78

—Madame Zoya, no se moleste en vano, hemos cortado el teléfono y los timbres.

Zoya volvió a sentarse en el borde de la cama. Una sonrisa colérica y nerviosa crispaba sus labios. Stas Tyklinski, hundido en una butaca, en medio de la habitación, se atusaba el mostacho y contemplaba sus zapatos de charol. No se atrevía a fumar, pues Zoya se lo había prohibido categóricamente y Rolling le había ordenado, muy riguroso, que fuera cortés con la dama aquella.

El polaco quiso contar a Zoya sus aventuran amorosas en Varsovia y en París, pero ella le miró con tanto desprecio, que la lengua se le paralizó. No había más remedio que callar. Eran ya casi las cinco. Todos los intentos de Zoya para escapar, engañarlo o seducirlo habían sido infructuosos.

—De todos modos —dijo Zoya—, daré parte a la policía.

—La servidumbre del hotel ha sido comprada, le hemos dado mucho dinero.

—Saltaré el cristal de la ventana y gritaré cuando en la calle haya mucha gente.

—Eso también está previsto. Hemos pagado a un médico para que certifique que sufre usted ataques de nervios. Para el mundo exterior, madame, se encuentra usted, por así decirlo, en la situación de una mujer que ha tratado de engañar a su marido. Está usted fuera de la ley. Nadie la socorrerá ni la creerá. Estése quietecita.

Zoya hizo crujir sus dedos y dijo en ruso:

—¡Canalla! Polaco miserable. Lacayo. Cerdo.

Tyklinski infló las mejillas, erizando el bigote, pero, como se le había ordenado que no respondiese a los insultos, se limitó a gruñir.

—¡Ya sabemos cómo se expresan las mujeres cuando su cacareada belleza no surte efecto! La compadezco, madame. Pero tendremos que pasar un día o dos juntos, tête-á-tête. Mejor haría metiéndose en la cama y calmando sus nervios… Duerma, madame, duerma usted.

Con gran asombro de Tyklinski, esta vez Zoya le hizo caso. Se quitó los zapatitos, se tendió, ahuecó las almohadas y cerró los ojos.

Por entre las pestañas veía el grueso y enojado rostro de Tyklinski, que la observaba atento. Zoya bostezó una vez, otra, y puso la mano bajo su mejilla.

—Estoy cansada, sea lo que Dios quiera —dijo muy quedo y volvió a bostezar.

Tyklinski se repantigó en el sillón. Zoya respiraba acompasadamente. Al cabo de un rato, el polaco empezó a restregarse los ojos. Se levantó, dio unos pasos por la habitación y se apoyó en el marco de la puerta. Por lo visto, había resuelto montar la guardia de pie.

Tyklinski era tonto. Zoya le había sonsacado todo lo que deseaba saber y estaba esperando a que se durmiera. Se hacía difícil permanecer plantado junto a la puerta. Tyklinski examinó una vez más la cerradura y volvió a su sillón.

Un minuto después se le abría la boca, colgante la fláccida papada. Zoya se levantó sigilosa. Con rápido movimiento le sacó del bolsillo del chaleco la llave. Agarró los zapatos. Metió la llave en el ojo de la cerradura, pero esta chirrió inesperadamente.

Tyklinski gritó, como en una pesadilla: “¿Quién? ¿Qué?” Se levantó de un salto. Zoya abrió la puerta. El polaco la sujetó por los hombros. Ella le clavó inmediatamente los dientes en la mano, experimentando un verdadero deleite al desgarrarle la piel.

—¡Hija de perra, so puta! —vociferó en polaco Tyklinski.

De un rodillazo en la cintura, derribó a Zoya. Luego, al mismo tiempo que, empujando con el pie, la apartaba hacia dentro de la habitación, intentó cerrar la puerta. Pero algo lo impedía. Zoya vio que su cuello se ponía encendido por el esfuerzo.

—¿Quién hay ahí? —preguntó ronco Tyklinski. empujando con el hombro.

Pero sus pies resbalaban por el entarimado, y la puerta se iba abriendo poco a poco. El polaco se echó mano al bolsillo trasero del pantalón para sacar el revólver, pero, de pronto, salió disparado al centro de la habitación.

En el dintel de la puerta apareció Jansen. El mojado traje se pegaba a su musculoso cuerpo. Por un segundo miró a la cara a Tyklinski. Impetuosamente, como si cayera, se lanzó adelante. El golpe destinado a Rolling descargó sobre el polaco. Fue un doble golpe: un directo, con todo el peso del cuerpo, en el puente de la nariz y un terrible uppercut a la mandíbula. Tyklinski se desplomó en la alfombra sin decir ni pío, con el rostro magullado y sangrante.

Jansen se volvió hacía madame Lamolle. Todos sus músculos vibraban.

—A sus órdenes, madame Lamolle.

—Jansen, al yate cuanto antes.

—A sus órdenes.

Como aquella misma noche en el restaurante, Zoya descansó el brazo en los hombros de Jansen. Sin besarlo, acercó la boca hasta casi tocar los labios del capitán, y musitó:

—La lucha sólo ha empezado, Jansen. Lo más peligroso está aún por venir.

—A sus órdenes.

Загрузка...