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—¡De prisa, más de prisa, cochero…! La escucho, madame Lamolle… Así, pues… mientras yo esperaba en el fumadero…

—Subí a la habitación. Me quité el sombrero y el abrigo…

—Ya lo sé.

—¿De dónde?

La mano de Jansen tembló, descansando sobre la espalda de Zoya. Ella respondió con un movimiento zalamero.

—No me di cuenta de que el armario que tapaba la puerta de la habitación vecina, había sido movido de su sitio. Antes de que pudiera acercarme al espejo, se abrió la puerta y vi ante mi a Rolling… Yo sabía que la víspera se encontraba en París. Sabía también que el solo pensamiento de volar en avión lo horrorizaba… Si había venido era porque se trataba verdaderamente de una cuestión de vida o muerte… Ahora comprendo lo que proyecta… Pero entonces no lo vi claro porque la cólera nubló mi razón. Quería engañarme, tenderme una trampa… No sé yo misma lo que le dije… Se tapó los oídos y salió…

—Bajó a la sala de fumar y me ordenó que regresara al yate…

—Sí… ¡Qué tonta soy…! La culpa fue del baile, el vino y demás tonterías… Sí, sí, querido amigo, cuando se quiere luchar hay que dejarse de tonterías… Volvió a los dos o tres minutos. Le pedí explicaciones… Con una insolencia que nunca había empleado conmigo, me dijo: “No tengo por qué darle explicaciones; permanecerá en esta habitación hasta que yo la deje salir…” Le di una mano de bofetadas…

—¡Es usted toda una mujer! —exclamó Jansen con admiración.

—No, querido amigo, esa fue la segunda tontería que hice. ¡Pero qué cobarde…! Aguantó cuatro bofetadas… Los labios le temblaban… Quiso parar mi mano, pero le costó caro… Por fin cometí la tontería número tres: me eché a llorar…

—¡Oh, canalla, canalla…!

—…Espere, Jansen… Por idiosincrasia, Rolling no puede soportar las lágrimas, eso lo pone malo… Hubiera preferido cuarenta bofetadas más… Entonces llamo al polaco, que esperaba tras la puerta. Lo tenían todo convenido. El polaco se acomodó en una butaca. Rolling me dijo: “En caso extremo, Tyklinski tiene orden de disparar”. Y se marchó. Yo la emprendí con el polaco. Una hora después tenía ya claro, en todos sus detalles, el pérfido plan de Rolling. Jansen, querido, está en juego mi felicidad… Si usted no me ayuda, estoy perdida… ¡Dele prisa al cochero, dele prisa…!

El coche entró en el puerto, desierto a hora tan temprana —no había amanecido aún— y se detuvo junto a la escalera de granito, al pie de la cual crujían y chirriaban unas lanchas, meciéndose en la negra y grasienta agua.

Poco después, Jansen, llevando en brazos su preciosa carga, subió silencioso al “Arizona” por una escala de cuerda que pendía de la popa.

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