18. LONDRES

Marzo de 1193


Ellis, con cara de sueño, los dejó entrar de mala gana, aduciendo que la taberna no estaba abierta aún. Dentro, todo estaba tan oscuro y silencioso como una tumba y hasta había un cuerpo tumbado sobre una de las mesas.

– Nell nos permitió que le dejáramos dormir la borrachera -masculló Ellis, estremeciéndose cuando Jonás alar gó el brazo y volcó la mesa, tirando a Alfred a la paja que cubría el suelo.

A la caída le siguió un grito asustado de Aldred e inmediatamente después otro grito de «¿Ellis?» procedente de la parte de arriba de las escaleras.

– ¿Qué es ese ruido?

Jonás dio unos pasos hacia el hueco de la escalera.

– Tengo aquí a unos borrachos que necesitan despejarse la cabeza, Nell, y solicito tu ayuda.

– ¿Qué es eso? -Lucas miraba con suspicacia el contenido de su vaso-. Parece agua de un pantano.

– Bebedla -insistió Nell-. ¡Cualquiera diría que os estoy pidiendo beber cicuta! Si queréis saber lo que es, os diré que es azafrán disuelto en agua de cebada, mezclada con unas cuantas hierbas. Tengo mucha práctica en estas cosas, porque a mi marido le gustaba la cerveza más de la cuenta.

Puso una fuente en mitad de la mesa y dijo:

– Tratad de comer pan. Volveré cuando vea lo que puedo preparar para el dolor de cabeza de Aldred. -Aldred le dio las gracias con voz quejumbrosa y se desplomó en su asiento, con el cuerpo tan fofo como una muñeca de trapo de Lucy. Nell puso los ojos en blanco, murmuró algo sobre los hombres que no era muy elogioso y desapareció en la cocina.

Jonás se sirvió un vaso de cerveza hasta rebosar y se puso a untar miel en una larga rebanada de pan.

– Si te queda algún arenque salado -le gritó a Nell-, no me importaría tomarme uno o dos. -Al oír tal ocurrencia, Aldred volvió a quejarse y salió corriendo al escusado, con gran diversión de Jonás-. Espero que vosotros dos no tengáis estómagos tan delicados.

– Siento desilusionarte, pero no es ése el caso -Justino cogió un trozo de pan e hizo esfuerzos por tomárselo a trocitos-. Dinos lo que has descubierto sobre Sampson.

– Parece que se ha gastado el dinero muy deprisa, porque cometió su primer robo el martes de carnestolendas. Estuvo muy ocupado en cometer al menos tres delitos. Su método ha sido sencillo: merodear por las tabernas a la caída de la noche, seleccionar a su víctima (un borracho solitario) y a continuación irse detrás de él, y echársele encima tan pronto como estuvieron solos. Para su desgracia, no es hombre que pase desapercibido: tan alto, tan corpulento como un oso, con una mella donde debiera haber tenido su diente delantero y una cicatriz sobre uno de los ojos.

– Sí, ése es Sampson -asintió Lucas-, pero acabas de decir en la cabaña que está en la cárcel de Newgate. ¿Cómo lo atraparon?

– Metió la pata, como Justino adivinó que la metería. El tercer robo salió mal desde el principio, porque su futura víctima no estaba tan borracha como él creía. Cuando Sampson se tiró sobre él, el atacado se defendió como un león. Ese cálculo equivocado de Sampson fue su primer error. El segundo fue el ser demasiado impaciente porque no había sonado todavía el toque de queda. Una misa de réquiem estaba a punto de terminar en St. Andrew's Cornhill y los feligreses salieron a Aldgate para ver a qué se debía el alboroto.

Jonás se echó un buen trago y se limpió después la boca con la palma de la mano.

– En el preciso momento en el que Sampson dominaba a su presa y sentado a horcajadas sobre él buscaba la bolsa donde el hombre llevaba el dinero, antes de que pudiera escaparse, se le enfrentó uno de los feligreses. Lucharon y cuando Sampson vio que no podía zafarse de él, le dio una puñalada al buen samaritano en la garganta.

Justino tragó con dificultad, haciendo esfuerzos para que le bajara la corteza por el gaznate, con ayuda del agua de cebada. Pero no era el pan lo que le había dejado un amargo sabor de boca. Mataban con tanta facilidad los Gilbertos y los Sampsones de este mundo, y sembraban tanto dolor a su alrededor, que con ahorcar a hombres así sólo se conseguía que éstos no volvieran a matar otra vez. No aliviaba para nada el dolor que causaban a tantos vecinos, en su descenso a los infiernos. Mirando alrededor de la mesa, vio su propia frustración y su rabia reflejadas en el rostro de Lucas. Jonás, como siempre, era inescrutable.

Hizo una pausa para beber otra vez antes de continuar el sangriento argumento de su historia.

– Sampson salió corriendo, perseguido por los feligreses. Pero su envergadura y esa sangrienta daga mantenían a la mayoría a cierta distancia. Me atrevería a decir que se habría escapado si no hubiera tenido la mala suerte de coger Lime Street. Por casualidad» se metió en el mismísimo cuerpo de policía. Fueron precisos cuatro hombres para reducirle y tuvieron que protegerle de la multitud que quería lincharlo. Pero el párroco de St. Andrew's Cornhill los contuvo e hizo que desistieran de su intento, y a Sampson lo arrastraron a la prisión. Su indulto será corto. Apuesto cualquier cosa a que el tribunal le condenará antes de que empiece el juicio.

– Me gustaría estar tan cierto de esto como lo estás tú -dijo Lucas con aire taciturno, porque sabía por triste experiencia que no era fácil condenar a un hombre a la horca. Había meditado muchas veces por qué los jurados eran tan reacios a ver ahorcar a un hombre y había sacado la conclusión de que la tristemente famosa indulgencia de los jurados estaba paradójicamente relacionada con la dureza de las leyes. Daba igual que un hombre matara accidentalmente, en defensa propia o con premeditación y alevosía, en cualquier caso se les acusaba de asesinato. Podía alegar «infortunio» o «justificación», pero tenía que probarlo en el tribunal y muchos hombres se escapaban antes de arriesgarse a someterse a la justicia real. A un hombre se le podía ahorcar también por robo, podía pagar también con su vida un crimen de hambre o desesperación. El resultado era que los jurados rehusaban a menudo acusar, aun en casos en que las pruebas parecían exigirlo.

El escepticismo de Lucas tenía perplejo a Justino, pero Jonás lo comprendía perfectamente.

– Los dos hemos visto a hombres librarse de la horca cuando sabíamos que eran tan culpables como Caín -le explicó a Justino-. Pero esta vez no. Ese estúpido de Sampson acuchilló a un hombre delante de más de una docena de testigos, incluida la propia mujer de la víctima y el cura párroco. No, éste es un tipo que sabe exactamente lo que le espera: una breve danza al extremo de una larga soga.

– ¿Cuándo podemos interrogarlo? -preguntó Justino-. Es una pena que no puedan esperar hasta después del juicio. Sampson estará probablemente más dispuesto a hablar una vez que sepa que no hay esperanza. Pero si se le juzga y se le encuentra culpable, será demasiado tarde, porque las ejecuciones se llevan a cabo casi siempre inmediatamente. Sólo las mujeres embarazadas pueden aprovecharse de una demora. Si se le declara culpable, llevarán inmediatamente a Sampson a la horca.

– Podemos ir a la cárcel esta tarde. -Jonás expresó con palabras la propia inquietud de Justino, diciendo-: Pero tal vez no esté dispuesto a hablar contigo. ¿Por qué ha de estarlo? Tal vez esté esperando que ocurra un milagro: un jurado tan ciego, tan sordo y tan mudo que no sean capaces de condenarlo. O simplemente que se muestre reacio por puro resentimiento. Así que puede muy bien ocurrir que no tengas mejor suerte con él que la que tuvimos con el Flamenco.

Justino sintió un estremecimiento de aprensión e inquietud, porque ésta era su última oportunidad de enterarse de la verdad sobre el asesinato del orfebre. Pero Lucas meneó la cabeza.

– Déjamelo a mí -dijo- porque yo conozco a Sampson y le haré hablar. -Y cuando Justino le preguntó cómo, él contestó con una enigmática sonrisa: «Ya lo veréis».


Newgate era una de las más estratégicas torres de entrada de Londres, custodiando al acceso por el lado oeste. Era una estructura de piedra impresionante, de varios pisos, cuyo origen se remontaba a la época romana, en que el nombre de Londres era Londinium, a la sazón bajo el poder del Imperio romano. Newgate se había reconstruido hacía cinco años y se utilizaba ahora como cárcel de la ciudad. No tenía una historia sórdida como la prisión que había junto al río Fleet ni albergaba tantos fantasmas y recuerdos de dolores pasados. Pero era también un lugar triste y desolado, a un mismo tiempo imponente y desamparado. El hedor era el mismo. Justino sintió tan pronto como les dejaron entrar en la prisión su repugnante vaharada como una bofetada en el rostro. Familiares olores de reclusión y hacinamiento y el más penetrante de todos: el olor al miedo.

A los prisioneros más afortunados se les tenía en las celdas superiores; cuanto más baja era la categoría de un hombre, más bajo el piso donde se le alojaba. Los peores, los más peligrosos de todos, estaban recluidos en una mazmorra que llamaban «el pozo». Cuando llevaron a Sampson al cuarto de guardia era evidente que venía de allí, porque entornaba los ojos a la débil luz de la lámpara.

Sampson era tan ancho como alto, con un tórax corpulento, pero no obeso. Sería un mal enemigo en cualquier pelea de taberna, e incluso peor en una calle oscura y desierta. Este era el primer encuentro de Justino con Sampson cara a cara y se sintió sorprendido al pensar en el temerario valor del asesinado buen samaritano. Sampson era más joven de lo que él hubiera creído, no contaba más de veinticinco años, pero sus ojos de color azul claro no tenían edad. Recorrían la habitación de un lado a otro, atraídos por las ventanas cerradas y protegidas con barras. Una vez que se convenció de que la habitación no ofrecía oportunidad para escaparse, concentró su atención en los hombres. Su mirada iba indiferentemente de Justino a Jonás. Pero una expresión de hostilidad se reflejó en su rostro al ver, y reconocer, a Lucas.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -Su voz, pronunciada en un susurro, tenía un tono tan ronco y gutural que las palabras le salían como un gruñido.

Lucas sonrió mecánicamente.

– He decidido darme este gusto, Sampson. Estoy aquí para ver cómo te ahorcan.

Sampson dedicó al auxiliar del justicia la mirada más asesina que Justino había visto jamás. Cogió una silla, se sentó todo lo cómodamente que se lo permitían sus grilletes, echó la silla hacia atrás hasta que pudo poner los pies sobre la mesa y le hizo un gesto obsceno a Lucas, un gesto corriente pero al que confirió suficiente veneno como para compensar su falta de imaginación. Lucas miró de reojo a Jonás e hizo un gesto afirmativo de cabeza, casi imperceptible. Jonás no dijo nada y Justino no estaba seguro de si había captado la señal de Lucas. El sargento había estado apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, pero se puso de repente en movimiento, echándose hacia adelante y, con una patada bien dirigida, tiró la silla de Sampson y le hizo dar la vuelta.

El forajido cayó al suelo despatarrado en la estera del suelo, enredado en las cadenas, pues llevaba esposas en las muñecas y grilletes en los tobillos. Escupiendo juramentos, forcejeó para ponerse de pie y, por espacio de un momento, Justino creyó que se iba a tirar sobre Jonás. Pero al encontrarse con sus ojos, cambió de opinión y, en su lugar, puso la silla derecha con toda la dignidad de que fue capaz.

– ¿Por qué habéis hecho eso? -protestó Sampson, en tono más de queja que de desafío.

Jonás no se molestó en contestarle, y se volvió a colocar contra la pared. Justino no había visto nunca a un hombre con un aspecto tan relajado y al mismo tiempo tan temible. Éste era un terreno desconocido para él y se contentó de momento con observar y dejar que Lucas y Jonás marcaran la pauta a seguir.

Lucas pidió una silla.

– No fui totalmente franco contigo, Sampson, cuando te dije que estaba aquí para ver cómo te ahorcaban. Por supuesto que pienso quedarme hasta ese día, no me lo pierdo por todo el vino de Francia. Pero tu arresto fue un obsequio inesperado, porque lo que realmente me trajo a Londres fue ese asesino amigo tuyo, Gilbert el Flamenco.

– ¿Quién? -Sampson empezó a inclinar la silla otra vez, miró a Jonás y cambió de opinión-. ¿Quién? -repitió, sonriendo como si estuviera satisfecho de su propio ingenio.

Lucas estaba también sonriendo, una sonrisa con una buena dosis de mofa.

– No pierdas el tiempo con preguntas tan lamentables, Sampson. Después de todo, te queda muy poco tiempo. Sabemos todo lo que hay que saber de Gilbert y de ti. Ha confesado haber sido el autor del crimen de Alresford Road.

– ¿Sí? -se burló Sampson-. ¿Y cuándo ocurrió eso, tomando unas copas en la taberna de la localidad?

– No… Creo que fue en la cárcel de la ciudad después de un interrogatorio que duró toda la noche. Pareces sorprendido, ¿se me olvidó decirte que cogimos a Gilbert el viernes en la feria de caballos de Smithfield? Tal vez podamos arreglar las cosas para que os ahorquen a los dos el mismo día, por aquello de que erais viejos amigos.

– Estáis mintiendo -dijo Sampson, pero no parecía estar muy convencido.

– ¿Por qué estás tan sorprendido? La suerte del Flamenco tenía que terminar antes o después, lo mismo que la tuya. Eso sí, se puede decir que tú tropezaste y te entregaste, en cambio a Gilbert lo entregó una mujer, pero ambos caminos llevan a la horca.

– ¿Una mujer? -Sampson se quedó con la boca abierta-, Bien le dije que no confiara en esa puta irlandesa, ¡se lo dije!

Los ojos de Lucas brillaban a la luz de la lámpara, verdes y relucientes como los de un gato.

– Te debía haber hecho caso.

Sampson permaneció en silencio un momento, meditando sobre la mala suerte de su compinche.

– ¡Qué estúpido! -dijo, con una manifiesta carencia de compasión-. Yo no hubiera dejado que una puta me engañara.

– No -asintió Lucas-. Tú no necesitaste que te engañara ninguna mujer. Tú te las arreglaste solo…

Sampson clavó una mirada torva en el auxiliar de justicia.

– Al Flamenco no se le podía sacar una palabra del cuerpo acerca de ninguno de sus crímenes. Déjame que te cuente algo sobre Gib. Si te estabas ahogando, te echaría un ancla. Pero si te estabas muriendo de sed, no te daría ni una taza de meados caliente. Gib no hablaría nunca con la ley, nunca. Reservaría su confesión para el demonio, y sus mejores juramentos para personas como tú.

Justino exhaló un suspiro que llevaba conteniendo demasiado tiempo. Su desilusión fue mayor porque se había dejado llevar por la esperanza de que el farol de Lucas tuviera éxito. Lucas le miró de reojo, maravillado de su aplomo y en lugar de ponerse nervioso ante el desafío de Sampson, sonrió y dijo:

– Bueno, no puedes culpar a un hombre por haberlo intentado -dijo tan jovialmente que Justino se dio cuenta de que nunca tuvo la esperanza de engañar a Sampson con esta inventada confesión de Gilbert. Tranquilizado y curioso, Justino se recostó en su asiento para presenciar el resto de la representación.

A Sampson le cogió desprevenido la franqueza de Lucas; según su experiencia, los justicias pocas veces eran tan directos.

– O sea, que reconocéis que habéis mentido -Pensé que merecía la pena intentarlo -dijo, y metiendo la mano bajo el manto, sacó una bota de vino-. No necesitamos confesiones porque tenemos suficientes pruebas para colgaros a los dos de una horca más alta que la de Amán. El señor De Quincy, aquí presente, fue testigo de ese asesinato en el camino de Alresford. Su testimonio será suficiente para mandar a Gilbert a la horca. Y hay tanta gente deseando prestar testimonio contra ti que tendrán que celebrar el juicio en la plaza de la catedral de San Pablo para que quepan todos. No, los veredictos eran de prever. Yo estaba simplemente tratando de atar cabos sueltos.

– ¿Cómo? -dijo Sampson con una mueca burlona-. ¿Tratando de que yo haga las paces con Dios?

Lucas se encogió de hombros.

– A algunos hombres les sirve de consuelo ir a la muerte con la conciencia tranquila -contestó, sin que pareciera afectarle la explosión de blasfemias con que Sampson recibió sus palabras-. No puede ser muy agradable estar tirado ahí en el pozo día tras día, esperando la muerte. ¿Qué hombre entre todos los hombres no le tiene miedo a la muerte, especialmente a morir en la horca? -Empinando la bota, bebió con aparente deleite, pareciendo no darse cuenta de la manera en que los ojos de Sampson seguían la bota-. Si fuera yo, querría un sacerdote.

– Bien, pero vos no sois yo -replicó Sampson bruscamente y añadió un «maldito bastardo» para redondear la frase.

Lucas no sonreía ya.

– No… Yo no soy a quien van a ahorcar, y bien que me alegro de ello. Es una desesperada y lenta manera de morir. Yo preferiría una navaja en la garganta que tener que enfrentarme con la soga.

Sampson estaba repantigado en su silla, pero seguía con los ojos fijos en la bota.

– ¿Quién ha dicho que me van a ahorcar?

– ¡Claro que te van a ahorcar, Sampson! Has matado a un hombre en presencia de medio Aldgate y te han pillado en el acto. ¡Santo Cristo, si la sangre no se ha secado aún en tu navaja! Ni aunque uno de los mismísimos ángeles de Dios baje a hablar en tu favor al tribunal no te serviría de nada. El mismo día que vayas al tribunal, ese mismo día te mandarán a la horca.

Lucas le pasó la bota a Justino y luego se la tiró a Jonás.

– Supongo que siempre puedes tener la esperanza de que la cuerda se rompa. Eso le pasó a un prisionero en mi primer año de justicia adjunto, y el rey le indultó.

– Me aseguraré de que utilicen una bien fuerte, especialmente para él -prometió Jonás y se echó a reír como si aquello fuera una broma.

Lucas cogió la bota en el aire con destreza, y se la colocó en las piernas, sin empezar a beber.

– Sé que has visto morir a otros hombres, Sampson. ¿Pero has visto alguna vez ahorcar a un hombre? Es un espectáculo inolvidable, créeme. No es rápido, se necesita bastante tiempo para estrangular a un hombre. Tiene las manos atadas detrás de la espalda, para que no pueda soltarse. Está indefenso, está colgado, está dando patadas desesperadas para tocar la tierra con los pies. Su rostro se va poniendo azul y luego negro, y hace esfuerzos para respirar, ansiando cambiar cualquier cosa por un poco más de aire. Hay veces en que un hombre hasta se traga su propia lengua.

– ¡Que Dios te maldiga! -Sampson se puso de pie y levantó sus manos esposadas en un frustrado gesto de amenaza-. ¡Basta ya, no quiero oír más!

– ¿Crees que a mí me importa lo que tú quieras o no quieras? -dijo Lucas con frialdad-. Vuelve a sentarte.

Justino dudaba de que Sampson obedeciera las órdenes, pero al cabo de un momento nada más, el hombre se desplomó sobre su silla. Tenía el rostro lleno de manchas, a causa del calor, los ojos saltones e hinchados, y cuando Lucas de repente lanzó al aire la bota, la cogió con manos temblorosas. Bebió el vino con ansiedad, como si ni todo el vino del mundo fuera suficiente para él, no importándole que se le derramara en la barba y le salpicara su túnica sucia y hecha jirones.

– ¿Qué queréis de mí? -preguntó, apretándose la bota contra el pecho-. ¿Por qué estáis aquí?

– Quiero la verdad. Tenemos preguntas que hacerte sobre otros crímenes y necesitamos respuestas. Quiero poder enterrar estos casos al mismo tiempo que te entierro a ti.

– ¿Y por qué tengo que hacer lo que me estáis pidiendo? -preguntó Sampson, con un resabio de sus previas bravuconadas-. ¿Qué voy a sacar yo de ello?

Cuando Lucas se inclinó hacia adelante, Justino supo que ésta era precisamente la pregunta que él estaba esperando que hiciera Sampson.

– Vas a morir. Yo eso no lo puedo cambiar, ni lo haría si lo pudiera hacer. Pero puedo conseguir que tus últimos días sean más tolerables. Si yo estuviera a punto de enfrentarme con la soga, querría hacer las paces con Dios. Y después querría emborracharme, hasta el punto de que nada me importara cuando vinieran a buscarme. Si nos dices lo que queremos saber, Sampson, yo me ocuparé de que te den suficiente vino o cerveza para que vayas a la horca como la perra de un trovador ciego.

Sampson empezó a hablar, pero se detuvo inmediatamente. Retorciéndose en la silla, miró a Jonás y después a Lucas.

– Si accedo a esto, ¿cómo puedo estar seguro de que cumpliréis vuestra parte del trato?

Lucas metió otra vez la mano debajo de su manto y sacó esta vez una bolsa con dinero.

– Contesta a nuestras preguntas y ganarás suficiente dinero para comprarle a los centinelas toda la cerveza que quieras. Y me refiero también a comida y mantas. Con el dinero suficiente, un hombre puede comprar también la compañía de una mujer. ¿No es verdad, Jonás?

– Se sabe que esto ha ocurrido -contestó el sargento lacónico.

Lucas volteó la bolsa del dinero en la palma de la mano.

– Así que, ¿qué dices, Sampson? ¿Hacemos un pacto?

– Dejadme que lo cuente primero. -Sampson hurgó en la bolsa, tarea dificultosa por las esposas. Cogiendo la bolsa del suelo, manoseó las monedas antes de decir ásperamente-. ¿Qué queréis saber?

Lucas mostró un destello de triunfo mirando hacia donde estaba Justino.

– Empecemos con Londres. Sé que Jonás tiene mucha curiosidad acerca de todo lo que has hecho en esta ciudad.

– Ya sabéis todo lo de ese cretino en Aldgate.

– Estás atormentado por los remordimientos, ¿no es así? -dijo Lucas con sarcasmo y Sampson le miró como si no lo comprendiera.

– ¿Qué razón tengo para lamentar su suerte? Se buscó él mismo su desgracia metiéndose donde no le llamaban. No tuve más remedio que hacer lo que hice. No sé qué otra cosa contarte.

– ¿Cuántos robos? -preguntó Jonás con impaciencia-. Sé lo del hombre al que atracaste en Southwark, cerca del puente. Y los del borracho que metiste en un callejón de la Cheapside. ¿Algo más?

Sampson arrugó el entrecejo, intentando concentrarse.

– Bueno… Le robé un monedero a un mozalbete ahí en los «estofados». Era un chaval imberbe que presumía de estar allí para «pagarse un polvo» y agitaba su dinero en la mano como si estuviera pidiendo que se lo robaran. Otra vez tomé parte en una pelea en una taberna cerca de Cripplegate y le quité al hombre las sortijas y la daga por mi trabajo. Creo que eso es todo. ¡Oh, también le rompí la mandíbula a una mujer, pero no era más que una ramera que estaba intentando engañarme! Y Gib y yo atracamos a un hombre en la Watling Street Road. Puesto que no habíamos llegado todavía a Londres, ¿cuenta también eso?

– Gilbert se estaba descuidando al dejar con vida a un testigo. ¿O se sentía caritativo aquel día?

Sampson no captó la ironía de Lucas.

– Gib tenía intención de matarle, pero se escapó corriendo hacia el bosque y decidimos que no valía la pena ir detrás de él. -Agitando la bota, se dio cuenta de que quedaba suficiente vino para un trago más y se lo echó al coleto-. ¿Qué otra cosa queréis saber?

Habían estado hablando en inglés, pero Lucas se pasó ahora al francés, excluyendo deliberadamente a Sampson.

– Supongo que quieres continuar tú a partir de ahora, De Quincy. No tiene ninguna prisa por volver al «pozo» y debe de contarte lo que necesites saber sobre el asesinato del orfebre. Espero que lo compartas después conmigo, porque deseo esclarecer el crimen Fitz Randolph tanto como lo deseas tú. Pero supongo que tendrás que obtener primero el consentimiento de la reina, ¿no es así?

– Sí, lo obtendré -asintió Justino-. Pero le contaré a la reina que si no hubiera sido por ti, no habríamos conseguido que Sampson hablara.

Lucas sonrió.

– Si quieres elogiarme ante la reina, no me opongo a ello. ¡Pero me debes todavía el dinero que le di a aquel canalla! -Levantándose de un salto, le dirigió a Sampson una mirada dura y acerada-. El sargento y yo tenemos que hacer un recado. El señor De Quincy te hará las preguntas mientras estemos fuera. Contéstalas bien y te traeré una bota de vino. Miéntele y pasarás la noche en el cepo, desnudo hasta los mismísimos cojones.

Dicho esto se dirigió a la puerta. Jonás le siguió, dejando a Justino solo con el prisionero. El otro hombre lo estaba mirando con indiferencia. No mostraba antagonismo alguno ni hacía alarde del resentido recelo con que había obsequiado a Lucas y a Jonás. Pero Justino no estaba preocupado, porque Lucas le había enseñado cómo se podía domeñar a Sampson.

– Toma -dijo, y le tiró su propia bota de vino al corpulento forajido, esperando mientras bebía con avidez. Había sentido una punzada involuntaria de compasión, viendo cómo Lucas le quebrantaba a Sampson el espíritu con una habilidad tan brutal. Pero esa compasión se había desvanecido tan pronto como Sampson empezó su desenfadada confesión. Al escuchar esa fría letanía, sacó pronto la conclusión de que el idiota de Sampson no era menos merecedor de odio que el sanguinario Flamenco.

Sampson echó otro largo trago de la bota.

– Así que vos sois el que echó a perder nuestra emboscada en el camino de Alresford. Vuestro aspecto me resultaba conocido. ¿Qué queréis?

– Quiero que me hables de ese asesinato. ¿Cómo empezó y por qué?

– ¿Qué creéis? Se nos pagó para que le esperáramos escondidos. ¿Por qué otra razón íbamos a estar congelándonos el culo en el bosque? No hay hombre con dos dedos de frente que se embarque en un robo en medio de una tormenta de nieve, a no ser que sepa que sus esfuerzos valen la pena.

Justino sintió una repentina excitación al darse cuenta de que no le faltaba más que una pregunta para esclarecer el misterio del asesinato del orfebre.

– ¿Y quién os pagó?

– Un amigo de Gib.

Justino se quedó helado. ¡Santo Cristo! ¿Qué pasaría si Sampson no supiera quién los había contratado, en caso de que Gilbert fuera el que firmó el pacto? Adoptando otra táctica, preguntó:

– ¿Por qué había que matarlo? ¿Qué había hecho?

La respuesta que recibió fue totalmente inesperada.

– No desperdiciéis vuestra compasión porque bien se lo ganó. Lord Harald juró que había trucado los dados y yo me creí lo que él me dijo. No lo había visto jamás en un estado de cólera semejante. Dijo que nos dividiríamos el dinero, pero tenía que saber que nos quedaríamos con la mayor parte. Supongo que a él le bastaba con vengarse y recuperar la sortija. Le daba mucho valor. Yo lamenté que el infeliz no la llevara puesta porque a mí también me gustaba. Era de plata, con una piedra roja montada en ella, tal vez un granate o…

– ¿Pero de qué demonios me estás hablando? -Nada de toda esta retahíla de cosas tenía ningún sentido para Justino-. ¿Quién es lord Harald?

Sampson sonrió con sorna, asombrado de tal ignorancia.

– Todo Winchester conoce a lord Harald. ¡Ciertamente, ese puñetero justicia lo conoce! No es un lord, por muchos aires que se dé de serlo. Sazona sus discursos con palabras que nadie comprende y se pavonea con su rica vestimenta, como un pavo real cuando hace la rueda. Escurridizo como el hielo, es el mejor ratero que he conocido jamás. Tiene gran talento con los dados y esos juegos con cáscaras de nuez y guisantes secos. Se ha vanagloriado siempre de su habilidad en el juego, así que me imagino que por eso llevó tan mal el perder. No es que le censure, porque he oído decir que el hijo de puta no dejó de cacarear su éxito, fanfarroneando de cómo…

– ¿De qué juego de dados estás hablando? ¿Cuándo tuvo lugar? -Justino hizo estas preguntas con tal brusquedad que Sampson le miró sorprendido.

– ¿Cómo voy a saberlo? Y además, ¿qué importa?

– Claro que importa -replicó Justino con gravedad-. El crimen tuvo lugar la mañana del día de Epifanía. Pero, ¿cuándo ocurrió esa partida de dados? ¡Tengo que saberlo!

– Estoy tratando de recordarlo -protestó Sampson-, así que ¡tened paciencia! El día de Epifanía era miércoles, ¿verdad? Tuvimos una reunión con Harald el día anterior, el martes. Había descubierto que el hombre en cuestión salía de Winchester la mañana siguiente y quería asegurarse, sin lugar a dudas, de que estaríamos esperándolo. Ahora recuerdo, la partida de dados tuvo lugar el domingo. Harald nos confesó que no tenía que haber jugado a juegos de azar el día del Señor, que era un mal presagio. Gib se echó a reír afirmando que era ciertamente un pecado jugar o hacer apuestas en domingo; pero, en cambio, era un hecho de buena suerte cometer un asesinato en un día de fiesta como el de la Epifanía.

– Eso no es así. Gervase Fitz Randolph estaba todavía en Francia el domingo. No regresó a Winchester hasta el martes por la tarde.

Sampson estaba perplejo.

– ¿Quién es Gervase Fitz Randolph?

– El hombre al que Gilbert y tú tendisteis una emboscada y a quien asesinasteis vilmente.

Sampson movió lentamente la cabeza.

– No, eso no tiene sentido. No recuerdo el nombre, pero dudo que fuera Gervase.

– ¡Por los clavos de Cristo! -exclamó Justino en un susurro, porque en aquel mismo momento, lo comprendió todo-. ¿Así que nunca lo visteis?

– No. ¿Por qué? No había necesidad, porque Harald nos explicó cómo reconocerlo. De apariencia próspera, nos dijo, con el pelo castaño, cabalgando a la grupa de un palafrén tordo y de gran alzada. Había tan pocos viajantes en el camino que fue muy fácil identificarlo. Ese estúpido de Harald se olvidó de mencionar al criado, pero… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis así?

– ¿Se llamaba el hombre que teníais que matar Fulk de Chesney?

A Sampson se le iluminó el rostro.

– ¡Ese es! Pero ¿qué pasa con el otro nombre? Le acabáis de llamar Gervase.

– Ése era su nombre -contestó Justino, apretando los dientes-. Al menos acuérdate, ¡demonios, le debes tanto!

– ¿Por qué estáis tan enfadado?

– Porque asesinasteis al hombre que no teníais por qué asesinar.

Sampson seguía perplejo.

– ¿Y cómo ocurrió esto?

– Fulk de Chesney era el que hacía trampas con los dados, el hombre para cuyo asesinato os pagaron. Pero su caballo empezó a cojear y tuvo que darse la vuelta. El hombre que asesinasteis era un orfebre de Winchester. Cabalgaba en un semental ruano y vosotros, estúpidos, lo confundisteis con el de De Chesney. El hombre sucumbió sin razón lógica que justificara su muerte. Que Dios lo ayude, estaba donde no debía estar y cuando no debía estar.

La voz de Justino se fue apagando. Estaba más asombrado que encolerizado, anonadado por la absoluta nimiedad de lo ocurrido. Gervase no había muerto porque su hijo estuviera deseando entrar en un monasterio o porque su hija estuviera consumida de concupiscencia por el oficial que trabajaba a sus órdenes en la orfebrería. Ni fue la carta secreta a la reina lo que le había causado la muerte. Había sido víctima de un guijarro que se había incrustado en la herradura de un semental tordo.

Sampson comprendió finalmente lo que Justino estaba diciendo.

– ¿Así que el hombre que asesinamos no era Fulk de Chesney? Eso explica que no llevara la sortija. -Pensó en ello un momento más y se echó a reír-. Pobre desgraciado, ¡él fue a quien se le gastó la broma!


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