La puerta del camarote del capitán estaba abierta de par en par. Jansen yacía en la litera.
El yate apenas si se movía. En medio del silencio se oía el romper de las olas contra el casco de la embarcación.
El deseo de Jansen se había cumplido: de nuevo se veía en medio del océano, a solas con madame Lamolle. El marino sabía que estaba muriendo. Había luchado contra la muerte durante varios días —tenía una herida con orificio de entrada y de salida en el vientre— y por fin quedó rendido. Miraba las estrellas por la abierta puerta, que dejaba llegar a él el viento de la eternidad. No sentía ya ningún deseo ni temor, imbuido de la importancia del paso a la quietud eterna.
Entró, apareciendo como una sombra sobre el fondo de las estrellas, madame Lamolle. Se inclinó sobre él. Le preguntó con un susurro cómo se sentía. Jansen respondió moviendo los párpados, y ella comprendió que había querido decir: “Soy feliz, tú estás conmigo”. Luego, su pecho subió y bajó convulso repetidas veces, respirando con ansia, y Zoya se sentó a su lado. Se veía que tristes pensamientos bullían en su cabeza.
—Amigo, mi único amigo —dijo Zoya con serena desesperación—. Es usted el único que me ha amado, el único que me ha querido de verdad. Si usted se muere… ¡Qué frío, qué frío…!
Jansen no respondió; dio a entender, moviendo los párpados, que sí, efectivamente sentía frío. Zoya vio que su nariz adquiría un perfil más acusado y sus labios esbozaban una débil sonrisa: El rostro del capitán, poco antes tan lozano y sonrosado, parecía de cera. Zoya esperó unos minutos y luego rozó con sus labios la mano del marino. Pero él no había muerto aún. Abrió lentamente los ojos, despego los labios, y a Zoya le pareció que había dicho: “¡Qué bien…!”
Después, el semblante de Jansen quedó rígido. Zoya volvió la cabeza y, lenta, corrió las azules cortinas.