5. WINCHESTER

Enero de 1193


La taberna estaba abarrotada. Justino tardó un buen rato en llamar la atención de la agobiada muchacha que servía las bebidas. Pidió dos cervezas más y observó con gesto de desaprobación cómo su compañero se bebió la suya en un par de tragos.

– ¿Estás seguro, Torold -insistió-, de que no puedes acordarte de nada de lo que ocurrió aquella mañana?

Torold soltó un eructo ruidoso y se encogió de hombros. Aunque estaba más que dispuesto a beber la cerveza de Justino, la información que le estaba proporcionando era más bien escasa.

– Ya te lo he dicho. Sólo recuerdo con certeza a un solo hombre. Un tipo grosero, con aire arrogante, con manto forrado de piel y un buen caballo tordo, que me pidió que le abriera la puerta del Este exclusivamente a él. Y se puso como una fiera cuando me negué a hacerlo, jurando y despotricando, como si fuera el propio rey desaparecido. Detrás de él venía un monje. Pero después del señor Fitz Randolph, nadie más salió a caballo de la ciudad, porque para entonces la nieve caía tan espesa como puré.

Apurando las últimas gotas de su vaso, Torold miró de soslayo para ver si Justino estaba de humor y pedirle otra cerveza. Después se levantó y dijo:

– Esto es todo lo que recuerdo, y lo que le dije al ayudante del justicia. No comprendo por qué consideró necesario que se lo volviera a repetir.

Mascullando algo entre dientes, Torold fue en busca de la camarera. Justino no había afirmado, sin dar lugar a dudas, que estaba actuando a instancias del auxiliar del justicia, pero tampoco había aclarado el malentendido del guardia. Sospechaba que la cerveza gratis había contribuido más a soltarle la lengua a Torold que cualquier sugerencia de autoridad legal, pero para el dinero que se había gastado no había recibido mucha información. Eso no quería decir que él estuviera seguro de lo que realmente deseaba descubrir. A pesar de lo que le había asegurado a Leonor, no podía por menos de sentirse como quien ha ido a pescar sin anzuelo.

Pero el guardia confirmaba las sospechas de Justino de que los forajidos no habían salido de la ciudad antes que el orfebre la mañana del último día de vida de Gervase. ¿Quién sabía cuántas guaridas y campamentos de bandidos ocultaban estos bosques? No, estaban ya al acecho, y precisamente en busca de Gervase Fitz Randolph. No solamente habían dejado a Justino incólume, también habían hecho caso omiso de ese «tipo grosero, con aire arrogante, un manto forrado de piel y un buen caballo tordo», una clara tentación para los ladrones.

Justino cogió su vaso de cerveza, tratando de decidir qué iba a hacer. Aun en el caso de que pudiera seguirle la pista a ese tipo rudo y altanero o al supuesto monje, ¿de qué le serviría? ¿Qué podían haber visto? Pero tenía que haber una manera de encontrar a los bandidos, porque ¿cómo podía él probar quién los había contratado? ¡Si al menos no tuviera tantas personas sospechosas! ¿Sería el fanático o el hermano descontento? ¿Serían los amantes secretos o ese arrogante y engreído ayudante de justicia? ¿Podría ser un extraño, escurridizo y siniestro, un espía pagado por el rey de Francia?

– ¿Te gustaría tener compañía? -Sin esperar que Justino contestara, la mujer se sentó a su lado, jugándose su proposición con aplomo y buen humor. Justino tardó sólo un momento en reaccionar. Hacía demasiado tiempo que no se había acostado con una mujer y ésta era atractiva, menuda, de cutis pálido, con pecas, de complexión pequeña y delicada. Cuando Justino hizo una señal para pedir más bebidas, la joven sonrió y se movió en el banco hasta situarse mucho más cerca de él-: Me llamo Eva.

Justino dudó, las prostitutas adoptaban a menudo otro nombre en el ejercicio de su precaria profesión y «Eva» era una opción muy popular. Incapaz de resistir la evidente broma, contestó con una sonrisa:

– Y yo me llamo Adán… y me gustaría disfrutar de tu compañía, Eva.

No hubo necesidad de preocuparse por el precio, porque nunca había tenido la bolsa tan bien abastecida como ahora con las monedas de la reina. Estaba decidido a que Leonor no tuviera que despilfarrar ni su dinero ni las esperanzas que había depositado en él. No la podía ayudar, en cambio, en lo que le interesaba más a Leonor: rescatar a su hijo cautivo. Pero sí encontraría una manera de resolver este asesinato de Winchester. Y cuando una voz interior e irónica le desafió: «¿Cómo?», él ya no la oyó, porque para entonces Eva estaba sentada en su regazo y el mañana parecía demasiado lejano para preocuparse de él.


Justino decidió alojarse en la casa de huéspedes de Hyde Abbey mejor que en una posada, esperando sonsacar algo sobre Tomás, el novicio de benedictino. Había pasado dos noches en la abadía y la tercera en el lecho de Eva. El cielo de la madrugada estaba nublado, pero no hacía mucho frío y Justino cruzó con garbo el patio que llevaba al establo para ver cómo estaba Copper. Una vez hecho esto, sus planes para ese día eran vagos. Se le había ocurrido visitar los establos de la ciudad en busca del caballo de Gervase que había sido robado, pero le pareció una pérdida de tiempo. Los bandidos no serían tan necios como para intentar vender el caballo en la misma ciudad del asesinado orfebre.

Tan absorto estaba en sus elucubraciones que casi se topó con un monje cargado con un montón de gruesas mantas de lana. Cuando Justino se echó a un lado, el monje le dirigió una mirada de agradecimiento.

– Buenos días, señor De Quincy. Una de dos: u os habéis levantado muy temprano u os vais a la cama muy tarde, ¡en cuyo caso cuanto menos me contéis, mejor!

– ¡Os prometo reservar todos los detalles depravados para mi confesor! -No conocía bien al hermano Paul, pero le agradaba como era: un hombre cortés y afable, ya entrado en años, pero con una viva curiosidad por el mundo al que había renunciado y un humor cáustico que a veces sorprendía a Justino, saliendo como salía de la boca de un monje.

El hermano Pablo se rió ahora entre dientes y señaló después su carga.

– Bien me podríais echar una mano con estas mantas. ¡Consideradlo como una penitencia por vuestros pecados nocturnos!

Justino alivió gustosamente al monje de la mitad de su carga.

– ¿Adonde hay que llevarlas?

– Al otro lado del patio, a la casa de beneficencia. Estoy recogiendo prendas para llevarlas al lazareto.

Justino se paró en seco.

– ¿Al lazareto?

– Sí, al hospital para leprosos de Santa María Magdalena. ¿Por qué os sorprendéis tanto? Es nuestro deber como cristianos hacer lo que esté en nuestras manos por los pobres de Cristo, los débiles, los enfermos y los afligidos y hay pocas aflicciones más dolorosas que la lepra.

– Hermano Paul, ¿queréis que os las lleve al lazareto?

El monje se quedó pasmado porque muy pocos voluntarios deseaban visitar el hospital de leprosos. Tan extendido estaba el temor a la enfermedad que había personas que no se acercaban a un leproso si el viento soplaba en la dirección en que estaban.

– Si estáis verdaderamente dispuesto, señor De Quincy, quedaré en deuda con vos, porque tengo más cosas para hacer que tiempo para hacerlas.

– Pues, ¡hala!, de esta tarea no os tenéis que preocupar -dijo Justino, pero su mente ya no estaba en el monje. «¡Dios santo!, ¿cómo podía haber olvidado al leproso?», pensó.

El lazareto de Santa María Magdalena estaba a un kilómetro más o menos al este de Winchester, en el camino de Alresford. Lo rodeaba una valla de adobe y cañas y tenía un aspecto desolado y siniestro. Justino tiró de las riendas a su caballo y miró el edificio con cierta inquietud, forzándose a atravesar montado la puerta de entrada. Nunca había estado en un lazareto ni supuso que entraría por su propia voluntad. No faltaban conjeturas sobre la causa de la lepra. Había gente que argüía que se debía a ingerir carne podrida y beber vino en malas condiciones. Otros atribuían el contagio de la enfermedad a compartir el lecho con una mujer que lo hubiera hecho con un leproso. Se mencionaba también como causa de contagio el aire infectado. Y por supuesto todo el mundo opinaba que el mayor peligro procedía de los propios leprosos.

– ¡Ay, señora Leonor! -musitó Justino para consigo mismo-, este camino tiene demasiadas y pronunciadas curvas. -Espoleó suavemente a Copper e hizo entrar al animal de carga de la abadía con las mantas, por la puerta de entrada del recinto del hospital.

El primer edificio que encontró fue la capilla. Más allá estaba el despacho del director y a continuación el refectorio, donde comían y dormían los leprosos. Al otro lado se levantaba un granero, la copina, un pozo y, aunque no podía verlo, Justino sabía que habría un cementerio, porque hasta en la muerte se separaba a los leprosos. El hermano Pablo le había dicho que el hospital tenía cabida para dieciocho leprosos. Eso le pareció a Justino un número muy reducido. ¿Qué les pasaba a los leprosos que no podían entrar en un lazareto? Bien sabía él la contestación a esta pregunta. Tenían que mendigar el pan a un lado del camino o morirse de hambre. Y algunas veces las dos cosas.

Cuando se bajó del caballo ante la capilla, tenía un grupo de leprosos alrededor. Le produjo un enorme desasosiego el ver aquellas espectrales figuras arrastrando los pies para acercarse a él, cubiertos con las largas capas de los leprosos, sombras fantasmales que se desvanecían generalmente al comienzo de un nuevo día.

– Vengo de parte del hermano Pablo -dijo en voz alta- Quisiera hablar con el director del hospital, el padre Jerónimo.

– No está aquí. -No eran las palabras, sino la voz lo que hizo que Justino girara sobre sus talones y mirara al que las había pronunciado, porque era una voz aguda y joven, totalmente inapropiada para esta mansión de la muerte.

– Yo soy Simón. -La voz no había mentido. El leproso más pequeño que ahora le sonreía, era un niño. Al caérsele el capuchón, Justino vio que estaba en la fase inicial de la enfermedad y que una erupción rojiza se extendía como un rubor por sus mejillas-. El padre Jerónimo ha ido a la ciudad. ¿Puedo acariciar a vuestro caballo?

Justino asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra. Los demás leprosos se echaban a un lado para hacer sitio en el círculo a un nuevo curioso. Era alto y delgado, cargado de hombros y desgarbado. Llevaba una sotana negra de mangas cortas y muy gastada y remendada en los codos, pero tenía la sonrisa de un hombre rico, más resplandeciente que monedas de plata recién acuñadas.

– Que Dios bendiga al hermano Pablo -exclamó-, y a vos también, amigo, por traernos estas prendas. ¿Me podéis ayudar a meterlas dentro?

– Por supuesto -dijo Justino muy a su pesar-. ¿Quieres hacer el favor de cuidar de mi caballo, Simón? -El chiquillo asintió, con los ojos muy abiertos, y extendió la mano para coger las riendas, tan pronto como Justino se bajó de la montura. Vacilante al principio, Simón empezó a acariciar el cuello del caballo. Justino se volvió apresuradamente y siguió al sacerdote.

Se presentaron el uno al otro mientras llevaban las mantas hacia el refectorio. Justino estaba todavía afectado por su encuentro con el muchacho, el padre Gregorio no dejó que la conversación decayera, charlando sin parar como si fueran viejos amigos que volvían a reencontrarse sin saberlo. Era bastante joven y parecía asombrosamente relajado y afable para un hombre que convivía un día tras otro con la muerte. ¿Qué le impulsaba a uno a escoger un camino así? Justino no podía por menos de maravillarse ante lo que no podía comprender.

– Tenemos pocas visitas, así que no es de sorprender que vuestra llegada haya causado tal agitación. A nuestros enfermos les hace mucho bien el ver que no todo el mundo se aparta de ellos.

Justino se había sentido pocas veces tan incómodo.

– El niño, ¿tiene familia aquí?

– No, la familia de Simón se deshizo de él una vez que supo su enfermedad. -El sacerdote no parecía escandalizado ni adoptaba el tono de erigirse en juez de las acciones del prójimo, pero los sentimientos de Justino eran muy distintos. Emitió un sonido de desaprobación y meneó la cabeza. Al padre Gregorio no le sorprendió su silencio: había acciones que no se podían censurar con palabras.

– ¿Sabéis lo que pasa una vez que a un leproso le diagnostican su enfermedad, señor De Quincy? Se le lleva a la iglesia, se le obliga a arrodillarse cubierto por un paño negro mientras se dice la misa y el sacerdote lo proclama «muerto para el mundo, renacido para Dios». En Francia se obliga a los leprosos a que permanezcan de pie delante de una tumba abierta. Aquí en Inglaterra somos más misericordiosos, pero también se les aparta de los demás, se les prohíbe que entren en las iglesias, en las ferias, en los mercados y en las tabernas. Se les condena a vagar por zonas desiertas señalados por el dedo de todos los hombres. Así que cuando vos estáis dispuesto a venir a nuestra casa y mostrar piedad hacia un niño del Señor, no se puede negar que esto sea importante y digno de…

– No -interrumpió Justino, con más brusquedad de la que hubiera deseado mostrar-. Me estáis atribuyendo un mérito que no tengo, padre Gregorio. Yo tuve mis razones personales para ofrecerle ayuda al hermano Pablo, razones que no tienen nada que ver con la caridad cristiana. He venido aquí con la esperanza de encontrar a un hombre, un leproso, que acaso me ayude a descubrir un asesinato.

Justino no estaba seguro de cómo reaccionaría, pero no recibió la reacción que esperaba. El joven sacerdote ni siquiera cambió de expresión, simplemente asintió con un gesto de cabeza, como si esto fuera algo que ocurría a diario.

– ¿Y creéis que este hombre está aquí?

– No lo sé -confesó Justino-. No os puedo decir su nombre, ni su aspecto físico, ni su estatura, lo vi sólo en cuclillas a un lado del camino la mañana del día de la Epifanía, con el rostro cubierto por el capuchón. Supongo ‹|ue estoy pidiendo un milagro si espero que identifiquéis a alguien, con tan escasa información…

– Se llama Job -dijo el sacerdote, con una sonrisa de triunfo que se convirtió en una sonora carcajada ante el asombro de Justino-. No, no hay ningún milagro, muchacho. La respuesta es simple, no sois el primero en venir aquí en busca de Job. El ayudante del justicia municipal vino también en su búsqueda.

– ¡Cómo! ¿Lucas de Marston lo está buscando…? -preguntó Justino lenta y deliberadamente, y el sacerdote volvió a asentir.

– Sabía poco más que vos, sólo que el criado del maestro Fitz Randolph recordaba haber pasado al lado de un mendigo en el camino. Tan pronto como me dijo que era el día de la Epifanía, comprendí que tenía que ser Job porque ningún otro se habría aventurado a salir de casa con la nieve que caía. Por desapacible que sea el tiempo, Job sale a pedir limosna y después esconde el dinero antes de regresar.

Ya habían llegado al refectorio. Era una estancia con un pasillo en medio. El sacerdote se detuvo delante de una gran arca.

– Aquí guardamos las mantas. -Una vez que las tuvieron cuidadosamente dobladas y puestas dentro, el sacerdote se sentó sobre la tapa y le hizo un gesto a Justino invitándole a que se sentara a su lado-. Tienen la obligación de entregar todas las limosnas que reciben, porque no se les permite tener propiedades personales. Pero el padre Jerónimo hace la vista gorda cuando se trata de pequeñas transgresiones. Comprende por qué un hombre como Job necesita tener algún dinero propio. Antes de que un leproso sea admitido en un lazareto, debe hacer voto de castidad, obediencia y pobreza. Tales votos no son siempre fáciles de observar ni siquiera para el más fiel de los siervos de Dios. No es sorprendente que algunas de estas desdichadas criaturas se rebelen.

Justino permaneció en silencio unos instantes, meditando en lo que había aprendido. Esta era la segunda vez que se cruzaba en su camino el auxiliar del justicia y esto no le gustaba. Deseaba fervientemente que los actos de Lucas de Marston pudieran servirle de ayuda en sus pesquisas, pero sabía que no demostrarían nada sobre su culpabilidad o inocencia. Aunque sus manos estuvieran más manchadas de sangre que las de Herodes, seguiría fingiendo que no cejaba en la búsqueda de los asesinos del orfebre.

– Decidme -dijo al fin-. Su nombre no es Job, ¿verdad?

– Así es como él se llama ahora -dijo el sacerdote en voz baja.


Job estaba en cuclillas a un lado del camino, como el día de Epifanía. Aflojando las riendas de su caballo delante mismo del hombre, Justino preguntó: «¿Eres Job?», aunque estaba ya seguro de la identidad del leproso.

– ¿Quién quiere saberlo? -Tenía una voz ronca, la voz rasposa del leproso. El capuchón le ocultaba la cabeza, pero la postura rígida de su cuerpo revelaba tensión y sospecha.

– Me llamo Justino de Quincy. Necesito hablar contigo sobre el asesinato de Gervase Fitz Randolph. ¿Me puedes dedicar unos momentos?

– ¿Por qué no? -El leproso observó a Justino mientras se bajaba del caballo y sujetaba a Copper por las riendas; Job, lenta y deliberadamente, se echó hacia atrás el capuchón.

Justino se había preguntado cuáles habrían sido sus motivos para escoger un nombre como Job, si un acto de fe, o un gesto de amargo desafío. Ahora tenía la respuesta. Job no era ya joven, pero tampoco viejo; era difícil averiguar su edad, porque padecía de la pérdida de cabello tan frecuente en los leprosos. Justino encontró que la ausencia de pestañas y cejas era más desconcertante aún que sus labios abultados y sus úlceras. Era como contemplar una espeluznante máscara de la muerte, porque conforme iba progresando la enfermedad, los afectados por ella perdían la habilidad de dar expresión a sus gestos y a su rostro. Pero esos ojos castaños sin pestañas eran aún lúcidos y proporcionaban a Justino una visión estremecedora, la visión del alma encerrada dentro de un cuerpo que se iba desintegrando.

– Es justo que te pague por el tiempo que me vas a dedicar. -Justino echó unas monedas junto a las tablillas de San Lázaro que sujetaba la mano del leproso, y a continuación se sentó en el tronco de un árbol caído, todo lo cerca que se atrevió. La lógica le decía que la lepra no podía ser tan contagiosa como decía la gente porque, de lo contrario, las personas que se ocupaban de los enfermos, como el padre Gregorio, no podrían vivir con ellos sin contagiarse. Pero el temor era instintivo y no siempre razonable.

Job masculló unas palabras de agradecimiento, y sorprendió a Justino cuando añadió:

– No estuvisteis tan generoso la última vez…

– Bueno, mi situación ha mejorado desde entonces. ¿Así que me recuerdas?

– Le recuerdo a él -contestó Job señalando a Copper.

– ¿Qué otro recuerdo guardas de aquella mañana?

– La nieve empezó a caer después de romper el alba, y el día era más frío que la teta de una bruja. Pero no tan frío como el corazón de aquel hijo del diablo montado en un palafrén tordo. A pesar de vestir como un señor noble, era tan roñoso como cualquier usurero. No sólo se negó a darme un miserable cuarto de penique, sino que llenó el aire de juramentos, afirmando que era mala suerte toparse con un «asqueroso leproso» cuando se empezaba un viaje. Si hubiera tenido un látigo, estoy seguro de que me habría azotado con él.

– El guardián de la puerta del Este no tuvo mejor suerte -comentó Justino-. Es una lástima que a pavos reales que se pavonean así no se les desplume la cola como se merecen.

La boca torcida de Job no sonrió, pero sus ojos adquirieron un brillo de placer mordaz.

– A este pavo real no le fueron muy bien las cosas. No había cabalgado más de cincuenta pies después de maldecirme cuando su caballo se detuvo, al parecer cojo.

– Eso es muy extraño -dijo Justino frunciendo el ceño, sorprendido- porque yo no me lo encontré en el camino.

– ¡Oh, no, no regresó a la ciudad! Furioso y todo como estaba por haberse encontrado en su camino con un «asqueroso leproso», no dudó en acudir a nuestra casa en busca de ayuda. Cuando la nieve arreció, yo volví al lazareto y vi al tal sir Engreído que se había refugiado en nuestra casa. Permaneció bien encerrado en los aposentos del director hasta que paró la nevada, y regresó por la mañana a buscar su caballo.

– Y… ¡déjame que lo adivine! Mostró su gratitud contribuyendo ¿con qué? ¿Con sus deseos de prosperidad?

– Le prometió al padre Jerónimo que nos mandaría un carromato lleno de provisiones con las que estaríamos abastecidos para todo el invierno. Naturalmente -añadió Job- no especificó qué invierno. -Justino se desató la bota de vino del cinturón, echó un trago y le ofreció otro a Job. Este aceptó sin más y bebió a gusto antes de añadir-: Recuerdo, después, a un monje negro montado en una muía de orejas gachas. El me deseó las bendiciones de Dios. Después vinisteis vos y vuestro caballo alazán. Al principio me pareció que ibais a pasar de largo, pero cambiasteis de opinión. Supongo que ésa es la razón por la que os he reconocido, eso y el hecho de que ibais montado en un bello animal. Debe de medir… al menos seis palmos, ¿no es así?

– Sí, así es. ¡No cabe duda de que entiendes mucho de caballos!

La comisura de los labios de Job se curvó ligeramente.

– Debo de entender -contestó, con ecos en su voz de un orgullo casi olvidado-, porque fui herrador. Tenía mi propia fragua.

Justino no supo qué decir. En su imaginación podía ver al herrador en el apogeo de su edad y profesión, con su músculos abultados al mover su martillo y calentar su forja, esas manos antaño poderosas y fuertes ahora desfiguradas, tanto que apenas podía sujetar la bota. Hubo unos momentos de silencio, y Job continuó:

– Los últimos hombres que pasaron aquella mañana fueron el orfebre y su criado. Que Dios lo tenga en su seno porque tenía un buen corazón nuestro maestro Gervase. En todo el tiempo en que lo conocí, nunca dejó de darme alguna limosna y un cordial «buenos días». No sé por qué estáis tratando de encontrar a sus asesinos, pero espero que lo logréis.

– Yo también lo espero. -Job alargó con la mano la bota de vino y Justino meneó la cabeza-. Quédate con ella, si quieres. En un día tan frío como éste, un hombre necesita un poco de vino para entrar en calor.

– Ciertamente -asintió Job, evidentemente encantado. Pero cuando sus ojos se encontraron, Justino percibió en la mirada del leproso un cínico convencimiento de que Justino, ni en esta vida ni en la otra, volvería a beber nunca de esa bota.


Hyde Abbey estaba algo más allá de las murallas de la ciudad, pero se podía llegar a ella andando, y cuando Justino decidió regresar a la ciudad esa tarde, optó por ir a pie mejor que volver a ponerle la montura a Copper. Una vez que le dejaron salir por la puerta del Norte, se dirigió camino abajo por Scowrtene Street.

Un temprano ocaso invernal se cernía sobre Winchester, pero un viento fresco dispersó las nubes y el firmamento nocturno estaba salpicado de estrellas. Levantando su tea para alumbrarse, Justino se dio la vuelta en torno a una rodera del camino. Se dirigió a la taberna favorita de Edwin en High Street, esperando que el criado hubiera encontrado un momento libre y estuviera allí echando un trago. El invitar a Edwin a una cerveza era una manera fácil de enterarse de los nuevos acontecimientos que pudieran haber tenido lugar en el hogar de los Fitz Randolph. Esperaba también estimular la memoria de Edwin, no fuera que hubiera visto más en el lugar de la emboscada de lo que a primera vista creyó.

Justino se detuvo otra vez en el lazareto en su camino de regreso a Winchester y el padre Gregorio confirmó la historia de Job. Hasta pudo decirle a Justino el nombre del malhumorado propietario del semental tordo: Fulk de Chesney. Justino no estaba seguro de si esta información le sería útil, porque el hombre podría no conocer lo de la emboscada. Pero aun así, agradecía cualquier información, por mínima que fuera. Había visto en alguna ocasión a mujeres que confeccionaban una colcha de diferentes trozos de tela. ¿Quién podía decir que él no podía servirse de retazos, averiguados al azar, y formar con ellos un diseño o estructura que encajara perfectamente? No un centón, sino un mapa, necesitaba para que le condujera al asesino.

Había poca gente por la calle, porque habitualmente el movimiento disminuía después de la puesta del sol. Un hombre venía siguiendo a Justino desde que salió de la abadía, ajustando su paso al de él y permaneciendo a unos veinte pasos de distancia. Cuando Justino andaba más deprisa, también lo hacía él, y cuando Justino se paró para quitarse el barro de una de las botas, el hombre también se paró en seco. Justino no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de su presencia. ¿Podría ser el mismo hombre que lo siguió desde la taberna a la residencia de los Fitz Randolph? Aquello fue como ser perseguido por una sombra, pero este otro era más torpe. Justino sintió la tentación de darse la vuelta y enfrentarse a él, pero quería estar más seguro. Era mejor poner a prueba sus sospechas.

High Street estaba una manzana más allá, pero cuando llegó a la primera bocacalle, Justino torció de repente a la izquierda. Poco después, el que lo seguía hizo lo mismo. Justino mantuvo deliberadamente un paso normal, aunque su corazón empezó a latir con fuerza. Había una taberna y a su derecha un callejón. Escogió el callejón. Era estrecho y oscuro como boca de lobo. Apagó la luz de su tea, se arrimó a la pared contra una puerta cerrada y sacó la daga de su vaina.

No tuvo que esperar mucho. Las pisadas se aproximaron al callejón y se hicieron más lentas. Los ojos de Justino ya se habían adaptado a la oscuridad y su cuerpo se tensó cuando se detuvo una figura a la entrada del callejón. Después de un momento de vacilación, la sombra entró decidida en la callejuela. Tan pronto como pasó, Justino se echó encima de él. El hombre profirió un grito de alarma, pero no se defendió porque tenía el cuchillo de Justino en su garganta.

– ¿Qué…, qué quieres?

– Respuestas, pero me contentaré con sangre, si es necesario. ¿Por qué me sigues?

– Yo no sigo a nadie.

– Eso es una contestación estúpida y no tiene sentido.

El hombre dio un grito.

– ¡Demonios, me has herido!

– No te he herido, te he hecho un rasguño, pero la próxima vez que me digas una mentira, te haré sangrar y no poco. Empecemos otra vez. ¿Qué quieres de mí?

– ¡Nada, te lo juro! Estaba simplemente pasando por aquí.

Justino juró entre dientes, pero le habían cogido la palabra. Aflojó la presión de su brazo y lo empujó. El hombre se tambaleó hacia adelante, tropezó y cayó al suelo. Jurando y farfullando, consiguió torpemente ponerse en pie. Pero Justino había desenvainado ya su espada. El individuo siguió profiriendo juramentos, se echó hacia atrás, dio media vuelta y se fue corriendo callejón abajo.

Justino lo vio desaparecer en la oscuridad, se volvió y regresó apresuradamente a la calle. Un poco más adelante, un repentino destello de luz alumbró la noche al abrirse súbitamente la puerta de la taberna. Unos momentos después estaba dentro. Pidió que le trajeran vino y encontró una mesa desde la que se veía la puerta.

Ese enfrentamiento en el callejón le había puesto más nervioso de lo que a él le gustaría admitir. Lo que más le inquietaba era la incertidumbre. ¿Había impedido un robo o frustrado un asesinato? Un mes atrás, no se le habría jamás ocurrido que él pudiera ser objeto de un asesinato. Ahora encontraba demasiado fácil creerlo.


El cabo de vela en la mesa de Justino amenazaba con consumirse por completo. Había terminado de beber su vino, pero pensó que era mejor no pedir más. Necesitaba tener la mente clara durante el largo y solitario camino de regreso a la abadía. ¿Cómo iba a perseguir a un asesino si tenía que mirar continuamente hacia atrás?

Se levantó de mala gana y estaba dejando una moneda sobre la mesa para pagar su consumición cuando estalló un altercado en la estancia. Un parroquiano borracho se había detenido en la puerta para despedir a un amigo, impidiendo a otra persona entrar. Un airado diálogo tuvo lugar entre los dos y entonces se forzó al rezagado a que se echara a un lado, momento en que Lucas de Marston entró en el recinto. Dirigiéndose a grandes zancadas hacia Justino, dijo bruscamente:

– ¡Estáis detenido! Justino se puso rígido y replicó:

– ¿Por qué?

– He de confesar que se me vienen a la mente varias acusaciones, pero empecemos con vuestro ataque contra mi sargento.

– ¡Vuestro sargento! -Fue entonces cuando Justino vio al hombre del callejón, mirándole fijamente desde detrás del hombro de Lucas-. ¿Por qué me estaba siguiendo?

– Para descubrir lo que os traéis entre manos, ¿por qué otra cosa iba a ser? Vuestra conducta no puede ser más sospechosa.

– ¿La mía? -respondió Justino, incrédulo-. ¿Qué he hecho yo que sea sospechoso?

– ¿Qué habéis hecho que no sea sospechoso? Regresáis a Winchester después de presenciar un asesinato y vais a ver a la familia del hombre asesinado, pero no al justicia. Desaparecéis antes de que yo pueda interrogaros y después volvéis súbitamente, merodeando de un lado a otro, haciendo preguntas acerca del crimen, incluso en el lazareto. ¿Os sorprende que yo sepa vuestra relación con los leprosos? ¡Esta es mi ciudad y debéis ser tonto si creéis que no se me iba a informar de vuestras interferencias!

– ¿Desde cuándo es un crimen visitar un lazareto? En cuanto a vuestro sargento, me vino siguiendo todo el camino desde la abadía a la ciudad, incluso hasta un oscuro callejón. Creí que quería atracarme. ¿Qué hombre con sentido común no lo hubiera creído?

A Lucas no pareció satisfacerle la explicación de Justino.

– Podemos discutir lo que es razonable y lo que no lo es -dijo en tono alarmante- cuando estemos en el castillo.

Bajando la mano hacia la empuñadura de su espada, el justicia hizo un gesto indicándole a Justino que depusiera sus armas. Pero Justino no tenía la menor intención de hacerlo. ¿Quién podía decir lo que le iba a pasar una vez que desapareciera detrás de las murallas del castillo con Lucas de Marston? Un silencio total reinaba en la taberna y todos los ojos se clavaron en el justicia, su sargento y el hombre que querían arrestar. Justino sabía que no podía esperar ayuda de los que le rodeaban. Tendría que deshacerse de ambos, de Lucas y el sargento, algo poco probable. El sargento querría vengar la ofensa y Lucas daba la impresión de ser un espadachín nato.

– Antes de hacer algo de que os podáis arrepentir -dijo-, echadle una ojeada a esto.

– ¿A qué? -Lucas no apartaba la mirada de Justino mientras éste sacaba una carta de su jubón, y dio órdenes a su sargento de que estuviera alerta antes de que él la tomara en sus manos. Justino tuvo un repentino e inquietante pensamiento: ¿y si el justicia no sabía leer? Pronto se dio cuenta de que sus temores eran infundados. Lucas le dirigió una mirada severa y hostil, cogió una vela de una mesa cercana y empezó a examinar el pergamino.

Cuando terminó, Lucas miró a Justino con evidente asombro.

– Bien, bien -dijo, arrastrando las palabras-, ¡estáis lleno de sorpresas! -y volviéndose, le dijo a su sargento-: Pide vino para ti. -Luego, sin hacer caso del atónito desconcierto del pobre hombre, dio instrucciones a la chica que servía y que tenía los ojos abiertos como platos debido al asombro, le dijo-: A nosotros tráenos una botella, cariño. -Acercó un banco a la mesa de Justino y se acomodó a sus anchas. Una vez que Justino hizo otro tanto, Lucas paseó su mirada por la taberna y les dijo a los parroquianos-: El espectáculo ha terminado, así que dejad de mirarnos y seguid bebiendo hasta terminar borrachos como cubas.

La mayoría así lo hicieron o al menos fingieron hacerlo; Justino se dio cuenta de que después de este incidente todos le miraban de reojo.

Lucas le pasó a Justino la carta y esperó a que la criada les trajera una botella y dos vasos. Entonces se retiraron adonde no se les pudiera oír y con evidente desgana, preguntó:

– Supongo que no me va a servir de nada preguntaros por qué la reina de Inglaterra se interesa tanto por el asesinato de un orfebre de Winchester, porque no me lo vais a decir. ¿Me equivoco? Pero ¿por qué queréis investigarlo a solas? ¿Por qué no acudisteis directamente a mí?

Justino no contestó tratando de ver si Lucas hablaba en serio. Ahora que ya no estaba furioso, su aspecto había cambiado tanto como su comportamiento. Era más joven de lo que Justino creyó la primera vez que lo vio: tendría algo menos de treinta años, ojos verdes de mirada penetrante, cabello castaño y espeso y unos rasgos claramente definidos que le daban el aspecto de un halcón dorado, hambriento, hermoso y ladrón. Esos inquietantes ojos de cazador estaban clavados en el rostro de Justino, inquisitivos primero y con una expresión después del que acaba de comprender la razón de algo.

– Ahora me doy cuenta -dijo sin alterarse- de que tal vez creáis que he tomado parte en la muerte del orfebre.

– No podéis por menos de reconocer -dijo a su vez Justino, no menos impasible- que teníais un motivo tentador para deshaceros de él.

Lucas miró a Justino sin inmutarse y después se sonrió de improviso.

– La razón es Aldith. La habéis visto, así que no lo voy a negar. Como tampoco pretendo negar que no derramé una sola lágrima por Gervase Fitz Randolph. No lamenté su muerte, pero tampoco lo asesiné.

– Le comunicaré a la reina vuestras afirmaciones -añadió Justino con cortesía. Sabía muy bien que esta mención de Leonor era un golpe artero, pero de momento él tenía ventaja y pensaba sacarle provecho a la situación.

Una sombra de ira cruzó el rostro de Lucas, pero supo demostrar que podía controlarse si era necesario.

– Si no hubiera sido por esa carta, os habría dicho que os metierais las sospechas en el culo. Pero sois el hombre de la reina y ambos sabemos que eso lo cambia todo. Así que os voy a contar lo que hay entre Aldith y yo. Amo a esa mujer. He estado perdidamente enamorado de ella desde la primera vez que la vi. ¿Que si quería compartirla con Fitz Randolph? Naturalmente que no. ¿Que si estaba celoso? Sabéis muy bien que lo estaba. ¿Que si lo maté? No, no lo maté. Aunque hubiera estado lo suficientemente trastornado para pensar en un asesinato, y no lo estaba, no había necesidad de cometerlo. Aldith me escogió a mí, no al orfebre.

Justino no se molestó en ocultar su escepticismo.

– Es fácil decir eso ahora.

Lucas sonrió levemente.

– ¿Porque Fitz Randolph está muerto y Aldith es un testigo interesado a vuestros ojos? Sin embargo es verdad. Considerad esto: yo estaba dispuesto a ofrecerle lo que no podía ofrecerle el orfebre: el matrimonio.

Justino se sorprendió.

– ¿Os habríais casado con ella?

Lucas levantó la cabeza con arrogancia.

– Me casaré con ella -dijo- tan pronto como se hagan las amonestaciones. -Su tono era más de desafío que de defensa, y fue esto lo que convenció a Justino de que estaba diciendo la verdad, al menos en lo relativo al matrimonio con Aldith.

Lucas pertenecía a la pequeña nobleza. Y aunque sólo fuera ese detalle, Justino podía estar seguro de ello, porque sólo los de origen noble podían aspirar a puestos de autoridad. Aldith no era la esposa adecuada para un hombre con ambiciones. El casarse con ella no contribuiría a que prosperara el futuro de Lucas, al contrario. Y por primera vez la desconfianza que Justino sentía hacia el auxiliar del justicia se vio atenuada por una emoción más positiva: un destello de respeto. Pero, aun así, tuvo que preguntar:

– Si os ibais a casar, ¿por qué seguía viendo a Gervase?

– Para comprender esto, tenéis que saber algo acerca de Aldith. No ha tenido una vida fácil. Su padre era un alfarero de Michelmersh. Éste es un oficio poco lucrativo en el mejor de los casos, y él era más pobre que la mayoría, con pocos clientes y demasiadas bocas que alimentar. Cuando Aldith tenía quince años, su familia la casó con un panadero de Winchester. Este hombre tenía casi cuarenta años más que ella, y era tacaño y malhumorado. Por añadidura, su salud se resintió después del primer año de matrimonio, cuando sufrió una apoplejía. Aldith se quedó viuda a los veinte años, con apenas suficiente dinero para los gastos del entierro. Fue entonces cuando empezó a verse con Fitz Randolph. -Lucas hizo una pausa para apurar su copa de vino-. Fitz Randolph fue bueno con ella. No me gusta tener que confesarlo, pero es la verdad. Era un hombre generoso por naturaleza, siempre dispuesto a ayudar a su familia. En cuanto a Aldith…, bueno el hecho es que se ocupó de que no le faltara nada y ella se sintió agradecida. Me dijo una vez que el único recuerdo que permanece vivo a través de los años es el irse a la cama con hambre.

– Así que lo que estáis diciendo es que después de todo lo que hizo por ella, le costaba trabajo abandonarle.

– Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo. -Los ojos de Lucas se encontraron con los de Justino, con un destello de desafío, como amenazándole si osaba burlarse. Pero todo esto le pareció verosímil a Justino y lo único que hizo fue asentir. Aplacado en cierto modo, Lucas hizo una seña para que les trajeran más vino, antes de continuar-: Me hizo prometerle que le dejaría que se lo contara en el momento que ella juzgara oportuno y de la forma que quisiera. Aldith ha sido siempre el tipo de persona que evita todo lo desagradable, así que me atrevería a decir que habría retrasado esta revelación el mayor tiempo posible. Pero se lo habría dicho. Yo me habría encargado de ello…

Justino no lo dudaba. Si Aldith hubiera sido su mujer, ya se encargaría él.

– Tengo algo más que preguntaros -dijo, reconociendo implícitamente al cambiar de tema que creía lo que le había contado, un reconocimiento que a Lucas no le pasó desapercibido-, ¿Cómo sabíais que yo estaba en esta taberna?

La sonrisa de Lucas fue displicente.

– Mi sargento no es tan inepto como vos creéis. Es cierto que el intento de seguiros no tuvo mucho éxito.

Al parecer no podría haber llamado más la atención que si se hubiera puesto un saco encima de la cabeza. Pero tiene su ración de sentido común. Sabía, además, que yo le habría despellejado vivo si me hubiera dicho que había perdido vuestra pista. Después de esa amistosa liza en el callejón, Wat tenía una necesidad perentoria de tomar una, dos o tres jarras de cerveza. Y se le ocurrió que vos tal vez tuvierais la misma urgente necesidad, así que se escabulló callejón arriba y miró en el interior de la taberna para ver si tenía razón. Tuvisteis suerte de que no fuera un degollador profesional o un asesino a sueldo.

– Sí, tuve suerte -dijo Justino lacónicamente, más enojado por su propia negligencia que por la pulla de Lucas. Tenía aún mucho que aprender sobre el instinto de conservación.

– ¿Queréis decirme por qué pensáis que la emboscada no fue un atraco fracasado o tengo yo que adivinarlo?

Justino experimentó un escalofrío, pero a pesar del sarcasmo de Lucas, tenía derecho a saberlo.

– Tengo mis razones para pensar que esto no fue un atraco al azar. Los forajidos estaban esperando a Fitz Randolph. -Y con la mayor concisión posible le contó a Lucas por qué estaba seguro de que así era.

– Tenéis razón -asintió Lucas, tan pronto como concluyó Justino-. Parece más bien un asesinato cometido por un profesional a sueldo. ¿Pero a instancias de quién? ¿Soy yo la única persona de quien sospecháis? Por muy halagador que esto pueda ser, ¿en qué punto nos encontramos ahora? -Miró socarronamente a Justino a través de la mesa, y después frunció el ceño-.¡Por los clavos de Cristo, no creeréis que Aldith…!

– Tranquilizaos. Nunca la conté entre mis sospechosos. -Una de las comisuras de los labios de Justino se torció ligeramente-. Si os he de decir la verdad, no puedo imaginarme a ninguna mujer que os desee con la suficiente intensidad como para cometer un asesinato.

– Yo pienso lo mismo. -Ahora eran las comisuras de los labios de Lucas las que se movían-. Entonces, ¿qué otra persona querría ver muerto a Gervase? ¿Hay algunas desavenencias familiares que yo deba conocer? Creo recordar que Aldith me contó que el hijo estaba en desacuerdo con el padre porque quería meterse fraile. ¿Sabéis vos algo de eso?

– Monje, no fraile. Y sí, es uno de los sospechosos, uno entre varios más. La hija parece estar enamorada del oficial de Fitz Randolph, pero éste estaba decidido a casarla con un viudo de buena familia. Fitz Randolph y su hermano discutían con frecuencia sobre dinero y está ahora más nervioso que un gato encaramado a un árbol.

– «A los enemigos de un hombre, los hallaréis en su propia casa.» -Lucas meneó la cabeza y después sonrió, expresando pesar-. No soy persona capaz de citar frases de las Sagradas Escrituras, pero no hay nada extraño en esto, ¿verdad? ¿Con cuánta frecuencia nos encontramos a la reina de Inglaterra relacionada en cierto modo con un orfebre? Empecemos con la emboscada en sí y sigamos las pistas desde allí. ¿Creéis que podríais identificar a los bandidos?

– No logré ver de cerca al hombre que se agarró al caballo de Fitz Randolph. Era muy alto y de complexión robusta, pero eso es todo lo que os puedo decir. Sí vi al que lo apuñaló, aunque ignoro su nombre; su compinche lo llamaba «Gib».

– ¿Gilbert? Hay más Gilberts errando por esos campos de Dios que los que nosotros somos capaces de enumerar. Es una lástima que no le hayan dado un nombre menos corriente, algo así como Drogo o Barnabus. ¿Qué aspecto tenía este tal «Gib»?

– De estatura y complexión mediana y cabello castaño. No me acerqué tanto a él como para ver el color de sus ojos, pero creo que oscuros. En cuanto a la edad, más cerca de los treinta que de los cuarenta. Y era sajón, no normando. Lo eran ambos, porque hablaban en inglés.

– Tenéis una vista de lince -dijo Lucas manifestando aprobación-. Pero ¿hay algo que podáis haber olvidado? -Extremando ahora su concentración, se apoyó en la mesa. Justino había visto antes una abstracción semejante, por lo general en las cacerías-. Algunas veces, le pasa desapercibido a un testigo un pequeño detalle -explicó Lucas- por considerarlo insignificante. La mayoría de las veces lo es, pero de vez en cuando… Yo esclarecí una vez un asesinato porque el asesino dejó caer una llave cerca del cadáver. ¿Hay algo que no me hayáis contado?

Ésta era una pregunta difícil, porque había mucho que Justino estaba ocultando: aquella carta manchada de sangre, un preso real en Austria, la sombra del rey de Francia.

– Bueno -dijo al fin-, hubo algo. Suena estúpido y probablemente no significa nada, pero me pareció ver una serpiente.

La mano de Lucas se quedó helada agarrada a la botella de vino.

– ¿Una serpiente?

Justino asintió.

– Sé lo que estáis pensando. Las serpientes hibernan en los meses de invierno. Así que ¿cómo una serpiente se iba a deslizar por el camino de Alresford? ¡Pero estoy totalmente seguro de que era una serpiente!

– Lo era. Yo os lo puedo decir sin temor a equivocarme. También os puedo decir quién asesinó a Gervase Fitz Randolph: un mal nacido hijo de puta llamado Gilbert el Flamenco.

Lucas sonrió gravemente ante la expresión de asombro retratada en el rostro de Justino.

– Esta no es la primera vez que se ha valido de ese truco de la serpiente, así que hasta os puedo decir cómo lo hizo. Encontró el escondrijo de una serpiente, la sacó de allí, la metió en un saco y la arrojó al camino cuando el orfebre y su criado estaban a punto de pasar. Nada espanta más a los caballos que una serpiente; es un método casi infalible para hacer caer a un hombre.

– Esto explicaría, entonces, por qué sus caballos se desbocaron sin causa aparente. ¿Yqué sabéis de ese hombre?

– Que la horca no es suficiente castigo para él -contestó Lucas con dureza-. Gilbert es un muchacho de la localidad, aunque hace ya tiempo que se trasladó a Londres; supongo que allí tiene más oportunidades. Pero viene a visitar a su familia y el verano pasado estuvo implicado aquí en un doble asesinato brutal. Tendió una emboscada a un comerciante y su mujer en el camino de Southampton, él y otro forajido del demonio. Al marido lo mataron en el acto. Después de violar a la mujer, Gilbert la acuchilló y la dejó que se desangrara hasta morir, en un lado del camino. El tal Gib no es de los que dejan testigos tras sí, pero la esposa del comerciante no murió inmediatamente. Vivió lo suficiente para contar lo de la serpiente y la emboscada y para poner una soga alrededor del maldito cuello de Gilbert.

– Que Dios tenga piedad de él- dijo Justino suavemente.

– Yo pasé días y días persiguiéndolos. Cogimos a su compinche, lo sometimos ajuicio y después lo ahorcamos en el camino de Andover. Pero Gilbert tuvo la suerte del diablo, y se escapó. He oído decir que regresó a Londres y he advertido a los justicias de allí que traten de encontrarlo y no le dejen escapar, pero Londres es un tronco lo suficientemente grande para ocultar muchos gusanos. Supongo que Gilbert decidió que había pasado suficiente tiempo para arriesgarse a volver. Que Dios lo pudra, pero la verdad es que nunca le han faltado agallas.

– ¿Por qué le llaman Gilbert el Flamenco? Decís que es natural de Winchester y que aquí nació y se crió; ¿procede su familia de Flandes?

– Le llaman así -dijo Lucas- porque es muy hábil con el cuchillo. ¿No habéis oído nunca decir eso de que no hay nada más afilado que una navaja flamenca?

Justino asintió sombríamente, estremecido al pensar lo que le habría pasado a Edwin si él no hubiera acudido al oír aquel grito pidiendo ayuda.

– ¿Creéis que lo podréis encontrar?

– Si no lo encuentro, no será porque no lo intente. En cuanto amanezca, haré público el asunto y mantendremos a su familia tan vigilada que no eructarán sin que uno de mis hombres oiga sus eructos. -Dicho esto, Lucas empujó el banco y se puso de pie,

– Tengo que volver al castillo. -Estaba en mitad de la conversación cuando Wat se acercó a ellos-. Os comunicaré lo que he descubierto acerca del tal Gilbert. Mientras tanto, De Quincy, manteneos apartado de los callejones. -Sonrió e hizo una seña al propietario de la taberna-. Rayner, carga a mi cuenta lo que beba este caballero.

Lucas recogió a Wat y salió pavoneándose. Era el foco de todas las miradas. Justino sorprendió al dueño de la taberna fulminándole con la mirada, pero el ceño fruncido del tabernero se transformó en una sonrisa de agradecimiento cuando puso deliberadamente unas monedas sobre la mesa. Sabía muy bien que Lucas nunca pagaba las cuentas en las tabernas: consideraba las bebidas gratis como una de las muchas bicocas de su cargo.

Después de la marcha de Lucas, los que estaban en la taberna se acomodaron para seguir bebiendo, jugando a las damas y cotilleando. Justino se arrellanó en su asiento, tratando de hacer caso omiso de las miradas curiosas que le dirigían. Necesitaba estar solo para evaluar lo que el justicia le había dicho. ¿Podía realmente confiar en Lucas de Marston? Si era así, había ganado un aliado inestimable. Si no, tal vez no le quedara ya vida para arrepentirse de ello.


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