34

El numero 63 de la calle de los Gobelinos era una vieja casa de tres pisos, uno de cuyos muros daba a un solar. Allí no había ventanas más que en el tercer piso, es decir, en la guardilla. La otra pared, sin ventana alguna, daba a un parque. En la planta baja había un café que frecuentaban cocheros y choferes. El segundo piso lo ocupaba un hotel para citas nocturnas. En el tercero se alquilaban habitaciones a inquilinos fijos. Para entrar allí había que cruzar un portón y un largo túnel.

Eran casi las dos de la madrugada. En la calle de los Gobelinos no se veía luz en ninguna ventana. El café estaba ya cerrado y todas las sillas se encontraban recogidas sobre los veladores. Zoya se detuvo por un instante junto al portón y se fijó en el número de la casa: era, efectivamente, el 63. Sintió un escalofrío en la espalda. Se hizo el ánimo. Llamó. Se oyó el rozar de una cuerda y se abrió la puerta. Zoya se deslizó al oscuro portal. De lejos llegó hasta ella la voz de la conserje: “Las noches son para dormir, hay que volver a casa a tiempo”. Sin embargo, la mujer no preguntó quién había entrado.

Allí reinaba el orden de cosas propio de un garito. Zoya sintió espanto. Ante ella se extendía un bajo y sombrío túnel. En la irregular pared, color de sangre de toro, lucía mortecino un farol de gas. Según Semiónov, una vez salvado el túnel había que torcer a la izquierda, subir por una escalera de caracol hasta el tercer piso y torcer de nuevo a la izquierda: allí estaba la habitación número 11.

Zoya se detuvo en medio del túnel. Le parecía que a lo lejos alguien había asomado rápidamente, para volver a ocultarse. ¿Y si volvía sobre sus pasos? Zoya aguzó el oído: todo callaba. Corriendo, llegó a un pestilente rellano. Allí comenzaba la angosta escalera de caracol, apenas iluminada desde arriba. Zoya subió de puntillas, temiendo rozar con sus manos la pegajosa y mugrienta barandilla.

Toda la casa dormía. En el descansillo del segundo piso había un desconchado arco que llevaba a un oscuro pasillo. Zoya siguió subiendo, volvió la cabeza y de nuevo le pareció que alguien asomaba por el arco y volvía a esconderse… ¿No sería Gastón Nariz de Pato…? “¡No. No, Gastón aún no ha estado aquí, no ha podido estar, no ha tenido tiempo…!”

En el descansillo del tercer piso ardía un farol de gas, vertiendo su luz sobre una pared marrón, con inscripciones y dibujos que hablaban de deseos insatisfechos. Si Garin no estaba en casa, lo esperaría allí hasta el amanecer. Si estaba en casa y dormía, Zoya no se marcharía sin llevarse lo que él había escamoteado de la escribanía en el bulevar Malesherbes.

Zoya se quitó los guantes, se ahuecó el pelo y torció a la izquierda por el pasillo. En la quinta puerta se veía en grandes cifras trazadas con pintura blanca: 11. Zoya hizo girar la manecilla, y la puerta se abrió suavemente.

La luz de la luna entraba en la pequeña habitación por la abierta ventana. En el suelo se veía una maleta abierta, y unos papeles esparcidos, que destacaban por su blancor.

Junto a la pared, entre el lavabo y la cómoda, había sentado en el suelo un hombre en camiseta; tenía levantadas las desnudas rodillas, y sus pies, descalzos, parecían enormes… La luna iluminaba la mitad de su cara, en la que brillaba un ojo muy abierto y blanqueaban los dientes: el hombre sonreía. Con la boca abierta, la respiración en suspenso, Zoya miraba al inmóvil y sonriente rostro: era Garin.

Aquella mañana, en “El Globo”, ella había dicho a Gastón Nariz de Pato: “Róbale a Garin los diseños y el aparato y, si puedes, mátalo”. Aquella noche había visto entre el humo, sobre una copa de champagne, los ojos de Garin, y había comprendido que si él se lo pedía lo abandonaría todo, lo olvidaría todo para seguirle. Por la noche, cuando intuyó el peligro que corría y se lanzó en busca de Gastón para advertirlo, ella misma no tenía aún conciencia de que la hacía correr, angustiada, por el París nocturno, de cabaret en cabaret, de garito en garito, buscando por todas partes a Gastón, ni qué la llevó, por último, a la calle de los Gobelinos. ¿Qué sentimiento obligaba a aquella mujer inteligente, fría y cruel a abrir la puerta de la habitación de un hombre condenado a muerte por ella misma?

Zoya no apartaba la mirada de los dientes y del abierto ojo de Garin. Lanzó un ronco y apagado grito y se acercó para inclinarse hacia él. Estaba muerto. Tenía la cara amoratada. En su cuello destacaban unos hinchados arañazos. Era aquel rostro chupado, atrayente, de ojos llenos de deseo, con unos confetis en la sedeña barbita… Zoya se agarró al frío mármol del lavabo y se levantó con dificultad. Había olvidado que la llevó allí. Una saliva amarga llenó su boca. “Lo único que falta es que me desmaye”. Haciendo un supremo esfuerzo arrancó un botón del cuello, que la asfixiaba. Se dirigió hacia al puerta. Bajo el dintel se hallaba Garin.

Una extraña sonrisa distendía sus labios: los dientes le brillaban como al hombre sentado en el suelo. Garin la amenazó con un dedo. Zoya lo comprendió todo y se tapó la boca con la mano, para no gritar. El corazón le latía como si acabara de emerger de debajo del agua… “Vive… vive…”

—El muerto no soy yo —musitó Garin, sin dejar de amenazarla—, han matado ustedes a Víctor Lenoire, mi ayudante. Rolling irá a la guillotina…

—Vive, vive —balbuceó Zoya con ronca voz.

Garin la cogió del brazo. Ella levantó al punto la cabeza, entregándose toda, sin ofrecer resistencia. Garin la atrajo hacia sí, y, al advertir que las piernas no la sostenían, la abrazó:

—¿Qué hace usted aquí?

—Vine en busca de Gastón…

—¿De quién, de quién?

—Del hombre a quien ordené que lo matara…

—Eso me lo figuré —dijo Garin, mirándola a los ojos. Zoya respondió como en sueños:

—Si Gastón lo hubiera matado, yo me suicidaría…

—No comprendo…

Zoya repitió, como si delirara, con voz tierna y desmayada:

—Yo misma no lo comprendo…

Aquella extraña conversación tenía lugar en la puerta. Por la ventana, se veía la luna poniéndose tras un negro tejado. Junto a la pared mostraba los dientes Lenoire. Garin dijo quedo:

—¿Ha venido usted por el autógrafo de Rolling?

—Sí, compadézcase.

—¿De quién, de Rolling?

—No. De mí. Compadézcase —repitió Zoya.

—He sacrificado a mi amigo para hundir a su Rolling. Soy un asesino como usted… ¿Compadecerme…? No, no…

Súbitamente Garin puso en tensión todo su cuerpo, alentado el oído. De un brusco tirón sacó a Zoya del cuarto. Sin dejar de oprimirle el brazo, miró por el arco hacia la escalera…

—Vámonos. La sacaré de aquí por el parque. Escuche, es usted una mujer maravillosa —los ojos le brillaron con apasionado arrebato—, nuestros caminos coinciden… ¿Se da usted cuenta?

Garin y Zoya bajaron en un vuelo la escalera de caracol. Ella no oponía resistencia, aturdida por el extraño sentimiento que se alzaba en ella como si fuera un vino turbio que fermentara por primera vez.

Al llegar al pie de la escalera, Garin torció por un oscuro pasillo, se detuvo, encendió una cerilla y, con gran esfuerzo, abrió una herrumbrosa cerradura. Por lo visto, aquella puerta no la había utilizado nadie durante muchos años.

—Como ve —dijo el ingeniero— lo tengo todo previsto.

Salieron al parque de árboles oscuros y húmedos. En aquel mismo instante transponía el portón la policía, que Garin había llamado por teléfono quince minutos antes.

Загрузка...