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En los días que siguieron, los acontecimientos se desarrollaron así: el “Arizona” ancló en el antepuerto de Marsella. Garin presentó en el “Credit Lyonais” un cheque de Rolling por veinte millones de libras esterlinas. Presa de pánico, el director del banco se dirigió a París.

En el “Arizona” se dijo a todo el mundo que Rolling estaba enfermo. Lo habían encerrado en su camarote, y Zoya vigilaba celosamente para que no pudiera comunicarse con nadie. Durante tres días el “Arizona” cargó carburante, agua dulce, conservas, vino y demás. Los marineros y los ociosos que paseaban por el muelle se asombraron grandemente cuando a la “elegante cocota” se acercó una barcaza con sacos de arena. Se rumoreaba que el yate iba a las islas Salomón, pobladas de antropófagos. El capitán Jansen había comprado armas: veinte carabinas, revólveres y caretas antigás.

El día fijado, Jansen y Garin se personaron de nuevo en el banco. Les recibió allí el viceministro de Finanzas, llegado urgentemente de París. Cortés hasta ser empalagoso y sin expresar duda alguna respecto a la autenticidad del cheque, dijo que desearía ver a Rolling en persona. Lo llevaron al yate.

Rolling lo recibió. Parecía muy enfermo, con los ojos hundidos. Apenas si pudo levantarse del sillón que ocupaba. Después de confirmar que el cheque lo había extendido él e iba a emprender un largo viaje, rogó se llevasen a término todas las formalidades.

El viceministro, apoyándose en el respaldo de la silla y gesticulando al estilo de Camilo Desmoulins, pronunció un discurso en torno a la gran confraternidad de los pueblos y al tesoro cultural de Francia y terminó pidiendo se prorrogara el pago de la suma.

Cerrando los ojos con expresión de cansancio, Rolling denegó, meneando la cabeza. Por fin llegaron a un acuerdo: el banco pagaría una tercera parte en libras esterlinas y el resto en francos, al cambio.

El dinero lo llevaron al yate al anochecer, en una motora de la marina de guerra. Después, cuando ya no había testigos molestos, Garin y Jansen aparecieron en el puente de mando.

—¡Todos a cubierta!

La tripulación se alineó en el alcázar, y Jansen dijo con voz firme y grave:

—Marineros, el “Arizona” va a emprender un viaje extraordinariamente peligroso y arriesgado. Maldito sea yo si garantizo a alguien la vida, si garantizo la vida de los dueños del buque o afirmo que éste no se irá a pique. Vosotros me conocéis, hijos de tiburón… Os doblo la paga, y lo mismo digo de las primas habituales. A todos los que regresen a la patria se les acordará una pensión vitalicia. Os doy para pensarlo hasta la puesta del sol. Los que no se quieran arriesgar, pueden largarse con viento fresco.

Por la tarde, ocho hombres abandonaron el yate. Aquella misma noche completaron la tripulación ocho granujas redomados que el capitán Jansen en persona escogió en las tabernas del puerto.

Cinco días después, el yate fondeaba en la rada de Southampton, y Garin y Jansen presentaban en el “Royal Bank” un cheque de Rolling por veinte millones de libras. (Esto motivó una cortés apelación del líder del Partido Laborista en el Parlamento.) Pagaron el dinero. Los periódicos pusieron el grito en el cielo. En muchas ciudades tuvieron lugar manifestaciones obreras. Los periodistas acudieron en masa a Southampton. Rolling no recibió a nadie. El “Arizona” cargó carburante y salió al océano.

Al cabo de doce días, el yate llegó al Canal de Panamá y envió un radiograma llamando al aparato a MacLinney, director general de la “Anilin Rolling Company”. A la hora fijada, Rolling, que se encontraba en la cabina del radiotelegrafista con el cañón de un revólver aplicado al occipucio, dio a MacLinney la orden de que pagara al portador, mister Garin, un cheque de cien millones de dólares. Garin fue a Nueva York y regresó con el dinero y con MacLinney en persona. Aquello fue una equivocación. Rolling habló con el director cinco minutos justos, en presencia de Zoya, Garin y Jansen. MacLinney se marchó profundamente convencido de que allí había gato encerrado.

Después, el “Arizona” salió del canal al desierto Mar Caribe. Garin recorría América, visitando fábricas, fletando buques y comprando máquinas, aparatos, herramientas, acero, cemento y vidrio. Todo ello se cargaba en San Francisco. Un representante de Garin contrataba ingenieros, peritos y obreros. Otro salió a Europa para reclutar a quinientos ex militares del ejército blanco ruso, que habían de formar el cuerpo de policía.

Así pasó un mes. Rolling hablaba diariamente por radio con Nueva York, París y Berlín. Sus órdenes eran severas y categóricas. Después de la desaparición de las fábricas de anilinas, la industria química europea había dejado de ofrecer resistencia. En todos sus productos podía leerse “Anilin Rolling Company”. Era la marca del consorcio, un círculo amarillo con tres barras negras y la inscripción: arriba, “Mundial”; abajo “Anilin Rolling Company”. Semejaba ya que todo europeo debía llevar impreso en su cuerpo aquel círculo amarillo. Sí, “Anilin Rolling” había empezado el asalto por entre las humeantes ruinas de las fábricas de la compañía de anilinas alemana.

Toda Europa despedía un espantoso tufo o colonia. Se desvanecía toda esperanza. La alegría y el buen humor no se recobraban. En las polvorientas bibliotecas se pudrían incalculables tesoros espirituales. Un sol amarillo con tres barras negras iluminaba con su mortecina luz las moles de las ciudades, las chimeneas y su humo, los anuncios, los incontables anuncios que chupaban la sangre de los pueblos y, en las sucias calles y callejas con casas de ladrillo, entre los escaparates, los carteles y los círculos y circulitos amarillos, rostros humanos con el doloroso rictus del hambre, el tedio y la desesperación.

La moneda bajaba en todas partes. Los impuestos subían. Crecían las deudas. Y a la santa ley, que ordenaba respetar los deberes y los derechos, la golpeaba en la frente la marca amarilla. ¡A pagar!

El dinero corría en arroyos, riachuelos y caudalosos ríos a los cofres fuertes de la “Anilin Rolling Company”. Sus directores se mezclaban en los asuntos internos de los países y en la política internacional. Formaban algo así como una orden de gobernantes secretos.

Garin recorría de un extremo a otro los Estados Unidos acompañado de dos secretarios, de ingenieros, de taquimecas y de toda una jauría de recaderos. Trabajaba veinte horas diarias. Nunca preguntaba el precio de las cosas, nunca regateaba.

MacLinney lo observaba con inquietud y asombro. No comprendía para qué se compraba y cargaba en el yate todo aquello, ni por qué se derrochaban tan insensatamente los millones de Rolling. Un secretario de Garin, una de las taquimecas y dos recaderos eran agentes de MacLinney. Diariamente le enviaban a Nueva York detallados informes, mas, pese a ello, era difícil comprender el fin de aquel torbellino de compras, pedidos y contratos.

A comienzos de septiembre, el “Arizona” reapareció en el Canal de Panamá. Tomó a bordo a Garin, salió al Pacífico y desapareció en dirección sudoeste.

Dos semanas más tarde zarpaban en la misma dirección, con su carga, diez buques mercantes con órdenes en sobres lacrados.

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