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La impresión que produjo en América y en Europa la catástrofe de la escuadra americana del Pacífico fue enorme, inusitada. Los Estados Unidos de América recibieron un golpe que repercutió en todo el planeta. Los gobiernos de Alemania, Francia, Inglaterra e Italia se animaron repentinamente, dando muestras de un nerviosismo nada sano: les pareció que aquel año (y quizás ya para siempre) no tendrían que pagar intereses a América, hinchada de tanto oro. “El coloso tiene los pies de barro —decían los periódicos—. Resulta que no es tan fácil conquistar el mundo…”

Además, las noticias de las piraterías del “Arizona” alteraron el transporte marítimo. Los dueños de las compañías navieras se negaban a cargar sus buques, los capitanes temían cruzar el océano. Las compañías de seguros elevaron las pólizas en los giros bancarios se produjo un caos, empezaron a ser protestadas las letras de cambio, quebraron varias casas comerciales. El Japón se apresuró a invadir los mercados coloniales americanos con sus baratas y pésimas mercancías.

Aquel lamentable combate naval le costó a América mucho dinero. También salió muy mal parado su prestigio o, como solían llamarlo, “orgullo nacional”. Los industriales exigieron la movilización de la marina de guerra y de la flota aérea, la guerra hasta el final victorioso, costara lo que costase. Los periódicos americanos amenazaban con “no quitarse el luto” (habían puesto un marco negro a sus cabeceras, cosa que a muchos produjo impresión, aunque costaba caro) mientras Pierre Harry no fuera llevado a Nueva York en una jaula con barrotes de hierro y ejecutado en la silla eléctrica. Entre la clase media de las ciudades corrían espantosos rumores de que los agentes de Garin estaban armados de un rayo infrarrojo de bolsillo. Se dieron palizas a algunos desconocidos y hubo tumultos y pánico en cines, calles y restoranes. El gobierno de Washington hablaba mucho, y muy alto, pero en el fondo mostraba un desconcierto terrible. El único buque de la escuadra que había quedado intacto en la catástrofe junto a la Isla de Oro, un torpedero, informó de lo ocurrido al ministro de la guerra: eran tan horripilantes los detalles que temieron publicarlos. Cañones de diecisiete pulgadas habían resultado impotentes contra la torre metálica de la isla de los canallas.

Todos aquellos sinsabores forzaron al gobierno de los Estados Unidos a convocar en Washington una conferencia, bajo la consigna: “Todos los hombres somos hijos de un mismo dios, pensemos en el florecimiento pacífico de la humanidad”.

Cuando se dio a conocer el día de la apertura de la conferencia, las redacciones de los periódicos y las emisoras del mundo entero recibieron la noticia de que el ingeniero Garin asistiría personalmente al acto.

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