12. LONDRES

Febrero de 1193


Leonor pidió a Justino que se acercara a la luz más próxima, un alto candelabro de varios brazos.

– Venid aquí que os pueda ver mejor. ¿No es muy pronto para estar levantado y andar de un lado a otro? ¿Qué os ha dicho el médico?

– Os agradezco vuestro interés, señora, pero estoy realmente mucho mejor. Después de todo, llevo así toda una semana. En cuanto al médico, hemos tenido unas opiniones divergentes. El quería sangrarme y yo pensé que ya me habían sangrado bastante. Si he de decir la verdad, señora, nunca he entendido la lógica de estas sangrías. ¿Cómo puede una sangría fortalecer a un hombre? Parece ir en contra del sentido común, ¿no estáis de acuerdo?

– Mi experiencia me dice, Justino, que cuando el médico entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana. Siempre consideré afortunado el que se les impidiera a los médicos entrar en el cuarto donde se da a luz, porque de no haber sido así la humanidad habría desaparecido hace siglos. Pero si afirmáis que os encontráis lo suficientemente bien como para llevar una vida ordinaria, no me queda otro remedio que creer en vuestra palabra. ¿Dónde os alojáis ahora? ¿Estáis todavía en casa del herrador?

– Sí, señora, allí estoy. Le he dicho a Gunter, el herrador, que no me encontraría cómodo en su casa si no le pagaba algo y ha accedido de mala gana. No tenía otra alternativa, porque no quería volver a la taberna, por lo menos hasta que hayamos cogido al Flamenco.

– El rata ése con quien os ibais a encontrar, ¿no os habrá traicionado y se lo habrá contado todo al Flamenco?

Justino había pensado eso mismo durante toda la semana.

– No lo sé, señora. Es posible. Eso o es torpe o inepto en la búsqueda del Flamenco. Y si Gilbert se enteró de que estaba olfateando algo y se enfrentó con él, sin lugar a dudas le espetó todo lo que sabía ¡y mucho más que no sabía!

– Decidme, ¿os ha estado ayudando el justicia a averiguar el paradero de ese hombre, como le ordené?

– Ha cumplido vuestros deseos, señora, y me ha mandado a su mejor hombre para que me ayude en esta persecución.

La frente de Leonor se ensombreció y frunció ligeramente el ceño.

– ¿Sólo uno?

– Este, en concreto, es más que suficiente, señora. Es muy…

Había habido varias interrupciones en el curso de esta conversación, pero habían sido discretas; el crujido de los goznes de la puerta, el leve sonido de unos pasos sobre los juncos y una retirada. Esta vez se oyó un portazo inoportuno y sin esperar a que se le anunciara, Will Longsword irrumpió en la estancia. Will tenía un aspecto más inquieto y agitado que la última vez que Justino lo vio en los jardines de Westminster. Su cabello de color claro, desmelenado por el viento, salpicado de nieve, y su rostro tan enrojecido por el frío que las pecas parecían haber desaparecido. Dirigiéndose apresuradamente hacia Leonor, se postró de rodillas ante ella.

– Señora, llegué demasiado tarde. Cuando puse los pies en Southampton, Juan se había hecho ya a la vela.

Leonor se movió para levantarse de su sitial y después se volvió a hundir en él.

– Sé qué hiciste lo que pudiste, Will.

Justino miró a Will y luego a la reina.

– Señora, ¿dónde ha ido lord Juan?

– A Francia -dijo Leonor, y aunque su voz era sosegada, por el ligero movimiento de uno de los músculos de su mejilla se desprendía que estaba desasosegada-, A la corte del rey de Francia.


Justino siguió a Will desde el gran aposento real hasta el salón. Se acercaron al fuego, con lo que Will pudo calentarse las manos sobre las llamas.

– Tal vez los guantes no sean una moda moderna y propia de petimetre, después de todo -reconoció-. ¡Santo Cristo, lo que me disgusta tener que traerle malas noticias!

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Sabéis ya lo de la desaparición de Juan la noche de la Purificación? Pues bien, cuando nos enteramos de que lo habían visto en el camino de Winchester, me puse en camino para darle alcance. Supongo que se habría ido en dirección al West Country o a pasar unos días en Gales.

Pero Winchester está a doce millas de la costa, así que me dirigí a Southampton como si la cola de mi caballo estuviera en llamas, pero de nada me sirvió. Cuando llegué allí, él había cruzado la mitad del Canal.

– ¿Y qué pensabais hacer? -preguntó Justino con curiosidad. Will le dedicó una sonrisa triste.

– ¡Maldita sea, ni yo mismo lo sé! Tratar de razonar con él, supongo. No es que haya conseguido nunca que me escuche, pero tenía que intentarlo, aunque no sacara ningún provecho de ello más que ampollas del roce de la silla y congelarme.

Justino sabía, como la mayoría de la cristiandad, que Juan y Ricardo tenían un vínculo fraternal en la tradición de Caín y Abel. Le parecía ahora ver a Juan de una manera diferente porque si podía inspirar tal lealtad en un hombre como Will, no podía ser tan despreciable.

– Estoy de acuerdo con la reina -dijo-. Hicisteis lo que pudisteis y ¿qué otra cosa puede hacer un hombre?

Will se encogió de hombros.

– El problema, muchacho -añadió-, es que el rey francés está también haciendo lo posible, y si consigue lo que quiere, el rey Ricardo no volverá a ver Inglaterra.


Justino se despidió de Will, cruzó el salón y llegó a las escaleras. Estaba muy oscuro porque se había apagado una antorcha de la pared, así que empezó a bajar las escaleras muy despacio. Inmerso como estaba en la caza del Flamenco, no oyó las pisadas debajo de él, ligeras y apresuradas. No se dio cuenta de la mujer que subía apresuradamente las escaleras hasta que ésta al girar chocó con él. Al tropezar ella, Justino alargó el brazo para sostenerla y aspiró una fragancia familiar.

– ¡Oh! -hablaba en tono bajo, como sorprendida-. Lo siento.

– Yo no…

Claudine sonrió en las sombras, al reconocer la voz…

– Justino de Quincy, sois el hombre más imprevisible que he conocido jamás. ¿Qué hacéis aquí escondido en las escaleras?

– Esperando encontraros, demoiselle.

– Bien -dijo ella suavemente-, pues aquí me tenéis.

Tal vez Justino no hubiera llegado a tener nunca una relación con una mujer como Claudine, pero sí tenía suficiente experiencia para reconocer una invitación cuando se le hacía. Acercándose para que no hubiera ningún espacio entre ellos, le puso los dedos bajo la barbilla e inclinó su rostro para poder unir sus bocas. Su reacción fue precisamente lo que él deseaba: sus labios se entreabrieron y sus brazos le rodearon el cuello.

Finalmente, el ruido de una puerta al abrirse allí cerca interrumpió el hechizo erótico, y se separaron.

– Vamos -susurró Claudine-, esos pasos pueden ser los del capellán de la reina.

Bajaron las escaleras corriendo cogidos de la mano y salieron al patio. Había estado nevando sin cesar toda la mañana y los copos de nieve oscilaban perezosamente alrededor de ellos, tan suaves y leves al tacto que bien pudieran haber sido un aguacero de delicadas flores de invierno. Cuando Claudine cogió un poco de nieve con la punta de la lengua, Justino se echó a reír.

– ¡Hazlo otra vez y no respondo de las consecuencias!

– Me importan un bledo las consecuencias -dijo con un tono de ligereza, haciendo como si estuviera chupando otro poco de nieve con el labio inferior-. Llevo algún tiempo pensando en preguntarte, Justino, si has encontrado el broche de mi manto, una luna creciente de plata. Tal vez lo perdí en tu casita, porque lo echo de menos desde que te visité aquella noche.

– Lo buscaré -dijo Justino y le cogió la mano para llevársela a los labios, besándole la palma, y luego la parte interior de la muñeca.

– Será más fácil encontrarlo si lo buscamos juntos.

– ¿A qué esperamos? -Cuando lo cogió del brazo, Justino pensó que si Eva tenía una sonrisa tan cautivadora como la de Claudine, no era de extrañar que Adán hubiera estado tan dispuesto a probar el fruto prohibido.


La casa estaba fría, nadie se había molestado en encender el fuego en la chimenea, y no tuvieron más remedio que calentar la cama. Se metieron debajo de las mantas para calentarse y compartieron una comida que Justino había improvisado de su escasa despensa. Se disculpó por la sencillez de la comida, pero lo único que hizo Claudine fue reírse, asegurándole que era un anfitrión perfecto en lo que realmente importaba. El no había conocido jamás una mujer tan juguetona y provocativa y observándola mientras comía con fruición su ración de pan moreno y queso de cabra, experimentó una sensación de inquietud. Sería muy fácil enamorarse de ella, tan fácil como peligroso.

Tenía el pelo suave como la seda y negro como una medianoche de verano. Cuando le puso una larga guedeja alrededor de su garganta, Claudine se rió y le mordió el lóbulo de la oreja con unos dientes que parecían pequeñas y perfectas perlas. Apoyando la cabeza en su hombro, le preguntó:

– ¿En qué estás pensando? En mí…, supongo.

Justino no podía decirle qué estaba pensando: quiera demasiado cautivadora para él. En su lugar, le dijo como quien no quiere la cosa:

– Estaba pensando que debía haber una ley que impidiera a una mujer ser tan hermosa. No solamente es injusto para las otras mujeres, sino que es un riesgo para el tráfico que circula por la ciudad. Es muy probable que los hombres que cabalgan por ella te miren más a ti que a la calle y suelten las riendas de sus caballos y pierdan los estribos para postrarse a tus pies en mitad de la calle.

Ella sonrió suavemente.

– ¡Cuánta razón tienes! Hasta el alcalde me pidió quino me aventurara a salir a la ciudad durante el día porque no podían hacer frente al caos que ocasionaba. ¿Te importaría que limitara mis visitas a las horas de la noche?

Justino se incorporó y se apoyó en el codo.

– Tendré que pensarlo. ¿Crees que debe inquietarme el que tú puedas ser un súcubo? Estos seres salen también solamente de noche.

Claudine parpadeó.

– ¿Un qué?

– Un súcubo, un espíritu sensual de mujer que viene por la noche a robar el semen del hombre mientras duerme.

– Me has cogido in fraganti -confesó ella-. Soy ciertamente un súcu… o lo que sea, y uno con mucha suerte. ¡Te he robado tu semen ya dos veces esta tarde y tú no opusiste la menor resistencia!

Justino sonrió.

– Las leyes de la guerra estipulan entrega incondicional a los súcubos. ¿Cómo es posible que no supieras eso, Claudine?

– Desgraciadamente, mi educación intelectual ha sido poca. La tuya, sin embargo, parece haber sido muy completa. ¿Estás seguro de que no eres uno de los hijos ilegítimos del rey Enrique? ¿Quién eres, Justino, de verdad?

– Soy un hombre hechizado por tus ojos oscuros -contestó, eludiendo la pregunta-, un hombre sediento otra vez de tus besos dulces como el vino.

Ella había sido tan generosa con la historia de su vida como lo había sido con su cuerpo, hablando con franqueza de su difunto esposo y de sus hermanos residentes en Aquitania, contándole cosas de una juventud bañada por el sol, que parecían el polo opuesto de los años solitarios de la infancia de Justino. ¿Qué le podría contar él a cambio? ¿Algo sobre los insultos, llamándole «bastardo» y «cachorro del diablo» y la obstinada negativa de Aubrey a reconocer su paternidad?

Claudine se volvió para verle la cara.

– Así que lo que quieres es seguir siendo un hombre misterioso, ¿no es eso? Eso es cosa tuya, pero quiero advertirte que yo soy muy hábil para resolver rompecabezas. Lo primero es lo primero… -y se inclinó sobre él y le dio un beso «dulce como el vino». Echándose hacia atrás, lo estudió detenidamente-. Yo sé poco latín, no más que las respuestas de la misa y unas pocas frases sueltas… como Carpe diem. ¿Sabes el significado de esa frase, Justino?

– Sí -dijo él lentamente-, lo sé. «Apodérate del día.»

Ella asintió.

– Es un pensamiento profundo, ¿verdad? -Cuando él hizo un gesto afirmativo de cabeza, ella sonrió y lo volvió a besar.

Justino comprendió mucho más que la mera traducción de la frase latina. Comprendió que lo que ella estaba tratando de decirle, con el mayor tacto posible, era que no había un futuro para los dos juntos. Eso ya lo sabía él. Ella era una criatura privilegiada, viuda con propiedades en Aquitania y un lejano parentesco con la reina. En cambio, él era un hijo del pecado, sin propiedades, sin tierra donde pudieran enterrarle. Todo lo que poseía cabía en las alforjas de su montura. Podían compartir un lecho, pero no un mañana, hacer el amor pero no hacer planes. Se alegró de su discreta advertencia. En bien de ambos no debía pedir más de lo que ella podía dar.

– «Apodérate del día» -repitió, y la cogió en sus brazos. Pero unos momentos después, les sorprendieron unos fuertes golpes en la puerta. Arropándose en una manta, Justino desenvainó la espada antes de descorrer el cerrojo y entreabrir la puerta.

El hombre que estaba fuera era un desconocido.

– ¿Señor De Quincy? Me manda mi sargento.

Justino abrió la puerta un poco más.

– ¿Jonás?

– Sí. Me ha dicho que os lleve a su presencia.

– ¿Por qué?

– El señor Jonás no es hombre que dé explicaciones. Dice: «¡Hazlo!» y lo hacemos o Dios nos asista. Quiere que os encontréis con él inmediatamente en Moorfields.

Justino estaba todavía aprendiendo los vericuetos, los alrededores y los barrios de Londres.

– ¿Dónde está Moorfields?

El hombre lo miró con el asombro integral de un nativo de Londres.

– ¡Pero si todo el mundo sabe dónde está Moorfields! Son los prados al norte de las murallas de la ciudad. ¿Queréis que os espere? -Cuando Justino hizo un ademán negativo con la cabeza, se preparó para marcharse y después miró hacia atrás-. Creo -añadió- que os quiere para no sé qué de un cadáver.


Moorfields era un lugar de recreo para la gente joven y aventurera de Londres. Tan pronto como en el invierno se helaban las aguas acudían las multitudes a los pantanos a patinar. Descendían en picado por el hielo, los más atrevidos propulsándose a sí mismos con los pies atados a las tibias de los caballos y valiéndose de bastones rematados en puntas de hierro que hacían de palanca para ganar velocidad. Era un lugar generalmente animado y bullicioso, en donde resonaban gritos de alegría. Ahora estaba todo sombrío y silencioso y había grupos de jóvenes a lo largo de la orilla observando solemnemente a Jonás y a sus hombres mientras éstos daban vueltas en torno a un ancho y profundo agujero en el hielo, rastreando por el agua helada y turbia con largos palos de madera.

Aunque daba la impresión de estar concentrando toda su atención en su trabajo, no por ello dejaba Jonás de darse cuenta de lo que acontecía a su alrededor. Cuando Justino detuvo a Copper a la orilla del agua, el sargento ordenó a sus hombres que continuaran la búsqueda y él se dirigió a Justino, tan seguro de sus pasos sobre el hielo como lo estaba en tierra firme.

– Cómo vinisteis, ¿por Dover?

Justino no le iba a explicar que tuvo primero que acompañar a Claudine a la Torre. Desmontó rápidamente, haciendo caso omiso de la irritación de Jonás.

– ¿Qué pasa?

– Unos muchachos insensatos estaban patinando sobre el hielo, que se resquebrajó bajo su peso. Sus amigos lograron salvar a uno, pero el otro chaval se ha ahogado. Estamos intentando recuperar el cuerpo.

– ¡Que Dios le perdone! -Justino trazó un rápido esbozo de la señal de la cruz en el aire de la tarde, preguntándose al mismo tiempo por qué querría Jonás que él viera el cuerpo de este pobre muchacho ahogado-. ¿Os acostumbráis alguna vez a esto? Debe de ser difícil, teniendo que mirar la muerte a la cara día tras día.

– Nada es fácil en este trabajo -dijo Jonás, escupiendo en la nieve-. Venid aquí donde nadie nos pueda oír, porque tengo noticias para vos.

Justino ató el caballo a un arbusto cercano y siguió a Jonás caminando sobre la nieve. El sargento dio nuevas órdenes a gritos a los hombres que estaban en el hielo y después se dio la vuelta para mirar cara a cara a Justino.

– Enganchamos el cuerpo casi en el acto, pero cuando empezamos a maniobrar para poder agarrarle, se deslizó del garfio y se volvió a hundir.

Justino seguía sin entender por qué esta triste muerte requería su urgente presencia.

– Mala suerte.

Jonás asintió.

– Lo fue. Pero tampoco era el cuerpo que estábamos buscando.

– ¿Qué queréis decir?

– No era el muchacho. Creo que era Pepper Clem.

Justino se quedó sin aliento e hizo un supremo esfuerzo para respirar.

– ¿Estáis seguro?

– No lo podemos estar hasta que lo saquemos. Pero tuve la oportunidad de echarle una ojeada al rostro antes de que se hundiera el cuerpo y a mí sí me lo pareció.

Justino seguía dudando.

– Yo vi una vez un cuerpo que sacaron del río Severn. Había estado en el agua sólo dos días, pero ni Dios lo habría podido reconocer, Jonás.

El sargento señaló con impaciencia el lago.

– No puedo creer que se os haya pasado por alto todo ese hielo. -Cayó entonces en la cuenta de que no se podía esperar que Justino tuviera su misma especialización en el conocimiento de cadáveres-. El agua fría impide que un cuerpo se descomponga -explicó con brusquedad, y estaba a punto de entrar en detalles truculentos cuando sus hombres empezaron a dar gritos-. Tienen un cuerpo. Vamos a ver de quién es.

Justino siguió a Jonás hacia el hielo y vio que los hombres habían estado usando palos doblados en el extremo, a manera de bastón, como cayados de pastor. Uno de estos cayados había enganchado el manto de la víctima, haciendo posible que la sacaran a la superficie. Cuando Jonás y él llegaron a donde estaban, los hombres habían sacado ya el cuerpo y lo habían puesto sobre el hielo. Cuando le dieron la vuelta, Justino experimentó náuseas y una abrumadora compasión, porque era un muchacho muy joven, de dieciséis años como máximo.

Jonás no mostró ninguna emoción, mirando al muchacho ahogado tan impasiblemente que Justino sintió un escalofrío; ¿era posible que este hombre no sintiera dolor cara a la muerte? Con unas cuantas órdenes concisas, Jonás hizo que dos de sus hombres arrastraran el cadáver por el hielo hasta la orilla, donde sus consternados compañeros estaban aún esperando.

– Pregúntales a esos chavales si saben dónde vivía el muchacho. Alguien tiene que darle la noticia a su familia y, me guste o no me guste, tendré que ser yo. Y seguid buscando. Tenemos que sacar otro cuerpo.

Justino se hizo a un lado, observando cómo los hombres continuaban la búsqueda. Cuando Jonás se reunió con él, dijo en voz baja:

– Tengo la impresión de que no os sorprendió encontrar a Clem flotando bajo ese hielo.

– No estaba flotando, no cuando el agua estaba tan fría. Pero tenéis razón. Esperaba que Clem apareciera muerto. El muy estúpido intentó… -Mientras hablaban, Jonás continuaba vigilando las actividades de sus hombres y reaccionó antes del primer grito-. Lo han enganchado. Más vale que éste sea Clem. Si encontramos un tercer cuerpo aquí, yo me largo a la taberna más cercana.

Los hombres no tardaron en sacar el cadáver del agua. Estaba boca abajo, con la cara oculta, pero Justino pensó que el cabello pelirrojo y lacio se parecía al de aquel rata. A primera vista, sus manos daban la impresión de haber sido inmersas en cal y tenían extrañas arrugas; uno de sus pies había perdido el zapato y la carne mostraba también esas mismas arrugas calcáreas. Justino se armó de valor mientras daban la vuelta al cuerpo y lo ponían boca arriba. El rostro más parecía de cera que de carne; los ojos abiertos tenían una mirada fija, le salía arena de la boca y su piel estaba arañada y escoriada. Pero Jonás tenía razón: se podían reconocer los rasgos de Pepper Clem.

El resto de curiosos se había reunido alrededor y miraban el cadáver en silencio. No había necesidad de preguntar si se había ahogado. La causa de la muerte era dolorosamente evidente y Justino no fue el único en apartar la mirada de aquella garganta tajada y mutilada.

Jonás no mostró la misma aversión y se arrodilló junto al cadáver, examinando las muñecas de Clem y después sus tobillos.

– Es mejor hacer esto deprisa -dijo-, porque empezará a hincharse ahora que está fuera del agua y enseguida el hedor será difícil de soportar. Estoy tratando de encontrar señales de soga, pero no parece que lo hayan bajado con algún peso hasta el fondo. Supongo que Gilbert pensó que no merecía la pena. -Nadie dijo una palabra y Jonás continuó el examen del cadáver-. Ha estado bastante tiempo en el agua; ¿veis esa arena en las costuras de su jubón? Conjeturo que murió el sábado pasado por la tarde y nadó por última vez esa misma noche, porque el lago no estaba aún completamente helado.

Justino tragó saliva con dificultad.

– ¿Le… le golpearon en la cabeza primero?

– Posiblemente. ¡Ah!, ¿os referís a esto? -preguntó Jonás señalando la herida, por así decir en carne viva, que se extendía desde la ceja derecha de Clem hasta el nacimiento del pelo-. Eso no se lo hizo el Flamenco. ¿No creeréis que los peces y los cangrejos iban a pasar al lado de un manjar como éste y sin hacerle caso? -Echando la vista atrás para mirar a Justino, controló una sonrisa-. Os estáis poniendo verdoso, amigo. Espero que no vayáis a convertiros también en pasto para los peces.

Justino meneó la cabeza en silencio. Esos ojos sin luz parecían estar acusándole. Primero Kenrick y luego Clem. ¿Cuántos más? Los demás se habían retirado, porque Jonás tenía razón en esto también: se empezaba a notar un olor fétido, de pescado podrido. Justino volvió a tragar saliva.

– Soy también responsable de esta muerte, ¿no es cierto?

Jonás se lavó las manos en la nieve, secándoselas en su manto.

– Habéis interpretado eso al revés. Él estuvo a punto de ser la causa de vuestra muerte.

– ¿Qué estáis diciendo?

– Os dije que había hecho circular un rumor por las calles. De lo que me enteré es de que no supe juzgar al muy tramposo. Era cobarde, pero era aún más ambicioso. Probablemente le ofrecisteis demasiado dinero, porque sacó la conclusión de que si vos estabais dispuesto a pagar para encontrar a Gilbert el Flamenco, tal vez éste pagaría más por saber que andabais detrás de él. Encontré dos testigos que lo vieron con Gilbert en una taberna en Cripplegate el sábado por la noche de la semana pasada. Hablaron brevemente y salieron juntos de la taberna. Esa fue la última vez que se vio a Clem vivo. Y cuando aparecisteis en la taberna al día siguiente, conforme a lo acordado, Gilbert os estaba esperando.

En un gesto involuntario, Justino se llevó los dedos a su brazo herido. Le dolía aún mucho y estaba rígido, pero ¡cuánto peor podía haber sido! Ese acero mortal podía haberse metido en sus entrañas o haberle apuñalado el corazón.

– Clem le dijo lo que Gilbert quería saber: cómo encontrarme. Entonces, ¿por qué le mató Gilbert?

– Os voy a decir una cosa acerca de lo que es el matar. Hasta que un hombre no lo ha hecho, retrocede ante ello, lo considera más serio de lo que realmente es. El primer asesinato es difícil para la mayoría de los hombres. Después de esto, se hace cada vez más fácil, mucho más fácil. Para algunos se convierte en un hábito, o en algo peor.

Jonás dejó de hablar para dar órdenes en relación con lo que se debía hacer con el cadáver de Clem. Había mucho que hacer y pasó un buen rato hasta que volvió a concentrar su atención en Justino.

– ¿Me preguntabais por qué el Flamenco asesinó a ese mezquino raterillo? Porque le proporcionaba placer. Y esa es la misma razón por la que hubo hombres deseosos de contármelo, no porque les importe un bledo Pepper Clem. Ni una madre lloraría su muerte. Pero hay hombres a quienes les asusta el encontrarse con alguien que experimenta tanto placer en matar. -El ojo negro solitario sostuvo la mirada de Justino, sin mover la pupila, sin pestañear-, Como debe ser.


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