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—¿Hay alguna novedad?

—Sí. Buenos días, Wolf.

—Vengo directamente de la estación y traigo más hambre que en el año 1918.

—Parece usted muy satisfecho, Wolf. ¿Se ha enterado de muchas cosas?

—Alguna cosilla hemos sabido… ¿Vamos a hablar aquí?

—Sí, pero rápido.

Wolf se sentó al lado de Jlínov en el banco de granito al pie de la estatua ecuestre de Enrique IV, de espaldas a las negras torres de la Conserjería. Abajo, allí donde la Cité terminaba en un puntiagudo cabo, se inclinaba sóbrelas aguas un sauce llorón. En tiempos se retorcían allí, asándose en las hogueras, los caballeros de la Orden de los Templarios. Lejos, tras decenas de puentes que al agua reflejaba, se ponía el sol, envuelto en un sucio resplandor anaranjado. En los malecones y las gabarras metálicas cargadas de arena podían verse, armados de cañas de pescar, a algunos franceses, buenos burgueses arruinados por la inflación, por Rolling y por la guerra mundial. En la orilla izquierda, en el parapeto de granito del malecón, con sus puestos extendiéndose hasta el edificio del ministerio de Negocios Extranjeros, se aburrían, al sol de la tarde, los libreros de viejo y su mercancía que ya nadie necesitaba en aquella ciudad.

Allí, acababa sus días el viejo París. Ante los puestos de libros, junto al malecón, ante las jaulas con pajarillos, ante los abatidos pescadores, deambulaban personas de avanzada edad, ojos escleróticos, bigotes que les tapaban la boca, capa de ancho vuelo y viejo sombrero de paja… En tiempos, aquélla era su ciudad… Allí, en la Conserjería, bramaba Dantón como un toro arrastrado al matadero. A la derecha, tras la techumbre de pizarra del Louvre, donde envueltos en una turbia niebla se extendían los jardines de las Tullerías, tuvieron lugar ardorosas jornadas, cuando a lo largo de la calle de Rivoli silbaba la metralla del general Galliffet. ¡Oh, cuanto oro poseía antes Francia! Cada piedra, si se sabía escuchar, hablaba de un gran pasado. Pero, el diablo sabía por qué, resultó de pronto que el dueño de la ciudad era un monstruo venido de allende el océano, Rolling, y al buen burgués ya no le quedaba otra cosa que pescar con caña, abatida la cabeza… ¡Ay, ay, ay! ¡Oh, la, la!

Encendiendo su pipa, cargada de fuerte tabaco. Wolf dijo:

—Las cosas están así. La compañía alemana productora de anilina es la única que no quiere, por nada del mundo, ponerse de acuerdo con los americanos. El gobierno ha concedido a la compañía un subsidio de veintiocho millones de marcos. Actualmente, Rolling aplica todos sus esfuerzos para hundir la anilina alemana.

—¿Juega a la baja? —preguntó Jlínov.

—Para el 28 de este mes vende acciones de la compañía de anilina por sumas colosales.

—Esas noticias son muy importantes, Wolf.

—Sí, hemos encontrado la pista. Por lo visto, Rolling está seguro de su juego, aunque las acciones no han bajado ni en un pfening y hoy estamos ya a veinte… ¿Comprende usted en qué cifra sus esperanzas?

—¿Quiere usted decir que lo tienen todo preparado?

—Supongo que ya han montado la máquina. ¿Dónde se encuentran las fábricas de la compañía de anilina?

—En el valle del Rhin, cerca de N. Si Rolling aplasta a la compañía de anilina, será dueño y señor de toda la industria europea. Nosotros no podemos consentir esa catástrofe. Nuestro deber es salvar la anilina alemana. (Jlínov se encogió de hombros, pero se calló.) Comprendo que no se puede remediar lo irremediable. Nosotros dos no tenemos fuerza suficiente para rechazar la embestida de América. Pero, ¿quién sabe?, la historia gasta a veces bromas inesperadas.

—¿Algo así como las revoluciones?

—Supongamos que sí.

Jlínov miró a su interlocutor con cierta sorpresa. Los amarillos ojos de Wolf, muy abiertos, expresaban viva cólera.

—Los burgueses, Wolf, no harán nada por salvar a Europa.

—Ya lo sé.

—¿Qué me dice?

—En este viaje he visto muchas cosas… Los burgueses —los franceses, los alemanes, los ingleses, los italianos— venden criminal, ciega y cínicamente el Viejo Mundo. El fin de la cultura ha sido una subasta… Sí, una subasta pública.

Wolf, todo sofocado, continuó:

—Me he dirigido a las autoridades, he hecho alusión al peligro, he pedido que me ayudaran a dar con Garin… Les he dicho palabras terribles… Se han reído en mis barbas… ¡Al diablo…! Yo no soy de los que retroceden.

—Wolf, ¿de qué se ha enterado usted en el valle del Rhin?

—Me he enterado… El gobierno alemán ha hecho grandes pedidos militares a la compañía de anilina. En las fábricas de la compañía, el proceso de producción se encuentra en la etapa más peligrosa. En los talleres están elaborando hoy día casi quinientas toneladas de tetrilo.

Jlínov se levantó rápidamente. El bastón en que se apoyaba se dobló. Volvió a sentarse.

—En los periódicos ha aparecido un suelto hablando de la necesidad de alejar lo más posible de las malditas fábricas las colonias obreras. En la compañía de anilinas trabajan más de cincuenta mil obreros… El periódico que publicó el suelto ese fue multado… Ahí veo la mano de Rolling…

—¡Wolf, no podemos perder ni un solo día!

—He encargado dos billetes para hoy, para el tren de las once.

—¿Vamos a N?

—Creo que sólo allí podremos dar con la pista de Garin.

—Ahora mire lo que he conseguido yo —dijo Jlínov sacando del bolsillo unos recortes de periódico—. Hace tres días estuve con Shelgá… Me hizo partícipe de sus deducciones: Rolling y Garin debían comunicarse…

—Naturalmente. Todos los días.

—¿Por correo? ¿Por telégrafo? ¿Qué piensa usted, Wolf?

—En ningún caso. Esa gente no deja huellas escritas.

—En tal caso, ¿quizás por radio?

—Como que van a gritar para que los oiga toda Europa… No…

—¿A través de intermediarios?

—No… Veo que Shelgá es un águila. ¡Vengan los recortes…!

Wolf dispuso los recortes sobre sus rodillas y leyó atentamente lo subrayado con lápiz rojo:

“Centre toda su atención en la anilina”. “Empiezo”. “He encontrado un buen sitio”.

—“He encontrado un buen sitio” —barbotó Wolf—. Este periódico es de la ciudad de E, cerca de N… “Estoy preocupado, fije el día”. “Cuente treinta y cinco a partir del día del acuerdo”. Sólo pueden ser ellos. La noche de la firma del acuerdo en Fontainebleau fue el 23 del mes pasado. Añada treinta y cinco y obtendremos el 28 de este mes, el día fijado para la venta de las acciones de la anilina…

—Siga, siga, Wolf…

—“¿Qué medidas ha tornado usted?” Eso lo pregunta Garin desde K. Al día siguiente aparece en un periódico de París la respuesta de Rolling: “El yate está preparado. Llegará a los dos días. Se le comunicará por radio”. Aquí, hace cuatro días, Rolling pregunta: “¿No se verá la luz?”. Garin responde: “En torno todo está desierto. La distancia es de cinco kilómetros”.

—En otras palabras, el aparato lo han montado en los montes: proyectar el rayo a una distancia de cinco kilómetros sólo se puede desde una altura. Oiga, Jlínov, tenemos el tiempo más que contado. Si tomamos como radio cinco kilómetros y como centro las fábricas, habremos de explorar un área de treinta y cinco kilómetros de circunferencia, por lo menos. ¿Hay alguna indicación más?

—No. Me disponía a telefonearle a Shelgá. Debe tener los recortes de ayer y de hoy.

Wolf se levantó. Pudo apreciarse que los músculos se ponían en tensión bajo su ropa.

Jlínov propuso telefonear desde un cercano café de la margen izquierda. Wolf cruzó el puente con tanta rapidez que un viejete con pescuezo de polluelo, que vestía una vieja y mugrienta chaqueta, impregnada, quizás, de solitarias lágrimas por aquellos que se llevó la guerra, y un polvoriento sombrero, sacudió la cabeza y miró largamente a los extranjeros que se alejaban corriendo:

—¡Oh, estos extranjeros! Cuando tienen dinero en el bolsillo, empujan y corren como si estuvieran en su casa… ¡Oh…! ¡Qué salvajes!

En el café, de pie ante el mostrador revestido de cinc, Wolf bebía agua de Seltz. Tras el cristal de la cabina telefónica veía la espalda de Jlínov: sus hombros se encogieron, y pareció como si todo él quisiera meterse en el auricular. Luego salió de la cabina con el semblante tranquilo, pero blanco como una pared.

—Del hospital me han contestado que Shelgá desapareció anoche. Se han tomado todas las medidas para localizar su paradero… Creo que lo han asesinado.

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