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Por aquellos días, la prensa de París semejaba un lago de un bosque dormido. Los burgueses bostezaban leyendo los editoriales sobre la literatura, las críticas teatrales y las crónicas de la vida de los artistas.

Al socaire de aquella calma absoluta, la prensa preparaba una furiosa ofensiva contra el bolsillo del burgués medio. El consorcio químico de Rolling, después de terminar el período de organización y de suprimir a sus pequeños enemigos, se disponía a emprender una gran campaña para elevar las acciones. La prensa había sido comprada y los periodistas disponían ya de los necesarios datos acerca de la industria química. Para los que escribían artículos políticos de fondo, se habían acopiado documentos sensacionales. Dos o tres bofetadas y dos o tres duelos eliminaron a los tontos que quisieron balbucear en contra de los planes generales del consorcio.

En París reinaba una quietud absoluta. La tirada de los periódicos disminuyó un poco. Por ello, el asesinato en la casa número sesenta y tres de la calle de los Carolinos vino como anillo al dedo.

A la mañana siguiente, todos los setenta y cinco periódicos de la capital salieron con grandes titulares dando a conocer el “enigmático y monstruoso crimen”. No se había identificado a la víctima —le habían robado la documentación— y era claro que en el hotel se había registrado con nombre supuesto. Por lo visto, no había sido el robo el móvil del crimen, pues no habían quitado a la víctima ni el dinero ni sus objetos de oro. También era difícil suponer que fuese aquello un acto de venganza: el cuarto guardaba las huellas de un meticuloso registro. Era un enigma, un enigma indescifrable.

Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La orquilla con diamantes hizo que París se estremeciera. El asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocota de postín? Enigma, enigma…

Los periódicos de las cuatro publicaban en todas sus páginas interviús dadas por las mujeres más famosas de París. Todas ellas decían a una voz: ¡No, no y no; la asesina no podía ser francesa! ¡Aquello era obra de una alemana, de una boche! Algunas voces insinuaron si los hilos no llevarían a Moscú, pero esta alusión no tuvo éxito. La célebre Mimí del teatro “Olimpia” pronunció una frase histórica:

“Estoy dispuesta a entregarme a quien me descubra el secreto”. Esto si que tuvo éxito.

En pocas palabras: Rolling era la única persona de París que no sabía nada del crimen en la calle de los Gobelinos. Como estaba furioso, hizo que Semiónov le esperara largamente en el taxi. Por fin apareció en la esquina, se metió silencioso en el coche y pidió que lo llevaran al depósito de cadáveres. Semiónov, deshaciéndose por mostrarse servicial, le contó por el camino lo que decían los periódicos.

A Rolling le temblaron las manos, apoyadas en el puño del bastón, cuando oyó lo de la horquilla de carey con cinco brillantes. Cerca del depósito de cadáveres se inclinó brusco hacia el chofer, para ordenarle que torciera, pero se contuvo, soltando un enojado resoplido.

En la puerta del depósito de cadáveres se amontonaba el gentío. Mujeres con pieles caras, chatitas modistillas, sospechosos individuos de los arrabales, curiosas conserjas arrebujadas en chales de lana, reporteros de narices sudorosas y camisas de cuello arrugado y actrices colgadas del brazo de obesos actores querían ver al muerto, que, la camisa desgarrada, descalzo, yacía sobre una inclinada tabla de mármol, la cabeza hacia la ventana del sótano.

Lo que causaba mayor impresión eran sus pies desnudos, grandes y amoratados, con las uñas muy crecidas. Su rostro, con ese tinte amarillo de la muerte, aparecía “crispado de espanto”. Su pequeña barba apuntaba al techo. Las mujeres se acercaban, ansiosas de fuertes sensaciones, a la cara de apretados dientes, clavaban en ella sus dilatadas pupilas, lanzaban un ahogado grito y balbuceaban quedo. ¡Allí estaba el amante de la dama de la horquilla con brillantes!

Precediendo a Rolling, Semiónov atravesó con la agilidad de una culebra la espesa muchedumbre y se acercó al cadáver. Rolling miró fijamente el rostro de la víctima. Aquel examen no duró más de un segundo. El multimillonario entornó los ojos y frunció su carnosa nariz; sus dientes de oro brillaron.

—¿Qué dice? ¿verdad que es él? —musitó Semiónov.

Rolling gruñó:

—Es otra vez un doble.

Apenas hubo pronunciado esta frase, cuando a sus espaldas apareció una rubia cabeza que lo miró a la cara, como si lo fotografiara, y se ocultó entre el gentío.

Era Shelgá.

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