El balcón de la habitación de Garin estaba cerrado y tenía corrida la cortina. Junto a la pared veíanse dos maletas. (El ingeniero llevaba más de una semana alojado en “El Mirlo Negro”.) Garin cerró la puerta con llave. Zoya se sentó en un sillón, acodándose, y, con la mano, protegió su rostro de la luz de la lámpara que colgaba del techo. Su impermeable de seda, verde hierba, aparecía todo arrugado, su pelo, negligentemente recogido, y su rostro, con huellas de cansancio, lo que acentuaba su atractivo. Mientras abría la maleta, Garin fijó en ella sus brillantes pupilas, rodeadas de oscuras sombras.
—Aquí tiene la máquina —dijo, depositando sobre la mesa dos cajones metálicos: uno estrecho, que parecía un pedazo de tubería, y otro plano, con doce caras, de diámetro tres veces mayor.
Garin juntó los dos cajones y los acopló con dos áncoras. Luego orientó el orificio del tubo hacia la barandilla del balcón y quitó la tapa esférica al cajón de las doce caras. En el interior veíase, de canto, un anillo de bronce con doce cazoletas de porcelana.
—Esto es el modelo —dijo Garin, sacando de la segunda maleta un cajoncillo con bujías de carbón—. No aguanta ni una hora de funcionamiento. El aparato hay que construirlo de materiales extraordinariamente sólidos, y sus dimensiones deben ser diez veces mayores. Pero hubiera sido excesivamente pesado, para un hombre que, como yo, se ve obligado a desplazarse continuamente. (Garin colocó doce bujías en las cazoletas del anillo.) Viéndolo por fuera no comprenderá nada. Aquí tiene un diseño de la sección longitudinal del aparato.
Garin se inclinó sobre Zoya, aspiró el aroma de su cabellera, desplegó el diseño, que ocupaba la mitad de una cuartilla, y continuó:
—Ha expresado usted el deseo, Zoya, de que yo también lo arriesgue todo en este juego… Fíjese… Este es el esquema principal…
»Es tan sencillo como sumar dos y dos. Si no se había construido hasta ahora el aparato, se debe a la más pura casualidad. El quid está en este espejo hiperbólico (A), semejante al de un reflector corriente, y este pedacito de chamonita (B), que tiene también la forma de una esfera hiperbólica. La ley de los espejos hiperbólicos es la siguiente:
»Los rayos de luz, al tropezar con la superficie interior del espejo hiperbólico, coinciden en un punto, en el foco de la hipérbole. Eso es conocido. Ahora fíjese en lo que no se conoce: yo he montado en el foco del espejo hiperbólico otra hipérbole (dibujada, por decirlo así, al revés), un hiperboloide regulable hecho de un mineral muy resistente al calor e idealmente pulido, la chamonita (B), cuyos yacimientos son inagotables en el norte de Rusia. ¿Qué ocurre ahora con los rayos?
»Los rayos, reuniéndose en el foco del espejo (A), van a parar a la superficie del hiperboloide (B), que los refleja paralelamente, con precisión matemática. En otros términos: el hiperboloide (B) concentra todos los rayos en uno solo o en un “cordón de rayos” del grosor que se desee.
»Desplazando con ayuda de un tornillo micrométrico el hiperboloide (B), puedo, según lo desee, aumentar o disminuir el grosor del “cordón de rayos”. Su pérdida de energía al atravesar el aire es ínfima. Prácticamente puedo hacer que el “cordón” tenga el grosor de una aguja.
Al oír estas palabras, Zoya se levantó, chasqueó los dedos y volvió a sentarse, entrelazando las manos en torno a su rodilla.
—Al hacer los primeros experimentos utilicé como fuente de luz algunas velas corrientes. Regulando el hiperboloide (B) di al “cordón de rayos” el grosor de una aguja de hacer media y corté fácilmente con él una tabla de una pulgada. Comprendí entonces que el quid de la cuestión estaba en encontrar fuentes de energía compactas y de extraordinaria potencia. Tres años de un trabajo que costó la vida a dos de mis ayudantes, dieron por fruto estas bujías de carbón. Su energía es tan grande que, al meterlas, como ve, en el aparato y prenderles fuego —arden unos cinco minutos—, producen un “cordón de rayos” capaz de cortar un puente de hierro en unos segundos… ¿Se imagina usted las perspectivas que se nos abren? En la naturaleza no existe nada que pueda resistir la fuerza de este “cordón de rayos…”. Los edificios, las fortalezas, los acorazados, las naves aéreas, las rocas, la corteza terrestre; todo puede perforarlo, destruirlo y cortarlo la máquina inventada por mí.
Garin enmudeció súbitamente y levantó la cabeza, prestando oído. Afuera se oyeron pisadas sobre la grava y un apagado ruido de motores. Garin saltó hacia el balcón y se deslizó tras la cortina. Zoya vio a través del polvoriento terciopelo rojo su inmóvil silueta, que se estremeció de pronto. El ingeniero salió de su escondrijo, diciendo muy bajo:
—Tres coches y ocho hombres. Vienen por nosotros… Me parece haber visto el automóvil de Rolling. En el hotel estamos solos nosotros dos y el portero. (Garin sacó presto del cajón de la mesita de noche un revólver y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.) A mí, por lo menos, no me dejarán salir vivo de aquí…
El ingeniero se rascó con gesto alegre la nariz y dijo:
—¡Ea, Zoya, resuelva!, ¿sí o no? Nunca mejor ocasión.
—¡Se ha vuelto loco! —exclamó Zoya, el rostro arrebolado y rejuvenecido—. ¡Póngase a salvo…!
Garin respondió, avanzando la barbilla:
—Ocho hombres, eso no es nada, nada.
El ingeniero levantó un poco la máquina y apuntó con el tubo hacia la puerta. Luego se palpó los bolsillos, y una sombra cubrió su rostro.
—¡Las cerillas! —barbotó—, ¡no tengo cerillas…!
Quizás hubiera dicho aquello para probar a Zoya. Quizás fuera cierto que no tenía cerillas en los bolsillos, y de ellas dependía la vida. Garin miró a Zoya con el aire de un animal que espera la muerte. Como una lunática, la mujer tornó su bolso, que descansaba en el sillón, y sacó de él una caja de cerillas. Despacio, haciendo un esfuerzo, la tendió a Garin. Al cogerla, los dedos de él sintieron el frío de la fina mano.
Alguien subía la escalera de caracol, pisando cauteloso.