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Cuando se oyó la primera andanada de la escuadra, Rolling se encontraba en la terraza en que terminaba la escalinata conducente al mar. Se sacó la pipa de la boca y escuchó el rugido de los proyectiles: por lo menos noventa demonios de acero, rellenos de melenita y gases ulcerantes, volaban hacia la isla, directamente hacia el cerebro de Rolling. Los obuses aullaban triunfantes. El corazón parecía incapaz de soportar aquellos sonidos. Rolling retrocedió hacia la puerta en el muro de granito. (Hacía ya tiempo que se había preparado un refugio en el sótano para caso de cañoneo.) Los proyectiles estallaron en el mar, levantando columnas de agua. Quedaron cortos.

Rolling volvió la cabeza hacia la cúspide de la torre metálica. Garin se encontraba allí desde la víspera. La cúpula circular de la torre giraba, lo que se advertía por el movimiento de las troneras verticales. Rolling se puso los lentes y miró fijo, muy levantada la cabeza. La cúpula giraba muy rápidamente a derecha e izquierda. Cuando giraba a la derecha se veía cómo en una tronera vertical se movía hacia arriba y hacia abajo el brillante cañón del hiperboloide.

Lo que más espanto causaba era la precipitación con que Garin manejaba el aparato. Y el silencio. En toda la isla no se oía el volar de una mosca.

Por fin llegó del océano un sordo y largo sonido, como si en el cielo hubiera reventado algo. Rolling se ajustó los lentes a la sudosa nariz y miró hacia la escuadra. Allí se iban extendiendo tres cúpulas de un humo blanco amarillento. Más a la izquierda, se esponjaban unas desgarradas nubes de un tinte sangriento, y brotó, también extendiéndose, otra cúpula de humo. Hasta Rolling llegó un trueno más, el cuarto.

Los lentes le resbalaban de la nariz a cada instante, pero Rolling permaneció valiente en su sitio, mirando cómo en el horizonte surgían cúpulas de humo y saltaban al aire los ocho cruceros de la escuadra americana.

De nuevo todo enmudeció en la isla, en el mar y en el cielo. Por entre las construcciones metálicas de la torre bajó rápido el ascensor. Se oyeron portazos en la casa, alguien silbó, desentonando un foxtrot, y Garin salió precipitadamente a la terraza. Su rostro, abotargado, expresaba fatiga, y su cabello aparecía enhiesto.

Sin advertir la presencia de Rolling, se puso a desnudarse. Bajó por la escalinata al agua y se quitó sus calzoncillos color salmón y su camisa de seda. Mirando al mar, donde el humo se cernía aún sobre el lugar donde había perecido la escuadra, Garin se rascó los sobacos. Sus carnes eran blancas, como las de una mujer, y estaba bastante gordo. Su desnudez tenía algo de vergonzoso y repugnante.

Probó el agua con el pie, se agachó, como suelen hacer las mujeres, cuando las olas arremetieron y dio unas brazadas, pero salió al instante y, por fin, vio a Rolling.

—¡Ah! —dijo— ¿Qué, también se dispone a bañarse? ¡Está fría, maldita sea!

Garin rió de pronto con cascada risa, tomó sus ropas y, agitando los calzoncillos, sin cubrirse, tal como su madre lo había traído al mundo, se metió en la casa. Rolling jamás había sufrido mayor humillación. Sintió que el corazón se le enfriaba de odio y de asco. Estaba inerme, indefenso. En aquel instante de debilidad sintió todo el peso del pasado, de las fuerzas gastadas, de sus embestidas de búfalo en su afán de ser el primero en la vida… Y todo para que pasara por delante de él, con aire triunfal, su vencedor, aquel sinvergüenza en pelotas.

Al abrir la puerta de bronce, Garin volvió la cabeza y dijo:

—¡Abuelito, vamos a desayunar! Nos soplaremos una botellita de champagne.

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