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Camino de la oficina, Shelgá se detuvo de pronto, como si hubiera chocado con un poste de telégrafo. “¡Vaya tío! —exclamó, dando, rabioso, un taconazo en el suelo—. ¡Qué listo es, qué artista!”

En efecto, a Shelgá se la habían jugado bien. Estando a dos pasos del asesino (de ello no quedaba ya duda alguna) no lo había detenido. Había estado hablando con un hombre que conocía, por lo visto, todos los hilos del asesinato y se las había ingeniado para no decir nada esencial. Piankov-Pitkiévich poseía un secreto… Shelgá comprendió de pronto que era un secreto de importancia para el país, para todo el mundo… “Ya tenía cogido del rabo a Piankov-Pitkiévich, pero el maldito se ha escurrido, me ha dejado con un palmo de narices”.

Shelgá subió corriendo al tercer piso y se metió en su despacho. Sobre la mesa yacía un paquete envuelto con papel de periódico. En el profundo hueco de la ventana estaba sentado, muy quieto, un hombre gordo con botas de burdo cuero. Sosteniendo la gorra apretada contra el vientre, el hombre saludó a Shelgá con una inclinación.

—Soy Bábichev —dijo el hombre, dejando escapar por la boca una fuerte vaharada aguardentosa—, el administrador de la casa número 24 de la calle Pushkárskaia, perteneciente a la cooperativa de viviendas.

—¿Es usted el que ha traído este paquete?

—Sí, yo lo he traído. Es del apartamento número 13… Eso no está en el pabellón principal, sino en un pequeño edificio anexo. Hace dos días que el inquilino no aparece. Hoy hemos llamado a las milicias, abrimos la puerta y levantamos acta, como manda la ley, y yo he encontrado, además, este paquete, oculto en la estufa.

El administrador se tapó la boca con la mano. Tenía las mejillas enrojecidas; los ojos, húmedos, se le pusieron saltones, y un fuerte olor de aguardiente llenó la habitación.

—¿Cómo se llama el inquilino desaparecido?

—Iván Alexéievich Savéliev.

Shelgá abrió el paquete. Había allí una foto de Piankov-Pitkiévich, un peine, unas tijeras y un frasco con un líquido oscuro: tintura para el cabello.

—¿A qué se dedicaba Savéliev?

—A la ciencia. Cuando reventó en la casa una tubería, el comité le pidió ayuda… El respondió: “Lo haría con mucho gusto, pero soy químico”.

—¿Salía con frecuencia de noche?

—¿De noche? En eso no hemos reparado —el administrador de nuevo se llevó la mano a la boca—. Pero en cuanto amanecía abandonaba la casa. Ahora, que saliera de noche… en eso no hemos reparado, y nunca le vimos borracho.

—¿Iban a verle sus conocidos?

—En eso no hemos reparado.

Shelgá telefoneó a la sección de milicias de la barriada Petrográdskaia. Resultó que en la casa número 24 de la calle Pushkárskaia vivía, efectivamente, Iván Alexéievich Savéliev, de 36 años, ingeniero químico. Se había mudado allí en febrero, presentando un carnet de identidad extendido por las milicias de Tambov.

Shelgá envió un telegrama a Tambov y fue en coche con el administrador a Fontanka, donde en el depósito de cadáveres de la sección de investigación criminal se encontraba el cuerpo del hombre asesinado en la isla Krestovski. El administrador identificó inmediatamente al inquilino del número 13.

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