Aquella temporada, los hombres de negocios de París almorzaban en el “Majestic”. Podía verse allí a ejemplares de todas las naciones, menos de la francesa. Entre plato y plato, se hablaba allí de negocios, cerrando tratos bajo los acordes de la orquesta, los taponazos del champagne, el cantarino parloteo de las mujeres.
En el lujoso vestíbulo del hotel, ornado con valiosas alfombras, un hombre alto, de cabellera cana y rostro enérgico, pulcramente afeitado, que traía a la memoria el heroico pasado de Francia, iba y venía con grave empaque junto a la encristalada puerta giratoria. Vestía un holgado frac negro, medias de seda y zapatos de charol con hebillas. Cruzaba su pecho una cadena de plata. Era el conserje mayor, el representante espiritual de la sociedad por acciones que explotaba el “Majestic”.
A la espalda sus manos gotosas, el conserje se detenía ante la pared de cristal tras la que, entre palmeras y otros árboles florecientes en verdes cubas, almorzaban los parroquianos. Parecía en aquellos instantes un profesor que estudiara la vida de plantas e insectos metidos en un acuario.
Las mujeres, huelga decirlo, eran preciosas. Las jóvenes cautivaban por su frescor y por el brillo de sus ojos, azules los de las anglosajonas, negros como la noche los de las criollas y liláceos los de las francesas. Las mujeres de mediana edad lucían vestidos extraordinariamente llamativos, que sazonaban, como una salsa picante, su marchita belleza.
Sí, a las mujeres no se les podía poner peros, mas el conserje mayor no hubiera dicho lo mismo de los hombres que llenaban el restaurante.
¿De dónde diablos habrían salido después de la guerra todos aquellos cebados sujetos de menguada estatura, velludos dedazos colmados de anillos e irritadas mejillas insumisas a la navaja de afeitar?
De la noche a la mañana tragaban apresuradamente todas las bebidas imaginables. Sus vellosos dedos hacían del aire dinero, dinero, más dinero… En su mayor parte habían llegado de América, país maldito en el que la gente andaba con el oro por la rodilla y se disponía a comprar a bajo precio, como una ganga, el buen viejo mundo.