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Las sombras del follaje se deslizaban por el blanco store. Afuera se oía un incansable rumoreo: era la lluvia artificial que, en irisadas gotas, caía sobre el césped del jardín del hospital y resbalaba por las hojas del platanero ante la ventana.

Shelgá dormitaba en una blanca habitación de alto techo, iluminada por la luz que penetraba a través del store.

De lejos llegaba el ruido de París. Los sonidos cercanos eran el rumorear de los árboles, el parloteo de los pájaros y el monótono gotear del agua.

De vez en cuando sonaba cerca el claxon de algún automóvil o se oían pisadas en el corredor. Shelgá abría inmediatamente los ojos, mirando alarmado hacia la puerta. No podía moverse. Tenía ambos brazos escayolados y el pecho y la cabeza cubiertos de vendas, su única defensa eran los ojos, pero los dulces sonidos que llegaban del jardín infundían sueño.

Lo despertó una hermana carmelita, toda de blanco, que con sus gordezuelas manos le acercaba solícita a los labios una salsera de porcelana con té. La monja se marchó, dejando en la habitación olor a espliego.

Entre el bueno y la aldrina, pasaba el día. Eran ya siete los que habían transcurrido desde que lo recogieron, inconsciente y ensangrentado, en el bosque de Fontainebleau.

El juez de instrucción lo había interrogado ya dos veces. Shelgá declaró lo siguiente:

—Entre las once y las doce de la noche me atacaron dos personas. Me defendí con el bastón y a puñetazo limpio. Me encajaron cuatro balas, y no recuerdo nada más.

—¿Pudo usted ver el rostro de los agresores?

—Llevaban la parte inferior de la cara tapada con pañuelos.

—¿Dice usted que se defendió con un bastón?

—Era simplemente una vara que recogí en el bosque.

—¿Qué hacía usted a hora tan tardía en el bosque de Fontainebleau?

—Fui a pasear, a ver el palacio, y al regresar por el bosque me perdí.

—¿Cómo explica usted la circunstancia de que cerca del lugar de la agresión se hayan descubierto impresiones frescas de los neumáticos de un automóvil?

—Seguramente porque los criminales llegaron allí en coche.

—¿Para robarle o para matarle?

—Creo que ni para lo uno ni para lo otro. En París no me conoce nadie. No soy funcionario de la embajada. No cumplo ninguna misión política. Apenas si llevaba dinero encima.

—¿Supone, entonces, que los criminales no le esperaban a usted cuando se hallaban en el claro del bosque, junto al roble de tronco bifurcado, donde uno se fumó un cigarrillo y el otro perdió un gemelo con una valiosa perla?

—A juzgar por todo, eran jóvenes del gran mundo que habían perdido todo su dinero en las carreras o en el casino y buscaban una ocasión de llenar su vacío bolsillo. En el bosque de Fontainebleau podían dar con alguna persona atiborrada de billetes de mil francos.

En el segundo interrogatorio, cuando el juez de instrucción le enseñó una copia del telegrama que había enviado a Jlínov a Berlín (al juez se lo había dado la hermana carmelita), Shelgá respondió:

—Es un texto cifrado. Se refiere a la caza de un peligroso criminal que ha escapado de Rusia.

—¿Podría ser más explícito?

—No, ese secreto no me pertenece.

Shelgá respondía a las preguntas sin titubear, mirando a la cara, con aire de hombre honrado y de pocas luces al juez de instrucción, a quien no quedaba otra salida que creer en su sinceridad.

Sin embargo, el peligro continuaba existiendo. Saturaba las columnas de los periódicos, llenas de detalles del “terrible asunto de Ville d'Avray”, se ocultaba tras la puerta, tras el blanco store, agitado por el viento, en la blanca salsera de porcelana que le acercaban a los labios las gordezuelas manos de la hermana carmelita.

La salvación estaba en quitarse la escayola y las vendas cuanto antes. Por ello Shelgá permanecía inmóvil, dormitando con un ojo abierto.

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