Marzo de 1193
Winchester había levantado el cadalso más allá de las murallas de la ciudad, en el camino de Andover. Se había congregado ya una multitud ingente cuando Justino y sus compañeros llegaron. No les sorprendió la muchedumbre de espectadores porque las ejecuciones públicas atraían generalmente mucho público, ya que ofrecían tanto un entretenimiento truculento como la tranquilizadora prueba de que llega siempre la hora de la verdad para los que hacen el mal, sus, nunca mejor dicho, Dies Irae.
Para presenciar el día del juicio de Gilbert el Flamenco había venido una gran muchedumbre de Winchester: hombres, mujeres y hasta niños. Justino sabía que había quien opinaba que ésta era una buena manera de enseñar a los adolescentes que la Biblia dice la verdad cuando leemos que el precio del pecado es la muerte. Pero él no se imaginaba a sí mismo llevando a un hijo suyo a ver colgar a un hombre en el extremo de una cuerda hasta que exhalara el último suspiro.
Aldith, evidentemente, estaba de acuerdo con él:
«¡Virgen María, Madre de Dios, cuida a esos pequeñuelos!», decía. Y un poco más allá un hombre vendía empanadas calientes. ¡Cualquiera creería que esto era la feria de San Giles!
– Las ejecuciones públicas son siempre así, como un velatorio en el que ninguno de los dolientes lamenta la pérdida del muerto. ¿Estás segura de que quieres estar aquí, Aldith?
– Sí -insistió, no muy convencida-. Esto ha sido un gran triunfo para Lucas, cazar a un despiadado criminal como el Flamenco. Y para ti también, Justino -añadió como si fuera una obligada conclusión.
Aunque Justino admiraba su lealtad, seguía pensando que las horcas no eran un lugar adecuado para ella. Pero se calló su opinión. Nell insistía en que las mujeres eran más duras de lo que él creía y había empezado a creer que tenía razón. Ciertamente, Nell y Nora eran capaces de cuidar de sí mismas, pero ¿lo era Claudine? ¿Qué habría hecho si le hubiera hablado a la reina de su doblez? ¿Habría vuelto a su hogar y a su familia en Aquitania, avergonzada y deshonrada? ¿O habría pedido ayuda a Juan?
Torció su boca en un gesto, porque había empezado a sentir algo como si sus pensamientos ya no le pertenecieran. Claudine parecía poder reclamarlos siempre que quisiera, a pesar de sus denodados esfuerzos por desterrarla al olvido. Los sacerdotes utilizaban exorcismos contra los espíritus malignos, qué lástima que no los hubiera para echar del pensamiento a una amante infiel. Pero el burlarse de sí mismo no fue más eficaz que la cólera para derrotar a esos espíritus y pasaron unos instantes hasta que se dio cuenta de que Edwin le estaba hablando.
– Perdona, mis pensamientos vagan sin control. ¿Qué me estabas diciendo?
– Tenía curiosidad -confesó el criado- sobre la puta del Flamenco. Si la hubieran atrapado, ¿la habrían ahorcado también?
– No es probable, porque el crimen al que Nora contribuyó con su ayuda, no llegó a cometerse. Pero se puede ahorcar al cómplice de un asesinato y es muy posible que ésta haya estado implicada en algunos de sus otros crímenes. Si es así, habría incurrido en la pena de muerte. Según Lucas, un tribunal es generalmente muy duro con una mujer acusada de asesinato.
Aldith asintió, confirmando en el acto todo lo dicho.
– Lucas dice que esperamos que los hombres monten en cólera y reaccionen con violencia. Por el contrario, se supone que las mujeres somos dóciles y manejables, y cuando una mujer no lo es, se la castiga por ello. Pero esto es una espada de dos filos porque dice que acusaciones y convicciones son más probables cuando la víctima es una mujer.
– Así es como debe ser -afirmó Edwin, comprensivo- porque es cobardía hacer daño a una mujer. Después de todo, no pueden defenderse. -Pero enseguida bajó la voz, con algo menos de galantería-, ¡Rápido, bajad la cabeza, porque aquí vienen la reina Jonet y su bufón!
Jonet y Miles, que les observaban, se abrieron paso entre la multitud hasta llegar a un lugar preferente, tan próximo a la horca como les fue posible. A Justino no le sorprendió verlos allí, pero sí le dejó perplejo la visión de una figura con capucha corriendo para alcanzarlos.
– ¿Qué está haciendo Tomás aquí? Dudo de que el abad le haya dado permiso para asistir a una ejecución.
¿Estás dispuesto a apostar a que nuestro novicio salió de la abadía sin pedir permiso?
– ¡Santo Cristo, espero que no! -dijo Edwin, alterado-, ¡Si le echan de la abadía volverá a casa de la señora Ella y entonces Dios no nos deje de su mano!
Justino pensó que no era probable que se le admitiera a Tomás a hacer sus votos perpetuos. Pero no veía motivo para preocupar a Edwin con sus dudas, porque el pesimismo del criado estaba bien fundado.
– La señora Ella me dijo que podía venir a la ejecución y Jonet estaba allí cuando lo dijo y lo oyó palabra por palabra. Sin embargo, ahora me está mirando como si me hubiera escapado cuando la señora Ella volvió la espalda -dijo Edwin, que había empezado a ponerse nervioso por las miradas hostiles que se le dirigían.
– Es la gente con quien te encuentras, Edwin -dijo Aldith con ironía-. Después de todo, estás aquí confraternizando abiertamente conmigo, la mismísima Ramera de Babilonia de Winchester.
– Tampoco estoy yo en buenas relaciones con ellos -añadió Justino-. Durante el juicio, hicieron evidente que hubieran preferido compartir la mesa con un leproso que conmigo.
– Tenéis razón -gruñó Edwin-. Hasta después de enterarse de que esclarecisteis el asesinato del maestro Gervase, continúan censurándoos por haber sospechado injustamente de ellos, con lo santos que son todos ellos.
– ¿Y sabes por qué no me sorprende eso? -bromeó Justino-. Pues porque la afrenta a su orgullo es más importante que el asesinato de su padre.
Un súbito movimiento de la multitud les hizo interrumpir la conversación. Habían aparecido unos jinetes.
Los espectadores se echaron hacia adelante al ver el carro con el acusado. Gilbert el Flamenco estaba de pie en él, con actitud de desafío aun ahora que iba sujeto con cadenas. Pero Aldith sólo tenía ojos para Lucas.
– ¡Ahí está!
Lucas y sus hombres cabalgaban a los lados del carro, manteniendo controlados a los espectadores. Algunas veces algún forajido condenado podía convertirse en celebridad, pero no era éste el caso, pues el Flamenco había cometido demasiados crímenes contra los hombres y mujeres de Winchester. Lo recibieron con burlas, silbidos y juramentos. Un hombre lanzó una piedra con tan mala puntería que dio contra el carro. Antes de que pudiera arrojar otra, el sargento de Lucas se dirigió a él. Watt le reprochó su actitud, pero sólo eso, y cuando Justino hizo un comentario sobre su moderación, poco corriente cuando se trataba de controlar a una multitud, Edwin le explicó que el que había tirado la piedra era pariente de la mujer del comerciante a quien se dejó morir en el camino de Southampton.
– ¡No puedo creer lo que estoy viendo! -Aldith parecía atónita y luego indignada-, ¿Qué está haciendo aquí el justicia? No tomó parte en nada de esto. ¿Cómo tiene el atrevimiento de esperar que se le reconozca el mérito por un arresto que fue obra de Lucas?
Una mirada convenció a Justino de que tenía razón. El justicia estaba comportándose como si hubiera sido él quien hubiera capturado al Flamenco, respondiendo solemnemente a los saludos de la multitud, dando órdenes innecesarias a Lucas y a los demás, lanzando miradas airadas al forajido y en general recordándole a Justino a un gallo de corral que se está dando aires de grandeza con la gallina que pertenece a otro gallinero.
Cuanto más observaba Aldith su pavoneo y presunción, tanto más se encolerizaba. Pero cuando Lucas se bajó del caballo y se unió a ellos, parecía haber adoptado una actitud filosófica por haber sido relegado a desempeñar un papel accesorio en la representación que estaba a punto de empezar.
– Tú sabes cómo se capturó al Flamenco -le dijo a Aldith-, y también, gracias a De Quincy, lo sabe la reina Leonor. ¿Qué importa lo demás?
Al asesino, encadenado, lo arrastraron hasta la horca, donde el verdugo esperaba con impaciencia. El justicia iba detrás y hacía un gesto para indicar que quería ser quien pusiera el lazo alrededor del cuello de Gilbert. Lucas parecía adivinar lo que iba a ocurrir, porque dijo en voz baja:
– Eso ha sido un mal paso.
Unos momentos después sus palabras resultaron proféticas porque cuando el justicia se aproximó con la cuerda, el Flamenco le escupió en plena cara.
Una reacción espontánea salió de la multitud: gritos sofocados mezclados con risitas ahogadas. Aldith escondió el rostro en los hombros de Lucas para que no se oyeran sus risas, pero Lucas, prudentemente, controló su reacción, que era similar a la de ella. Dejándose llevar por su dignidad maltratada, el ultrajado justicia respondió con un aluvión de insultos e improperios, interrumpido por la risa despreciativa del condenado. Echándose hacia atrás, el justicia hizo un gesto desdeñoso y despectivo al Flamenco, que se convirtió en una mueca cuando el verdugo obedeció y subió la soga que sostenía su cuerpo.
Los espectadores se quedaron silenciosos. Unos cuantos hicieron a escondidas la señal de la cruz como despedida al hombre que estaba a punto de morir. Aldith volvió a esconder su rostro en el manto de Lucas. Edwin desvió también la mirada, pero Lucas y Justino siguieron observando con seriedad, mientras el asesino libraba una batalla desesperada por cobrar aliento. Pareció pasar mucho tiempo hasta que dejó de agitar los brazos y su cuerpo se desplomó.
Lucas fue el primero en romper el silencio.
– Bueno, va por fin camino del infierno.
– Dudo -dijo Justino cansinamente- que ni siquiera el demonio quiera tenerlo junto a él.
Justino se acercó a regañadientes a casa de los Fitz Randolph. A diferencia de sus hijos, la viuda del orfebre no había asistido al juicio del Flamenco. Así como no le importaba ni poco ni mucho la benevolencia de los Fitz Randolph más jóvenes, la opinión de Ella no le era indiferente. Era la única en la familia del finado a quien encontraba afable y deseaba que pensara bien de él. Por eso quería averiguar si ella lo censuraba como lo habían hecho sus hijos.
Le abrió la puerta Edith, la criada, y lo condujo al salón. Ella no le hizo esperar mucho.
– Señor De Quincy, ¡qué sorpresa! -Pidiéndole a Edith que les trajera vino, mandó a Justino que se acercara a la chimenea. Acababan de sentarse cuando se oyó un portazo y Jonet entró apresuradamente en el salón.
Era evidente que le habían advertido de la presencia de Justino, porque no mostró al verle el menor asombro, sólo antagonismo.
– ¡No puedo creer que tengáis agallas para venir a visitarnos teniendo en cuenta la manera horrible en que habéis ofendido a nuestra familia! No podéis ser bien visto en esta casa.
– No eres tú a quien le corresponde decir tal cosa.
– ¡Madre! Este hombre nos consideró sospechosos del asesinato de mi padre.
– Lo sé, Jonet. Pero también sé que, si no hubiera sido por él, la justicia nunca habría capturado a los asesinos de tu padre.
– Eso no le excusa.
– Sí -contestó Ella con firmeza-, sí le excusa. Mantén tu resentimiento si lo deseas, pero no te consentiré que seas descortés con una persona que visita esta casa, mi casa. ¿Está claro?
Justino no pudo por menos de darse cuenta de que Jonet no era tan guapa cuando estaba enfadada. Su cutis, pálido como la leche, estaba salpicado de manchas rojas, sus ojos daban la impresión de ser puras ranuras horizontales, a través de las cuales miraba con descaro a su madre. Pero fue ella quien tuvo que retroceder, y salió de la habitación enfurruñada.
Justino encontró este diálogo muy interesante. Tenía la impresión de que Ella estaba desplegando las alas, afirmando su autoridad con sentido matriarcal de la familia. Ciertamente un papel más satisfactorio que el de esposa engañada o viuda de luto.
– Ojalá lo hubiera podido salvar, señora.
– Yo también lo habría deseado -dijo ella con gran serenidad-. Tenía sus defectos como todos los humanos, pero tenía buen corazón, era generoso y no merecía morir a manos de un forajido. Me apena tener que decir esto, pero su muerte no parece haberle afectado a nadie más que a mí. Para los otros fue casi… conveniente.
– Eso no es posible -replicó Justino por cortesía, pero sin mucha convicción, porque también a él se le había ocurrido el mismo pensamiento.
– Me temo que así es. Si Gervase viviera aún, Tomás no sería el novicio más reciente de Hyde Abbey. Además, Jonet y Miles no estarían prometidos en matrimonio. Hasta esa mujer desvergonzada se ha beneficiado de la muerte de Gervase si los rumores son ciertos. ¿Lo son? ¿Está Lucas de Marston realmente decidido a casarse con ella? -Cuando Justino asintió, Ella hizo una mueca-. ¡Los hombres son tan tontos!
Justino sabía que Aldith comprendería que no tratara de defenderla ante la viuda de su antiguo amante; era demasiado imparcial como para no aceptar que el resentimiento de la otra mujer estaba más que justificado.
– Tengo algo para vos -dijo, sacando un pergamino enrollado y sellado-. Su Majestad la reina me ha pedido que os entregue esto.
– ¿Por qué me querrá escribir a mí la reina? -preguntó Ella, sorprendida. Cuando le alargó la carta, no la cogió-. Gervase insistió en que enseñáramos a leer a Jonet, pero mi padre no vio la misma necesidad cuando yo era niña. ¿Tendríais la bondad de leérmela?
– Por supuesto. -Rompió el sello, desenrolló el pergamino, se acercó a la luz más próxima, una lámpara de metal suspendida del techo por una cuerda trenzada, y leyó:
Leonor, reina de Inglaterra, duquesa de Normandía y Aquitania, condesa de Poitou, envía sus saludos a Ella, señora Fitz Randolph de Winchester. Deseo ofreceros mis condolencias por la muerte de vuestro esposo. Por lo que he oído decir de él, era un hombre bueno y valiente. Espero que sea un consuelo para vos el saber que murió al servicio de la Corona.
Cuando Justino levantó los ojos, vio que Ella le miraba asombrada.
– Yo…, no lo comprendo. ¿Qué me quiere decir?
– ¿Habéis oído contar que el rey Ricardo fue capturado por sus enemigos a su regreso de Tierra Santa?
Como esperaba, Ella hizo un gesto afirmativo de cabeza, porque Leonor había hecho pública la difícil situación de su hijo después de la reunión del Gran Consejo en Oxford.
– Cuando vuestro esposo salió camino de Londres el día de Epifanía, llevaba una carta para la reina, un mensaje urgente y confidencial que le confió una persona que se había enterado del secuestro del rey. Creo firmemente que Gervase se defendió tan valientemente de los que le atacaron porque temía que estuvieran buscando la carta de la reina.
– Ahora comprendo… -suspiró-. Entonces, ¿es verdad que murió al servicio de la reina?
Gilbert el Flamenco no dejaba nunca testigos oculares de sus crímenes y Gervase Fitz Randolph habría muerto tanto si hubiera ofrecido resistencia como si no. Pero Justino no vio la necesidad de decirle esto a su viuda.
– Sí, señora Fitz Randolph, así murió.
Acercándose a ella, le puso la carta en el regazo y Ella pasó las manos por el pergamino con suavidad, casi con reverencia y los ojos se le llenaron de lágrimas. Justino había considerado el mensaje de la reina como un riesgo, algo que podía haber hecho tanto bien como mal. Pero pronto se dio cuenta de que Leonor había acertado, porque cuando Ella levantó la vista, su rostro surcado de lágrimas estaba iluminado por una trémula sonrisa.
La última vez que Justino visitó la tumba de Gervase Fit Randolph estaba cubierta de nieve. La tierra estaba aún desnuda y parda, pero no pasaría mucho tiempo sin que Gervase reposara bajo una manta de exuberante hierba verde. En este lunes templado salpicado de sol, el segundo día de Pascua, se respiraba en el aire el aroma de la proximidad de la primavera.
Arrodillada junto a la tumba, Aldith cerró los ojos y sus labios se movieron en una oración silenciosa. Cuando se levantó y se sacudió la tierra de la falda, dijo:
– ¡Ojalá hubiera podido traerle flores o una lamparilla! Pero eso no habría hecho más que abrir la herida en el corazón de su viuda… Eso sí, cuenta con mis oraciones y podrá contar con ellas mientras yo tenga aliento para recitarlas.
Justino se unió a ella al lado de la tumba.
– Descansa en paz, Gervase -murmuró, esperando que el asesinado orfebre descansara realmente en paz. Entonces ofreció su brazo a Aldith y se pusieron en camino-. Necesito tu consejo, Aldith. Quiero comprarle algo a Nell para darle las gracias por cuidar de mi perro mientras he estado fuera.
– Lo haré encantada, pero si me lo permites, puedo hacer algo más. Me gustaría ayudarte a arreglar una pelea de enamorados. -Notó su repentina tensión en los músculos del brazo, debajo de la mano de ella, y le dijo con voz apresurada-: Espera, Justino, escúchame hasta el final. Lucas me ha contado que tu relación con una de las damas de la reina está pasando por un mal momento, y yo quisiera…
– ¿Una de las damas de la reina? -dijo Justino receloso e incrédulo-, ¿Cómo demonios se ha enterado Lucas de eso?
– Por Nell. Estaban echando un trago en la taberna después del arresto del Flamenco, cotilleando y bromeando sobre cómo tú habías echado a Lucas de casa porque ibas a llevar a ella a una mujer para que compartiera tu cama. Tenían todos mucha curiosidad, como es natural, y alguien sugirió, medio en broma, que Nell debía invitarte a ti y a la joven a uniros al jolgorio, y de esa manera poder echarle a ella una ojeada. Nell contestó, a su vez, de forma tajante: «Es demasiado noble para compañía como la nuestra», y una vez que los demás se dieron cuenta de que sabía algo, no la dejaron en paz hasta que les dijo que «una dama muy elegante» te había visitado después de que te dieran aquella puñalada, y que venía escoltada por uno de los caballeros de la reina.
Justino masculló entre dientes un juramento y Aldith le apretó el brazo en un gesto de simpatía y le tranquilizó diciendo:
– No te debe sorprender. A la gente le gusta hacer comentarios, sobre todo de temas sexuales. Y en esa Gracechurch Street van a hablar siempre de ti, por aquello de que estás al servicio de la reina.
Se habían parado en un estrecho sendero que iba alrededor de las tumbas y Aldith levantó la mano para protegerse del reflejo del sol, mirando al mismo tiempo con curiosidad el rostro de Justino.
– Yo no pretendo saber lo que pasó entre vosotros o qué ha ido mal en vuestra relación, pero sí creo que estás aún sufriendo. ¿Puede servirte de ayuda el hablar de ello y oír el punto de vista de otra mujer?
– ¡No! -dijo, con una brusquedad de la que se arrepintió en el acto-. Sé que tus intenciones son buenas, Aldith, pero no puedes hacer nada. Todo ha terminado.
– ¿Estás seguro, Justino? Hay pocas brechas que no se pueden cerrar.
– ¿No lo comprendes? Esto fue más que una pelea de enamorados. Esto implicaba una traición.
– Lo comprendo -dijo Aldith-, pero ¿era imperdonable?
– Sí – contestó Justino-, lo era.
Continuaron caminando por el sendero en silencio durante un rato. Después de mirarle varias veces de reojo, Aldith dijo, con cierta vacilación:
– Cuando dijiste que la traición era imperdonable, lo que querías decir era que tenías que tomar una decisión: perdonarla o no.
Justino sonrió sin amargura, porque Aldith había dicho una verdad más profunda que lo que ella creía. Era cierto que se había enfrentado con una decisión.
– Supongo que sí -dijo lacónicamente.
– Sé que me estoy metiendo en camisa de once varas -replicó ella-, y después de esto, te prometo que no te volveré a decir nada más. Pero me parece que lo ocurrido te está atormentando todavía.
– Supongo que sí -respondió él otra vez, muy a su pesar.
– Podría ser entonces -sugirió Aldith- que hubieras tomado una decisión equivocada.
Al ver que él no contestaba, Aldith se conformó con dejar de hablar del asunto, con la esperanza de haber sembrado la semilla, una semilla que florecería en forma de reconciliación. Cogiéndole de nuevo del brazo, dijo:
– Vamos a gastar tu dinero. Creo que debes comprarle a Nell un espejo, y unas cintas para el pelo para su hijita. Sé dónde puedes encontrar un espejo de latón bruñido a un precio razonable. Después de esto, ¿te importa que nos paremos un momento en la iglesia de Santa María en Tanner Street? El padre Antonio ha estado recogiendo unas cuantas mantas y prendas de vestir para la familia de Kenrick y me gustaría saber cómo van las cosas.
– Me alegra saber esto, pero no estoy dispuesto a reconocerle al padre Antonio todo el mérito por haber llevado a cabo esa buena obra. Al parecer alguien le ha empujado suavemente en esa dirección…
– Te lo ha dicho Lucas, ¿a que sí? Fue aquel chaval, el hijo de Kenrick, yo no podía apartar de mi mente su carita angustiada -le confió Aldith a Justino-, porque así fui yo una vez.
Estaban ya en High Street. Impaciente por enseñarle a Justino el espejo de latón, le tiraba del brazo, haciéndole que se diera prisa. Pero no habían andado mucho cuando Justino oyó que le llamaban a gritos. Aldith lo oyó también.
– ¡Es Lucas! -exclamó sorprendida. Se volvieron y vieron al auxiliar del justicia yendo a largas zancadas hacia ellos.
– ¿Dónde demonios te has metido, De Quincy? Te he estado buscando por todo el barrio.
A Justino le sorprendió la tensión que se manifestaba en la voz de aquel hombre. Creía que a Lucas se le habían pasado los celos.
– ¿Por qué?
– Había mandado a dos de mis hombres a Southampton a recoger a un prisionero. Volvieron esta mañana y con noticias que debes oír. El barco de Juan ancló anoche en el puerto.
Justino exhaló un suspiro que era todo una voz de alarma y Aldith clavó su mirada alternativamente en un hombre y en el otro.
– ¿Juan? ¿El hijo de la reina?
– ¿Qué otro puede ser? -contestó Lucas lacónicamente-. ¿Te das cuenta de lo que esto supone, De Quincy?
– Problemas -asintió Justino y viendo que Aldith no comprendía, añadió-: Si lo que oímos es verdad, Juan ha hecho un pacto del diablo con el rey de Francia. Rindió homenaje a Felipe por Normandía y prometió desposarse con su hermana, aparentemente olvidando que estaba ya casado. Por su parte, Felipe se comprometió a ayudarle a reclamar la corona de Inglaterra. Así que, como ves, Aldith, el regreso repentino de Juan a Inglaterra no tiene buenos augurios para la reina o para el rey Ricardo.
– ¿Qué vas a hacer, Justino?
– Tengo que comunicárselo a la reina inmediatamente -contestó.
Aldith salió de la casa con un paquete en la mano.
– Te he preparado pan y queso para que comas durante el camino.
Mientras Justino ponía el paquete en la alforja, ella intentó una vez más convencerle de que pasara allí la noche.
– Quedan todavía algunas horas de luz, las suficientes para llegar, con un poco suerte, a Alton. Eso me sitúa a quince millas más cerca de Londres por la mañana.
Justino apretó las correas que sujetaban las alforjas a la grupera, haciendo una pausa para mirar al auxiliar del justicia por encima del caballo.
– Tengo curiosidad acerca de algo, Lucas. ¿Conoces a un hombre llamado Durand de Curzon?
– No. El nombre no me suena.
– Tal vez haya usado otro nombre. Un hombre de algo más de treinta años, muy alto, con cabello y barba castaño oscuro, ojos azules y brillantes y modales autoritarios. -Justino no pudo por menos de añadir-: Y una sonrisa despectiva.
– Recuerdo a un hombre así -dijo Lucas, reflexionando-. Decía ser el auxiliar del justicia en Berkshire y andaba a la caza de un bandido que se había escapado. Según recuerdo, me hizo muchas preguntas sobre la situación del mundo del crimen en esta zona, diciéndome que tenía razón para creer que su hombre bien pudiera ser que se encontrara oculto entre los forajidos locales. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es importante?
– No -contestó Justino-, no lo es ya.
Aldith cogió a Lucas del brazo y acompañaron a Justino hasta la calle.
– Ándate con mucho cuidado, De Quincy -dijo Lucas bruscamente-, porque Juan puede ser más peligroso que el Flamenco.
– Estaré de vuelta para vuestra boda -dijo y despidiéndose de ellos, dirigió su caballo al camino. Cuando miró hacia atrás, estaban aún observándole y él les dijo adiós con la mano y siguió cabalgando. Las calles estaban abarrotadas de carros y otros medios de locomoción y tuvo que tener mucho cuidado para que Copper no tropezara con los peatones distraídos. Pero una vez que llegó a la puerta este, dejó atrás la congestión del tráfico. El camino que se extendía frente a él estaba libre y espoleó a su caballo a que cabalgara a galope. Pero la advertencia de Lucas parecía flotar en el aire que le rodeaba.
Era tarde y la mayoría de los habitantes de Londres estaba ya en la cama. Las luces en el gran aposento de la reina estaban encendidas. Se hizo un completo silencio una vez que Justino terminó de hablar. Leonor tenía los ojos fijos en su regazo y sus espléndidas sortijas relucían en sus dedos fuertemente apretados.
– Servidnos un poco de vino, Justino -dijo al fin-, y beberemos a la salud del retorno de mi hijo a su hogar.
Su ironía era tan forzada que Justino hizo una mueca. Cruzó la habitación, trajo dos copas, pero bebió muy poco de la suya, porque el vino y la fatiga podían prender un fuego con más rapidez que cualquier combustible.
Como si pudiera leer sus pensamientos, Leonor dijo:
– Tenéis aspecto de estar agotado. Habéis debido de dormir en la misma montura para poder llegar aquí tan pronto. Una vez más, me habéis servido bien.
La boca de Justino estaba seca. Tomó un breve trago de vino y después puso la copa en la estera del suelo.
– No, señora, la verdad es que no os he servido tan bien. Durante más de quince días os he ocultado algo, algo que debéis saber. Tengo buenas razones para pensar que lady Claudine está haciendo de espía de vuestro hijo.
Leonor continuó tomando sorbitos de vino.
– ¿De verdad?
Justino estaba preparado para una reacción de cólera, incredulidad, y hasta de absoluto rechazo. Pero no indiferencia, nunca indiferencia.
– Señora… ¿me habéis oído?
Se mostraba tan sorprendido, que la reina casi sonrió.
– Sí os he oído, Justino. Has dicho que Claudine es espía de Juan.
Justino respiraba fatigosamente.
– ¡Vuestra Alteza lo sabía!
– Sí, de hecho lo he sabido hace tiempo -asintió la reina.
Justino estaba atónito.
– Pero… ¿pero por qué…?
– ¿Que por qué no revelé su doble juego? Seguramente habréis oído el refrán de que «más vale malo conocido que bueno por conocer». Pues bien, eso se puede aplicar también a los espías. Además, el espionaje de Claudine no era más que una irritación, porque no es lo suficientemente implacable como para desempeñar bien esa misión. Y mientras Juan crea que confío en ella, no buscará por otra parte.
Justino pensó que, después de todo esto, necesitaba una copa.
– Señora, parecéis aceptar la traición con una calma asombrosa. ¿Por qué no estáis indignada?
– La indignación es una indulgencia propia de la juventud y la inexperiencia. No es un vicio de la madurez…, ni de una reina.
Antes de darse cuenta, Justino había apurado su copa.
– Vos la conocéis mejor que yo, señora. ¿Por que lo hacía?
Leonor se encogió de hombros.
– Hay muchas razones por las que la gente siente la tentación de danzar con el demonio. Unos lo hacen por dinero. A otros se les fuerza, a otros se les seduce, y mi hijo puede ser muy persuasivo. Pero si tuviera que hacer una conjetura, diría que a Claudine la atrajo el espíritu de aventura.
– ¿El espíritu de aventura? -repitió Justino, con tanta acritud que las palabras, inofensivas de por sí, tomaron el tono de una salvaje blasfemia.
– Sí, aventura -insistió Leonor-, porque así es como ella lo ve. Estoy segura de que se ha convencido de que ningún perjuicio puede derivarse de sus averiguaciones. Le da a Juan lo que él quiere, ella recibe también lo que quiere y nadie resulta herido. Para Claudine esto es un juego, sólo un juego.
Justino meneó lentamente la cabeza, un gesto tan revelador para Leonor como hubiera podido ser cualquier explosión de cólera. Lo observó mientras volvía a la mesa y servía más vino para los dos. Aceptando una de las copas, dijo:
– Por si os sirve de algo, muchacho, a Claudine le gustasteis desde la primera vez que os vio. Dudo que se hubiera llevado al lecho a un hombre que no encontrara deseable. Ella se considera una espía, no una prostituta.
Para Justino eso fue un mínimo consuelo y bebió otro trago tan rápidamente que ella tuvo que advertirle que fuera más despacio.
– No tengo la menor intención de emborracharme -dijo tenso-. Ya lo he hecho antes. -Al oír sus propias palabras, se dio cuenta de que el vino le estaba desatando la lengua más de lo debido, y puso la copa a un lado-. ¿Sabíais, señora, que yo había descubierto la traición de Claudine?
– Sí, lo sabía.
– Entonces, ¿por qué quisisteis tenerme a vuestro servicio?
– Tenía confianza en que vendríais a contarme la verdad. Supongo, he de confesarlo, que tenía también curiosidad de ver cuánto tiempo ibais a tardar en hacerlo -dijo Leonor con una leve sonrisa.
– ¿Me estabais poniendo a prueba?
– ¿Qué opináis?
– ¿Queréis que os diga la verdad? -contestó Justino con una risa trémula-. Que todo esto es superior a mí, que no lo entiendo.
Ella le sonrió por encima del borde de la copa.
– Creo que os habéis mantenido a flote bastante bien. No sólo eso, creo que sois mejor nadador de lo que vos creéis, Justino. Lo demostrasteis con la historia del naufragio que inventasteis para tentar a Claudine.
– ¿Cómo podéis saber eso? ¡No es muy probable que Claudine os lo haya contado! -preguntó Justino mirándola a los ojos.
– No, pero Durand sí lo hizo.
Esto era ya demasiado para Justino.
– No lo comprendo -dijo él, haciendo uso, con estas breves palabras, del mayor eufemismo de su vida-. ¿Por qué os lo iba a contar Durand? ¡Durand es el lobo domesticado de Juan!
– No -contestó la reina con un leve destello de ironía, a pesar de la gravedad de la situación-, ¡Durand es mi lobo domesticado!
– ¿Queréis decir que Durand no era el espía de Juan?
– No, ha estado espiando a favor de Juan durante meses. Pero lo que Juan no sabe es que Durand le dice sólo lo que yo quiero que él sepa.
Justino estaba tratando aún de asimilar esta nueva realidad.
– Pero Claudine sabía lo de Gilbert el Flamenco. ¿Cómo pudo Juan enterarse de esto si no fue por Durand?
– Sí, así es, esa información procedía de Durand -confirmó la reina-, ¿Pero de qué le servía a Juan si no le proporcionaba alguna información valiosa? Le proporciona la suficiente para que Juan siga acudiendo a él en busca de más noticias.
– Así que cuando Durand se enfrentó conmigo en el gran salón, ¿toda su actitud era una especie de farsa?
– No, no exactamente. Por supuesto, estaba haciendo lo que vos esperabais que hiciera. Os habría sorprendido, y hasta os habría hecho sentir suspicaz si no os hubiera echado la culpa de su supuesta pérdida del favor de la reina. Pero el hecho de que no le caéis bien es indiscutible. Le molestó mucho el que lo sorprendierais en Winchester. Pocas veces comete errores como ése y no acepta con elegancia el fracaso. Es evidente que vos le pagáis esa hostilidad con la misma moneda, y ésa es una de las razones por la que os estoy contando esto. Es muy probable que tengáis que trabajar con Durand en el futuro y no quisiera que vuestras sospechas os cieguen y os conduzcan a otros peligros.
Justino se quedó mirando a Leonor con verdadero asombro. Si la familia pudiera igualarse a ese «castillo en la colina» que él se había imaginado una vez, el de la reina era de una magnífica estructura, lujosa y majestuosa, pero con los muros internos salpicados de sangre. Aun maravillándose de que pudiera afrontar la traición de un hijo sin estremecerse, se daba cuenta también de que las necesidades de la reina prevalecerían siempre sobre las de la madre. No estaba seguro de si él mismo había escogido formar parte del mundo de la reina -tan cegador, tan deslumbrante, tan peligroso-, pero tampoco podía hacerse a la idea de escaparse ahora de él. Para bien o para mal, era demasiado tarde.
Pensando que a Durand le debía de gustar cabalgar al borde del precipicio y dormir en edificios en llamas, dijo:
– Estoy todavía perplejo sobre el papel que Durand desempeña en esto. Creo que lo llamasteis una «danza del diablo». Puesto que Durand no era realmente el hombre de Juan, ¿por qué se molestó en seguirme hasta Winchester, no sólo una vez, sino dos? ¿Por qué no decirle simplemente a Juan que lo había hecho y ahorrarse mucho tiempo innecesario en la silla de montar? En lugar de hacerlo, llegó hasta interrogar a Lucas de Marston. -La respuesta le llegó, en una explosiva intuición, con tanta claridad que casi le dejó sin aliento.
– ¡Dios mío! No estaba en Winchester a petición de Juan, ¿me equivoco? Fuisteis vos quien lo mandasteis en pos de mí.
– He estado pensando -contestó la reina- cuánto tardaríais en daros cuenta de eso.
Justino tenía tantas preguntas que hacer que decidió reunirías todas en una: «¿Por qué?».
– Erais el único que había visto a los asesinos. Eso os convertía en el objetivo primordial. Pero erais todavía un desconocido para mí, y si me disculpáis el que lo diga, aún muy joven. Quería estar segura de que no estaba arrojando un cordero a la cueva de los leones. Así que pensé que lo mejor era que Durand os vigilara, al menos hasta que demostrarais que erais perfectamente capaz de cuidar de vuestra seguridad.
– Y hasta que vos estuvierais segura de que no iba a meter la pata en el asunto -añadió Justino, y Leonor se echó a reír.
– Sí, eso también. Con un tanto en el tablero, necesitaba saber que podía confiar en vos. Afortunadamente, mis instintos me guiaron acertadamente. Siempre he tenido buena intuición en lo referente a los hombres. -Sus labios se curvaron y añadió irónicamente-: ¡Excepto en cuestión de maridos, por supuesto!
Las nubes cruzaban veloces el firmamento y a intervalos ocultaban la luna. Cuando Justino sacó a Copper de los establos al patio de la Torre, era como sumergirse en un mar negro y profundo. Montó, y poco antes de llegar a Land Cate vio a varios jinetes que entraban por las puertas de la ciudad. Levantó su antorcha al pasar por su lado y se encontró frente a frente con Durand de Curzon.
Durand iba montado sobre un semental de gran alzada, un animal inquieto y levantisco a juzgar por las orejas aplastadas y los ojos ribeteados de blanco. Espoleando al caballo, viró bruscamente hacia donde estaba Justino. Este paró a su caballo en seco. Por suerte, su semental castaño, por temperamento, no se espantaba fácilmente. Justino no dudó que la acción de Durand había sido deliberada, una advertencia de que se apartara de su camino. El lobo domesticado de la reina iba a ser un aliado provocador, si no queremos decir peligroso.
Justino exhaló un profundo suspiro, preguntándose en qué líos se había metido, porque en aquel momento el futuro parecía tan oscuro y turbio como esta noche de primavera sin luna. Pero miró hacia arriba y vio las luces que aún brillaban en las ventanas de los aposentos de la reina, como un faro resplandeciente en medio de la oscuridad del patio.
– Vamos, Copper -dijo-, Al demonio con Durand y con Juan también.
Y dejando atrás la Torre, cabalgó hacia Gracechurch Street, hacia casa. Y cada vez que miraba hacia atrás veía los destellos de luz procedentes de los aposentos de la reina, por encima de la ciudad dormida.