Enero de 1193
El cielo había empezado a despejarse hacia levante, con un color nácar levemente matizado de rosa. Justino contempló ese horizonte que se iba iluminando poco a poco. Raras veces se había alegrado tanto de que la noche llegara a su fin. Estaba exhausto, porque en las horas inmediatas al descubrimiento del cuerpo de Kenrick estuvo muy ocupado, con tareas desagradables en su mayoría.
Lucas había levantado un revuelo de mil diablos en Winnal, una aldea al nordeste de las murallas de la ciudad, para asegurarse de que ninguno de los habitantes del villorrio había acogido a Gilbert, voluntaria o involuntariamente. Hubo que sacar el cadáver, llevarlo a la iglesia de San Juan, que era la más cercana; fue preciso registrar el molino y ponerlo bajo custodia; y hubo que comunicarle a la mujer de Kenrick y a sus hijos la noticia de su muerte.
Este fue el deber más penoso que Justino tuvo que llevar a cabo. Había seis niños en la familia, la mayoría de ellos demasiado jóvenes para comprender el aturdido y a duras penas sofocado dolor de la madre. Lucas y él la habían acompañado a la iglesia, porque no consintió que manos que no fueran las suyas lavaran el cuerpo de su marido y lo amortajaran. Después de encontrar a vecinas que se ocuparan de los somnolientos y desconcertados niños, volvieron al escenario del último asesinato del Flamenco, y llegaron al molino poco después del amanecer.
A pesar de lo temprano de la hora, había fuera un nutrido grupo de gente, porque la noticia del crimen se había difundido como el humo. Encontraron a Wat, el sargento de Lucas, discutiendo acaloradamente con un hombre corpulento, de rostro enrojecido, que resultó ser el molinero Durngate. Daba la impresión de tomarse la muerte de su empleado con mucha calma, pero estaba furioso por no poder abrir su molino y empezó a discutir con Lucas tan pronto como desmontaron del caballo, quejándose de que iba a perder dinero si no dejaba entrar a sus parroquianos.
Lucas se abrió paso por delante del molinero, sin hacer caso de su presencia. Cuando éste le siguió, el auxiliar del justicia se volvió.
– Sería una pena, Abel, que tropezaras y cayeras al caz. Naturalmente, si te pasara esto, te sacaríamos.
El molinero le miró indignado, y demostró que no era tonto del todo al echarse un poco atrás. Dejando que su sargento se ocupara de Abel, Lucas entró en el molino y Justino fue detrás de él.
A la luz del día, el molino parecía aún más sucio. Lucas miró a su alrededor con expresión de desagrado y se dirigió a la escalera de mano con Justino detrás, que le seguía de mala gana. Había más sangre de la que él recordaba. Abel iba a encontrar muy difícil limpiar las piedras de la molienda, si es que se iba a molestar en hacerlo.
– Lo que no entiendo -dijo- es por qué el crimen tuvo lugar aquí arriba. ¿Le forzó Gilbert a subir al desván amenazándole con una navaja?, y si lo hizo, ¿por qué lo hizo?
– Kenrick estaba ya aquí -explicó Lucas, haciéndole una señal a Justino para que se acercara al rincón más lejano del desván-, ¿Veis esa servilleta y las migas y las manchas de grasa en ella? Ésta fue la última comida de Kenrick. Se trajo la cena para tomársela mientras me esperaba. Pero el Flamenco llegó antes.
– Y ¿cómo entró Gilbert?
– Kenrick dejó probablemente la puerta abierta para que yo pudiera entrar. O, más probablemente, Gilbert la forzó. Echadle una ojeada al pestillo antes de que nos marchemos. Estaba ya medio herrumbroso. Abel no es persona que se ocupe de reparar lo que necesita reparación.
Una imaginación desbordada puede ser una carga. Justino podía imaginarse con toda claridad lo que debía de haber sido para Kenrick, atrapado en el desván, mirar hacia abajo y ver a su primo.
– ¿Por qué no tiró la escalera?, ¿gritó pidiendo ayuda?, ¿se defendió?
– ¿Habéis visto alguna vez un conejo acorralado? Hay veces que se quedan helados, el terror tiene ese efecto. O tal vez Gilbert estuvo cordial al principio. Como a la mayoría de la gente les gusta creer lo que quieren que sea verdad, tal vez Kenrick se convenciera a sí mismo de que la visita de Gilbert fue pura casualidad y no porque se enterara de que Kenrick había estado haciendo demasiadas preguntas. Cuando se trata de Gilbert, uno no puede descuidarse por más tiempo del que dura un abrir y cerrar de ojos. Nada ataca con más velocidad que una serpiente, señor De Quincy.
Las contraventanas estaban aún abiertas. Cruzando el cuarto en dirección a la ventana, Lucas miró hacia fuera.
– Venid aquí -dijo- y mirad este árbol. ¿Veis esa rama rota? Yo me estaba preguntando cómo ese hijo de puta salió de aquí sin romperse la nuca. Creo ahora que saltó hacia el árbol. Está tan cerca que casi se le puede alcanzar con la mano. Se agarró a esa rama y desde ella bajó al suelo.
Una mirada a la rama inclinada del árbol fue suficiente para convencer a Justino de que la conjetura de Lucas era perfectamente verosímil.
– ¿Es que ese hombre va a tener siempre buena suerte? ¿Con cuánta frecuencia?
Un súbito estruendo procedente del piso de abajo ahogó el resto de las palabras de Justino. Se oyó un portazo y un hombre irrumpió en el molino, zafándose de la muñeca de Wat que lo tenía sujeto.
– Dile a este estúpido que tengo permiso de Marston para entrar -exigió-, ¡Tengo pleno derecho a estar aquí! -Justino no lo había visto nunca: era un hombre de algo más de sesenta años, entrecano y descarnado, con ojos hundidos ribeteados de rojo y una boca incapaz de sonreír-, Quiero ver -dijo con aspereza- dónde murió mi hijo.
– Suéltale, Wat -Lucas se asomó al borde del desván-. Sube, Ivo.
Ivo subió la escalera con dificultad, fulminando a Justino con la mirada cuando éste le ofreció una mano. Se detuvo delante de las piedras de moler, mirando fijamente las manchas de sangre.
– ¡Os entrometisteis donde nadie os llamaba -dijo- y mirad lo que habéis conseguido! ¡Habéis hecho que mataran a mi hijo!
La boca de Lucas se torció en una mueca de odio.
– Yo no fui el que empuñó la navaja. Eso lo hizo tu sobrino, no yo.
– Gib no lo hizo. No sería capaz de matar a uno de los suyos.
– Eso debe de ser un gran consuelo para Kenrick.
– ¡Maldito seas! -A Ivo le temblaba la voz y miraba al justicia con odio-. Estás mintiendo.
– ¿Por qué crees que degolló a Kenrick? Al hacerlo le estaba enviando un mensaje al resto de Winchester y tú bien lo sabes, Ivo. ¿Qué más necesita tu familia para aceptar la verdad de este hecho? El matar le resulta muy fácil a Gilbert. Ayer fue Kenrick. Mañana puedes ser tú si empieza a dudar de tu lealtad.
– Dijo que le habéis echado la culpa del asesinato de Kenrick, pero juró que no lo ha cometido y yo le creo.
– No, no le crees -dijo Lucas. El hombre se estremeció y sus hombros se hundieron-. Si todos vosotros no hubierais estado mintiendo en su favor y protegiéndole, Kenrick estaría aún vivo. Como lo estaría el orfebre y esa pobre mujer que asesinó en el camino de Southampton. Sé que no lloras estas muertes, pero no tengo por qué dudar que sí lloras a tu hijo. Dime la verdad, Ivo. Se lo debes a Kenrick.
Ivo se volvió con idea de marcharse, pero Lucas le cogió del brazo.
– No vi a Gib -dijo con voz ronca-. Habló con mi hermano. Dijo… dijo que le habíais acusado falsamente del asesinato de Kenrick y que sería muy peligroso para él quedarse en Winchester y en sus alrededores.
Lucas le agarró el brazo con más fuerza.
– ¿Dónde se ha ido?
– A Londres. Le dijo a mi hermano que iba a regresar a Londres.
Después de comprar salchichas y pan en un puesto ambulante, Lucas y Justino se retiraron a comérselas a una taberna al otro lado del camino, no lejos del castillo.
– ¿Creéis a Ivo? -preguntó Justino entre bocado y bocado-. ¿Creéis que Gilbert se ha ido a Londres?
– Parece lógico. Después de todo, no esperaba que lo cogieran en el acto. Una rata siempre regresa a su madriguera y esta rata en particular tiene en Londres varias donde esconderse.
– ¿Creéis que el compinche ha huido también?
– ¿Es que tengo pinta de adivino? -Lucas terminó una salchicha y alargó la mano para coger otra- Perdonadme, la falta de sueño me hace irritable.
– No más de lo acostumbrado. -Justino estaba dispuesto a quitar importancia a los arranques de Lucas, impresionado como estaba por la habilidad del justicia para reconstruir los hechos del crimen y por el temerario valor que le impulsó a subir por la escalera de mano sin saber si se iba a encontrar con un asesino al acecho. Era una lástima tener que ir a Londres sin la ayuda de Lucas-, ¿Han llegado a Winchester historias sobre los crímenes de Gilbert en Londres? ¿Algo que pueda ser útil para localizarlo?
– Yo he estado pensando también en eso. Por razones que no estáis dispuesto a revelar, parece ser que la reina quiere que se investigue este crimen en secreto. Pero aun así, no se puede excluir de él a los justicias de Londres.
Esperad y escuchadme, De Quincy. Conozco a uno de los justicias de una visita que hice a Londres en el pasado, un hombre llamado Roger Fitz Alan. Parece un buen tipo y sabe cómo mantenerse a flote en las corrientes políticas porque es sobrino del alcaide. Dejadme que le escriba recordándole que se quiere tener a Gilbert en Winchester por esos dos asesinatos del verano pasado y por dos más ahora. Haré que suene como un asunto local, le diré que queremos ahorcar a Gilbert y le pediré su ayuda para encontrarle. Una solicitud de esta índole no tiene nada de extraño, y puedo aseguraros que no la tomará a mal.
– Bueno…, tendré que obtener primero el consentimiento de la reina. Pero la idea es buena. No me vendría mal alguna ayuda porque no conozco bien Londres.
– No conseguiréis toda la ayuda que necesitáis porque es probable que los justicias no dispongan de muchos hombres para seguirle la pista a un asesino de Winchester. Sin una orden real que los motive, darán preferencia a los crímenes cometidos en su circunscripción y no puedo censurarlos por ello; yo haría lo mismo. Así que si hay que encontrar al hombre, lo tendréis que hacer vos. Pero si tenéis la suerte de localizarlo, no se os ocurra ir solo a capturarlo. Dejad que el justicia mande hombres a arrestarlo. Gilbert el Flamenco es un engendro del demonio, pero es también extraordinariamente peligroso, el bellaco más despiadado que he conocido en toda mi vida.
– Tened cuidado, Lucas -aconsejó Justino con una sonrisa burlona-, porque estáis empezando a dar la impresión de estar preocupado por mí.
Lucas dio un resoplido.
– ¡Cuando las ranas críen pelo! -Pero un momento después dijo con inusitada gravedad-: Simplemente acordaos de por qué se le llama el Flamenco. Ni la carta de una reina es protección suficiente contra una hoja tan afilada.
Lucas tenía la carta preparada para Justino cuando éste pasó por el castillo, a la mañana siguiente muy temprano. Justino se la escondió junto con la carta de la reina, confiando en que a Leonor le pareciera bien que la utilizara. Había llegado a la conclusión de que era muy conveniente tener a un justicia como aliado.
Fue un momento al establo de los Fitz Randolph porque quería decirle a Edwin que se iba a Londres. Después de hacerle prometer de nuevo que sería discreto respecto a sus sospechas, salió a lomos de Copper con las palabras de despedida del criado, «¡buena caza!», resonándole en los oídos.
Tenía el plan de salir de la ciudad inmediatamente, pero al divisar la abadía de San Swithun, paró el caballo y obedeciendo a un impulso interior entró en el cementerio. Aparecieron ante sus ojos filas y filas de tumbas de losas erosionadas, como un ejército en orden de batalla preparado para librar una guerra que ya había perdido. No se había detenido nunca en un cementerio sin acordarse de su madre, y sin preguntarse dónde estaría enterrada, si habría alguien que se cuidara de su tumba, alguien que llorara su muerte.
Dejó atado a Copper y pidió a un monje que le acompañara. Abriéndose paso entre las tumbas, y cuando ya casi había llegado a la de los Fitz Randolph, vio a una mujer arrodillada junto al panteón. Estaba de espaldas a él, pero no obstante Justino reconoció enseguida a Ella Fitz Randolph con un aspecto de debilidad y desamparo en sus tristes ropas de viuda.
Justillo se detuvo enseguida porque no quería molestarla. Desde donde él estaba podía oír sus sollozos, que le produjeron una aguda punzada de compasión. Al menos había una persona que lloraba por el orfebre asesinado.
Desató a Copper y se estaba dirigiendo hacia la puerta del Este cuando se acordó de que se había olvidado de decirle a Lucas que tenía la intención de alojarse en el monasterio de la Santísima Trinidad a su llegada a Londres. Le molestaba tener que hacerlo, pero no tenía otro remedio; así que, marcha atrás. Lucas le había prometido ponerse en comunicación con él si descubría algo sobre el compinche de Gilbert, y estaba empezando a valorar la palabra de Lucas.
Al regresar al castillo, le dijeron que Lucas se había ido a desayunar a la taberna al otro lado de la calle. La taberna era la misma donde habían comido sus salchichas el día anterior. Justino empujó la puerta y echó una ojeada al interior. Pronto vio a Lucas, sentado con otro hombre en una mesa en un rincón. Pero se quedó helado en el acto al ver algo que no podía creer. Se echó hacia atrás muy lentamente, procurando que no le vieran. Montándose en la silla de un salto, espoleó a su caballo y llegó pronto al camino de Londres. Pero sus pensamientos estaban aún en la taberna, con Lucas y su compañero: Durand, el espía de Juan.