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—¿Qué tal, Iván, esa salud?

Shelgá acarició la cabeza del chico. Iván estaba sentado a la ventana, en la pequeña casita junto a la orilla, y contemplaba el océano. Había sido hecha la casita de piedras y amarillenta arcilla. Por el azul océano corrían las olas, con sus blancos encajes de espuma, y rompían contra los escollos o en la arena de la solitaria playa donde se había instalado Shelgá.

Iván había llegado medio muerto en el dirigible. A costa de grandes cuidados, Shelgá logró salvar su vida. Si no hubiese encontrado en la isla a alguien de los suyos, Iván difícilmente se hubiera repuesto. Padecía graves heladuras, enfriamiento general, y, además, una gran depresión: había creído en la gente, se había esforzado sin regatear energías y ¿qué había salido de todo ello?

—Ahora, camarada Shelgá, no podré entrar en la Rusia soviética, me juzgarán.

—No pienses esas cosas, tontucho. No tienes ninguna culpa.

Lo mismo cuando Iván se sentaba en una piedra de la orilla que cuando pescaba cangrejos o deambulaba por la isla, rodeada de maravillas o de gente desconocida, aplicada a un empeñado trabajo, sus ojos se volvían nostálgicos hacia occidente, donde se ponía en el océano esplendoroso disco del sol y, más allá todavía, se encontraba su patria, la Rusia soviética.

—Aquí es de noche —decía en voz baja Iván— y cu casa, en Leningrado, ya ha amanecido. El camarada Tarashkin ha tomado té con pan de centeno y ha salido para el trabajo. En el club del Krestovka estarán calafateando las embarcaciones, dentro de quince días empieza la temporada deportiva.

Cuando el chico se repuso un poco, Shelgá empezó, cauteloso, a explicarle la situación y pudo observar, como Tarashkin en otro tiempo, que Iván comprendía las cosas con media palabra que se le dijera y que su espíritu era irreconciliable, cien por cien soviético. Si no fuera porque estaba siempre muy triste, añorando Leningrado, el chico aquel sería de oro.

—Bien, Iván —le dijo un día Shelgá muy alegre—, pronto te enviaré a casa.

—Gracias, Vasili Vitálievich.

—Pero antes tenemos que hacer tú y yo una bien sonada.

—Siempre me tiene dispuesto.

—¿Qué tal se te da trepar?

—En Siberia, Vasili Vitálievich, me subía en busca de piñones a cedros de cincuenta metros; desde allí arriba no se veía la tierra.

—Cuando llegue el momento, te diré lo que hay que hacer. No andes sin necesidad por la isla. Si te aburres, coge la caña y pesca.

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