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Shelgá tenía los ojos vendados con un pañuelo. Echado sobre los hombros llevaba un abrigo de cuero, de los usados por los automovilistas. Sintió el calor del hogar, y las piernas le temblaron. Garin le acercó un taburete, Shelgá se sentó al instante, dejando caer sobre las rodillas la mano escayolada.

El general y los dos oficiales lo miraban con ojos siniestros, y parecía que a la menor señal harían trizas al hombre aquel. Pero Garin no dio señal alguna. Palmoteando a Shelgá en la rodilla, dijo muy campechano:

—Aquí no pasará usted ninguna necesidad. Se encuentra entre personas decentes, a las que se ha pagado bien. Dentro de unos días lo pondré en libertad. Camarada Shelgá, déme palabra de que no intentará fugarse, escandalizar y atraer la atención de la policía.

Shelgá denegó, meneando su agachada cabeza. Garin se inclinó hacia él para advertirle:

—De lo contrario, me será difícil garantizar la comodidad de su estancia aquí… ¿Qué, da su palabra?

Shelgá dijo muy lento, en voz baja:

—Doy palabra de comunista… (Al sonar estas palabras, la rasurada piel del cráneo del general se movió hacia sus orejas, y los oficiales cambiaron rápidos una mirada, sonriendo torcidamente.) Doy palabra de comunista de matarle a la primera oportunidad, Garin… Doy palabra de quitarle la máquina y llevarla a Moscú… Doy palabra de que el día 28…

Garin no le dejó acabar: agarrándole por la garganta, gritó:

—¡Cállate…! ¡Imbécil…! ¡Loco…! Volviéndose, dijo imperioso:

—Señores oficiales, les advierto que este hombre es muy peligroso y se encuentra dominado por una obsesión…

—Por eso digo yo —berreó el general— que lo mejor es encerrarlo en la bodega. Llévense al prisionero…

Garin sacudió aprobatorio la cabeza. Los oficiales agarraron a Shelgá, lo empujaron hacia la puerta y lo condujeron, casi a rastras, a la bodega. Garin dijo, al tiempo que se ponía sus guantes de automovilista:

—El día 28 por la noche, volveré. El 30, Excelencia, puede usted poner fin a sus experimentos de cunicultura, encargar un camarote de primera en un trasatlántico y vivir como un señor, si le place, en la Quinta Avenida de Nueva York.

—¿Hay que dejar alguna documentación para ese hijo de perra? —preguntó el general.

—Un pasaporte cualquiera. Eso queda a su elección, Excelencia.

Garin sacó del bolsillo un paquete atado con una soguilla. Eran los documentos que había robado a Shelgá en Fontainebleau. Por falta de tiempo, no los había examinado aún.

—Aquí, por lo visto, tenemos los pasaportes preparados para mí. Muy previsoramente obran… Aquí tiene, Excelencia…

Garin arrojó sobre la mesa un pasaporte y, echando un vistazo a lo que había en la cartera, se interesó de pronto y se acercó a la lámpara. Sus cejas se fruncieron, soltó una maldición y, rápido, salió por la puerta por la que se habían llevado a Shelgá.

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