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Entre las ocho y las nueve, se acercó al “Arizona” una barca. Iba en ella un alegre y haraposo tipo, que, dejando de remar, gritó:

—¡Aló…! ¿Es este yate el “Arizona”?

—Supongamos que sea así —respondió un marino danés, inclinándose sobre la falsa borda.

—¿Se encuentra a bordo un tal Rolling?

—Supongamos que sí.

El tipo de la barca sonrió, mostrando una magnífica dentadura.

—Ahí va eso.

El hombre arrojó hábilmente a la cubierta una carta y, chasqueando la lengua, dijo:

—¡Oye, marinero, atún en salmuera, échame un cigarro!

Mientras el danés pensaba qué tirarle a la cabeza, el otro se había apartado ya y, bailoteando y haciendo muecas, movido por la irreducible alegría de vivir en aquella calurosa mañana, cantaba a voz en cuello.

El marino llevó la carta al capitán. (Así lo había ordenado éste.)

Jansen descorrió la cortina y se inclinó sobre la dormida Zoya. Ella abrió los ojos, llenos aún de sueño.

—¿Está él aquí?

Jansen le dio la carta. Zoya leyó:

“He sido brutalmente herido. Sea misericordioso. He peleado como un león defendiendo sus intereses, pero ha ocurrido lo imposible: madame Zoya ha escapado. Me hincó de rodillas…”

Zoya hizo pedazos la carta sin acabar de leerla.

—Ahora podemos esperarlo tranquilamente. (Zoya miró a Jansen y le tendió la mano.) Jansen, querido, debemos ponernos de acuerdo. Usted me gusta. Yo lo necesito. Por consiguiente, lo inevitable debe ocurrir…

Zoya exhaló un ahogado suspiro y continuó:

—Presiento que me proporcionará usted muchos quebraderos de cabeza. En la vida, querido amigo, el amor, los celos, la fidelidad son cosas superfinas… Yo únicamente admito la atracción de los sexos. Eso es como un elemento de la naturaleza. Yo soy tan libre de entregarme como usted lo es de poseerme, recuérdelo, Jansen. Concertemos un acuerdo: o perezco o seré la dueña del mundo. (Jansen apretó los labios, y a Zoya le gusto aquel gesto.) Usted será un instrumento de mi voluntad. Olvide por un momento que tiene delante a una mujer. Soy una fantaseadora. Soy una aventurera, ¿comprende? Quiero que todo sea mío. (Zoya describió un círculo con las manos.) El hombre, el único hombre que puede darme eso debe llegar de un momento a otro al “Arizona”. Yo lo espero, y Rolling lo espera también…

Jansen levantó un dedo y volvió la cabeza. Zoya corrió las cortinas. Jansen salió al puente de mando. Allí se encontraba, aferrado a la barandilla, Rolling. Un odio feroz crispaba su rostro: con los labios torcidos y muy apretados, escrutaba la bahía, velada aún por una tenue neblina.

—Ahí viene —articuló trabajosamente Rolling, extendiendo la mano, y su índice, torcido como un anzuelo, quedó colgando sobre el azul mar—, en aquella barca.

Patizambo, parecido a un cangrejo, bajó apresuradamente del puente de mando, infundiendo espanto a los marineros, y se ocultó en el camarote. Desde allí, repitió por teléfono a Jansen la orden que le había dado con anterioridad: tomar a bordo al hombre que se acercaba en aquella lancha de seis remos.

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