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Como si fuera petróleo, el oro brotaba de la tierra. Suspendieron los trabajos de avance. El “topo de hierro” fue desmontado y lo sacaron a la superficie. Quitaron las entubaciones metálicas temporales del pozo. En su lugar, hundieron en él, hasta el fondo mismo, unos macizos cilindros de acero con todo un sistema de tuberías de refrigeración.

Bastaba con regular la temperatura para que la amalgama de mercurio y oro, empujada por los caldeados gases, se elevara a cualquier altura del pozo. Garin calculó que en cuanto los cilindros de acero llegaran al fondo, la amalgama ascendería hasta la boca misma y se podría extraer desde la superficie.

Se tendió apresuradamente, en dirección noreste, una conducción de mercurio. En el ala izquierda del castillo, al pie de la torre del gran hiperboloide, construyeron hornos, con crisoles de cerámica, para evaporar el oro.

Garin proyectaba obtener diariamente, en el primer período, unas ciento sesenta toneladas de oro, es decir, unos cien millones de dólares por día.

Se envió al “Arizona” la orden de que regresara a la isla. Madame Lamolle respondió lanzando al éter un radiograma de felicitación y declarando a todos, a todos, a todos, que cesaba sus correrías por el Pacífico.

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