Febrero de 1193
Había empezado a llover de madrugada. Al mediodía caía una lluvia que se mezclaba con el aguanieve. Lucas se apresuró a llegar a la taberna, buscó una mesa tan próxima a la chimenea como le fue posible sin correr el riesgo de quemarse, se quitó el manto empapado en agua y sacó sus compras de un saco de cáñamo: varias hojas de pergamino, un tintero y una pluma de ganso. Pidió una vela de sebo a Nell y empezó su tarea, mordiéndose el labio inferior en un gesto de concentración y profiriendo algún que otro juramento cuando se secaba la tinta y tenía que raspar el pergamino y limpiarlo con el filo de su navaja. No tenía un diente de cabra para alisar después la superficie, pero estaba satisfecho con el resultado final, una carta que era concisa y razonablemente legible. Fue entonces cuando levantó la cabeza y se dio cuenta de que había despertado curiosidad en el público, porque escribir era un arte misterioso y arcano para los residentes de Gracechurch Street, la mayoría de los cuales no sabían más de libros que de magia negra.
Algunos, más atrevidos, le hacían preguntas sobre el arte de escribir. Así fue como antes de saber lo que había pasado, Lucas se encontró rodeado de personas cuyos nombres escribía en una de sus costosas hojas de pergamino. Al principio le divirtió ser el centro de tan reverencial atención, pero la novedad pasó pronto y se sintió aliviado cuando la entrada de Justino puso fin a la improvisada lección.
Seguido por Shadow, Justino acercó un taburete y se quitó el manto empapado.
– Veo que estáis ocupado -le dijo-, pero creo que en inglés Tomás se escribe con una hache intercalada.
– ¿Por qué? Dentro de nada me vais a decir que tengo que añadir también una hache a Justino.
Justino sonrió
– No lo creo. Después de todo, ya conocéis mi nombre.
Lucas meneó la cabeza.
– Estáis de demasiado buen humor para un maldito día frío y lluvioso de Cuaresma. Generalmente, cuando un hombre está de tan buen humor, es que acaba de salir del lecho de una mujer.
Justino esbozó una sonrisa de buena gana porque cuando fue a la Torre a informar a la reina de los últimos acontecimientos, tuvo un breve pero ardiente encuentro con Claudine en las escaleras y ella le prometió ir a verlo tan pronto como tuviera una tarde libre.
Lucas no dejaba de mirarlo con curiosidad.
– ¿Tenía yo razón en lo de la mujer? ¿O es ése otro de vuestros secretos?
Justino se encogió de hombros.
– Tengo fundados motivos para estar contento. La reina está satisfecha por cómo vamos progresando en nuestras indagaciones y esta ramera irlandesa puede muy bien ser el cebo que necesitamos para sacar al Flamenco de su escondrijo. Más suerte ésta de la que he tenido hace mucho tiempo, Lucas.
– Si fuerais verdaderamente afortunado, habríais encontrado a algún pobre tonto que se quedara con ese animal sarnoso. ¿O habéis decidido quedaros con él? He observado que ya no tratáis de encajárselo al primero que pasa por vuestro lado.
A Justino le apuraba reconocer que se había encariñado con Shadow.
– No -insistió-. Estoy todavía buscándole un hogar, pero he pensado que tendría mejor oportunidad de encontrarlo si antes lo amaestro.
La sonrisa que esbozó Lucas era una sonrisa escéptica.
– Así que, ¿os divertís enseñándole a no mearse en la casa, a no morder las patas de la mesa, a no comerse las velas y escupirlas después en la cama, como hizo ayer, y una vez que el perro esté amaestrado, deshaceros de él? Me parece razonable, pero yo no soy persona para inmiscuirme entre un hombre y su perro. Ahora escuchad: quiero que me hagáis un favor. La próxima vez que un mensajero de la reina pase por aquí, ¿queréis hacer el favor de entregarle mi carta? Me costaría mucho emplear personalmente un mensajero.
– Mi suerte se os está empezando a contagiar, porque hay un hombre que va en dirección oeste mañana por la mañana. Dádmela y me ocuparé de que se la lleve. ¿Para quién es? ¿Para Aldith?
– Finalmente. Irá primero al justicia, explicándole que se ha requerido mi presencia en Londres. Explico que ha sido por orden de la reina, así que confío en poder contar con vos si hay necesidad de corroborarlo. Le pido luego que le envíe la carta a Aldith, una vez que la haya leído él. He añadido un mensaje para ella también, en la parte inferior.
Cuando Lucas señaló el lugar del mensaje, Justino vio que efectivamente había unas líneas garabateadas al pie de la página. Después de examinarlas, levantó la vista hacia Lucas con expresión de regocijada incredulidad.
– ¿Le decís que esperáis estar de vuelta dentro de unos quince días más o menos y que deseáis que esté bien, y nada más? ¡No cabe duda de que sois un incorregible romántico!
– Le digo lo que es importante, es decir, cuándo regresaré -replicó Lucas-. ¿Qué más le debo decir?
– No os hubiera costado nada decirle que la echáis de menos. O que se ha adueñado de vuestro corazón. Cuál es mi misión, ¿escribir cartas de amor en vuestro nombre?
– ¡Que Dios me proteja! Eso tal vez se lo diga en la cama y, desde luego, no a la luz del día y ciertamente no por escrito. Me sentiría el hombre más ridículo del mundo. ¡Y no digamos cómo se sentiría el cura cuando Aldith le llevara la carta para que se la leyera!
Justino no pudo por menos de reírse.
– Sugiero, pues, que enseñéis a leer a Aldith. Y, ahora, ¿qué hay de la puta del Flamenco? ¿Pudisteis averiguar algo más sobre ella?
– Jonás se está ocupando de eso. Dijo que se encontraría con nosotros aquí esta tarde para comunicarnos lo que hubiera averiguado. Pero me sorprenderá mucho si esa pista nos lleva a algún sitio.
– ¿Por qué son todos los justicias tan reacios a dispensar esperanzas? -bromeó Justino, aunque la esperanza había sido un producto más bien escaso también en su propia vida.
– La esperanza y las rameras van pocas veces juntas -le respondió Lucas, y Justino no tenía argumentos para contradecirle en eso. En lugar de hacerlo, pidió prestado un par de dados a otro parroquiano de la taberna y le dijo a Nell que les trajera un botellón de cerveza. Si tenían que esperar a Jonás, por lo menos podían divertirse un poco mientras tanto.
No tuvieron que esperar mucho porque Jonás llegó antes de una hora. Venía acompañado de un muchacho desgarbado, rubio y pecoso, con el aspecto de ser más un labriego de los campos de Kent que un ciudadano acostumbrado a arrostrar los peligros urbanos de Londres. Haciéndole una señal a Nell para que trajera bebida, Jonás acercó uno de los bancos.
Casi en el acto Nell se acercó a la mesa con dos vasos más y una jarra de vino llena a rebosar, pero no hizo el menor intento de marcharse después de servirlos, sino que se quedó rondando cerca de ellos con curiosidad mal disimulada. Los hombres estaban tan concentrados en las noticias que traía Jonás que ni siquiera se dieron cuenta de que estaba escuchando.
– Este es Aldred. Tenemos que hablar en inglés porque no sabe francés. Aldred es el hombre que mandé al Toro. Todos mis hombres querían ir -dijo Jonás con una sonrisa maliciosa-. No recuerdo ninguna otra vez en que se ofrecieran tantos voluntarios para una misión determinada. Pero Aldred la cumplió a la perfección. El estar en una casa de citas parece haber aguzado su ingenio, porque fue capaz de seguir después a Nora hasta su casa sin que ésta se diera cuenta. He dejado allí a un hombre vigilando por si el Flamenco va a verla.
Justino estaba sorprendido.
– ¿Nora no vive en el burdel? Yo creía que eso era lo normal.
Jonás movió la cabeza.
– Los «estofados» del Southwark son distintos de los prostíbulos de otras ciudades, porque el viejo rey promulgó leyes para gobernarlos, leyes que ordenan la limitación del acto pecaminoso a un sector determinado y la alteración del desorden público al mínimo.
– Tienen todo tipo de reglas -interrumpió Aldred con entusiasmo. Tenía una manera de hablar tosca, carecía del característico acento sajón oriental del nativo de Londres. Pero los ojos azules que se encontraron con la mirada de Justino eran claros y brillantes. Tal vez fuera inexperto, pero no lerdo-. Las mujeres casadas o embarazadas no pueden trabajar en los «estofados» -añadió-. Tampoco las monjas.
Lucas interpuso un sardónico:
– ¡Espero que no!
Pero Aldred quería a toda costa compartir sus recién adquiridos conocimientos y volvió a interrumpir.
– Nora, que ése era su nombre, me habló de las leyes. Son muy interesantes y creo que también justas. No se puede obligar a ninguna mujer a quedarse allí en contra de su voluntad. Las prostitutas tienen que vivir en otro lugar y pagar un alquiler por sus habitaciones al jefe del «estofado». Este no debe prestarles más de seis peniques, a no ser que contraigan deudas tan grandes que terminen trabajando por nada. Deben ser examinadas por un médico cada tres meses para que los hombres puedan estar seguros de que no padecen sífilis. No se les permite tener amantes y se las castiga si los tienen. No pueden ejercer su profesión en días sagrados y el último hombre que esté con una prostituta debe quedarse con ella toda la noche.
– ¿Por qué? -Justino encontró las otras reglas fáciles de comprender, pero esta última le dejaba perplejo; dudaba mucho de que a la Corona le preocupara el asegurarse de que un hombre le sacara partido a su dinero.
– Es fácil de entender -explicó Lucas-. Es para impedir que tengan que cruzar el río. Después del toque de queda se cierran las puertas de la ciudad, pero si los hombres contratan a un barquero en la orilla del río, pueden vagar por las calles a su gusto y no precisamente para hacer nada bueno.
Aldred siguió hablando, pero se calló de pronto, y es que Nell se acercaba con otra jarra de vino. Tan pronto como la camarera se alejó, reanudó la conversación.
– Supongo que ésa es la razón por la que está prohibido vender vino o cerveza en los «estofados», para impedir las peleas de borrachos. Pero algunos de los rostíbulos los proporcionan a hurtadillas -confesó-, Nora hizo que le mandaran vino a su habitación. Dijo que tampoco se les permite vender comidas y no veo la razón para esa regla. ¿La ven vuesas mercedes?
Lucas estaba a punto de aventurar la conjetura de que era para impedir que los clientes se demoraran una vez que habían pagado por los servicios recibidos. Pero Jonás se lo impidió.
– Veo que nos vamos a pasar el día hablando de prostitutas. De quien debemos hablar es de una en particular. Cuéntanos acerca de la puta del Flamenco, Aldred.
– Bueno, pues… es joven y guapa. Tiene el pelo de color rubio claro, como mantequilla recién batida. Tiene una cintura muy fina y… -Aldred vaciló porque Nell seguía merodeando por allí y no sabía cómo describir los encantos físicos de Nora en términos refinados-. Sería una excelente ama de cría -espetó finalmente, haciendo gestos con las manos para indicar el tamaño de los senos de la joven, y ruborizándose después cuando Lucas y Justino rompieron a reír.
Pero Jonás no se rió.
– Ya sé que en la cama es insuperable, muchacho -dijo con impaciencia-, porque tú saliste de su cuarto con una mueca de placer de oreja a oreja. Pero no es eso lo que necesitamos saber. ¿Es lista? ¿Cabeza de chorlito? ¿Una zorra? ¿Una charlatana? ¡Debes de haberte formado una opinión sobre ella, Aldred!
Aldred se revolvió en el banco; hasta ahora Jonás le había pedido que suministrara músculo, no materia gris.
– Habla, habla bastante, pero en realidad dice poco. No es una charlatana como lo son la mayoría de las mujeres. Al principio era tan dulce como la miel… -Se sonrojó aún más; resonaba en sus oídos esa suave cadencia irlandesa, llamándole «adorado muchacho» y «amor mío»-. Pero cambió radicalmente en cuanto recibió el dinero. Entonces se mostró práctica. Creo que es una mujer con secretos no fáciles de desentrañar. -Esta última frase la dijo con cierta timidez, porque Aldred no había abierto jamás un libro-. Mirarla a los ojos era como mirar a los ojos del gato del establo en nuestra casa. ¿Tiene esto algún sentido? -Con gran alivio suyo, los otros asintieron, así que debía de tenerlo.
– Muy bien, muchacho -dijo Lucas, y Aldred les obsequió con una abierta sonrisa. Cogió su vaso de cerveza y empezó a beber, sin dejar de mirar a Nell. Ésta estaba limpiando la cerveza derramada en la mesa de al lado, pero Aldred tenía suficiente experiencia en el arte de escuchar las conversaciones de los demás como para poder identificar fácilmente a cualquier otra persona que practicara ese arte tan útil. Cuando Nell miró en su dirección, Aldred le guiñó un ojo y se quedó muy satisfecho cuando ella, a su vez, le dedicó una picara sonrisa antes de darse la vuelta. Pero no se alejó mucho, y permaneció lo suficientemente cerca como para seguir oyendo. Aldred no reveló nada de esto y mientras los hombres hablaban, planeando la estrategia que creían se debía poner en práctica, ella escuchaba atentamente y hacía también planes, a su vez.
Seis noches más tarde, Justino, Lucas y Jonás regresaron y se sentaron en la misma mesa. Nell los sirvió con tanto esmero que los otros parroquianos se dieron cuenta y se maravillaron. Pero los esfuerzos de Nell fueron inútiles. No hablaron mucho y cuando lo hicieron, fue en francés. La frustración de Nell iba en aumento. Pero su humor mejoró cuando la puerta se abrió para dar entrada a Gunter. Siendo un hombre que valoraba el orden y la rutina, no esperaba más que su acostumbrada cerveza de la noche, pero apenas había dado unos pasos, Nell le abordó y le hizo acercarse con ella a un rincón para comunicarle unos mensajes urgentes.
– ¡Cómo rae alegra verte! ¡Ve a hablar con Justino ahora mismo!
– ¿Por qué? ¿Pasa algo?
– Quiero oír lo que están diciendo. Si tú estás allí hablarán en inglés. -Gunter se puso a menear la cabeza porque no quería implicarse en una de las intrigas de Nell.
Le agradaba, hasta cierto punto, como persona, pero no merecía su absoluta aprobación; le alarmaban su obstinación y su mal genio. Pero Nell le suplicó-: Hazlo por mí, Gunter. Te lo pido por favor. -Y Gunter se encontró atravesando la estancia, como impelido por la mera fuerza de la voluntad de Nell. Como ella había pronosticado, Justino y Lucas le dieron una calurosa bienvenida muy prolongada, más sucinta por parte de Jonás, y a continuación arrimó un taburete para unirse a ellos, sintiéndose incómodo como si fuera un espía.
Estaban deseosos de compartir con él su desilusión porque el ataque de Gilbert el Flamenco, con ayuda de la horca del jardín, le había granjeado el derecho de tomar parte en su persecución, aunque sólo fuera indirectamente. Le informaron, apesadumbrados, de que no habían tenido suerte. Llevaban ya seis días vigilando a Nora, habían alquilado una habitación al otro lado de la calle, frente a la casa que Nora compartía con otras tres prostitutas, y mantenían por turnos una estricta vigilancia de la casa. Tenían también vigilado El Toro y tan pronto como ella salía, la seguían a una discreta distancia. Pero no se había conseguido nada.
Justino no estaba tan desanimado como sus compañeros porque había conseguido encontrar algún tiempo libre para estar con Claudine. La acompañó al lazareto de San Giles, donde iba a distribuir limosnas en nombre de la reina y al final de esa misma semana la llevó a patinar a Moorfields; en ambas ocasiones habían terminado el día compartiendo el lecho de Justino en la casita de Gunter.
Pero ni Lucas ni Jonás tenían una Claudine que les hiciera la espera más tolerable o más placentera. Conforme iban pasando los días sin resultado alguno, Lucas estaba más nervioso y malhumorado que un gato escaldado. Tampoco estaba Jonás de muy buen humor. Escuchó con aire taciturno a Lucas mientras éste se lamentaba de la inutilidad de sus esfuerzos y no debatió la pesimista conclusión del justicia: que Nora no era un cebo adecuado para cazar a un asesino.
– La verdad es -añadió Lucas con gravedad- que el Flamenco no es hombre que pierda la cabeza por una mujer. Por mucho que le guste revolcarse en la cama con esa puta, no está dispuesto a arriesgar su vida por ella.
Jonás asintió con un gruñido y Justino se encogió de hombros.
– ¿Qué vais a hacer ahora? -preguntó Gunter, tratando de no hacerle caso a Nell, que se afanaba en barrer el suelo cerca de su mesa.
– Eso es lo que hemos estado debatiendo -reconoció Justino-. Creo que le debemos dar más tiempo al asunto. Pero Lucas dice que hemos perdido casi una semana, una semana que no podemos desperdiciar. El cree que tenemos que tomar medidas más drásticas.
Lucas asintió.
– Estoy harto y molido de dormir en el suelo de vuestra casa, Gunter. Y es cada vez más evidente que podemos estar observando a esta mujer desde ahora hasta que la primavera deshiele los caminos, sin conseguir nada. Así que Jonás va a arrestarla y veremos si podemos conseguir que nos revele el paradero del Flamenco.
– ¡No! ¡No podéis hacer eso!
Los hombres se quedaron mirando a Nell como si hubiera perdido la razón, pero ella no se dejó arredrar.
– No debéis hacerlo -insistió-. Una vez que la arrestéis, perdéis la oportunidad de cazar a Gilbert cuando esté descuidado. Y si no podéis hacerle hablar, ¿qué pasará entonces? Ni siquiera podéis estar seguros de que tenga nada que deciros.
Lucas frunció el ceño.
– No quisiera ser descortés, Nell, pero esto no es asunto que te concierna.
– Agradecedme el que esté aquí para impediros el cometer un gran error. ¿Qué sabéis de esa mujer? A las prostitutas no se les permite tener amantes, se les puede imponer multas y hasta meterlas en la cárcel unas semanas. Así que ¿por qué está compartiendo el lecho con Gilbert? ¿Tiene demasiado miedo para negarse a hacerlo? Por lo que he oído contar de ese hombre, ésa no es una posibilidad muy remota. O tal vez le gusta tener un amante peligroso. A algunas mujeres les gusta. O tal vez desee la protección de ser conocida como la mujer del Flamenco. O puede ser su cómplice además de compartir su lecho, porque las prostitutas oyen a menudo informaciones útiles. ¿Quién puede decir que no se la está transmitiendo a él? Hasta puede creerse que está enamorada de él. Por poco probable que esto parezca, el mundo está lleno de necios. ¿Podría ser ella uno de ésos? Vos no lo sabéis, ¿no es verdad? No podéis contestar a ninguna de estas preguntas. Y hasta que podáis ¡el arrestarla sería una locura!
– Lo que acabas de decir es bastante razonable -reconoció Lucas-. No lo voy a negar. Pero ¿cómo vamos a encontrar las respuestas a todas estas preguntas? ¿Escondiéndonos debajo de su cama? Ninguno de nosotros puede acercarse a ella, porque Gilbert nos conoce a todos de vista, por así decir. Así que ¿a quién podemos llamar? ¿A Aldred? ¡Ciertamente sería mandar un cordero al ara del sacrificio!
Mirando a Justino, Nell notó que él adivinaba adonde los llevaba esta conversación y dijo apresuradamente, antes de que nadie pudiera objetar:
– Dudo que haya un hombre en este mundo que tenga mucha suerte con Nora. Se llevará a los hombres a la cama, pero no les hará partícipes de sus confidencias. La mayoría de las prostitutas no confían en los hombres, así son de simples estas cosas. Se precisa una mujer para sacarle a Nora las respuestas que necesitáis.
Lucas se recostó en su asiento, con el esbozo de una sonrisa jugueteando en las comisuras de sus labios.
– ¿Estás pensando en alguna mujer en concreto, Nell?
– Bueno. Se me ocurrió que a lo mejor Justino le podía preguntar a la reina si tenía alguna tarde libre. ¿En quién creéis que estaba yo pensando? ¡En mí misma, por supuesto!