban expuestas, pero no presentaban el menor parecido con las que yo había visto en el libro de Stuckler o en el apartamento de García. Eran más toscas, realizadas con menos destreza. Empezaba a ser todo un experto en arte óseo.
Conforme se acercaba la una, la gente iba tomando asiento. No vi la menor señal de Stuckler ni de Murnos, pero había ocho mujeres sentadas a una mesa junto al estrado del subastador, cada una con el auricular de un teléfono al oído.
– Es poco probable que las pujas por los objetos más esotéricos vengan de la sala -dijo Phil-. Los compradores no querrán que se conozcan sus identidades, en parte debido al valor de algunos de esos objetos, pero sobre todo porque interesarse por esta clase de cosas se presta a malas interpretaciones.
– ¿Quieres decir que la gente pensará que son bichos raros?
– Sí.
– Pero es que son bichos raros.
– Sí.
– Menos mal que coincidimos en eso -comenté.
Aun así, supuse que Stuckler tenía a alguien en la sala atento a los demás licitadores. Pues no querría quedarse totalmente al margen de lo que ocurría durante la subasta. También habría otros. Entre el público estarían representados quienes se hacían llamar Creyentes. Ya había prevenido a Philip sobre ellos, si bien creía que al menos él no corría peligro por su causa.
Claudia Stern apareció desde una puerta lateral, acompañada de un hombre mayor con traje negro y caspa en los hombros, y se sentó en el estrado. El hombre permaneció de pie junto a ella ante un atril, con un enorme libro de registros abierto donde anotar los detalles de los compradores y sus pujas. La señora Stern golpeó la mesa con el mazo para imponer silencio en la sala y nos dio la bienvenida a la subasta. Hubo un preámbulo acerca de los pagos y la recogida y, acto seguido, se inició la subasta. El primer lote yo lo conocía ya de oídas: un ejemplar de 1821 de la traducción del Libro de Enoc de Richard Laurence, junto con un ejemplar del drama en verso de Byron El cielo y la tierra: un misterio, del mismo año. Provocó una moderada competencia en las pujas, y se lo llevó un licitador telefónico anónimo. El ejemplar del Malleus Maleficarum de Geiler fue a parar a manos de una mujer mayor, menuda, vestida con un traje de chaqueta rosa, que pareció quedar adustamente satisfecha de su compra.
– Supongo que el resto de los presentes en el aquelarre deberían estar contentos -comentó Phil.
– Conoce a tu enemigo.
– Exacto.
Tras otros cinco o seis objetos, sin que ninguno causara un gran revuelo, el hermano gemelo del simio de la puerta salió del despacho. Llevaba guantes blancos y sostenía una caja de plata adornada con una cruz. Era casi idéntica a las que yo había visto en el tesoro de Stuckler, pero cuando se mostró su imagen en una pantalla junto a la señora Stern, presentaba un estado algo mejor. El blando metal tenía menos abolladuras y casi ningún arañazo.
– Y ahora llegamos a lo que, supongo, muchos de ustedes considerarán el lote principal de esta subasta -anunció la señora Stern-. El lote número veinte, una caja de plata de Bohemia del siglo quince, con una cruz incrustada, que contiene un fragmento de vitela. Aquellos que están especialmente interesados en este lote ya han tenido ocasión de examinar una pequeña sección del fragmento y certificar por su cuenta la antigüedad. Así pues, no se aceptarán más preguntas u objeciones, y la venta es definitiva.
Un visitante ajeno se habría preguntado a qué venía tanto alboroto, dada la presentación más bien modesta, pero en la sala se percibió un claro aumento de la tensión y se oyó un breve murmullo de voces. Vi a las mujeres de los teléfonos bolígrafo en mano, listas para entrar en acción.
– La puja inicial será de cinco mil dólares -dijo la señora Stern.
No licitó nadie. Ella esbozó una sonrisa indulgente.
– Me consta que hay interés en esta sala, y dinero para respaldarlo. Aun así, accedo a bajar el precio de partida. ¿Quién da dos mil dólares?
El satanista de las uñas largas levantó su paleta y empezamos. Las pujas aumentaron rápidamente en incrementos de quinientos dólares, y la suma pronto superó los cinco mil iniciales y llegó primero a diez mil y luego a dieciséis mil. Al cabo de un momento, en torno a los veinte mil, las pujas de los asistentes se enfriaron, y la señora Stern volvió su atención a los teléfonos, donde, con sucesivos gestos de asentimiento, la licitación ascendió primero a cincuenta mil, luego a setenta y cinco mil, y alcanzó poco después los cien mil. Las pujas continuaron hasta sobrepasar los doscientos mil dólares, y en los doscientos treinta y cinco mil se produjo una pausa.
– ¿Alguien da más? -preguntó la señora Stern.
Nadie se movió.
– Ofrecen doscientos treinta y cinco mil dólares.
Esperó y luego dio un golpe seco con el mazo.
– Adjudicado por doscientos treinta y cinco mil dólares.
Se rompió el silencio y volvió a oírse un murmullo de voces. Zanjada la principal venta de la tarde, la gente se encaminaba ya hacia la puerta. La señora Stern, percibiéndolo también, entregó el mazo a uno de sus ayudantes y la subasta continuó con bastante menos agitación. La señora Stern cruzó unas palabras con la joven que había recibido la puja telefónica y se dirigió apresuradamente hacia la puerta de su despacho. Phil y yo nos levantamos para marcharnos, y en ese momento ella echó una mirada hacia nosotros, contrayendo por un instante el rostro en una expresión de perplejidad, como si intentase recordar dónde me había visto antes. Saludó a Phil con la cabeza y él le sonrió en respuesta.
– Le gustas -dije.
– Es el encanto de la barba blanca, irresistible para las mujeres.
– Tal vez sea simplemente que no te ven como una amenaza.
– Lo que me hace aún más peligroso.
– Tienes una vida interior rica, Phil. Por decirlo de manera discreta.
Cuando estábamos en el primer rellano, la señora Stern salió por una puerta más abajo. Nos esperó al pie de la escalera.
– Philip, me alegro de verte.
Le ofreció una pálida mejilla para que él la besara y luego me tendió la mano.
– Señor Parker, no sabía que estaba en la lista. Temía que su presencia en esta subasta pudiera inquietar a los licitantes si se enteraban de su profesión.
– Sólo he venido para vigilar a Phil, no fuera a dejarse llevar por el entusiasmo y pujase por un cráneo.
Nos invitó a una copa. La seguimos por una puerta con el rótulo privado, y entramos en una sala acogedoramente amueblada con sofás demasiado mullidos y butacas de piel. Había catálogos de subastas pasadas y futuras apilados en orden sobre dos aparadores y dispuestos en abanico en una recargada mesita de centro. La señora Stern abrió un mueble bar abastecido con generosidad y nos invitó a elegir. Yo tomé una Beck sin alcohol sólo por cortesía. Phil optó por un vino tinto.
– De hecho, me ha sorprendido que usted mismo no haya pujado, señor Parker -dijo ella-. Al fin y al cabo, fue usted quien acudió a mí con aquella interesante escultura de huesos.
– No soy coleccionista, señora Stern.
– No, imagino que no. En realidad, parece un juez muy severo de los coleccionistas, como lo demuestra el fin del difunto señor García. ¿Ha averiguado algo más sobre él?
– Poca cosa.
– ¿Algo que desee compartir?
Adoptó una expresión de vaga superioridad, rematada con una sonrisa mordaz. Daba por supuesto que sabía ya cualquier cosa que yo pudiera decirle sobre García.
– Tenía vídeos de mujeres muertas y moribundas. Sospecho que desempeñó un papel importante en la filmación.
El rostro de la señora Stern se ensombreció y el ángulo de su sonrisa se redujo ligeramente.
– Y usted cree que su presencia en Nueva York tenía relación con la caja de Sedlec subastada hoy -dijo-. ¿Por qué iba a estar aquí si no?
– Me gustaría saber quién la compró -respondí.
– A mucha gente le gustaría saberlo.
Ajustó la mira y apuntó su encanto a Phil. No se esforzó demasiado. Tuve la impresión de que a ella le molestaba tanto su presencia como el hecho de que no hubiese ido solo. Phil, creo, lo notó también.
– Todo esto es extraoficial, naturalmente -aclaró ella.
– No he venido en calidad de periodista -precisó Phil.
– Sabes que aquí siempre eres bienvenido, en calidad de lo que sea -contestó ella, pero lo dijo en un tono que inducía a pensar que era mentira-. Es sólo que en este caso la discreción era, y es, obligada.
La señora Stern tomó un sorbo de vino. La copa goteó y un fino hilo le manchó un poco la barbilla, pero ella no pareció darse cuenta.
– Ésta es una venta muy delicada, señor Parker. El valor del lote era directamente proporcional al grado de hermetismo que rodeaba su contenido. Si se hubiese revelado el contenido del fragmento antes de la venta, en caso, por ejemplo, de que hubiésemos permitido que los potenciales licitantes examinasen con detalle todo el trozo de vitela, en lugar de sólo una parte, el precio alcanzado habría sido mucho menor. La mayoría de los licitantes en la sala eran simples buscadores de curiosidades, con la vaga esperanza de conseguir un vínculo con un misterioso mito oculto. El dinero de verdad estaba lejos de aquí. Un total de seis individuos se tomaron la molestia de dejar dinero en depósito a fin de poder examinar un trozo de vitela, y ninguno de ellos estaba hoy en la sala. A nadie se le ha permitido ver siquiera uno de los símbolos o dibujos representados en la vitela.
– Salvo a usted.
– Yo lo vi, al igual que dos de mis empleados, pero si he de serle sincera, para mí carecía de sentido. Aun cuando fuera capaz de interpretarlo, habría necesitado los otros fragmentos para situarlo en su contexto. Nuestra mayor preocupación era que alguien con otros dibujos en su poder viera nuestro fragmento y añadiera el contenido de éste a lo que ya sabía.
– ¿Conoce usted su origen? -pregunté-. Tengo entendido que estaba en tela de juicio.
– ¿Se refiere a que, según se creía, lo robaron en el propio Sedlec? No hay ninguna prueba de que sea la misma caja. El objeto nos llegó por mediación de una fuente europea de confianza. Creímos que era auténtico, y también lo creyeron quienes hoy han pujado por él.
– ¿Y mantendrá en secreto la identidad del comprador?
– En la medida de lo posible. Estas cosas al final tienden a filtrarse, pero no queremos que, por nuestra culpa, el comprador se convierta en blanco de hombres sin escrúpulos. Nuestra reputación se basa en preservar el anonimato de nuestros clientes, sobre todo dada la naturaleza de algunos de los objetos que pasan por esta casa.
– ¿Así que es consciente de que el comprador puede estar en peligro?
– También es posible que el comprador ponga en peligro a otras personas -replicó.
Me observaba con atención.
– ¿Es el comprador un Creyente? ¿Es eso lo que me está diciendo?
La señora Stern se echó a reír enseñando los dientes levemente manchados.
– No estoy diciéndole nada, señor Parker; sólo señalo que se puede sacar más de una conclusión. Lo único que puedo afirmar con certeza es que me quedaré muy tranquila cuando la caja ya no esté en mis manos. Por suerte, es pequeña y podremos entregársela al comprador sin atraer la atención. Todo esto habrá terminado antes de la hora de cierre.
– ¿Y usted, señora Stern? ¿Cree que podría estar en peligro? -pregunté-. Al fin y al cabo la ha visto.
Bebió un poco más de vino y se puso en pie. Nos levantamos también. Se nos había acabado el tiempo.
– Llevo en esta profesión mucho tiempo -dijo-. En realidad, he visto objetos muy extraños en mis transacciones, y he conocido a individuos no menos extraños. Nunca me ha amenazado nadie, ni nadie me amenazará. Estoy bien protegida.
No me cupo la menor duda. Todo lo relacionado con la Casa de Stern me ponía nervioso. Era como un bazar en un cruce entre dos mundos.
– ¿Es usted Creyente, señora Stern?
Dejó la copa en la mesa y se arremangó lentamente la blusa, primero una manga y luego la otra. No tenía señales en los brazos. Mientras lo hacía, abandonó toda apariencia de buen humor.
– Creo en muchas cosas, señor Parker, en algunas con razón más que suficiente. Una de ellas es la buena educación, de la que por lo visto usted carece por completo. En el futuro, Philip, te agradecería que me consultaras antes de traer invitados a mis subastas. Sólo espero que el gusto en cuestión de compañías sea la única virtud que has perdido desde nuestro último encuentro, o de lo contrario tu periódico tendrá que buscar sus críticas de arte en otra parte.
La señora Stern abrió la puerta y esperó a que saliéramos. Phil parecía abochornado. Cuando se despidió, ella no contestó, pero cuando salí de la sala detrás de Phil, se dirigió a mí:
– Tendría que haberse quedado en Maine, señor Parker -dijo en voz baja-. Tendría que haber llevado una vida discreta y tranquila, y así no habría llamado la atención de nadie.
– Perdone que no tiemble -repuse-. Ya he conocido antes a individuos como los Creyentes.
– No, se equivoca -contestó.
Y me cerró la puerta en las narices.
Acompañé a Phil a su coche.
– Lamento haberte complicado la vida -dije después de que él cerrara la puerta y bajara la ventanilla.
– De todos modos, nunca me ha caído bien -respondió-, y su vino sabía a corcho. Pero dime una cosa: ¿todo el mundo reacciona tan mal como ella?
Medité la respuesta.
– De hecho -contesté mientras me alejaba de él-, esto ha sido relativamente aceptable.
Ángel y Louis me esperaban cerca de allí. Comían bocadillos gigantes y bebían agua mineral en el Lexus de Louis. Ángel, observé, hacía uso de la mitad de la producción mundial de servilletas para cubrirse las piernas y los pies, e incluso para proteger las partes del asiento que no ocupaba su cuerpo y el propio suelo. Era una exageración, aunque unos cuantos brotes de soja y pegotes de salsa ya habían manchado las servilletas, así que le convenía andarse con cautela.
– Debe quererte mucho si te deja comer en su coche -dije al subirme a la parte de atrás para hablar con ellos.
Louis me saludó con la cabeza, pero seguía habiendo algo entre nosotros sobre lo que no habíamos hablado. No iba a ser yo quien sacara el tema. Ya lo haría él, a su debido tiempo.
– Ya, sólo ha tardado una década -contestó Ángel-. Los primeros cinco años ni siquiera me dejaba sentarme en su coche. Hemos recorrido un largo camino.
Louis se limpiaba los dedos y la cara cuidadosamente.
– Te has manchado la corbata de salsa -dije.
Se quedó inmóvil y a continuación sostuvo la seda entre los dedos.
– La puta… -empezó a decir, antes de volverse hacia Ángel-. La culpa es tuya. Como querías comer, al final yo también he querido comer. Maldita sea.
– Creo que deberías pegarle un tiro -dije, solícito.
– Tengo servilletas de sobra, si quieres -ofreció Ángel.
Louis le arrancó unas cuantas del regazo, las roció de agua y, sin dejar de maldecir, intentó quitarse la mancha.
– Si sus enemigos conocieran su talón de Aquiles, tendríamos un verdadero problema -dije a Ángel.
– Sí, ni siquiera necesitarían armas, les bastaría con salsa de soja. Quizás un plato de satay si van en plan muy duro.
Louis siguió maldiciéndonos a nosotros y a la mancha, todo al mismo tiempo. Fue un espectáculo. También resultó grato ver un asomo del Louis de siempre.
– Se ha vendido -informé yendo al grano-. Por doscientos treinta y cinco mil dólares.
– ¿Qué parte se lleva la casa? -preguntó Ángel.
– Phil calcula que el quince por ciento del precio de venta.
Ángel quedó impresionado.
– No está mal. ¿Te ha dicho esa mujer quién es el comprador?
– Ni siquiera estaba dispuesta a revelar la identidad del vendedor. Reid sospecha que la caja se robó en Sedlec horas después de descubrirse los desperfectos en la iglesia, y que de allí pasó a la casa de subastas a través de una serie de intermediarios. Es posible que la Casa de Stern fuera la compradora final, en cuyo caso la señora Stern ha hecho hoy su agosto. En cuanto al licitante, Stuckler la quería a toda costa. Está obsesionado, y casi con toda seguridad tiene dinero para financiar su obsesión. Me dijo que estaba dispuesto a pagar lo que fuera. En tales circunstancias, probablemente ha considerado que los doscientos treinta y cinco mil dólares son una ganga.
– ¿Y ahora qué?
– Stuckler recibe el fragmento y trata de combinarlo con el material que ya tiene para intentar localizar el Ángel. No creo que sea Creyente, así que éstos se acercarán a él en cuanto se sepa que es el comprador. Tal vez se ofrezcan a comprar la información, en cuyo caso recibirán un no por respuesta, o él intentará llegar a un acuerdo con ellos. Es posible que simplemente adopten el enfoque directo. Pero la casa de Stuckler es bastante segura, y tiene a varios hombres a su lado. Creo que Murnos es un buen profesional, pero sigo pensando que subestiman a las personas con quienes tendrán que vérselas.
– Supongo que habrá que esperar a ver cómo acaba esto -dijo Louis.
– Mal para Stuckler, me temo -auguré.
– Me refería a la corbata -aclaró Louis con semblante compungido.
Sentado en un sillón, con los ojos cerrados, Brightwell extendía y relajaba rítmicamente los dedos como por efecto de la presión de la sangre que corría por sus venas. Rara vez dormía, pero notaba que esos momentos de reposo le servían para hacer acopio de energía. En cierto sentido, incluso soñaba, y revivía momentos de su larga vida rescatando su historia pasada, antiguos enemigos. En los últimos tiempos se acordaba de Sedlec y de la muerte del Capitán. Una partida de husitas rezagados les había cortado el paso cuando se dirigían hacia Praga, y una flecha perdida había hecho blanco en el Capitán. Mientras los demás mataban a los atacantes, Brightwell, herido él también, se había arrastrado, entre la hierba ya empapada de la sangre del Capitán. Le había apartado el pelo de los ojos, y dejado a la vista la mota blanca que parecía cambiar continuamente de forma en el contorno mientras que el centro permanecía inmutable, de modo que contemplarla era como fijar la mirada en el sol a través de un cristal. Había quienes no resistían verlo, ese recordatorio de todo lo perdido, pero Brightwell, cuando surgía la ocasión, lo miraba sin vacilar. Avivaba su propio resentimiento y lo alentaba a actuar contra el Divino.
El Capitán respiraba con dificultad. Cuando intentó hablar, la sangre gorgoteó en su garganta. Brightwell percibía ya el principio de la separación, el espíritu que se escindía del huésped preparándose para errar en las tinieblas entre los mundos.
– Me acordaré -susurró Brightwell-. Nunca dejaré de buscar. Me mantendré con vida. Cuando nos llegue la hora de reunirnos, sólo con tocarte te infundiré todo lo que haya aprendido y te recordaré todo lo que hayas olvidado, y lo que eres.
El Capitán se estremeció. Brightwell le cogió la mano derecha y acercó la cara a la de aquel a quien amaba, y entre el hedor de la sangre y la bilis, sintió que el cuerpo se rendía. Brightwell se levantó y soltó la mano del Capitán. La estatua había desaparecido, pero Brightwell se había enterado de la existencia del mapa del abad por un joven monje llamado Karel Brabe, antes de que éste muriera. Ya habían empezado a guardar las cajas en diversos lugares secretos, y el alma de Karel Brabe moraba ahora en la prisión del cuerpo de Brightwell.
Pero Brabe le había dicho a Brightwell algo más antes de morir, con la esperanza de poner fin al dolor que éste le infligía.
– Vaya mártir estás tú hecho -había susurrado Brightwell al joven. Brabe no era más que un niño, y Brightwell sabía mucho acerca de las posibilidades del cuerpo. Sus dedos habían abierto profundas heridas en el joven novicio y sus uñas desgarraban secretos rincones rojos. Conforme partía venas y pinchaba órganos, la sangre y las palabras brotaban del muchacho en torrentes idénticos: el carácter defectuoso de los fragmentos; una escultura de huesos, que ocultaba en sí misma un secreto, réplica de la horrenda reliquia a la que seguían el rastro.
La búsqueda había durado tanto tiempo, tanto tiempo…
Brightwell abrió los ojos. El Ángel Negro estaba ante él.
– Ya casi ha terminado -dijo el ángel.
– No sabemos con certeza si la tiene él.
– Se ha delatado.
– ¿Y Parker?
– Después de encontrar a mi gemelo.
Brightwell bajó la vista.
– Es él -dijo.
– Tiendo a pensar lo mismo -coincidió el Ángel Negro.
– Si muere, volveré a perderlo.
– Y volverás a encontrarlo. Al fin y al cabo, me has encontrado a mí.
Brightwell pareció perder parte de su energía. Tenía los hombros caídos, y por un momento se le vio viejo y consumido.
– Este cuerpo me está traicionando -dijo-. No tengo fuerzas para otra búsqueda.
El Ángel Negro le tocó la cara con la ternura de un amante. Le acarició la piel marcada, la carne tumefacta del cuello, los labios suaves y resecos.
– Si abandonas este mundo, recaerá en mí el deber de buscarte -dijo-. Y recuerda, no estaré solo. Esta vez seremos dos los que te buscaremos.