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Jlínov fue quien primero vio la extraña mancha de luz que apareciera en lo alto del cielo.

—Mire, otra —dijo en voz baja.

Wolf y Jlínov se detuvieron a mitad del camino, al borde del barranco, y miraban hacia arriba, levantada la cabeza. Más abajo de la primera mancha de fuego, sobre las siluetas de los árboles, se encendió otra y, despidiendo chispas como una bengala moribunda, empezó a descender…

—Son pájaros que arden —balbuceó Wolf—, mire. Sobre el bosque, destacando en la clara franja del cielo, volaba precipitadamente, moviendo extrañamente las alas un chotacabras, quizás el que antes gritara: “Duermo, duermo”. El ave se inflamó, dio una vuelta y cayó como una piedra.

—Tropiezan con el cable.

—¿Con qué cable?

—¿Acaso no lo ve usted, Wolf?

Jlínov señaló hacia un hilo luminoso, recto como una aguja. Partía de arriba, de las ruinas, en dirección a las fábricas. Su camino lo marcaban las hojas que ardían y los cuerpecillos abrasados de las avecitas. El hilo lucía ya con gran claridad, pues gran parte de él cortaba el negro muro de los pinos.

—¡Desciende! —gritó Wolf, y no pudo decir nada más.

Ambos comprendieron que hilo era aquél. Petrificados, no podían hacer otra cosa que seguir con la mirada su dirección. El primer golpe lo descargó el rayo sobre una chimenea, que vaciló, se partió por la mitad y se vino abajo. Pero aquello estaba muy lejos y no se oyó el estruendo de la caída.

Casi inmediatamente, a la izquierda de la chimenea se elevó una nube de vapor por encima del tejado de un largo edificio y, tomando un tinte rosado, se mezcló con el negro humo. Más a la izquierda había un pabellón de cinco pisos. Repentinamente se apagaron las luces en todas las ventanas. De arriba abajo corrió por toda la fachada un ziz-zag de fuego, otro, otro…

Jlínov gritó horrorizado… El edificio se derrumbó. y espesas nubes de humo envolvieron su esqueleto.

Wolf y Jlínov, salieron de su estupor, corrieron de nuevo montaña arriba, hacia las ruinas del castillo. Cruzando el serpeante camino, trepaban la empinada ladera cubierta de matorrales y bosque. Caían, resbalaban, rugían, blasfemaban, uno en ruso y el otro en alemán. Y de pronto llegó hasta ellos un sonido sordo, como si la tierra hubiera lanzado un suspiro.

Volvieron la cabeza. Desde allí se veía toda la fábrica, que se extendía a varios kilómetros. La mitad de los edificios ardían como casitas de cartón. Abajo, junto a la misma ciudad, brotó, como un hongo, una columna de humo gris amarillento. El rayo del hiperboloide danzaba frenético entre aquel caos de ruinas, buscando su objetivo principal: los almacenes de explosivos. El resplandor del incendio cubría medio cielo. Nubes de humo y haces de chispas —amarillos, parduscos y argentados— se elevaban por encima de las montañas.

—¡Ay, hemos hecho tarde! —gritó Wolf.

Se veía cómo por las blancas cintas de las carreteras se arrastraba desde la ciudad una masa viva. La franja del río, que reflejaba todo el inmenso incendio, parecía picada de viruelas, por la gran fusión de puntitos negros. Era la población, que intentaba salvarse, huyendo hacia la llanura.

—¡Hemos hecho tarde, hemos hecho tarde! —gritaba Wolf, y por su barbilla corrían, mezclándose, sangre y espumarajos.

Ya era tarde para salvarse. El herboso campo entre la ciudad y la fábrica, cubierto de largas filas de techumbres de teja, se levantó repentinamente. La tierra pareció hincharse. Aquello fue lo primero que vieron los ojos. Al instante, de debajo del suelo salieron furiosas, por las grietas, enormes llamas. Un segundo después surgía de ellas una columna de fuego y de gas. La intensidad de su resplandor era algo inconcebible. El cielo pareció volar hacia arriba sobre toda la llanura. Una luz verde rosada inundó el espacio. En ella, como en los eclipses de sol, se pudo ver con toda nitidez cada ramita, cada matojo de hierba, los riscos y dos petrificados y pálidos rostros humanos.

Sonó una explosión. Retumbó el espació. Rugió la tierra al abrir sus fauces. Se estremecieron los montes. Un huracán sacudió y dobló los árboles. Volaron piedras y ascuas. Las nubes de humo cubrieron también la llanura.

Todo se puso oscuro, y en medio de las tinieblas retumbó una explosión más terrible todavía que la primera. Una sombría luz del color de la herrumbre y turbia como el pus saturó el aire, lleno de humo.

El viento, las piedras y las ramas desgajadas derribaron a Jlínov y a Wolf, haciéndoles rodar pendiente abajo.

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