8

Ya en la calle, cerca de la Oficina de Correos, el agente de guardia, todo sofocado, el rostro cubierto de purpúreas manchas, se acercó corriendo a Shelgá.

—Camarada Shelgá, se ha escapado.

—¿Cómo ha podido ocurrir eso?

—Lo estaba esperando un automóvil, camarada Shelgá.

—¿Dónde está su moto?

—Ahí —dijo el agente, señalando a la máquina, que se encontraba tirada en suelo a unos cien metros de la oficina de correos—. Se acercó de un salto y le dio una cuchillada a una cubierta. Toqué el pito, pero él se metió en el coche y salió a todo gas.

—¿Se ha quedado usted con la matrícula?

—No.

—Tendré que quejarme.

—¿Cómo quiere que me quedara con ella cuando le había untado adrede de barro?

—Está bien, vaya usted a la oficina, yo estaré allí dentro de veinte minutos.

Shelgá alcanzó al hombre de la barbita. Caminaron en silencio unos segundos. Torcieron hacia la Avenida de los Sindicatos.

—Se parece usted asombrosamente al asesinado —dijo Shelgá.

—Eso dice mucha gente. Yo me apellido Piankov-Pitkiévich —respondió locuaz el hombre—. Por los periódicos de la tarde me enteré ayer del asesinato de Garin. Es terrible. Lo conocía bien. Era un magnífico trabajador, un excelente químico. He estado muchas veces en el laboratorio que tenía en el chalet. Estaba a punto de hacer un gran descubrimiento de química de guerra. ¿Sabe usted lo que son las bujías fumígenas?

Shelgá miró a su acompañante con el rabillo del ojo y preguntó a su vez:

—¿Cree usted que el asesinato de Garin está relacionado con los intereses políticos de Polonia?

—No. La causa del asesinato es más profunda. En la prensa americana han aparecido noticias acerca de los trabajos de Garin. Polonia sólo puede ser un eslabón intermedio.

Ya en la avenida, Shelgá propuso al hombre de la barbita sentarse en un banco. En torno no se veía un alma. Shelgá sacó de la cartera unos recortes de periódicos rusos y extranjeros y los dejó sobre sus rodillas.

—Dice usted que Garin hacía experimentos químicos y que noticias de ellos aparecieron en la prensa extranjera. Aquí hay algo que coincide con sus palabras, pero yo no acabo de entenderlo todo. Lea usted.


“…En América han despertado gran interés las noticias llegadas de Leningrado acerca de los trabajos de un inventor ruso. Se supone que el aparato ideado por él posee mayor fuerza destructiva que todos los conocidos hasta ahora”.


Pitkiévich sonrió al leer estas palabras.

—Es extraño… No sé… No he oído hablar de eso. No creo que se refiera a Garin.

Shelgá le tendió el segundo recorte, que decía:


“…En relación con las próximas grandes maniobras de la Flota norteamericana en aguas del Pacífico, se ha hecho una interpelación al Departamento de Defensa preguntando si se tiene noticia de los aparatos de colosal fuerza destructiva que se están construyendo en la Rusia soviética”.


Pitkiévich se encogió de hombros, como diciendo: “Tonterías”, y tomó el tercer recorte, que corría así:


“…El multimillonario Rolling, rey de la industria química, ha salido para Europa. Su viaje está relacionado con la organización de un trust de fábricas que transforman alquitrán y sal común. Rolling ha concedido una interviú en París, expresando su seguridad de que su colosal consorcio químico pondrá fin a la inquietud en los países del Viejo Mundo, sacudidos por las fuerzas revolucionarias. Rolling ha hablado en tono particularmente agresivo de la Rusia soviética, donde, según rumores, se llevan a cabo enigmáticos trabajos para transmitir a distancia energía térmica”.


Pitkiévich leyó atentamente el recorte. Quedó pensativo y, luego, comentó, frunciendo las cejas:

—Sí, es muy posible que el asesinato de Garin guarde relación con este suelto.

—¿Es usted deportista? —preguntó de sopetón Shelgá, tomando la mano de Pitkiévich y volviéndole la palma hacia arriba—. Yo siento pasión por el deporte.

—¿Quiere usted comprobar si los remos me han producido callos, camarada Shelgá…? Mire usted, aquí tengo dos ampollas, indicio de que remo muy mal y de que hace dos días estuve remando cosa de hora y media, para llevar a Garin en barca a la isla Krestovski… ¿Le satisfacen estos datos?

Shelgá soltó la mano de Pitkiévich y rió:

—Es usted un valiente, camarada Pitkiévich; me gustaría que midiésemos en serio nuestras fuerzas.

—Nunca renuncio a una lucha seria.

—Diga, Pitkiévich. ¿conocía antes a ese polaco de los cuatro dedos?

—¿Quiere usted saber por qué me asombré al ver su mano? Es usted muy observador, camarada Shelgá. Sí, me asombré… Es más, me llevé un buen susto.

—¿Por qué?

—No se lo diré.

Shelgá se mordió los labios, mirando a lo largo de la desierta avenida.

Pitkiévich continuó:

—No sólo tiene mutilada la mano; una monstruosa cicatriz le cruza todo el pecho. Se la hizo Garin en 1919. Ese hombre se llama Stas Tyklinski.

—Diga —preguntó Shelgá—, ¿el difunto Garin mutiló al polaco por el procedimiento con que cortaba tablas de tres pulgadas?

Pitkiévich volvió rápido la cabeza, y, por unos instantes, se miraron fijamente a la cara: uno con aire tranquilo e impenetrable y el otro, alegre y abiertamente.

—¿Piensa, a fin de cuentas, detenerme, camarada Shelgá?

—No… Para eso siempre estamos a tiempo.

—Tiene razón. Sé muchas cosas. Pero, naturalmente, no hay medidas coercitivas con las que usted pueda sacarme lo que yo no quiera descubrir. Usted sabe que no tengo nada que ver con el crimen. ¿Quiere que juguemos sin tapujos? Las condiciones de la lucha serán que, después de cada buen golpe, nos entrevistemos para hablar con toda franqueza. Será algo parecido a una partida de ajedrez. Queda terminantemente prohibido matar al contrincante. Por cierto, ha estado usted en peligro de muerte durante esta conversación. Le aseguro que no bromeo. Si en su lugar se encontrara Stas Tyklinski, yo hubiera mirado en torno y, al ver que no había un alma, me hubiera dirigido, pausadamente, hacia la Plaza del Senado, y a él lo hubieran encontrado en este banco muerto sin remedio, con unas repugnantes manchas en el cuerpo. En fin, le repito que no emplearé con usted esos trucos. ¿Acepta la partida?

—Está bien, de acuerdo —dijo Shelgá, brillantes los ojos—. Yo atacaré el primero, ¿sí?

—Comprenderá que si no me hubiera cazado usted en Correos, no le hubiese propuesto la partida. En cuanto al polaco ese de los cuatro dedos, le prometo que le ayudaré a dar con él. Dondequiera que lo encuentre, se lo comunicaré en seguida, por teléfono o telégrafo.

—De acuerdo. Ahora, Pitkiévich, muéstreme que artefacto es ese con que amenaza…

Pitkiévich volvió la cabeza, sonrió, como diciendo: “Sea como usted quiere, jugamos con las cartas descubiertas”, y sacó con muchas precauciones del bolsillo interior de la chaqueta una caja plana en la que había un tubo metálico del grueso de un dedo.

—Esto es todo. No hay más que apretar uno de los extremos y en el interior se rompe un cristalillo.

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